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Críticas ordenadas por utilidad
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7,6
2.759
8
15 de marzo de 2025
15 de marzo de 2025
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Quince años después de Mary and Max, Adam Elliot vuelve a clavarse en el corazón con Memorias de un Caracol, una película de plastilina que, aunque parezca cosa de niños, es un viaje crudo y poético para adultos. No es una historia cualquiera: es un abrazo incómodo pero necesario a las cicatrices que nos hacen humanos.
La cinta nos arrastra a la Australia de los 70 para seguir la vida de Grace Pudel, una niña que nació con el destino en contra. Huérfana de madre, con un padre ausente y separada de su hermano gemelo, Grace encuentra consuelo en los caracoles y las novelas románticas. Su voz en off, cargada de una tristeza que duele, nos guía por una infancia marcada por el bullying, la soledad y la lucha por respirar entre tanta oscuridad. Elliot no se anda con rodeos: muestra la vida de Grace tal cual es, sin edulcorantes, pero con una ternura que sorprende.
Lo que más me atrapó es cómo Elliot mezcla lo desgarrador con un humor ácido que te saca una risa casi culpable. Grace sufre, sí, pero la película nunca se regodea en el drama. En vez de lágrimas fáciles, nos regala momentos íntimos que hablan de resiliencia. Como cuando aparece Pinky, una anciana excéntrica (voz de Jacki Weaver, simplemente brillante), que le enseña a Grace que la vida, aunque se resquebraje, siempre deja espacio para la esperanza. Esa relación, tierna y caótica, es el alma de la historia.
Técnicamente, es una maravilla. El stop-motion de Elliot tiene algo mágico: los personajes, con sus imperfecciones modeladas a mano, transmiten más emoción que muchos actores de carne y hueso. Cada arruga en la plastilina, cada movimiento torpe, está lleno de vida. Los escenarios, con esa paleta de colores terrosos que poco a poco se iluminan, reflejan el viaje emocional de Grace. Hasta la banda sonora, discreta pero precisa, parece susurrar al oído las emociones que la protagonista no puede expresar.
Sarah Snook, la voz original de Grace, merece una ovación. Logra que cada palabra, cada suspiro, nos hagan sentir su dolor y su valentía. Es imposible no engancharse a su viaje, aunque a veces el ritmo pausado de la película pueda desesperar a los amantes de la acción rápida. Pero esa lentitud es necesaria: te obliga a detenerte, a saborear cada detalle, como si fueras un caracol recorriendo su mundo.
¿Tiene defectos? Quizás algún momento donde las desgracias de Grace se acumulan demasiado, rozando lo melodramático. Pero incluso eso parece parte del ADN de Elliot, que siempre juega a equilibrar tragedia y comedia negra.
Al final, Memorias de un Caracol no es solo una película. Es una experiencia que se queda contigo días después. Un recordatorio de que la vida duele, pero también brilla en los detalles pequeños. Adam Elliot vuelve a demostrar que la plastilina puede contar historias más profundas que cualquier efecto especial.
Recomendada para los que buscan cine con alma, para los que no temen mirar de frente a la fragilidad humana. Y sí, como dicen en Filmaffinity, hay que verla con la paciencia de un caracol... pero créanme, el premio vale la pena.
La cinta nos arrastra a la Australia de los 70 para seguir la vida de Grace Pudel, una niña que nació con el destino en contra. Huérfana de madre, con un padre ausente y separada de su hermano gemelo, Grace encuentra consuelo en los caracoles y las novelas románticas. Su voz en off, cargada de una tristeza que duele, nos guía por una infancia marcada por el bullying, la soledad y la lucha por respirar entre tanta oscuridad. Elliot no se anda con rodeos: muestra la vida de Grace tal cual es, sin edulcorantes, pero con una ternura que sorprende.
Lo que más me atrapó es cómo Elliot mezcla lo desgarrador con un humor ácido que te saca una risa casi culpable. Grace sufre, sí, pero la película nunca se regodea en el drama. En vez de lágrimas fáciles, nos regala momentos íntimos que hablan de resiliencia. Como cuando aparece Pinky, una anciana excéntrica (voz de Jacki Weaver, simplemente brillante), que le enseña a Grace que la vida, aunque se resquebraje, siempre deja espacio para la esperanza. Esa relación, tierna y caótica, es el alma de la historia.
