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Documental

7,5
2.306
7
13 de enero de 2016
13 de enero de 2016
4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Si bien es lícito especular (si se prefiere, discutir, que es un rato más español) sobre si puede resultar, o no, un documental atractivo para cualquier potencial espectador con independencia de su amor por el rock and roll en general y por el señor Kilmister en particular, supongo que la mayoría de los que se hayan asomado al film sí podrán abrazarse a la conclusión de que estamos ante una crónica de la que el recién fallecido líder de Motörhead estaría, mejor dicho estuvo, la hostia de orgulloso. De acuerdo, a todas luces lo que acabo de escribir sería una obviedad de famélica valía si estuviera referida a cualquier vanidoso artistucho buscafama al que han estado masajeando el ego alrededor de un par de horas. Pero claro, no es el caso. ¡Joder, cómo va a ser el caso! Estamos hablando del “Damage case” del rock por excelencia, título del tema encargado de dar el petardazo de salida a este paseo en tanque en el que surcaremos las autopistas del más que particular, por no decir otro taco, universo del hombre del bajo atronador.
“Oye nena, no te asustes, lo único que quiero es un trato especial”, rezan las primeras frases de la mentada canción. Trato especial que uno de los mejores amigos que jamás haya tenido el Jack Daniel's recibe holgadamente por parte de Greg Olliver y Wes Orshoski, los directores de este cotarro, pero sobre todo a través de las serviciales palabras dedicadas por el jugoso elenco de entrevistados: Ozzy, Slash, Dave Grohl... y un etcétera para aburrir (en el buen sentido). Esta pandilla de altura, además de relatarnos algunas anécdotas memorables de las ciento un mil que Lemmy esconde bajo el sombrero, nos deja bastante clarito que si hemos de atribuir a alguien la paternidad de lo comúnmente conocido como heavy metal, es sin duda a este inglés de nacimiento y angelino de adopción, estandarte de esa banda atemporal que se echó a hombros allá por el 75 y con la que no ha parado de rodar y reventar tímpanos hasta anteayer (hasta el mes pasado para ser exactos), cuando el de la prominente verruga y los suyos sacudían un escenario de Berlín en el que hoy sabemos fue su último espectáculo, frente a un público que con tantos motivos para considerar a su ídolo indestructible a buen seguro comenzaba a creerse felizmente lo que apuntaba asemejarse a la inmortalidad.
“Lemmy”, cuyo título original contiene el cariñoso paréntesis “(49% Motherf**ker 51% Son of a Bitch)", nos permite otear también el recoveco cotidiano y más íntimo de este acorazado con bigote. Lo observamos en su hábitat natural, alejado de cualquier lujo mundano en un hogar a caballo entre un museo y el más vulgar cuchitril. Un hogar sin ínfulas de grandeza, a su justa medida, donde además de jugar a la consola o freírse unas patatas, nos muestra sus peculiares (y sorprendentes) colecciones y cacharros. Un hogar donde nos regala una inesperada perla sentimentaloide al afirmar que su hijo, presente en la grabación en dicho momento y hasta entonces en un completo segundo plano (fuera incluso del encuadre para ser precisos), es su posesión más valiosa. Qué, ¿acaso pensabais que tras esa garganta que escupe chinchetas a cada nota que entona no se escondía un almibarado y tierno corazoncito? Pues sí, coño, una híbrida suerte de corazoncito y motor de camión que ha bombeado cantidades sobrehumanas de speed perpetrando una existencia alejada de cualquier convencionalismo y sumisión impostada. Lo que por moda tantos oportunistas han bastardeado, este genuino e irrepetible personaje ha representado sin ninguna ambigüedad ni pudor hasta su último aliento: la desatada vida del renegado y auténtico rockero de pura cepa.
(Crítica para "LA VOZ EN OFF" de esturionmusic.com)
“Oye nena, no te asustes, lo único que quiero es un trato especial”, rezan las primeras frases de la mentada canción. Trato especial que uno de los mejores amigos que jamás haya tenido el Jack Daniel's recibe holgadamente por parte de Greg Olliver y Wes Orshoski, los directores de este cotarro, pero sobre todo a través de las serviciales palabras dedicadas por el jugoso elenco de entrevistados: Ozzy, Slash, Dave Grohl... y un etcétera para aburrir (en el buen sentido). Esta pandilla de altura, además de relatarnos algunas anécdotas memorables de las ciento un mil que Lemmy esconde bajo el sombrero, nos deja bastante clarito que si hemos de atribuir a alguien la paternidad de lo comúnmente conocido como heavy metal, es sin duda a este inglés de nacimiento y angelino de adopción, estandarte de esa banda atemporal que se echó a hombros allá por el 75 y con la que no ha parado de rodar y reventar tímpanos hasta anteayer (hasta el mes pasado para ser exactos), cuando el de la prominente verruga y los suyos sacudían un escenario de Berlín en el que hoy sabemos fue su último espectáculo, frente a un público que con tantos motivos para considerar a su ídolo indestructible a buen seguro comenzaba a creerse felizmente lo que apuntaba asemejarse a la inmortalidad.
