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Críticas 18
Críticas ordenadas por utilidad
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5 de julio de 2022 2 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
POZOS DE AMBICIÓN



Hay una escena en Pozos de Ambición, que puede servir de guía para exponer varias ideas de forma simultánea. Conceptos que sirven para definir la propia esencia de la película y que a la vez nos revela el profundo viraje que formalmente supuso esta película para Paul Thomas Anderson.
La susodicha escena consiste en un traveling en el que la cámara sigue una desierta vía de tren, que cual si de un cuadro romántico se tratase, eleva el paisaje a categoría protagónica y ofrece un panorama desolador que evoca tiempos de grandeza, en contraste con el abandono que visualizamos. Al ser una escena sin diálogos (como muchas otras partes de la película donde la imagen se revela en única y suficiente fuente de lenguaje) el espectador se ve impelido a reconstruir lo que la imagen no revela, pero sí señala. La cámara va gradualmente desplazando el foco de acción y dejando atrás la vía para empezar a seguir el automóvil del protagonista hacía su destino vital y físico. Este traveling puede servirnos para definir el cine del Anderson pos-Magnolia a su vez que explica con pasmosa eficiencia el paso del vapor al petróleo como combustible y el esquinamiento (moral,empresarial...) del protagonista: Anderson dejá atrás su estilística sinfonía coral barroca que componían Magnolia o Boogie Nights para en apariencia, emprender un camino más sencillo, pero solo en apariencia. En este traveling ya intuimos la abstracción visual que The Master abrazaría en gran parte de sus escenas. Los planos y escenas de Anderson funcionan de manera referencial, el imaginario visual del director evoca otros planos que se esconden de la pantalla, dando lugar a una complejidad visual en la cual el espectador no puede abarcar la totalidad de lo representado, que se concreta fuera de la imagen.

En los primeros minutos del film, ya podemos contrastar el salto linguístico de Anderson. Lejos de aquel montaje paralelo y del barroquismo visual que envolvia a un sinfín de personajes, el cineasta aisla al que a la postre va a ser el protagonista de la película. Con un montaje lineal y sin diálogos, asistimos al reverso tenebroso del American Dream a la vez que somos testigos de un relato contracultural del hombre hecho a si mismo. Las escenas en las que Daniel Lee Lewis (cuya actuación alcanza picos de excelencia por el equilibrio imposible que consigue entre lo sútil y lo excesivo) pica como un poseso para encontrar crudo, están desprovistas del elemento épico tradicional que configura el arquetipo de persona exitosa que hace su fortuna a base de perseverancia y trabajo duro. Los planos son áridos, la fotografía sombría y la ausencia de verbalización se suple con una música ominosa que actúa como vaticinio de un personaje destinado a la más terrible de las soledades: la incapacidad de amar y de ser amado.
El nivel de síntesis visual y conceptual que alcanza el diretor norteamericano en esta escena, que es capaz de dar forma a la ambición desmedida de un personaje sin ninguna palabra y paralelamente derribar paradigmas inmanentes a la cultura norteamericana, contiúa a lo largo de la cinta; las escenas se componen de primeros planos que escudriñan el alma de sus personajes y de planos largos de una perturbadora belleza romántica, compartiendo todos ellos la misma esencia: la densidad infinita de contenido en -o mejor dicho trás- cada uno de ellos.

Si la abstracción formal y conceptual es una de las características del cine actual de Anderson, los personajes también funcionan como reprentaciones de conceptos abstractos; si Lewis representa el espíritu protestante emprendedor sin carga de culpa, el cura encarna el cristianismo norteamericano con el paroxismo inherente de las nuevas corrientes religiosas y sus profundas contradicciones internas. Los dos personajes actúan como antihéroes cuya relación antagónica está abocada a la destrucción. El capitalismo y la religión (los dos pilares inamovibles del espíritu americano) que fluctuan entre la fratenidad interesada y la destucción mutua.
No es extraño pues que el polémico desenlace de la obra abrace el patetismo y abandone el tono áspero, seco y gélido del resto de la cinta. La imposibilidad conciliatoria de estás dos vertientes que encarnan Lewis y Paul Dano (que da vida a un personaje capaz de repelernos, darnos compasión e infundarnos miedo en sus arrebatos de espiritual trascendencia), estallan en una escena conscientemente ridícula, fulminando de un plumazo cualquier atisvo de trascendencia o ambición de sus protagonistas.

