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4,7
13.228
5
8 de mayo de 2025
8 de mayo de 2025
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Cuando Peter Greenaway dirigió El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante en 1989, quiso hacer una película sobre comida, violencia y erotismo. Pero quizás —muy en el fondo— lo que de verdad quería era dirigir Alerta Máxima (Under Siege. Andrew Davis. 1992).
Su problema fue el afán de ser un director «elevado», de proyectarse en festivales y cinefórums para una suerte de hipsters posmodernos, en lugar de dejar que su obra acabara troceada por anuncios de «batamantas» y mopas giratorias en un pase de madrugada de una televisión local. Así que, en lugar de explosiones y cuchillos voladores, optó por mesas barrocas, cámara lenta y venganzas caníbales.
Pero hoy no es día de elitismos.
Hoy es día de Alerta Máxima.
¡Muérete de envidia, Greenaway!
Una película ideal para dejar de ser un cultureta insufrible durante hora y media.
Una Jungla de Cristal flotante, ambientada en un portaaviones, con un protagonista que es cocinero… pero que, por pura «coincidencia», también resulta ser un ex SEAL capaz de desmantelar una operación terrorista con poco más que cuchillos, miradas intensas y una expresividad facial al borde del coma farmacológico.
Steven Seagal, en el apogeo de su inexpresividad zen, interpreta a Casey Ryback: un hombre que lo mismo filetea un salmón que revienta mercenarios sin despeinarse. Literalmente. ¿Qué vio la Marina en él para condenarlo a la intendencia? ¿Por qué los villanos tienen más carisma que el héroe? ¿Y cómo demonios logra mantener ese peinado durante explosiones, tiroteos y combates cuerpo a cuerpo?
La fórmula es conocida y efectiva: un solo hombre, una camiseta, pasado militar, frases secas y violencia coreografiada. Aquí, la gracia está en la paradoja: el héroe es un cocinero zen en un entorno infernal. Su calma espiritual contrasta maravillosamente con la brutalidad que reparte.
Es cine de acción noventero en su forma más pura: sin trauma, sin ironía, sin tiempo para pensar. Solo acción, explosión, victoria… y una bandera ondeando al final, claro.
En medio del caos emerge Jordan Tate (Erika Eleniak), Miss Julio del 89, que literalmente sale de un pastel gigante con una escasez textil considerable. Y aunque parece destinada al cliché decorativo, la película le da un poco más: empuña armas, reparte golpes y acompaña al héroe hasta el final. Representa ese arquetipo femenino del cine de acción noventero.
Y luego están los villanos.
William Strannix (Tommy Lee Jones), exagente de la CIA reciclado en líder de una banda de piratas glam-rockeros. Y el Comandante Krill (Gary Busey), que se disfraza de mujer durante una ceremonia militar y se entrega al caos con entusiasmo. Son caricaturas absolutas, grotescas, pero terminan siendo el verdadero show.
Hay algo casi entrañable en cómo sobreviven estas películas. No son razonables. No tienen lógica. Pero están hechas con convicción.
Lo kitsch se vuelve icónico.
Lo absurdo, inolvidable.
Alerta Máxima no va a cambiar tu visión del mundo, pero te deja una lección útil:
Si la vida te encierra en un portaaviones repleto de terroristas armados hasta los dientes…
más te vale saber cortar una cebolla en juliana.
Su problema fue el afán de ser un director «elevado», de proyectarse en festivales y cinefórums para una suerte de hipsters posmodernos, en lugar de dejar que su obra acabara troceada por anuncios de «batamantas» y mopas giratorias en un pase de madrugada de una televisión local. Así que, en lugar de explosiones y cuchillos voladores, optó por mesas barrocas, cámara lenta y venganzas caníbales.
Pero hoy no es día de elitismos.
Hoy es día de Alerta Máxima.
¡Muérete de envidia, Greenaway!
Una película ideal para dejar de ser un cultureta insufrible durante hora y media.
Una Jungla de Cristal flotante, ambientada en un portaaviones, con un protagonista que es cocinero… pero que, por pura «coincidencia», también resulta ser un ex SEAL capaz de desmantelar una operación terrorista con poco más que cuchillos, miradas intensas y una expresividad facial al borde del coma farmacológico.
Steven Seagal, en el apogeo de su inexpresividad zen, interpreta a Casey Ryback: un hombre que lo mismo filetea un salmón que revienta mercenarios sin despeinarse. Literalmente. ¿Qué vio la Marina en él para condenarlo a la intendencia? ¿Por qué los villanos tienen más carisma que el héroe? ¿Y cómo demonios logra mantener ese peinado durante explosiones, tiroteos y combates cuerpo a cuerpo?