“Lemmy”, cuyo título original contiene el cariñoso paréntesis “(49% Motherf**ker 51% Son of a Bitch)", nos permite otear también el recoveco cotidiano y más íntimo de este acorazado con bigote. Lo observamos en su hábitat natural, alejado de cualquier lujo mundano en un hogar a caballo entre un museo y el más vulgar cuchitril. Un hogar sin ínfulas de grandeza, a su justa medida, donde además de jugar a la consola o freírse unas patatas, nos muestra sus peculiares (y sorprendentes) colecciones y cacharros. Un hogar donde nos regala una inesperada perla sentimentaloide al afirmar que su hijo, presente en la grabación en dicho momento y hasta entonces en un completo segundo plano (fuera incluso del encuadre para ser precisos), es su posesión más valiosa. Qué, ¿acaso pensabais que tras esa garganta que escupe chinchetas a cada nota que entona no se escondía un almibarado y tierno corazoncito? Pues sí, coño, una híbrida suerte de corazoncito y motor de camión que ha bombeado cantidades sobrehumanas de speed perpetrando una existencia alejada de cualquier convencionalismo y sumisión impostada. Lo que por moda tantos oportunistas han bastardeado, este genuino e irrepetible personaje ha representado sin ninguna ambigüedad ni pudor hasta su último aliento: la desatada vida del renegado y auténtico rockero de pura cepa.
(Crítica para "LA VOZ EN OFF" de esturionmusic.com)
9
15 de noviembre de 2017
15 de noviembre de 2017
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
El escritor y periodista sudafricano Rian Malan, afirma durante el metraje que, como tal, no se creyó la historia, que esas cosas no pasaban en un universo racional. Efectivamente, es muy probable que el fenómeno Rodríguez sea de lo más inverosímil que le haya sucedido a un artista, aunque, quizá, no sea menos cierto que el pobre Rian se equivocase al creer que por estos terrestres lares suele imperar el raciocinio. Desde luego había escaso rastro de él en la Sudáfrica del Apartheid, donde una vez más, qué novedad, el hombre blanco, haciendo acopio de racismo y vileza, sometía bajo su elitista yugo a la ampliamente mayoritaria comunidad negra. Sin embargo, fue en aquella diezmada nación semiaislada internacionalmente donde, de forma insólita, germina una semilla llamada Cold Fact: no se sabe muy bien cómo, y habiendo vendido a duras penas unas cuantas copias en su lugar de origen —Estados Unidos— donde no tuvo ninguna repercusión, el primer álbum de Rodríguez, datado en el 70, aterriza en el segregado país africano, y no sólo se vuelve medianamente popular, sino que se instala en la gran mayoría de hogares codeándose, por ejemplo, con una obra nimia titulada Abbey Road y perpetrada por unos no-sé-quiénes fulanos de Liverpool.
¿Quién demonios sería ese misterioso Rodríguez? La curiosidad se extendió durante años al compás de unas canciones que escurriéndose de las opresoras manos de la censura, comenzaban a bombear las conciencias de una sociedad sedienta de estímulos libertarios. Y naturalmente, cuando el hombre anhela respuestas y éstas no aparecen por ningún rincón, para no malgastar más tiempo dudando, corta por lo sano y se las inventa. ¡Menudos somos! Así nacieron en su día los dioses todopoderosos, y así acabaron matando a ese tal Rodríguez que tenía la egoísta manía de no asomar la patita por ningún lado. Según quien contase el relato, o bien volándose los sesos, o bien tostándose al calor del fuego, la cuestión es que el tío se había dado matarile sobre el escenario. Un final a la altura de una leyenda, sí señor.
Pero claro, además de emisores místicos y confabuladores, y receptores creyentes y conformistas, existe otra clase de especímenes con el culo muy inquieto: unos tenaces escudriñadores que sólo emplean la palabra fe para aplicársela a ellos mismos. Suelen ser individuos que, valientes majaretas, cuando dan con un imponente obstáculo, en lugar de desanimarse como haría cualquier persona decente, aprovechan la afrenta para repostar inspiración. A esta calaña pertenece el periodista musical Craig Bartholomew, quien se topó con una reedición en CD del Coming from Reality, el segundo y último trabajo del talentoso músico fantasma, en la que un reclamo detectivesco (la discográfica sudafricana que distribuyó dicho álbum, invitó a Stephen Segerman, propietario de una tienda de discos, a escribir unas palabras en el libreto ante la falta de información sobre el artista, lo que éste aprovechó para lanzar una pregunta al aire: ¿algún detective musicólogo por ahí fuera?) lo empujó a comenzar una clandestina investigación en la que a la postre, hermanando esfuerzos con el propio Stephen, no sólo lograron exhumar el cadáver del etéreo cantautor, sino que, en un milagro propio del doctor Frankenstein, en 1998, es decir, 27 años después de la grabación de ese último disco, invocaron al norteamericano de entre los muertos hacia la palpable realidad de una gira por los escenarios sudafricanos.