Técnicamente, es una maravilla. El stop-motion de Elliot tiene algo mágico: los personajes, con sus imperfecciones modeladas a mano, transmiten más emoción que muchos actores de carne y hueso. Cada arruga en la plastilina, cada movimiento torpe, está lleno de vida. Los escenarios, con esa paleta de colores terrosos que poco a poco se iluminan, reflejan el viaje emocional de Grace. Hasta la banda sonora, discreta pero precisa, parece susurrar al oído las emociones que la protagonista no puede expresar.
Sarah Snook, la voz original de Grace, merece una ovación. Logra que cada palabra, cada suspiro, nos hagan sentir su dolor y su valentía. Es imposible no engancharse a su viaje, aunque a veces el ritmo pausado de la película pueda desesperar a los amantes de la acción rápida. Pero esa lentitud es necesaria: te obliga a detenerte, a saborear cada detalle, como si fueras un caracol recorriendo su mundo.
¿Tiene defectos? Quizás algún momento donde las desgracias de Grace se acumulan demasiado, rozando lo melodramático. Pero incluso eso parece parte del ADN de Elliot, que siempre juega a equilibrar tragedia y comedia negra.
Al final, Memorias de un Caracol no es solo una película. Es una experiencia que se queda contigo días después. Un recordatorio de que la vida duele, pero también brilla en los detalles pequeños. Adam Elliot vuelve a demostrar que la plastilina puede contar historias más profundas que cualquier efecto especial.
Recomendada para los que buscan cine con alma, para los que no temen mirar de frente a la fragilidad humana. Y sí, como dicen en Filmaffinity, hay que verla con la paciencia de un caracol... pero créanme, el premio vale la pena.

6,0
11.296
5
17 de marzo de 2025
17 de marzo de 2025
5 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
Bong Joon-ho, el genio detrás de la arrolladora Parásitos, vuelve a la carga con Mickey 17, una cinta de ciencia ficción que prometía arrasar. La receta sonaba imbatible: director de culto, Robert Pattinson de protagonista y una premisa distópica de vértigo. Pero lo que podría haber sido otro bombazo se queda en un experimento raro, un puzzle narrativo con piezas sueltas que, aunque brillan por separado, no acaban de encajar.
La cinta nos planta en un futuro donde la Tierra agoniza y la humanidad busca colonizar nuevos mundos. Ahí entra Mickey Barnes (Pattinson), un «prescindible»: el tipo al que mandan a misiones suicidas sabiendo que, tras morir, lo clonarán de nuevo con sus recuerdos intactos. La premisa es jugosa y plantea preguntas gordas: ¿qué vale una vida que se puede repetir como un bucle? ¿Dónde está tu identidad si eres reemplazable como una pieza de repuesto?
Sobre este colchón de ideas, Bong teje una película que baila entre la sátira, la comedia negra y la aventura espacial… pero se le va de las manos. La dirección, aunque tiene momentos visuales brutales (la nave espacial y el planeta Niflheim son una pasada), no tiene el pulso firme de sus obras anteriores. El guion, también suyo, se pierde en subtramas que nacen y mueren sin pena ni gloria. Hay ideas que podrían dar para tres pelis, pero aquí se amontonan como trastos en un trastero.
La crítica social, su sello, está presente pero chirría. El capitalismo salvaje, la explotación laboral… todo se aborda con un martillo en vez de un bisturí. Los villanos, un magnate espacial (Mark Ruffalo) y su mujer obsesionada con una salsa (Toni Collette), rozan el esperpento. Los actores se lo rifan, sí, pero tanta caricatura termina por cansar.
El faro en este caos es Pattinson. El tío está en su salsa: da vida a cada clon de Mickey con matices que te hacen notar que son la misma persona, pero no. Es como ver a un tipo desdoblar su alma en versiones que se resisten a ser copias. Una pena que el resto del reparto, con Naomi Ackie y Steven Yeun a la cabeza, se quede en un «cumplir sin triunfar». La banda sonora, por su parte, pasa sin hacer ruido.
En resumen, Mickey 17 es un cóctel de ambición y desorden. Tiene chispazos geniales, sobre todo gracias a Pattinson, pero se ahoga en su propio maremágnum de ideas. No es un fracaso, pero duele ver a Bong Joon-ho tropezar con una piedra que él mismo puso en el camino. La clonación, aquí, no salva ni a la película.
