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Críticas 44
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
10
2 de septiembre de 2008
237 de 281 usuarios han encontrado esta crítica útil
Ahora sé que no estoy sólo en este mundo, que ya hubo alguien antes que yo creciendo en los brazos del ensueño y mamando de las cenizas que caían como polvo desde el tejado de su locura. Que cagaba versos infinitamente bellos del color de las tiras de carne desgarrada que le servían viscosas para el más romántico onanismo. Que dejó de vivir el día que dejó de amar, que nunca se atrevió a amar por un miedo que le volvía loco, que en más de una ocasión pudo verse a sí mismo actuando demasiado mal y forzado en la eterna, lúcida, brumosa, plastificada y tenebrosa película de la vida. Ya nunca dejaré de temer la vida ni me ahogaré yo solo con mis sábanas. El tesoro seguirá allí abajo, brillando encostrado entre las encías picadas del mismo río sucio que me devora a cada instante... pero ya no nadaré solo, nunca más volveré a hacerlo solo, ya no. Me bajé de los hombros de mi hermano y nunca más volví a patear las montañas mirando a los demás con desprecio. Seguí escribiendo esperando a que mi amor, mi dulce amor, mi único y verdadero amor, saliese del armario con su luz resplandeciente y me susurrara al oído aquella retahíla de palabras engarzadas. Aquella que guardaba el pueril secreto que Léolo y yo compartimos, pero que nunca podremos contar a nadie más. Porque, después de todo, hemos acabado en la misma sala común del hospital, esa que cercena nuestro ramillete de venas verdes por la esperanza de ser distintos, la sala común que hemos de compartir con nuestra familia, con el resto de los locos. Léolo se rindió y ya nunca más pudo ni quiso volver a soñar. Yo sé que algún día me rendiré y acabaré bañado en su mismo hielo. Sé que la vida acaba con uno mucho antes de que uno encuentre la muerte. Jamás aprendí a vivir en este mundo y ahora sé que no soy el único. Sé que hay personas que sufren, pero la droga del alma es indeciblemente más devastadora que cualquier laxante de pecados en forma de polvo, de pastilla o de alcohol. En contadas ocasiones me había quedado sin palabras ante una película, pero sólo esta he sido capaz de comprender hasta con las uñas de los dedos de los pies. No me queda más que agradecer a Jean-Claude Lauzon que muriera artísticamente delante de nosotros y pintara con su sangre el más bello cuadro en verso que se haya pintado jamás. Poco después murió su carne de forma trágica, pero él ya se había vaciado por entre estos fotogramas. Léolo es Lauzon, y sé que yo soy Léolo. Cualquiera que sea Léolo al ser vomitado encima por esta cinta será Lauzon, y yo seré esa persona.
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En este pedazo de alma hay mucho más que un montón de imágenes toscas y cálidas regadas con música sensual y cebadas con palabras que evocan imágenes sensuales regadas de música tosca y cálida. En este pedazo de alma colectiva presenciamos la muerte del artista en detrimento del alimento de la vida. Barton Fink era el creador que nos mostraba la vida de la mente, que guardaba celoso el fruto de sus meninges y le arrebataba a Dios lo que no era de nadie porque nadie se atrevía a solicitarlo para él. Barton lo hacía. Léolo, en cambio, arranca y arruga cada pedazo de papel después de haberlo garabateado. No guarda nada porque su celo no tiene sentido en ese mundo. En ese mundo uno sólo puede permanecer flotando entre la mierda durante un breve periodo de tiempo en el que sueña que ama y escribe para recordarse que aún sigue vivo. Pero si Barton Fink suicidaba su talento al descubrir que no tenía talento - porque no se le reconocía ningún talento -, Léolo arroja bien lejos, fuera de sí, su talento para sobrevivir y se entrega a la locura de una vida normal en la que no necesita ningún reconocimiento por parte de nadie y el talento además le hace llorar. Es la otra cara de una moneda que nos hemos tragado y después habremos de cagar, no sin antes apretar bien fuerte. Gracias Lauzon por haberme mostrado que no estoy solo, que tú también anduviste a gatas tras los finos tobillos de aquella morena de luz de luna. Y que ahora no nos queda más que la pena punzante de ese pecho henchido de orgullo en el que creímos, pero que no nos dejó más que la pena de haber vivido una mentira que, de cualquier forma, siempre fue mejor que la realidad de ser uno más.