En efecto amantes del caviar, el señor Sixto Rodríguez vivía y coleaba, pero lo hacía con la modesta cotidianidad de un humilde obrero de Detroit que trabaja incansablemente ajeno a cualquier barullo que su legado artístico —el cual apenas había interesado, sin dobleces, a unas decenas de sus compatriotas— pudiera armar en un país que jamás había pisado, y que para colmo, lo tenía encumbrado en el pedestal de sus iconos culturales. Así que, acompañado de sus hijas, cogió un vuelo y allí se plantó el buen hombre reencontrándose con una fama que siempre le perteneció, nada menos que veintitantos años después de haber intentado aquello de dedicarse a la música, y por supuesto haciendo las delicias de un incrédulo público que tras tanto tiempo dándolo por muerto, al fin tuvo la ocasión de carearse felizmente con su ídolo.
Sin duda estamos ante una historia de sueños cumplidos y por cumplir que enternece y apasiona, pero además “Searching of Sugar Man” va mucho más allá de limitarse a ofrecernos una perla emocional que nos reconcilie con la vida —que dicho sea de paso ya es bastante—; su impecable factura técnica y el preciso dominio de los tempos narrativos, dotan al film de un enigmático aura que ya querrían para sí la mayoría de producciones de ficción. Sin embargo y con total merecimiento, la verdadera piedra filosofal que reside en su esencia, las auténticas joyas a desenterrar y portar en nuestra mochila diaria, son las pegajosas melodías compuestas por nuestro protagonista y que tan increíblemente fueron ninguneadas por la sociedad estadounidense. Joyas que, gracias a dios sabe quién, un día se propagaron por la Sudáfrica del Apartheid, que gracias al tesón de unos melómanos prendió la mecha que originó este documental, y que gracias a este documental suenan con relativa frecuencia en la España del XXI, cuando en el coche, yendo a cualquier lado, una voz amiga dice aquello de: Ahora vamos a escuchar al gran Rodríguez.
¿Quién demonios sería ese misterioso Rodríguez? La curiosidad se extendió durante años al compás de unas canciones que escurriéndose de las opresoras manos de la censura, comenzaban a bombear las conciencias de una sociedad sedienta de estímulos libertarios. Y naturalmente, cuando el hombre anhela respuestas y éstas no aparecen por ningún rincón, para no malgastar más tiempo dudando, corta por lo sano y se las inventa. ¡Menudos somos! Así nacieron en su día los dioses todopoderosos, y así acabaron matando a ese tal Rodríguez que tenía la egoísta manía de no asomar la patita por ningún lado. Según quien contase el relato, o bien volándose los sesos, o bien tostándose al calor del fuego, la cuestión es que el tío se había dado matarile sobre el escenario. Un final a la altura de una leyenda, sí señor.
Pero claro, además de emisores místicos y confabuladores, y receptores creyentes y conformistas, existe otra clase de especímenes con el culo muy inquieto: unos tenaces escudriñadores que sólo emplean la palabra fe para aplicársela a ellos mismos. Suelen ser individuos que, valientes majaretas, cuando dan con un imponente obstáculo, en lugar de desanimarse como haría cualquier persona decente, aprovechan la afrenta para repostar inspiración. A esta calaña pertenece el periodista musical Craig Bartholomew, quien se topó con una reedición en CD del Coming from Reality, el segundo y último trabajo del talentoso músico fantasma, en la que un reclamo detectivesco (la discográfica sudafricana que distribuyó dicho álbum, invitó a Stephen Segerman, propietario de una tienda de discos, a escribir unas palabras en el libreto ante la falta de información sobre el artista, lo que éste aprovechó para lanzar una pregunta al aire: ¿algún detective musicólogo por ahí fuera?) lo empujó a comenzar una clandestina investigación en la que a la postre, hermanando esfuerzos con el propio Stephen, no sólo lograron exhumar el cadáver del etéreo cantautor, sino que, en un milagro propio del doctor Frankenstein, en 1998, es decir, 27 años después de la grabación de ese último disco, invocaron al norteamericano de entre los muertos hacia la palpable realidad de una gira por los escenarios sudafricanos.