La cinta nos planta en un futuro donde la Tierra agoniza y la humanidad busca colonizar nuevos mundos. Ahí entra Mickey Barnes (Pattinson), un «prescindible»: el tipo al que mandan a misiones suicidas sabiendo que, tras morir, lo clonarán de nuevo con sus recuerdos intactos. La premisa es jugosa y plantea preguntas gordas: ¿qué vale una vida que se puede repetir como un bucle? ¿Dónde está tu identidad si eres reemplazable como una pieza de repuesto?
Sobre este colchón de ideas, Bong teje una película que baila entre la sátira, la comedia negra y la aventura espacial… pero se le va de las manos. La dirección, aunque tiene momentos visuales brutales (la nave espacial y el planeta Niflheim son una pasada), no tiene el pulso firme de sus obras anteriores. El guion, también suyo, se pierde en subtramas que nacen y mueren sin pena ni gloria. Hay ideas que podrían dar para tres pelis, pero aquí se amontonan como trastos en un trastero.
La crítica social, su sello, está presente pero chirría. El capitalismo salvaje, la explotación laboral… todo se aborda con un martillo en vez de un bisturí. Los villanos, un magnate espacial (Mark Ruffalo) y su mujer obsesionada con una salsa (Toni Collette), rozan el esperpento. Los actores se lo rifan, sí, pero tanta caricatura termina por cansar.
El faro en este caos es Pattinson. El tío está en su salsa: da vida a cada clon de Mickey con matices que te hacen notar que son la misma persona, pero no. Es como ver a un tipo desdoblar su alma en versiones que se resisten a ser copias. Una pena que el resto del reparto, con Naomi Ackie y Steven Yeun a la cabeza, se quede en un «cumplir sin triunfar». La banda sonora, por su parte, pasa sin hacer ruido.
En resumen, Mickey 17 es un cóctel de ambición y desorden. Tiene chispazos geniales, sobre todo gracias a Pattinson, pero se ahoga en su propio maremágnum de ideas. No es un fracaso, pero duele ver a Bong Joon-ho tropezar con una piedra que él mismo puso en el camino. La clonación, aquí, no salva ni a la película.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
El mayor problema de Mickey 17 es que parece dos pelis en una. Por un lado, el viaje existencial de Mickey y sus clones; por otro, los aliens de Niflheim, que pasan de ser monstruos a víctimas de la colonización humana. Cada trama por separado mola, pero juntas chocan como aceite y agua.
La relación entre Mickey 17 y 18 podía ser oro puro: imagina explorar cómo dos clones pelean por su identidad o se alían contra el sistema. Pero no. Todo se reduce a persecuciones y gags que, aunque entretienen, dejan el drama filosófico en el tintero.
Los villanos son el cliché hecho persona. Ruffalo y Collette hacen lo que pueden, pero sus personajes son tan sutiles como un puñetazo en la cara. Lo de la salsa… ¿En serio? Parece un chiste malo que se repite hasta la náusea.
El final quiere ser épico y esperanzador, pero sabe a poco. La paz con los aliens se resuelve con un «y vivieron felices» que no convence. Y el sacrificio de Mickey 18, en vez de emocionar, parece un parche rápido para cerrar el chiringuito.
En definitiva, Mickey 17 es como un menú degustación donde cada plato tiene potencial, pero ninguno te llena. Bong sigue siendo un maestro, pero aquí la ambición le jugó una mala pasada. Y sí, después de Parásitos, la decepción duele un poco más.
La relación entre Mickey 17 y 18 podía ser oro puro: imagina explorar cómo dos clones pelean por su identidad o se alían contra el sistema. Pero no. Todo se reduce a persecuciones y gags que, aunque entretienen, dejan el drama filosófico en el tintero.
Los villanos son el cliché hecho persona. Ruffalo y Collette hacen lo que pueden, pero sus personajes son tan sutiles como un puñetazo en la cara. Lo de la salsa… ¿En serio? Parece un chiste malo que se repite hasta la náusea.
El final quiere ser épico y esperanzador, pero sabe a poco. La paz con los aliens se resuelve con un «y vivieron felices» que no convence. Y el sacrificio de Mickey 18, en vez de emocionar, parece un parche rápido para cerrar el chiringuito.