8 de julio de 2007
231 de 272 usuarios han encontrado esta crítica útil
Ni la propia cámara de Wong Kar-Wai se atreve a mirar a los ojos de nuestros protagonistas. Quizá por miedo a quebrar cada susurro, cada mirada furtiva que no encuentra respuesta, cada plano de exquisita tensión sexual y doloroso hálito de pasión que se escapa sin tan siquiera haber tenido ocasión de llegar.
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La composición de esta sublime obra maestra responde a una sensibilidad de poeta inusual en el mundo del cine actual. Su delicada y exquisita banda sonora envuelve unas imágenes que apenas rozan la pantalla, un hombre y una mujer que sin decirse más que cuatro palabras hacen que sintamos todo aquello que quieren decirse y ocultarse... sin que apenas abran la boca, sin que les veamos besarse una sóla vez, tratando de que nadie les descubra, sin saber que sólo los espectadores somos testigos de su dolor, de su yaga solitaria que cura macerando en el seno de su propio infortunio. Por eso Kar-Wai Wong oculta su objetivo entre cortinas, graba reflejos a través de cristales, muestra trazos de amantes sin su otra mitad; porque no quiere inmiscuirse en algo que tan sólo debieran compartir ellos dos, algo espinoso y de triste solución que se les escapa sin que puedan hacer nada por evitarlo, pues no se sienten dueños de ese destino caprichoso que les voltea la vida por completo. Pura poesía audiovisual, virtuosismo de dirección y escuela de interpretación. Los dos actores protagonistas rozan la perfección, pues su actuación nace de una química mutua sólo comparable a la simbiosis necesaria para dar con la idea y el tono exactos que el director tenía en mente. La cinta, a partir de un sencillo guión, se convierte en una experiencia más allá del cine, de arte sensorial estructurado en torno a la música y a las imágenes, cuya suma de sus preciosas partes dan lugar a algo tejido y entrelazado con la fibra de los sentimientos velados que emana dolorosamente a través de sus fotogramas. Kar-Wai se sabe en todo momento conocedor de ese punto exacto donde las emociones fluctúan entre la contención y la visceralidad, y nunca se digna a traspasar una frontera que sería de no retorno para ambos protagonistas. Por eso nunca muestra en pantalla ningún roce que nos invite a pensar en algo parecido al sexo, a la consumación de su amor, ni tan siquiera un beso... nos deja que pensemos lo que queramos de aquel furtivo encuentro, de aquellas horas interminables escribiendo, paseando a solas... pero nunca revela nada. Quiere con ello guardar el secreto de un amor inesperado que ambos desearían no desear tan ardientemente, por el que jamás llegan a luchar de manera abierta, superados por un miedo que no está más allá de ellos mismos, pero al que no tienen el valor suficiente de hacer frente. Al final, cuando él intenta regresar, ya es demasiado tarde, y lo más triste es que intuimos que él ya lo sabía desde el principio. Porque desde un principio sabemos que al final, todo lo deseado más que vivido, quedará relegado a esa intimidad de un muro de piedra perdido entre las ruinas de Camboya, donde cualquier secreto o pasión hiriente pudieran descansar en el letargo momificado del olvido, a pesar de que el olvido abandonado sea un dulce y melancólico veneno que mine lentamente la vida de quien deseó amar pero nunca se atrevió a hacerlo.
5 de septiembre de 2007
217 de 245 usuarios han encontrado esta crítica útil
El Genio entre los genios se despidió de nosotros para siempre, dejándonos esta última obra maestra como colofón a una carrera inigualable. Su ritmo lento y su pulcra fotografía, aderezada con esas puntuales e inquietantes notas musicales de Lygeti o con el precioso vals de Shostakovich, construída a partir de las impecables interpretaciones de Tom Cruise y sobre todo de Nicole Kidman (el personaje femenino de más envergadura en toda la obra de Kubrick), hacen que esta joya llegue muy adentro de aquel que la contempla. El sentido del matrimonio como culminación de aspiraciones amorosas queda en evidencia, parece desnudo y artificial, como un oscuro y ambiguo concepto exigido por la existencia de una falsa seguridad que a la postre resultara ser letal para su propia supervivencia. El doctor Bill descubre que su relación no va tan bien como él suponía, y tras ser confidente de las revelaciones (consecuencia del opio) de su mujer sobre su intención de haberlo abandonado a él y a su hija por una noche de sexo con un oficial de la marina hacía ya más de un año, comienza a replantearse su relación, su valoración de la fidelidad, y su propia vida en general.