En efecto amantes del caviar, el señor Sixto Rodríguez vivía y coleaba, pero lo hacía con la modesta cotidianidad de un humilde obrero de Detroit que trabaja incansablemente ajeno a cualquier barullo que su legado artístico —el cual apenas había interesado, sin dobleces, a unas decenas de sus compatriotas— pudiera armar en un país que jamás había pisado, y que para colmo, lo tenía encumbrado en el pedestal de sus iconos culturales. Así que, acompañado de sus hijas, cogió un vuelo y allí se plantó el buen hombre reencontrándose con una fama que siempre le perteneció, nada menos que veintitantos años después de haber intentado aquello de dedicarse a la música, y por supuesto haciendo las delicias de un incrédulo público que tras tanto tiempo dándolo por muerto, al fin tuvo la ocasión de carearse felizmente con su ídolo.
Sin duda estamos ante una historia de sueños cumplidos y por cumplir que enternece y apasiona, pero además “Searching of Sugar Man” va mucho más allá de limitarse a ofrecernos una perla emocional que nos reconcilie con la vida —que dicho sea de paso ya es bastante—; su impecable factura técnica y el preciso dominio de los tempos narrativos, dotan al film de un enigmático aura que ya querrían para sí la mayoría de producciones de ficción. Sin embargo y con total merecimiento, la verdadera piedra filosofal que reside en su esencia, las auténticas joyas a desenterrar y portar en nuestra mochila diaria, son las pegajosas melodías compuestas por nuestro protagonista y que tan increíblemente fueron ninguneadas por la sociedad estadounidense. Joyas que, gracias a dios sabe quién, un día se propagaron por la Sudáfrica del Apartheid, que gracias al tesón de unos melómanos prendió la mecha que originó este documental, y que gracias a este documental suenan con relativa frecuencia en la España del XXI, cuando en el coche, yendo a cualquier lado, una voz amiga dice aquello de: Ahora vamos a escuchar al gran Rodríguez.

6,2
4.654
7
27 de octubre de 2011
27 de octubre de 2011
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
¿Te gusta el cine funámbulo entre la originalidad y la pedantería? Entonces Human Nature es tu película, acercándose mayoritariamente a una de estas dos etiquetas según tu criterio y estado de ánimo. Lo que está fuera de toda duda es que Charlie Kauffman tiene una mente brillante e inquieta, ridiculizando nuestro patético mundo con un estilo diferente e histriónico. Imagino que sus amigos fliparán en esas reuniones de colegas en las que se suele abusar del whisky y la marihuana… ¡La de paridas que se le deben ocurrir!
Una mujer velluda, un tarzán erudito y un friky de los modales son los instrumentos que utiliza este genial guionista para manifestar a viva voz lo ridículo de nuestra “descivilización”, cuyo valor imperante es la falsa ocultación de nuestros instintos primarios tras una cortina de humo tejida a partir de una apariencia educada y normal.
Pues sí amigos, somos pura fachada, y quizás la/el decente novia/o con la/el que estés saliendo ahora tenga grandes dosis de genuina locura tras esa carita de niña/o buena/o, y es una lástima, porque esa genuina locura mola bastante más que la sosa apariencia con la que convives. En fin, voy a depilarme, engominarme, y perfumarme, que he quedado con una dulzura y ¡tengo que estar presentable! ¡Uhhh Uhhh Uhhh! ¡Ahhh Ahhh Ahhh!
Una mujer velluda, un tarzán erudito y un friky de los modales son los instrumentos que utiliza este genial guionista para manifestar a viva voz lo ridículo de nuestra “descivilización”, cuyo valor imperante es la falsa ocultación de nuestros instintos primarios tras una cortina de humo tejida a partir de una apariencia educada y normal.
Pues sí amigos, somos pura fachada, y quizás la/el decente novia/o con la/el que estés saliendo ahora tenga grandes dosis de genuina locura tras esa carita de niña/o buena/o, y es una lástima, porque esa genuina locura mola bastante más que la sosa apariencia con la que convives. En fin, voy a depilarme, engominarme, y perfumarme, que he quedado con una dulzura y ¡tengo que estar presentable! ¡Uhhh Uhhh Uhhh! ¡Ahhh Ahhh Ahhh!
8
1 de julio de 2011
1 de julio de 2011
4 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hace unos siete años ya (joder como pasa el tiempo), recuerdo, en plena adolescencia, mi época de asalto a los Videoclubs buscando esa peli original y diferente que impresionara a mi flamante novia, y le hiciese darse cuenta que era un chaval cuyo refinado gusto se hallaba varias escalas por encima de la media (indudablemente tampoco hacía falta ser un lumbreras para tener mejor criterio cinematográfico que la mayoría de mis asilvestrados coetáneos). En una de esas intentonas me topé con “Being John Malkovich”, y como era de esperar, pasé de ella como de la mierda, ya que eso de “…consigue encontrar trabajo en la planta 7'5 del edificio Mertin-Flemmer de Manhattan, donde encuentra una pequeña puerta que le permite el acceso a un pasillo secreto que le aspira y que le permite acceder al cerebro de John Malkovich” me pareció una de las mayores idioteces que había leído en una sinopsis, y como de tío con buen gusto a friky del celuloide había una línea muy delgada a esa edad, me incliné por “21 gramos” y quedé de lujo.