En definitiva, Mickey 17 es como un menú degustación donde cada plato tiene potencial, pero ninguno te llena. Bong sigue siendo un maestro, pero aquí la ambición le jugó una mala pasada. Y sí, después de Parásitos, la decepción duele un poco más.

7,7
21.601
8
27 de marzo de 2025
27 de marzo de 2025
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hay películas que no se limitan a contarte una historia, sino que te arrastran dentro de ellas, te hacen vivir su confusión, su dolor y su belleza. Esta obra (cuyo nombre prefiero no mencionar para no arruinar la sorpresa) no es solo un drama sobre la vejez o la enfermedad, sino un viaje al interior de una mente que se desmorona. No es fácil, no es cómoda, pero es una de esas películas que se te quedan pegadas días después de verla.
Desde el primer momento, la cámara te atrapa en una espiral de desorientación. No es que la dirección sea confusa, es que te hace sentir exactamente lo mismo que el protagonista: esa angustia de no saber qué es real, de ver cómo los espacios y las caras cambian sin explicación. Lo que en otra película sería un fallo, aquí es una genialidad. Cada plano, cada corte, cada silencio está calculado para que vivas su desesperación como si fuera la tuya.
El actor principal está sencillamente brutal. No es solo que se meta en el papel, es que desaparece dentro de él. Te olvidas de que estás viendo a un intérprete famoso y solo ves a un hombre que oscila entre la lucidez y el miedo, entre la rabia y una ternura que destroza. La actriz que hace de su hija tampoco se queda atrás: con solo una mirada, transmite ese dolor callado de quien ve cómo alguien que ama se desvanece poco a poco. Juntos crean una química tan real que duele.
La película es técnicamente impecable, pero sin alardes. Los colores fríos, la luz que parece ahogar, la música que se cuela bajo la piel… todo suma para que te sientas atrapado en ese mismo laberinto. Eso sí, no es para todos. Si buscas una trama lineal o un final reconfortante, mejor elige otra cosa. Aquí la confusión es parte del viaje, y hay momentos tan crudos que pueden dejar sin aire a quien haya vivido algo similar.
Pero precisamente por eso vale la pena. Porque no te habla de la demencia desde fuera, te obliga a mirarla desde dentro. Y cuando acaba, no sales indemne.
Desde el primer momento, la cámara te atrapa en una espiral de desorientación. No es que la dirección sea confusa, es que te hace sentir exactamente lo mismo que el protagonista: esa angustia de no saber qué es real, de ver cómo los espacios y las caras cambian sin explicación. Lo que en otra película sería un fallo, aquí es una genialidad. Cada plano, cada corte, cada silencio está calculado para que vivas su desesperación como si fuera la tuya.
El actor principal está sencillamente brutal. No es solo que se meta en el papel, es que desaparece dentro de él. Te olvidas de que estás viendo a un intérprete famoso y solo ves a un hombre que oscila entre la lucidez y el miedo, entre la rabia y una ternura que destroza. La actriz que hace de su hija tampoco se queda atrás: con solo una mirada, transmite ese dolor callado de quien ve cómo alguien que ama se desvanece poco a poco. Juntos crean una química tan real que duele.
La película es técnicamente impecable, pero sin alardes. Los colores fríos, la luz que parece ahogar, la música que se cuela bajo la piel… todo suma para que te sientas atrapado en ese mismo laberinto. Eso sí, no es para todos. Si buscas una trama lineal o un final reconfortante, mejor elige otra cosa. Aquí la confusión es parte del viaje, y hay momentos tan crudos que pueden dejar sin aire a quien haya vivido algo similar.
Pero precisamente por eso vale la pena. Porque no te habla de la demencia desde fuera, te obliga a mirarla desde dentro. Y cuando acaba, no sales indemne.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
El giro final lo cambia todo. De repente entiendes que nada de lo que has visto era real: ese piso que cambiaba, esa hija que a veces era otra persona, los diálocos que se repetían… era la mente de Anthony jugándole (y jugándonos) una mala pasada. La revelación de que en realidad está en una residencia, perdido y asustado, es un puñetazo.