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Atormentado por los lujuriosos e hirientemente sinceros pensamientos de su preciosa mujer, Bill emprende una huída hacia los rincones más oscuros de su persona, hasta los límites mismos del flirteo y del sexo, simbolizados magistralmente con un Nueva York misterioso, lleno de placeres ocultos. Nos narra el descenso a las tinieblas de una persona pagada de sí misma, que es arrojada a un mundo extraño en el que casi es obligado a volver a querer sentirse deseado, en el que busca una venganza callada haciéndose daño a sí mismo, poniendo en peligro todo lo que tiene, su familia, su vida, su seguridad y su propia percepción de todo cuanto le rodeaba hasta entonces. Nos habla del poder de las palabras, y sugiere la posibilidad de que no exista diferencia entre lo que se sueña o se dice con respecto a lo que uno pueda hacer en realidad. Al fin y al cabo, los sueños son las proyecciones de nuestros más oscuros deseos, miedos, pasiones y fantasías. Nos hace pensar, nos anuda las tripas en un lugar más íntimo que donde lo suelen hacer las cintas melodramáticas, pues esta expone una realidad que todos hemos de asumir: que nuestro cuerpo no atiende a las necesidades del corazón, y que en ocasiones nuestro corazón no logra atender todas las necesidades de nuestro cuerpo. Sin embargo, el daño que uno puede infligirse involuntariamente con todo este tema de la infidelidad, ya sea real o imaginada, es tratado en forma de miedos o tabúes que no pretenden moralizar (Dios libre a Kubrick de haber querido moralizar nunca), pero que sí nos dejan la severa advertencia de que se están cruzando terrenos pantanosos. Es difícil contenerse, no sólo por despecho, pues el espectador, al igual que Bill, se siente engañado, sino también por la espantosa situación de desorientación a la que uno llega, planteándose todos y cada uno de los aspectos de su vida, buscando las respuetas en otros cuerpos hasta caer rendido dentro del suyo propio sin saber cómo seguir adelante. Todo este drama interno, psicológico, proyectado en la escasa acción de la película, es retratado por Kubrick a base de movimientos lentos y concienzudos de cámara (deudores de Antonioni), y sobre todo a través del uso magistral que hace de los colores primarios.Todo tiene significado, todo tiene sentido, pero es un sentido tan íntimo como el que cada uno le quiera dar. Pues para eso hacía películas Kubrick. Para liberar sus fantasmas internos y dejar esa sensación de extrañeza en los espectadores, la misma que nos deja esta maravillosa cinta posiblemente más que ninguna otra. Para Kubrick fue la mejor que hizo, y aunque a muchos les cueste afirmarlo, desde luego habrán de reconocer que sí se trata de la más madura y posiblemente personal de todas sus obras. Todo en ella es retrato de lo que somos, o de aquello que al menos una vez hemos deseado ser.