Poco tiempo después flipé viendo “Olvídate de mí”, cuyo único reclamo era en principio Jim Carrey, y que a la postre se convirtió en uno de los guiones más originales que había visto (sin olvidar la estupenda actuación de, a día de hoy, una de mis actrices favoritas, Kate Winslet). Ni que decir tiene que también había huído poco antes de “Adaptation”, y es que eso de Nicolas Cage y orquídeas me sonaba a verbena del inserso.
¿Y a quién le importan mis rifirrafes adolescentes con el señor Charlie Kaufman? Pues seguramente a nadie, pero como esta crítica es mía, escribo lo que me sale de las bowlings. Es curioso cómo cambiamos con la edad, abandonando paulatinamente esos inocentes prejuicios infantiles, para dar paso a un proyecto de hombre cultivado e interesante que se muere por encontrar ideas originales, innovadoras y arriesgadas. ¡Vivan los Charlie Kaufman de este mundo y la madre que los parió!
Poco tiempo después flipé viendo “Olvídate de mí”, cuyo único reclamo era en principio Jim Carrey, y que a la postre se convirtió en uno de los guiones más originales que había visto (sin olvidar la estupenda actuación de, a día de hoy, una de mis actrices favoritas, Kate Winslet). Ni que decir tiene que también había huído poco antes de “Adaptation”, y es que eso de Nicolas Cage y orquídeas me sonaba a verbena del inserso.
¿Y a quién le importan mis rifirrafes adolescentes con el señor Charlie Kaufman? Pues seguramente a nadie, pero como esta crítica es mía, escribo lo que me sale de las bowlings. Es curioso cómo cambiamos con la edad, abandonando paulatinamente esos inocentes prejuicios infantiles, para dar paso a un proyecto de hombre cultivado e interesante que se muere por encontrar ideas originales, innovadoras y arriesgadas. ¡Vivan los Charlie Kaufman de este mundo y la madre que los parió!
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Being John Malkovich te podrá gustar más o menos, te resultará una genialidad o una majadería pretenciosa, pero personalmente, flipo viendo a una estufadísima y vulgar Cameron Díaz obsesionada con los animales, casada con un anodino y trascendental titiritero que encuentra trabajo en la 7,5 planta (¡hay tus huevos!) de un edificio, donde cohabita con una secretaria disfuncional, un jefe de 105 tacos más salido que Bertín Osborne, y una enigmática morena irresistible en su papel de femme fatale de la cual se enamora perdidamente, y con la cual comparte su hallazgo de una puerta que te introduce en el cerebro de John Malkovich (¡yeah!), montando un negocio clandestino de JohnMalkovichismo, siendo su estufadísima mujer la primera en probarlo quedando automáticamente prendada por la susodicha morena, dándose cuenta a su vez que quiere cambiarse de sexo, y volviendo una y otra vez a introducirse en Jonh Malkovich por el simple hecho de disfrutar de su morena, ya que ésta está pseudoenamorada de ella porque sólo le atrae cuando habita a John Malkovich, abocando al pobre titiritero a encerrarla en la jaula del chimpancé, en un ataque de celos, para poder reemplazarla dentro de John Malkovich y así disfrutar de su morena, con la particularidad de que éste aprende a controlar al pobre John Malkovich, el cual no tiene ni voz ni voto en una película que lleva su nombre en el título (¡un hurra por Malkovich!), y acaba casándose con la cachonda morena y reinventando la carrera de John Malkovich como titiritero, alcanzando gran fama y popularidad y haciéndole replantearse, al mismísimo Sean Penn, su vocación de titiritero (¡Jajajajaja!), ¡¡etc., etc., etc.!!
Por cierto, buenísima aportación de Charlie Sheen: “¡Pues aun mejor! Brujas lesbianas cachondas, piensa en ello, ¡es genial!”
Por cierto, buenísima aportación de Charlie Sheen: “¡Pues aun mejor! Brujas lesbianas cachondas, piensa en ello, ¡es genial!”
Concierto

7,9
4.797
10
24 de marzo de 2016
24 de marzo de 2016
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
(Crítica para "LA VOZ EN OFF" de esturionmusic.com)
En los últimos tiempos de la peseta, siendo un mocoso que ni siquiera tenía la virtud de haber recibido la santísima primera comunión —amén—, trepé por el sofá donde mi padre recién se recostaba y me repantigué en silencio, solemne y formal, mirando fijamente la pantalla del televisor. Por lo general se tornan parcos en nitidez los recuerdos de la niñez, aunque algunos se autotatúan perviviendo cuasi indemnes a la acumulación de las motas de polvo; imperturbables a esos residuos pontificados por el puñetero esprint del segundero, indiferentes al batiburrillo de lugares, palabras y olores que terminan bailoteando en la memoria con las arritmias de un guateque del inserso.