Y luego está esa escena final. Cuando, después de todo su orgullo y su resistencia, Anthony se rompe y pide a su madre como un niño. Es imposible no quedarse helado. La enfermera que lo abraza, el árbol seco frente a los demás llenos de vida… son detalles que te persiguen. Porque al final, más allá de la enfermedad, lo que queda es eso: el miedo, la vulnerabilidad, y un resto de humanidad que ni la demencia puede borrar del todo.
No es una película sobre la pérdida de memoria. Es una película sobre perderte a ti mismo. Y eso, amigos, asusta más que cualquier terror.
Y luego está esa escena final. Cuando, después de todo su orgullo y su resistencia, Anthony se rompe y pide a su madre como un niño. Es imposible no quedarse helado. La enfermera que lo abraza, el árbol seco frente a los demás llenos de vida… son detalles que te persiguen. Porque al final, más allá de la enfermedad, lo que queda es eso: el miedo, la vulnerabilidad, y un resto de humanidad que ni la demencia puede borrar del todo.
No es una película sobre la pérdida de memoria. Es una película sobre perderte a ti mismo. Y eso, amigos, asusta más que cualquier terror.

6,3
9.772
6
9 de febrero de 2025
9 de febrero de 2025
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Como entusiasta del cine de A24, donde lo atmosférico suele primar sobre lo explícito, llegué a Heretic con expectativas altas y cierto escepticismo. Hugh Grant, actor cuya filmografía asociaba más a sonrisas cómplices que a escalofríos, se convertía en una incógnita. ¿Podría un rostro tan familiar encarnar la perturbación necesaria para un thriller religioso? La respuesta, como el filme, es ambivalente: un viaje audaz que navega entre la lucidez y el tropiezo, entre la provocación intelectual y el guion que claudica ante lo previsible.
Construyendo Tensión con Maestría (y Algunas Grietas)
El primer acto es una lección de cómo seducir al espectador sin subestimar su inteligencia. La casa del señor Reed no es solo un escenario: es un organismo vivo, con sus pasillos que respiran claustrofobia y ventanas que parecen ojos vigilantes. La fotografía, de tonos fríos y sombras alargadas, recuerda a cuadros de Edward Hopper si este hubiera pintado pesadillas. Los diálogos iniciales, cargados de ironía y debates teológicos, enganchan no por su dinamismo, sino por su peligrosa calma. Las dos misioneras (Sophie Thatcher y Chloe East, ambas sobresalientes) irradian una vulnerabilidad que choca con la elocuencia calculada de Grant. Aquí, el terror no brota de sustos baratos, sino de la sensación de que cada palabra es un hilo que teje una red invisible.
El sonido merece mención aparte: crujidos de madera, susurros distorsionados y silencios que pesan más que cualquier estridencia. Es en estos detalles donde Heretic brilla, usando el lenguaje del cine para incomodar, no solo para asustar.
El Desencanto: Cuando las Ideas Superan al Relato
Sin embargo, como en un sermón que promete revelaciones y termina en lugar común, el tercer acto desinfla lo construido. La película tropieza al intentar materializar sus propias metáforas. Sin caer en spoilers, el giro hacia lo físico —jaulas, escapes frustrados, villanos que monologúan— parece sacado de un manual de terror genérico. Lo que antes era sutil se vuelve literal; lo que era intrigante, redundante. La tensión, antes sostenida por la ambigüedad, se disipa cuando el guion elige respuestas fáciles sobre preguntas complejas.
El señor Reed, inicialmente un antagonista fascinante por su retórica manipuladora, se reduce a un esquema: el genio malvado con un plan sobrecomplicado. Las disertaciones sobre el control y la fe, que prometían profundidad, se resuelven con conclusiones apresuradas, como si los escritores hubieran confundido vaguedad con profundidad. Es aquí donde la sombra de Shyamalan se cuela, no por su inventiva, sino por su tendencia a dejar cabos sueltos disfrazados de misterio.
Hugh Grant: Un Arma de Doble Filo
Grant, sin duda, es el centro magnético. Su Reed es un depredador con modales de gentleman, sonrisa afilada y un carisma que oscila entre lo paternal y lo siniestro. Pero ahí reside el problema: su actuación es tan hipnótica que, paradójicamente, desentona cuando el guion exige crudeza. Sus monólogos filosóficos son oro, pero sus momentos de violencia física recuerdan a un villano de cómic, exagerados hasta rozar lo caricaturesco. Es como si el film no decidiera si quiere ser El Silencio de los Inocentes o un episodio retorcido de Black Mirror, y Grant queda atrapado en medio.