4 de septiembre de 2008
188 de 197 usuarios han encontrado esta crítica útil
En Blanco volvemos a ser testigos de un intimista estudio de personajes, una representación de humanidad que se traslada de París a los fríos, blancos y nevados parajes de la Polonia natal de Kieslowski. El tono de esta cinta sin duda es más amable que el de Azul, pero no nos equivoquemos: estamos ante una ''comedia triste'', en palabras del propio director; y aunque por momentos nos haga reír debido a las disparatadas situaciones por las que pasa Karol (deliciosa e ingenuamente interpretado por Zamachowski), no deja de atenazarnos en ningún momento, pues esa actitud de abandono y desorientación debida a la muerte (o quizás debida a la vida) de su anterior obra, pasa a ser aquí un macabro juego relacionado con la propia muerte, una lección de búsqueda de los verdaderos propósitos que nos mueven a hacer lo que hacemos, una historia de amor imposible, retorcida pero a la vez necesaria para dar sentido a los comportamientos que vemos en pantalla... El tema de la bandera francesa en esta cinta pretende ser la igualdad, y así podemos definir esa intención del personaje principal por encauzar su vida, huyendo de un país que le es extraño y que le impide sentirse dueño de sí mismo para poder cumplir con su mujer. Esta (una fría pero maravillosa Julie Delpy, como una gatita continuamente en celo) le abandona por no sentirse satisfecha sexualmente, y Karol decide entonces regresar a Varsovia oculto en una maleta, donde comenzará desde cero e irá amasando inteligentemente una fortuna que le permita volver por todo lo alto. Al principio adivinamos que se trata de un hombre torpe, un peluquero sin recursos que nada puede hacer contra la aparente frivolidad y sangre fría de su mujer, pero poco a poco (como sucede todo en el cine de Kieslowski) vamos descubriendo que detrás de esa apariencia se oculta alguien decidido al que no le importa dejar atrás sus escrúpulos para rehacer su vida (así consigue crear su propia empresa, llega a hacerse rico y devuelve las ganas de vivir a aquel único amigo que le ayudó a salir de París cuando peor estaban las cosas).
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Y como se siente seguro en su lugar, en su casa, dueño de sí mismo otra vez, consigue traer a su ex-mujer hasta allí fingiendo su propia muerte. Es entonces cuando descubrimos que ella le amaba de verdad, y que él sólo necesitaba igualdad en su relación para poder cumplir. Igualdad de condiciones para poder amarse, pues la humillación a la que era sometido en Francia no pasa desapercibida para el espectador (incluso las palomas, que en Varsovia se alimentan en un vertedero, en París le sobrevolaban y le cagaban en el hombro). Sin embargo, y aquí reside la paradoja y el elemento triste del film, cuando ella le pide que se vuelvan a casar, lo hace a través de la mímica desde una ventana de su celda en la que se encuentra por haber sido acusada de la mismísima muerte de su marido. Ahora que pueden amarse en igualdad de condiciones, esa igualdad consiste en la reclusión de ambos (ella en la cárcel, y él en el escondite de su muerte fingida). Kieslowski decide cortar aquí, y nos queda ese poso amargo de no saber qué será de ellos. Hay vida, y de nuevo hay amor, ambos comprenden lo que el otro ha tenido que hacer para salvar su relación, pero justo entonces es imposible que puedan volver a estar juntos. ''Tres Colores: Blanco'' se engrandece por su banda sonora y aparece repleta de exquisitos detalles que a la postre resultan ser ni más ni menos que su alma, como sucede en todos los films de este gran maestro de los sentimientos, de este observador obcecado en correr velos sobre la luz del alma humana, que no expone, sino que insinúa mediante expresiones más físicas que verbales, que nos obliga a pensar, a indagar en lo críptico y complejo de nuestros propios sentimientos, confiando tanto en nosotros (que somos sus espectadores) que nos hace correr el riesgo de quedarnos en la superficie y ahogarnos en la orilla. La igualdad y la humillación en las relaciones, todo ello contado con toques de humor sombríos, con una melancolía casi velada, pero que fragua a la perfección para plasmar una genuina historia de amor, que como Kieslowski tan bien sabía, es lo único que todo ser humano puede llevar a su terreno personal para reinterpretarlo a partir de su experiencia vital.