Pozos de Ambición es la primera piedra -después vendrían The Master, Puro vicio o El hilo invisible- que edifica la maestría singular de uno de los directores más interesantes del panorama actual. Si antes su caligrafía -también genuina- consistía en llevar a cotas de pura hipertrofia barroca todos los elementos formales de sus obras, en consonancia con sus personajes, siempre a un paso del desborde emocional,el nuevo Anderson desnuda los planos hasta la misma esencia, usando los mínimos elementos posibles para su construcción, con una sencillez clasicista capaz de recordar a Ford, pero con la diferencia fundamental modernista de que el plano no termina en si mismo, es solo la llave a otros planos que si miramos con detenimiento, son la concreción de lo representado.
Reconozco que el que escribe posiblemente llegue a más conclusiones sobre la cinta en posteriores visionados, ya que Pozos de Ambición es una película que como las imágenes que la componen, no para de ensancharse y expandirse con cada visionado.
5 de julio de 2022 1 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
En los primeros minutos de El nadador ya tenemos material suficiente para hacernos una idea del devenir trágico de su atormentado protagonista. En una escena aparentemente lúdica, nuestro protagonista está reunido con unos viejos amigos inmerso en conversaciones rutinarias sobre la familia, los proyectos futuros y las viejas aventuras que compartieron. Todo ello enmarcado por un día soleado y plácido, una casa envidiable, un ambiente festivo y una piscina donde poder aplacar el calor. Nada hace presagiar la oscura deriva de la película excepto un detalle: en el momento donde los personajes charlan entre ellos con actitud desinhibida pasamos del clásico plano-contraplano a un exagerado salto de eje; la mirada que esperamos encontrar reflejada en la pantalla nos esquiva para mostarnos que la esencia de la película dista de ser una comedia ligera sobre la clase alta norteamericana. El recurso estilístico que supone el salto de eje, tantas veces evitado por la confusión que siembra en el espectador, es aquí utilizado de manera reiterativa e hiperbólica, convirtiendo una escena que podría figurar en cualquier comedia sofisticada de la high class norteamericana -ya sea de Cukor, Wilder o Hawks- en todo lo contrario, en un preludio de un viaje acuático interior que aún siendo en sentido ascendente -Burt Lancaster va nadando hacía su casa en la colina-, resulta a la postre un descenso a sus más íntimos infiernos. El estilo es clave en una obra donde lo abigarrado, lo cursi o lo sublime se alternan para ironizar, subrayar o negar lo que estamos contemplando. El manierismo cinematográfico como vehículo expresivo legítimo y como recurso estilístico certero -al revés de otras obras donde resulta ridículo- encuentra en el nadador un perfeco referente.

Nuestro protagonista empieza su travesía rodeado de admiradores que ven en él una especie de juventud perdida; tanto hombres como mujeres de su círculo contemplan su presencia como una resfrescante inmersión en un tiempo extinto, un chapuzón en tiempos pretéritos que por mucho que añoren, son solo un fugaz recuerdo dominguero que no les impedirá seguir con sus estables vidas al empezar la semana. Lo que para el resto de personajes supone un mero pasatiempo , para el protagonista de está obra constituye un modo de vida; desde la primera escena la película nos deja claro la diferencia que existe entre dos modelos opuestos de proyecto vital entre la alta burguesía. Si bien al principio parece que todos los personajes que rodean a nuestro nadador ven en su modo de afrontar la vida una oportunidad perdida, conforme se desarrolla la obra vemos que el sentimiento del personaje principal es recíproco. Su aparente condición de "rara avis" no es una característica esencial, si no más bien una postura impostada, fruto de una incapacidad para afrontar una realidad que se va desvelando cada vez más turbulenta a medida que la cinta avanza. En su aparente festivo proyecto piscinero, cada nueva casa es un nuevo estrato de su inconsciente, que funciona al igual que la curiosa jerarquía narrativa del film: desde la ligereza de una comedia superficial costumbrista, nos iremos adentrando piscina a piscina o secuencia a secuencia en los miedos más profundos que nublan la psique del "nadador", hasta que nos hundimos en el más tremendo drama. Si un pilar en el que se sustenta la cinta y a su vez desvela el carácter de su protagonista, es sin duda la mencionada estructura narrativa, el otro ineludible es su planteamiento estilístico. Lo que confirma a El nadador como una hipnótica y esquiva película es sin duda ciertas elecciones formales del director que confrontan con la mirada del espectador. Desde el mencionado salto de eje, hasta escenas a cámara lenta de un desatado impresionismo, el director enrarece planos y secuencias que de otra forma serían de lo más común. Está condición manierista que violenta y desnaturaliza cada plano, es el espejo perfecto donde se mira un personaje cuya patética y forzada odisea existencial, consiste en -más que nadar- bucear hasta un único destino posible: las zonas abisales de su alma.
13 de septiembre de 2022
4 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hay una regla no escrita en el cine -y en el arte en general-, que sostiene que cuanto mayor es la tragedia, mayor debe ser el distanciamiento de la obra, para no condicionar o manipular al espectador en busca del llanto fácil. Live is life.La gran aventura transgrede esta norma sin sonrojarse en ningún momento. No hay límites en la utilización de recursos fílmicos que subrayan el drama, no hay pudor ni se pretende. La lágrima del espectador se fuerza hasta límites insospechados. Por supuesto, es una película con la que podemos llorar, el problema es que si la comparamos con obras donde la tragedia transita toda la cinta, como Amor o la más reciente Un pequeño mundo, mientras que en estás últimas el llanto surge como consecuencia natural de la forma contenida de narrar la desgracia -contención que entre otras cosas, da tratamiento digno y respetuoso al drama contado-, en la película de Dani de la Torre el llanto es producto de una burda maquinación que empapa cada escena. Más que poder llorar, la película nos dice en cada plano: “tienes que llorar”.