Construyendo Tensión con Maestría (y Algunas Grietas)
El primer acto es una lección de cómo seducir al espectador sin subestimar su inteligencia. La casa del señor Reed no es solo un escenario: es un organismo vivo, con sus pasillos que respiran claustrofobia y ventanas que parecen ojos vigilantes. La fotografía, de tonos fríos y sombras alargadas, recuerda a cuadros de Edward Hopper si este hubiera pintado pesadillas. Los diálogos iniciales, cargados de ironía y debates teológicos, enganchan no por su dinamismo, sino por su peligrosa calma. Las dos misioneras (Sophie Thatcher y Chloe East, ambas sobresalientes) irradian una vulnerabilidad que choca con la elocuencia calculada de Grant. Aquí, el terror no brota de sustos baratos, sino de la sensación de que cada palabra es un hilo que teje una red invisible.
El sonido merece mención aparte: crujidos de madera, susurros distorsionados y silencios que pesan más que cualquier estridencia. Es en estos detalles donde Heretic brilla, usando el lenguaje del cine para incomodar, no solo para asustar.
El Desencanto: Cuando las Ideas Superan al Relato
Sin embargo, como en un sermón que promete revelaciones y termina en lugar común, el tercer acto desinfla lo construido. La película tropieza al intentar materializar sus propias metáforas. Sin caer en spoilers, el giro hacia lo físico —jaulas, escapes frustrados, villanos que monologúan— parece sacado de un manual de terror genérico. Lo que antes era sutil se vuelve literal; lo que era intrigante, redundante. La tensión, antes sostenida por la ambigüedad, se disipa cuando el guion elige respuestas fáciles sobre preguntas complejas.
El señor Reed, inicialmente un antagonista fascinante por su retórica manipuladora, se reduce a un esquema: el genio malvado con un plan sobrecomplicado. Las disertaciones sobre el control y la fe, que prometían profundidad, se resuelven con conclusiones apresuradas, como si los escritores hubieran confundido vaguedad con profundidad. Es aquí donde la sombra de Shyamalan se cuela, no por su inventiva, sino por su tendencia a dejar cabos sueltos disfrazados de misterio.
Hugh Grant: Un Arma de Doble Filo
Grant, sin duda, es el centro magnético. Su Reed es un depredador con modales de gentleman, sonrisa afilada y un carisma que oscila entre lo paternal y lo siniestro. Pero ahí reside el problema: su actuación es tan hipnótica que, paradójicamente, desentona cuando el guion exige crudeza. Sus monólogos filosóficos son oro, pero sus momentos de violencia física recuerdan a un villano de cómic, exagerados hasta rozar lo caricaturesco. Es como si el film no decidiera si quiere ser El Silencio de los Inocentes o un episodio retorcido de Black Mirror, y Grant queda atrapado en medio.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Spoilers: Donde el Simbolismo Choca con la Lógica
El sótano con prisioneras, recurso que intenta simbolizar la opresión religiosa, se siente más como un truco de magia fallido que como una metáfora orgánica. ¿Cómo un hombre solitario mantiene cautivas a múltiples mujeres sin levantar sospechas? ¿Por qué obedecen ellas con docilidad? La película ignora estas preguntas, priorizando el impacto visual sobre la coherencia. Peor aún, la secuencia de la "falsa resurrección" abandona el terror psicológico por efectos especiales innecesarios, rompiendo el hechizo minuciosamente tejido. El final, con su giro pseudometafísico, apuesta por lo abstracto pero olvida que, sin bases narrativas, lo profundo se vuelve pretencioso.
Conclusión: Una Obra Ambiciosa, No un Fracaso
Heretic no es un mal filme, sino uno que se atreve a mirar al abismo pero tropieza al bordearlo. Sus dos primeros tercios justifican la entrada al cine: son un recordatorio de que el terror puede ser intelectual, estético y visceral a la vez. Sin embargo, su incapacidad para sostener sus propias ideas la condena a ser recordada como "casi una gran película". Recomendable para amantes del género dispuestos a perdonar sus caídas, pero difícilmente se convertirá en un clásico. Hugh Grant, eso sí, demuestra que incluso en terrenos pantanosos, un buen actor puede dejar huella.