La fórmula es conocida y efectiva: un solo hombre, una camiseta, pasado militar, frases secas y violencia coreografiada. Aquí, la gracia está en la paradoja: el héroe es un cocinero zen en un entorno infernal. Su calma espiritual contrasta maravillosamente con la brutalidad que reparte.
Es cine de acción noventero en su forma más pura: sin trauma, sin ironía, sin tiempo para pensar. Solo acción, explosión, victoria… y una bandera ondeando al final, claro.
En medio del caos emerge Jordan Tate (Erika Eleniak), Miss Julio del 89, que literalmente sale de un pastel gigante con una escasez textil considerable. Y aunque parece destinada al cliché decorativo, la película le da un poco más: empuña armas, reparte golpes y acompaña al héroe hasta el final. Representa ese arquetipo femenino del cine de acción noventero.
Y luego están los villanos.
William Strannix (Tommy Lee Jones), exagente de la CIA reciclado en líder de una banda de piratas glam-rockeros. Y el Comandante Krill (Gary Busey), que se disfraza de mujer durante una ceremonia militar y se entrega al caos con entusiasmo. Son caricaturas absolutas, grotescas, pero terminan siendo el verdadero show.
Hay algo casi entrañable en cómo sobreviven estas películas. No son razonables. No tienen lógica. Pero están hechas con convicción.
Lo kitsch se vuelve icónico.
Lo absurdo, inolvidable.
Alerta Máxima no va a cambiar tu visión del mundo, pero te deja una lección útil:
Si la vida te encierra en un portaaviones repleto de terroristas armados hasta los dientes…
más te vale saber cortar una cebolla en juliana.
8
24 de abril de 2025
24 de abril de 2025
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La muerte de un Papa es uno de esos raros momentos en que el mundo entero vuelve la mirada hacia el Vaticano y, de algún modo, arrastra incluso a tipos ridículos como yo —que no somos, ni de lejos, expertos en teología— a bucear en referencias culturales sobre el papado y la Iglesia en general. Hay algo profundamente magnético en esas estructuras, protocolos y liturgias de la Iglesia Católica, que se mantienen casi inalteradas desde hace siglos.
Las sandalias del pescador (The Shoes of the Fisherman. Michael Anderson. 1968), aunque ficción, ofrece una mirada sorprendentemente fiel —y bastante didáctica— a los rituales que se activan cuando se declara vacante la Santa Sede. Desde la confirmación oficial de la muerte del Papa, a cargo del camarlengo, hasta el esperado humo blanco que anuncia a su sucesor, la película recorre con precisión casi documental algunos de los momentos más icónicos:
• La ruptura del anillo del Pescador, símbolo del fin del pontificado.
• El entierro en tres ataúdes (ciprés, plomo y olmo), cada uno con su propia carga simbólica.
• El secretismo del cónclave, donde los cardenales votan aislados del mundo.
• Y, por supuesto, las fumatas: negra si no hay Papa, blanca si lo hay, según el tipo de paja (húmeda o seca) que se quema con las papeletas.
Pero la película no se detiene en lo ritual o teológico. Presenta una figura papal con poder real. Kiril Lakota (Anthony Quinn), arzobispo ruso, exiliado político y antiguo prisionero del régimen soviético, es elegido Papa en medio de una crisis internacional.
Así se plantea una idea fascinante: el Vaticano como un territorio diminuto —menos de medio kilómetro cuadrado— con una influencia desmesurada. Su riqueza cultural y artística lo convierte en una potencia simbólica; su neutralidad diplomática, en un actor estratégico. El Papa es, entonces, no solo un guía espiritual, sino también una figura geopolítica, con capacidad de intervenir en conflictos globales.
Y ahí es donde Las sandalias del pescador roza lo profético. Un Papa no italiano, elegido en plena Guerra Fría, con un pasado marcado por la persecución política. Suena a Kiril Lakota, pero también a Juan Pablo II, elegido una década después. La realidad siguiendo el libreto de la ficción.
Uno de los personajes más ricos de la historia es el del padre David Telemond (Oskar Werner), inspirado libremente en Teilhard de Chardin. Telemond es un científico que no ve contradicción entre fe y ciencia. Su visión de un Dios que no niega las teorías evolutivas, sino que las trasciende, lo convierte en un incomprendido dentro de la Iglesia. No lo acusan de falta de fe, sino de pensar más allá del dogma. Un hereje moderno, podríamos decir.
Y luego está George Faber (David Janssen), el periodista norteamericano con su comprensible afición a las ragazze romanas. Un personaje que podría parecer anecdótico, pero termina encarnando con acierto al católico promedio: alguien que oscila entre la vida secular, los placeres, las contradicciones morales y una conciencia religiosa que nunca desaparece del todo. Faber funciona como espejo de muchos creyentes modernos: no exactamente santos, no exactamente perdidos, simplemente humanos.