La producción de Atresmedia se centra en el verano de un grupo de adolescentes, que cada año se reencuentran para dejar atrás sus problemas y vivir sin futuribles en un pequeño pueblo de Galicia. Este espacio sirve como enclave físico y psicológico para situar el fin de la inocencia y la inexorable llegada de la madurez. La esencia de la trama comienza cuando los protagonistas se embarcan en un viaje iniciático que en cada paso, implica un nuevo aprendizaje vital. La película tiene como referente – e intenta ser calcomanía de ella- a Stand by me, la mítica película de los 80 que marco uno de los hitos del subgénero de películas centradas en la pubertad.
Los acontecimientos que se narran contienen el eco continuo de la cinta de Rob Reiner. El problema es que tan solo un convincente reparto juvenil es capaz de igualar lo que represento el filme citado anteriormente.

Dani de la Torre, director con corto recorrido, pero que había mostrado artesanía y pulso para el thriller -buen ejemplo de esto es El desconocido-, se revela aquí como demiurgo de la reiteración y la hipertrofia; un sinfín de planos postales, de secuencias que son estéticamente propias de videoclips de segunda y un subrayado musical impúdico, dan forma a un guion donde cada giro trágico es más irrisorio que el anterior. Si Stand by me fluía por un equilibrio entre la tragedia y la comedia, la película que nos ocupa se queda en mero artificio imitativo. Una película sin identidad, que intenta emular a su maestra a través de la tragedia mórbida, pero que ni copiar hace bien.

Live is life. La gran aventura es pornografía de la peor clase: la sentimental. Aquella que nos exhorta a empapar nuestras mejillas con porra y megáfono.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Pero no está todo perdido, con uno de los giros finales que revela otra tragedia imposible, las carcajadas son difíciles de contener. Y entonces caemos en la cuenta, estamos ante una cima insuperable de la comedia involuntaria.
5 de julio de 2022 1 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Desde la prodigiosa escena inicial, The Batman deja claro que como a Sabina, Nos sobran los motivos para resucitar al superhéroe con más traumas; después de un insulso y fallido Batman interpretado por Ben Affleck, Matt Reeves -que ya había dado buena cuenta de su habilidad para los set pieces de acción y de una suerte de epicidad sombría en la trilogía del Planeta de los simios -apuesta por la reformulación del icono DC en clave Neo Noir. La nueva película del hombre murciélago, si bien es deudora del realismo de Nolan y del universo gótico de Burton, encuentra su razón de ser en la versión más detectivesca del cómic.

El director presenta una Gotham al borde del colapso -la de siempre-, donde la corrupción institucional ha llegado a las más altas esferas y que precisa una regeneración inmediata.
Batman -un Robert Pattinson que hace de la contención y los silencios su virtud- se manifiesta en su condición ambigua de antihéroe;temido por malos y buenos al mismo tiempo. La consecuencia de la corrupción, personificada por un desaprovechado Pingüino -seguramente ampliable en futuribles secuelas-, que interpreta Colin Farrel, genera el caldo de cultivo perfecto para el surgimiento del villano fundamental de la cinta, Enigma. El antagonista se presenta como un despiadado y vehemente psicópata que retransmite sus crímenes -sí, reminiscencias del Joker nolaniano-, pero que va perdiendo fuelle cuanto más se aleja de su condición enigmática y revela el origen de su proceder. A pesar de una interpretación magnética de Paul Dano, que con gestos es capaz de definir más su personaje que a través de sus previsibles diálogos, el enigma se diluye por reiteración.
Los protagonistas funcionan como analogías de dos derivas de una Gothan comatosa; el villano como resultado coherente de una ciudad envilecida y el superhéroe, que encarna la sombría
condición del entorno del que procede y a su vez se revela como única alternativa.
Derivas destinadas a enfrentarse. Dos perspectivas que aunque concordantes con las causas de la corrupción porificada en la ciudad, discrepan en la solución; un recordatorio de que en muchas ocasiones, lo que separa al héroe del villano es simplemente una cuestión de praxis.