15 de junio de 2008
495 de 812 usuarios han encontrado esta crítica útil
Es tanta la sutileza de la metáfora cinematográfica de este señor que una vez más vuelve a metérsela doblada a todos aquellos críticos de pacotilla, cinefilillos de pega y público aborregado en general, ávido de burlar el bochorno con el rico aire acondicionado de los grandes cines de nuestros tiempos. No señores, "The Happening" (¿El Incidente?, ¿qué es: un ligero contratiempo lo que sucede en la película?, por el amor de Dios...) no es ni un timo, ni una basura, ni el enésimo resbalón del indio, ni una cacota pinchada en un palo... No. Es una película excelente filmada con maestría, es ni más ni menos que la historia que quería contar Shyamalan justo en este momento, y así lo ha hecho. Como cuando quiso contarnos un cuento e hizo la maravillosa "La Joven del Agua". No estaba pensando en nosotros, en si nos gustaría, en la taquilla que haría, ni mucho menos en apaciguar los ánimos de los que no visteis en "El Bosque" una de las más grandes obras maestras del nuevo siglo. Shyamalan quería contarnos, con toda la economía de medios de que fuera capaz, que el fin del mundo no vendrá, porque ya hace años que llegó. Tampoco es una apología del ecologismo ni una crítica sobre lo malos que somos los seres humanos que contaminamos el planeta. Shyamalan, lejos de ello, nos excusa haciéndonos ver que no nos queda más remedio que seguir siendo torpes humanos y que la guerra contra nosotros mismos en nuestro eterno propósito de autodestruirnos se encuentra ya en tan avanzado estado que lo único que podemos hacer es seguir teniendo hijos y amándonos sin saber amar (la insulsa historia de amor no es más que una muestra más de la artificialidad de nuestros sentimientos y nuestro egoísmo, que encuentran en el amor la manera de seguir tirando hacia delante para dar una razón de ser a nuestro único propósito que es el de continuar expandiéndonos como una enfermedad).
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Pero insisto, no es una crítica. El caso es que somos como somos y por eso no tenemos escapatoria. Estamos condenados. Necesitamos anillos de colores que nos digan lo que sentimos en cada momento, y un predictor que nos informe de si estamos o no embarazados. Dependemos tanto de aquello que hemos creado que lo artificial nos ha acabado por aislar de nuestro entorno (es brillante la manera en que introduce esa casa de pega para hacer énfasis en su idea). Ya no somos parte de la naturaleza y la naturaleza ha encontrado la manera de combatir la infección que sufre. Ante semejante ataque, el ser humano responde primero con desorientación, después con pánico, y sólo más tarde intenta razonar analíticamente haciendo uso de su arma cerebral letal e inquisidora, que es nuestro intelecto, aquello que nos diferencia de los demás seres de este mundo. Si las plantas están atacándonos es porque las hemos enfadado... vamos entonces a decirles que somos sus amigos... pero, ¡oh no! esta planta con la que hablo también es de plástico y no me oye, entonces dejemos de columpiarnos sobre ese arce que sufre en sus ramas el rozamiento de nuestro peso en desinteresada fricción... pero, ¡oh no! resulta que el árbol no es el que ataca, sino esas personas escondidas y asustadas que descerrajan sendos tiros con sus rifles sobre aquella pareja de adolescentes. ¿Qué está pasando entonces?, ¿es que acaso no lo entendéis? Shyamalan no ha puesto ningún terrorista ni monstruo descomunal corriendo detrás de los personajes de su película. Sólo vemos la hierba y las ramas de los árboles entrelazando sus dedos con los del viento. El aspecto amenazante de los mismos es algo que está en nuestro cerebro. ¿Y por qué muere la gente entonces? ¡Ja, qué pregunta tan graciosa! ¿Es que acaso no nos queremos matar nosotros mismos? Shyamalan abre con unas imágenes de nubes corriendo aceleradamente por el cielo. Es eso precisamente lo que va a hacer con su film. Acelerar el proceso de automutilación y suicidio al que todos asistimos impasivos. Estamos destruyendo la Tierra, estamos acabando con el planeta. Las plantas no nos atacan, aceleran el proceso de suicidio colectivo, porque han detectado la enfermedad y han evolucionado para intentar acabar con ello. El único enemigo del hombre, una vez más, es el propio hombre. Es paradógico y apoya mi teoría de que Shyamalan no quiere aleccionar a nadie, el hecho de que la siniestra anciana que les da acogida en su casa sea el único personaje de la cinta aislado de la artificialidad del mundo y al mismo tiempo la única que no se entera de lo que pasa. No obstante, no es buena persona, es paranoica y pega a la niña. La solución no reside en renegar de nuestra esencia. Sino en tener más sentido común. Pero quizá ya sea demasiado tarde.
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