Pajaritos por aquí, pajaritos por allá, la cuestión es que la noche anterior habían cenado en casa unos familiares, y como solía hacer en los escasos minutos que descansaba de dar la matraca —más por obligación paterna que por voluntad propia—, clavé resignado mis diminutas posaderas en una sillita cerca de la mesa y puse la oreja. Observaba sus ademanes, me sumergía en sus conversaciones, aunque no pillara ni papa, ávido por descubrir, ya puestos, alguna perla del mundo de los mayores, de ese universo tan desconocido, prohibido y fascinante a ojos de la sedienta curiosidad de un crío. Mi padrino, precisamente, informó a mi padre de que al día siguiente televisaban "El Padrino", y todavía logro entrever aquella mueca de satisfacción que se dibujó en su rostro. A continuación intercambiaron una retahíla de comentarios que traquetearon mi atención: ¿Qué sería eso de la mafia? ¿Por qué habría familias en guerra? ¿Un padrino como el mío era el jefe? No entendía nada. Pero tampoco pregunté. Mañana, me dije, como quien no quiere la cosa, ahí estaré. Papá, al observarme tomar asiento tan sigilosamente, sonriendo intentó persuadirme con argucias del tipo: es para mayores, es muy compleja, te vas a aburrir. Ja, aquellos envites me retenían con mayor firmeza en el salón; ya sabía yo cómo se las gastaban los adultos, lo embaucadores que podían llegar a ser con sibilinas tretas como la de Los Reyes Magos, así que de ninguna manera me la iba a dar con queso, aquel renacuajo de allí no se movía. Y de repente...
De repente un llanto de trompeta me atravesó. Tal cual.
Comenzaba por esos años a desperezar poco a poco el oído, pero aquella fue la primera vez que tomé verdadera conciencia del abismo emocional que puede habitar en unas cuantas notas musicales. A partir de aquel día, además de prenderse la chispa que fuera espoleando mi incondicional pasión por el cine, cada vez que se cruzaba en mi camino esa partitura, el reloj se detenía, mis ojos se cerraban extendiendo un lienzo de oscuridad, y durante unos instantes sólo existían los colores que esbozaba la sangrante melodía, aquella nana taciturna que me embelesaba con su bella tristeza, y que enseguida se convertía, con la conjunción progresiva del resto de instrumentos, en un florido y melancólico vals que no se demoraba en sacarme una sonrisa de puro regocijo.
"The Godfather Waltz", la imperecedera pieza compuesta por Nino Rota para la obra maestra de Coppola, por una burda asociación de títulos fue lo primero que me vino a la mollera al tropezarme con "The Last Waltz". No obstante, el mamporro que encajé a las primeras de cambio, aunque no similar en magnitud, sí fue comparable en intensidad. No lo podía creer. No podía creer que en el apogeo de la edad del pavo, pese a que estaba bastante más preocupado en escuchar día sí y día también álbumes contemporáneos como el "Radio Bemba Sound System", el "Origin of Symmetry", el "Planeta Eskoria" o el "Hybrid Theory", todavía no conociera, al menos de oídas, el nombre de esos tíos cuyo magnetismo había tardado dos minutos en alelarme con "Don't do it". No podía creer, cuando emergieron los créditos finales mientras se alejaba la cámara desamparando sobre el escenario a aquellos virtuosos que tocaban su último vals, que esos cinco no compartiesen el protagonismo que tenían en boca del populacho los omnipresentes The Beatles, Led Zeppelin, Pink Floyd, y tantos y tantos otros grupos archiconocidos. No-lo-podía-creer.
En los últimos tiempos de la peseta, siendo un mocoso que ni siquiera tenía la virtud de haber recibido la santísima primera comunión —amén—, trepé por el sofá donde mi padre recién se recostaba y me repantigué en silencio, solemne y formal, mirando fijamente la pantalla del televisor. Por lo general se tornan parcos en nitidez los recuerdos de la niñez, aunque algunos se autotatúan perviviendo cuasi indemnes a la acumulación de las motas de polvo; imperturbables a esos residuos pontificados por el puñetero esprint del segundero, indiferentes al batiburrillo de lugares, palabras y olores que terminan bailoteando en la memoria con las arritmias de un guateque del inserso.