Puntuación: ★★★☆☆ (3/5) | Un viaje intrigante, pero con escalas innecesarias.
El sótano con prisioneras, recurso que intenta simbolizar la opresión religiosa, se siente más como un truco de magia fallido que como una metáfora orgánica. ¿Cómo un hombre solitario mantiene cautivas a múltiples mujeres sin levantar sospechas? ¿Por qué obedecen ellas con docilidad? La película ignora estas preguntas, priorizando el impacto visual sobre la coherencia. Peor aún, la secuencia de la "falsa resurrección" abandona el terror psicológico por efectos especiales innecesarios, rompiendo el hechizo minuciosamente tejido. El final, con su giro pseudometafísico, apuesta por lo abstracto pero olvida que, sin bases narrativas, lo profundo se vuelve pretencioso.
Conclusión: Una Obra Ambiciosa, No un Fracaso
Heretic no es un mal filme, sino uno que se atreve a mirar al abismo pero tropieza al bordearlo. Sus dos primeros tercios justifican la entrada al cine: son un recordatorio de que el terror puede ser intelectual, estético y visceral a la vez. Sin embargo, su incapacidad para sostener sus propias ideas la condena a ser recordada como "casi una gran película". Recomendable para amantes del género dispuestos a perdonar sus caídas, pero difícilmente se convertirá en un clásico. Hugh Grant, eso sí, demuestra que incluso en terrenos pantanosos, un buen actor puede dejar huella.
Puntuación: ★★★☆☆ (3/5) | Un viaje intrigante, pero con escalas innecesarias.
Miniserie

7,6
22.080
8
29 de marzo de 2025
29 de marzo de 2025
3 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Cuando el hogar se convierte en el escenario del crimen
Hay series que llegan sin hacer mucho ruido pero que, de repente, estallan en conversaciones por su crudeza. Adolescencia es una de ellas. Esta miniserie británica de cuatro episodios te atrapa no con giros exagerados, sino mostrando cómo una familia ordinaria se desmorona cuando su hijo adolescente es acusado de asesinato. Olvídate de buscar culpables: desde los primeros minutos, la identidad del sospechoso es clara. Lo que sigue es un viaje incómodo hacia el “por qué”, hurgando en la psique de un chico, en la distancia entre padres e hijos y en la fragilidad de la adolescencia moderna.
La dirección de Philip Barantini (a quien recordarás por Hierve) es clave. Cada capítulo es un único plano secuencia que te mete en la piel de los personajes. No hay cortes que alivien la tensión: estás ahí, en el instituto, en el interrogatorio, en el silencio roto de una casa que ya no es un hogar. A veces, el ritmo se siente lento, pero esa inmersión es lo que hace que la historia duela tanto.
Los actores son brutales. Stephen Graham, que también coescribió la serie, borda el papel de Eddie, un padre que oscila entre la rabia y la culpa con una naturalidad desgarradora. Pero el gran descubrimiento es Owen Cooper como Jamie. Su interpretación es un puñetazo: un chico que pasa de la inseguridad a una frialdad inquietante, especialmente en el tercer episodio, donde carga con escenas que dejarían helado a un veterano. El resto del elenco, desde la madre (Christine Tremarco) hasta la psicóloga (Erin Doherty), construyen un realismo que duele.
El guion no da respuestas fáciles. Cada episodio cambia de perspectiva: la policía, la escuela, el acusado, para pintar un retrato crudo de la adolescencia actual: bullying, presión social, la toxicidad de ciertos discursos online… La serie no culpa a las redes, pero muestra cómo pueden amplificar lo peor de nosotros. Es un espejo incómodo que nos obliga a preguntarnos: ¿conocemos realmente a nuestros hijos?
No es una ficción para desconectar. Te deja con un nudo en el estómago y preguntas sin respuesta. No hay catarsis, solo la certeza de que algunas heridas no cierran. Y ahí está su fuerza, en la honestidad de mostrar que el mal a veces nace en lugares inesperados, incluso en familias que parecían normales.