The Batman nos ofrece motivos para la ilusión en una primera hora y media que capta la esencia del cómic y a la vez se separa de sus predecesoras, que se inclina a la herencia de sus virtuosos antecesores -Nolan y Burton- y a su vez quiere independizarse, como un adolescente que ha dejado la rebeldía para abrazar la madurez. Desde la presentación de Batman, con su propia voz en off, que redunda en su mitología, introduciendo antes el concepto que la propia fisicidad ,con un ejercicio estilístico que es pura sofisticación, hasta la introducción de Enigma, en la primera escena de la película, capaz de presentar a la vez la esencia del antihérore y el género de la obra en una sola escena,The Batman da muestras de su cambio de paradigma. Las escenas de acción pasan a segundo plano en una trama detectivesca donde la caligrafía visual entronca con el neo noir más plástico ( por ejemplo con contrastes lumínicos que reflejan a la perfección las luces y sombras del hombre murciélago), donde la figura del Batman detective emerge y se prioriza en gran parte de la película frente al superhéroe de acción y frente al trauma de Bruce Wayne, que se supedita al desarrollo de los acontecimientos, donde la redención se encuentra en el arco del personaje y apenas se verbaliza.
Si bien es cierto que las escenas de acción se resienten comparándolas a las de Nolan (exceptuando la persecución al Pingüino, donde un contrapicado de Batman ofrece una de las imágenes más icónicas y poderosas de toda la película) ,que la cinta se alarga más de lo necesario entre subrayados innecesarios y tópicos muy propios del género y que la acumulación de personajes acaba por ser contraproducente -Catwoman no acaba de funcionar excepto como vertiente romántica de la obra-, The Batman logra el propósito -podemos decir casi milagro, si pensamos en el ascendente que supone trilogía de Nolan- de encontrar una identidad propia y reconocible.
5 de julio de 2022 0 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Quizás en el imaginario colectivo, al hablar sobre David Lean, lo que siempre remanece son aquellos planos cenitales que definían con belleza abrumadora un espacio a la vez mental y físico; aquellas imágenes creadas por un lenguaje visual que encontraba un desatado lirismo a través de entornos naturales donde los personajes parecían perderse o encontrarse. Ya sea en Lawrence de Arabia, El puente sobre el río Kwai o La hija de Ryan, Lean refinó un discurso visual donde la grandiosidad de sus planos generales, creaban una tensión entre forma y fondo que servía de medio para definir el estado mental de sus personajes de la forma mas sutil. Es por eso tan interesante comparar Breve encuentro con su obra posterior, si los personajes de las citadas películas se movían en paisajes épicos y se sumergían en la inmensidad de los planos, fundiéndose con ellos, en está película el espacio parece servir de elemento constrictor, de marco en el que los personajes se mueven sin poder superar sus estrictos límites.

Nos encontramos ante una historia de amor romántico pero imposible (valga el oxímoron), donde los dos personajes principales, con una vida estable y aparentemente perfecta, descubren que en sus ordenadas existencias, falta la chispa del amor. A partir de entonces, una historia típica de pasión, culpabilidad y demás temas que siempre tienen recorrido en este tipo de género se van desarrollando poco a poco. La íntima relación de los amantes -con una actuación que por sutil y ambigua merece especial atención por parte de Celia Johnson- encuentra vehículo perfecto en la intimista dirección de Lean. Toda la narración huye de la grandilocuencia, tanto en forma como en fondo, para dotar a una historia, que si bien a priori podía resultar manida, de una lectura más profunda y abierta. Está renuncia al subrayado o a la exageración, la encuentra Lean (además de lo citado anteriormente) en la puesta en escena y una iluminación que redunda en claro oscuros, definiéndonos el complejo momento que atraviesan dos personas cuya vida está llena de contrastes y de límites insuperables, límites que se marcan con primeros planos y planos medios casi siempre en espacios cerrados. No es casualidad que gran parte de la película transcurra en una estación, ni que la primera secuencia sea la de un tren llegando a su destino. Son precisamente estos elementos espaciales, los que elevan la película confiriéndole una capacidad metafórica que no necesita ser verbalizada; justo igual que podría ocurrir con Lawrence de Arabia o La Hija de Ryan aunque por caminos estilísticos opuestos. El espacio transciende para definir lo intangible, la estación funciona como metáfora de una vida estancada que parece a punto de partir y el tren como esa vida que parte hacía lo desconocido, causando pavor y fascinación a partes iguales. La vida como estación y tren, como constante espera y destino incierto. Lo que cabe preguntarse tras el final de Breve Encuentro, es que si en vez de la estación o limbo existencial que escoge la protagonista, hubiese escogido el tren, el destino hubiera sido similar al de aquellas costas de La hija de Ryan o aquel majestuoso desierto de Lawrence de Arabia, si tras ese tren por fin rompería los estrechos límites de los planos que la encorsetaban para acabar perdiéndose -o encontrándose- en los planos inabarcables que harían de Lean un director legendario.
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