Pajaritos por aquí, pajaritos por allá, la cuestión es que la noche anterior habían cenado en casa unos familiares, y como solía hacer en los escasos minutos que descansaba de dar la matraca —más por obligación paterna que por voluntad propia—, clavé resignado mis diminutas posaderas en una sillita cerca de la mesa y puse la oreja. Observaba sus ademanes, me sumergía en sus conversaciones, aunque no pillara ni papa, ávido por descubrir, ya puestos, alguna perla del mundo de los mayores, de ese universo tan desconocido, prohibido y fascinante a ojos de la sedienta curiosidad de un crío. Mi padrino, precisamente, informó a mi padre de que al día siguiente televisaban "El Padrino", y todavía logro entrever aquella mueca de satisfacción que se dibujó en su rostro. A continuación intercambiaron una retahíla de comentarios que traquetearon mi atención: ¿Qué sería eso de la mafia? ¿Por qué habría familias en guerra? ¿Un padrino como el mío era el jefe? No entendía nada. Pero tampoco pregunté. Mañana, me dije, como quien no quiere la cosa, ahí estaré. Papá, al observarme tomar asiento tan sigilosamente, sonriendo intentó persuadirme con argucias del tipo: es para mayores, es muy compleja, te vas a aburrir. Ja, aquellos envites me retenían con mayor firmeza en el salón; ya sabía yo cómo se las gastaban los adultos, lo embaucadores que podían llegar a ser con sibilinas tretas como la de Los Reyes Magos, así que de ninguna manera me la iba a dar con queso, aquel renacuajo de allí no se movía. Y de repente...
De repente un llanto de trompeta me atravesó. Tal cual.
Comenzaba por esos años a desperezar poco a poco el oído, pero aquella fue la primera vez que tomé verdadera conciencia del abismo emocional que puede habitar en unas cuantas notas musicales. A partir de aquel día, además de prenderse la chispa que fuera espoleando mi incondicional pasión por el cine, cada vez que se cruzaba en mi camino esa partitura, el reloj se detenía, mis ojos se cerraban extendiendo un lienzo de oscuridad, y durante unos instantes sólo existían los colores que esbozaba la sangrante melodía, aquella nana taciturna que me embelesaba con su bella tristeza, y que enseguida se convertía, con la conjunción progresiva del resto de instrumentos, en un florido y melancólico vals que no se demoraba en sacarme una sonrisa de puro regocijo.
"The Godfather Waltz", la imperecedera pieza compuesta por Nino Rota para la obra maestra de Coppola, por una burda asociación de títulos fue lo primero que me vino a la mollera al tropezarme con "The Last Waltz". No obstante, el mamporro que encajé a las primeras de cambio, aunque no similar en magnitud, sí fue comparable en intensidad. No lo podía creer. No podía creer que en el apogeo de la edad del pavo, pese a que estaba bastante más preocupado en escuchar día sí y día también álbumes contemporáneos como el "Radio Bemba Sound System", el "Origin of Symmetry", el "Planeta Eskoria" o el "Hybrid Theory", todavía no conociera, al menos de oídas, el nombre de esos tíos cuyo magnetismo había tardado dos minutos en alelarme con "Don't do it". No podía creer, cuando emergieron los créditos finales mientras se alejaba la cámara desamparando sobre el escenario a aquellos virtuosos que tocaban su último vals, que esos cinco no compartiesen el protagonismo que tenían en boca del populacho los omnipresentes The Beatles, Led Zeppelin, Pink Floyd, y tantos y tantos otros grupos archiconocidos. No-lo-podía-creer.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Pero bueno, creencias o descreimientos aparte, de buena tinta sabemos que los caminos del éxito, de la música, y de las personas, son inescrutables. Eso mismo pensó Levon Helm —batería y voz— cuando supo que Robbie Robertson —guitarra y productor del film— pretendía enterrar de forma súbita su común aventura musical rodando este grandioso epílogo. Una aventura cuyos dieciséis años de bares y carretera a Levon se le habían esfumado en un tris —“no estoy en esto por razones de salud. Soy un músico y quiero vivir así”—, y más por aquel entonces, cuando todavía tenían al alcance de su mano continuar recogiendo esos frutos sembrados entre tantas penurias y sombras para seguir afianzándose en el epicentro del panorama musical —eran la mejor banda en la historia del universo, en palabras de George Harrison—, y que sin embargo a Robbie, supersticioso y bastante más preocupado por su salud física y mental —y por hacer cine— que por jugarse el pellejo siendo una leyenda —“todo esto no es nada sano”—, le parecían una odisea que no debía prolongarse ni una gira más.
Dicho y hecho; en tiempo récord y con alguna que otra bronca de por medio, movió los hilos pertinentes para que en el día de Acción de Gracias del 76, el Winterland de San Francisco —sala donde en el 69 tuvo lugar su primera actuación bajo el nombre de The Band—, albergara el postrero espectáculo que reunió sobre las tablas, como el propio Robbie le comenta a Martin en su primera conversación del film, a las influencias más importantes en la música de toda una generación. Unos tales Bob Dylan, Eric Clapton, Neil Young, Van Morrison, Muddy Waters, y un etcétera de puro caviar. Una constelación de ochomiles musicales que ayudan a comprender por qué esta pandilla de cuatro canadienses y un sureño eran La Banda, ya que el intríngulis no reside en que se lo hiciesen llamar, es que dominando con esa despampanante versatilidad el rhythm and blues, el folk, el jazz, el rock, el soul... y habiendo respaldado durante años a Ronnie Hawkins o Bob Dylan en sus tournées, dicho nombre les pertenecía por decreto ley.