Hay series que llegan sin hacer mucho ruido pero que, de repente, estallan en conversaciones por su crudeza. Adolescencia es una de ellas. Esta miniserie británica de cuatro episodios te atrapa no con giros exagerados, sino mostrando cómo una familia ordinaria se desmorona cuando su hijo adolescente es acusado de asesinato. Olvídate de buscar culpables: desde los primeros minutos, la identidad del sospechoso es clara. Lo que sigue es un viaje incómodo hacia el “por qué”, hurgando en la psique de un chico, en la distancia entre padres e hijos y en la fragilidad de la adolescencia moderna.
La dirección de Philip Barantini (a quien recordarás por Hierve) es clave. Cada capítulo es un único plano secuencia que te mete en la piel de los personajes. No hay cortes que alivien la tensión: estás ahí, en el instituto, en el interrogatorio, en el silencio roto de una casa que ya no es un hogar. A veces, el ritmo se siente lento, pero esa inmersión es lo que hace que la historia duela tanto.
Los actores son brutales. Stephen Graham, que también coescribió la serie, borda el papel de Eddie, un padre que oscila entre la rabia y la culpa con una naturalidad desgarradora. Pero el gran descubrimiento es Owen Cooper como Jamie. Su interpretación es un puñetazo: un chico que pasa de la inseguridad a una frialdad inquietante, especialmente en el tercer episodio, donde carga con escenas que dejarían helado a un veterano. El resto del elenco, desde la madre (Christine Tremarco) hasta la psicóloga (Erin Doherty), construyen un realismo que duele.
El guion no da respuestas fáciles. Cada episodio cambia de perspectiva: la policía, la escuela, el acusado, para pintar un retrato crudo de la adolescencia actual: bullying, presión social, la toxicidad de ciertos discursos online… La serie no culpa a las redes, pero muestra cómo pueden amplificar lo peor de nosotros. Es un espejo incómodo que nos obliga a preguntarnos: ¿conocemos realmente a nuestros hijos?
No es una ficción para desconectar. Te deja con un nudo en el estómago y preguntas sin respuesta. No hay catarsis, solo la certeza de que algunas heridas no cierran. Y ahí está su fuerza, en la honestidad de mostrar que el mal a veces nace en lugares inesperados, incluso en familias que parecían normales.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
La serie no da respuestas fáciles, y eso es lo que la hace tan impactante. El tercer episodio, centrado en la sesión de Jamie con la psicóloga, es un máster de tensión. Owen Cooper transmite la confusión y la manipulación de su personaje sin caer en clichés. No es un villano, pero tampoco una víctima. La raíz de su acto no está en un trauma obvio, sino en esa oscuridad que a veces surge sin explicación.
El final es un golpe bajo. Jamie se declara culpable, pero sus motivos siguen siendo un enigma. El último episodio, un año después del crimen, muestra a una familia destrozada. La escena en la furgoneta, llena de reproches no dichos, y el llanto de Eddie abrazando un peluche en la habitación vacía de su hijo, son de una crudeza brutal. “Pudimos haberlo hecho mejor”, dice Eddie. Pero la serie sugiere que, a veces, ni el amor basta para evitar el desastre.
Evita profundizar en la víctima, Katie, algo que podría molestar a algunos. Pero el foco está en cómo una familia lidia con el estigma y el dolor cuando su hijo es el monstruo. El desenlace, sin redención ni giros forzados, refleja la vida real: las tragedias no siempre tienen sentido. Es un cierre que duele, pero que encaja perfectamente con el tono de la historia.
Es una serie que no te dejará indiferente y que seguirá dando que hablar mucho después de los créditos finales.
El final es un golpe bajo. Jamie se declara culpable, pero sus motivos siguen siendo un enigma. El último episodio, un año después del crimen, muestra a una familia destrozada. La escena en la furgoneta, llena de reproches no dichos, y el llanto de Eddie abrazando un peluche en la habitación vacía de su hijo, son de una crudeza brutal. “Pudimos haberlo hecho mejor”, dice Eddie. Pero la serie sugiere que, a veces, ni el amor basta para evitar el desastre.
Evita profundizar en la víctima, Katie, algo que podría molestar a algunos. Pero el foco está en cómo una familia lidia con el estigma y el dolor cuando su hijo es el monstruo. El desenlace, sin redención ni giros forzados, refleja la vida real: las tragedias no siempre tienen sentido. Es un cierre que duele, pero que encaja perfectamente con el tono de la historia.
Es una serie que no te dejará indiferente y que seguirá dando que hablar mucho después de los créditos finales.
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