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6,5
18.822
6
27 de junio de 2014
27 de junio de 2014
2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Resulta que quien ha terminado padeciendo el síndrome de Estocolmo he sido yo con esta película.
Después de una primera parte predecible, cargada de estereotipos, con actuaciones pesadas medidas al milímetro y sin ningún tipo de originalidad, llega Sorogoyen y nos abre una segunda parte nueva, original, la luz de la película (incluso literalmente), donde parece que el personaje de Garrido reaparece, se carga los moldes preestablecidos en la primera hora para poner al de Pereira en su sitio, renaciendo cual Ellen Page en Hard Candy.
La película me secuestró. Lo admito, después de estar a punto de cerrar la pestaña por tal empache de cliché machista juvenil, la película me atrapó, y yo me dejé atrapar, por el nuevo aire de Garrido y su personaje, y porque tenía ganas de que tanto Pereira –por su mediocre interpretación en la primera parte– como su personaje fueran castigados con el mismo veneno.
Pero nada más lejos de la realidad. En los últimos 10 minutos reaparecen los clichés, ese estereotipo que el personaje de Garrido había forjado en la primera parte, ese que parecía haber desaparecido en la segunda. Y es que Garrido es tan tópico como Pereira: una, la inocente joven, frágil, débil, que termina cayendo en las garras de cualquier listillo; el otro, el avispado, el graciosete de la pandilla, a quien no le importa hacer sentir a una mujer que es lo que más le importa en el mundo por la noche para terminar echándola sin miramientos a la mañana siguiente.
La segunda parte abre una puerta muy inteligente que el guion no sabe aprovechar, pues termina volviendo al principio. Simple retrato de cómo puede padecerse el síndrome de Estocolmo al aferrarnos a lo que no nos conviene, innecesario, repetido hasta la saciedad por cine, literatura y arte en general. Yo me aferré a esa segunda parte, esperando que el cine se encargara de desmantelar el machismo implícito en todas esas obras, pero me engañó, y aun así seguiré alabando esos veinte minutos de película, sabiendo que al final no sirvieron para nada. Ahora soy yo quien padece el síndrome.
Después de una primera parte predecible, cargada de estereotipos, con actuaciones pesadas medidas al milímetro y sin ningún tipo de originalidad, llega Sorogoyen y nos abre una segunda parte nueva, original, la luz de la película (incluso literalmente), donde parece que el personaje de Garrido reaparece, se carga los moldes preestablecidos en la primera hora para poner al de Pereira en su sitio, renaciendo cual Ellen Page en Hard Candy.
La película me secuestró. Lo admito, después de estar a punto de cerrar la pestaña por tal empache de cliché machista juvenil, la película me atrapó, y yo me dejé atrapar, por el nuevo aire de Garrido y su personaje, y porque tenía ganas de que tanto Pereira –por su mediocre interpretación en la primera parte– como su personaje fueran castigados con el mismo veneno.
Pero nada más lejos de la realidad. En los últimos 10 minutos reaparecen los clichés, ese estereotipo que el personaje de Garrido había forjado en la primera parte, ese que parecía haber desaparecido en la segunda. Y es que Garrido es tan tópico como Pereira: una, la inocente joven, frágil, débil, que termina cayendo en las garras de cualquier listillo; el otro, el avispado, el graciosete de la pandilla, a quien no le importa hacer sentir a una mujer que es lo que más le importa en el mundo por la noche para terminar echándola sin miramientos a la mañana siguiente.
La segunda parte abre una puerta muy inteligente que el guion no sabe aprovechar, pues termina volviendo al principio. Simple retrato de cómo puede padecerse el síndrome de Estocolmo al aferrarnos a lo que no nos conviene, innecesario, repetido hasta la saciedad por cine, literatura y arte en general. Yo me aferré a esa segunda parte, esperando que el cine se encargara de desmantelar el machismo implícito en todas esas obras, pero me engañó, y aun así seguiré alabando esos veinte minutos de película, sabiendo que al final no sirvieron para nada. Ahora soy yo quien padece el síndrome.
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