Como resultado estamos ante dos horas de imperiosas canciones —intercaladas con ilustrativas miradas y confidencias de estos multiinstrumentistas— que moldean un documento artesanal de tantos quilates que no me extrañaría que tarde o temprano acabara vendiéndose en joyerías, no sólo por su palpable calidad polifónica, sino por el apasionado trabajo de un equipo técnico comandado por el devoto melómano Scorsese, quien, haciendo encaje de bolillos a hurtadillas de los productores de New York, New York, cuyo rodaje estaba ultimando cuando se abalanzó sobre el proyecto, consumó una de las filmaciones musicales mejor estudiadas y ejecutadas que se recuerdan.
De recordar, que redundancias aparte, suele venir muy bien que nos lo recuerden, vamos una pizca necesitados. Recordar en el buen sentido de la palabra. Recordar como sinónimo de conocer, de analizar. De entender y no olvidar. De rebelarse contra un presente egoísta que a veces pareciera ansiarse por transformarse en un futuro de dudosa calidad. De hacer como si Richard Manuel jamás se hubiera colgado en el baño de un motel, o pensar que Rick Danko jamás dejó de respirar a través de su bajo. O Levon de sus baquetas. De escuchar sus voces, tan distintas, tan viscerales, coquetear con el alma de un órgano Lowrey que el retraído Garth Hudson está masajeando. Con Robbie en el centro, extasiado, gimiendo al compás de los gemidos de su guitarra. Contemplarlos en su esencia, indestructibles, criogenizados por su música. Inmortales como el inmortal recuerdo de hospedarse por vez primera en el hogar de los Corleone.
¡Valsemos y santas pascuas!
Dicho y hecho; en tiempo récord y con alguna que otra bronca de por medio, movió los hilos pertinentes para que en el día de Acción de Gracias del 76, el Winterland de San Francisco —sala donde en el 69 tuvo lugar su primera actuación bajo el nombre de The Band—, albergara el postrero espectáculo que reunió sobre las tablas, como el propio Robbie le comenta a Martin en su primera conversación del film, a las influencias más importantes en la música de toda una generación. Unos tales Bob Dylan, Eric Clapton, Neil Young, Van Morrison, Muddy Waters, y un etcétera de puro caviar. Una constelación de ochomiles musicales que ayudan a comprender por qué esta pandilla de cuatro canadienses y un sureño eran La Banda, ya que el intríngulis no reside en que se lo hiciesen llamar, es que dominando con esa despampanante versatilidad el rhythm and blues, el folk, el jazz, el rock, el soul... y habiendo respaldado durante años a Ronnie Hawkins o Bob Dylan en sus tournées, dicho nombre les pertenecía por decreto ley.
Como resultado estamos ante dos horas de imperiosas canciones —intercaladas con ilustrativas miradas y confidencias de estos multiinstrumentistas— que moldean un documento artesanal de tantos quilates que no me extrañaría que tarde o temprano acabara vendiéndose en joyerías, no sólo por su palpable calidad polifónica, sino por el apasionado trabajo de un equipo técnico comandado por el devoto melómano Scorsese, quien, haciendo encaje de bolillos a hurtadillas de los productores de New York, New York, cuyo rodaje estaba ultimando cuando se abalanzó sobre el proyecto, consumó una de las filmaciones musicales mejor estudiadas y ejecutadas que se recuerdan.
De recordar, que redundancias aparte, suele venir muy bien que nos lo recuerden, vamos una pizca necesitados. Recordar en el buen sentido de la palabra. Recordar como sinónimo de conocer, de analizar. De entender y no olvidar. De rebelarse contra un presente egoísta que a veces pareciera ansiarse por transformarse en un futuro de dudosa calidad. De hacer como si Richard Manuel jamás se hubiera colgado en el baño de un motel, o pensar que Rick Danko jamás dejó de respirar a través de su bajo. O Levon de sus baquetas. De escuchar sus voces, tan distintas, tan viscerales, coquetear con el alma de un órgano Lowrey que el retraído Garth Hudson está masajeando. Con Robbie en el centro, extasiado, gimiendo al compás de los gemidos de su guitarra. Contemplarlos en su esencia, indestructibles, criogenizados por su música. Inmortales como el inmortal recuerdo de hospedarse por vez primera en el hogar de los Corleone.
¡Valsemos y santas pascuas!
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