Por último, no se puede hablar de esta película sin mencionar su tratamiento de superproducción: overture inicial, intermission a mitad, una banda sonora pomposa y una puesta en escena casi operática. Todo en ella transmite grandeza. No por ostentación, sino por el intento de estar a la altura del tema que aborda. El Vaticano, en esta clave, no es solo un decorado; es una maquinaria de poder, liturgia y tradición que se mueve como una obra teatral perfectamente coreografiada.
Y ahora, con el Papa Francisco recientemente fallecido, cabe preguntarse: ¿qué esperamos hoy de un Papa? ¿Un sabio? ¿Un político? ¿Un santo? ¿Un mediador? ¿O, simplemente, alguien capaz de soportar el peso de la tiara sobre la cabeza?
Las sandalias del pescador (The Shoes of the Fisherman. Michael Anderson. 1968), aunque ficción, ofrece una mirada sorprendentemente fiel —y bastante didáctica— a los rituales que se activan cuando se declara vacante la Santa Sede. Desde la confirmación oficial de la muerte del Papa, a cargo del camarlengo, hasta el esperado humo blanco que anuncia a su sucesor, la película recorre con precisión casi documental algunos de los momentos más icónicos:
• La ruptura del anillo del Pescador, símbolo del fin del pontificado.
• El entierro en tres ataúdes (ciprés, plomo y olmo), cada uno con su propia carga simbólica.
• El secretismo del cónclave, donde los cardenales votan aislados del mundo.
• Y, por supuesto, las fumatas: negra si no hay Papa, blanca si lo hay, según el tipo de paja (húmeda o seca) que se quema con las papeletas.
Pero la película no se detiene en lo ritual o teológico. Presenta una figura papal con poder real. Kiril Lakota (Anthony Quinn), arzobispo ruso, exiliado político y antiguo prisionero del régimen soviético, es elegido Papa en medio de una crisis internacional.
Así se plantea una idea fascinante: el Vaticano como un territorio diminuto —menos de medio kilómetro cuadrado— con una influencia desmesurada. Su riqueza cultural y artística lo convierte en una potencia simbólica; su neutralidad diplomática, en un actor estratégico. El Papa es, entonces, no solo un guía espiritual, sino también una figura geopolítica, con capacidad de intervenir en conflictos globales.
Y ahí es donde Las sandalias del pescador roza lo profético. Un Papa no italiano, elegido en plena Guerra Fría, con un pasado marcado por la persecución política. Suena a Kiril Lakota, pero también a Juan Pablo II, elegido una década después. La realidad siguiendo el libreto de la ficción.
Uno de los personajes más ricos de la historia es el del padre David Telemond (Oskar Werner), inspirado libremente en Teilhard de Chardin. Telemond es un científico que no ve contradicción entre fe y ciencia. Su visión de un Dios que no niega las teorías evolutivas, sino que las trasciende, lo convierte en un incomprendido dentro de la Iglesia. No lo acusan de falta de fe, sino de pensar más allá del dogma. Un hereje moderno, podríamos decir.
Y luego está George Faber (David Janssen), el periodista norteamericano con su comprensible afición a las ragazze romanas. Un personaje que podría parecer anecdótico, pero termina encarnando con acierto al católico promedio: alguien que oscila entre la vida secular, los placeres, las contradicciones morales y una conciencia religiosa que nunca desaparece del todo. Faber funciona como espejo de muchos creyentes modernos: no exactamente santos, no exactamente perdidos, simplemente humanos.
Por último, no se puede hablar de esta película sin mencionar su tratamiento de superproducción: overture inicial, intermission a mitad, una banda sonora pomposa y una puesta en escena casi operática. Todo en ella transmite grandeza. No por ostentación, sino por el intento de estar a la altura del tema que aborda. El Vaticano, en esta clave, no es solo un decorado; es una maquinaria de poder, liturgia y tradición que se mueve como una obra teatral perfectamente coreografiada.
Y ahora, con el Papa Francisco recientemente fallecido, cabe preguntarse: ¿qué esperamos hoy de un Papa? ¿Un sabio? ¿Un político? ¿Un santo? ¿Un mediador? ¿O, simplemente, alguien capaz de soportar el peso de la tiara sobre la cabeza?
8
17 de abril de 2025
17 de abril de 2025
Sé el primero en valorar esta crítica
Estamos en 2071. La humanidad se ha expandido por el universo, colonizando Marte, Ganímedes y otros rincones del espacio. Los portales espaciales han convertido el tránsito entre planetas en algo cotidiano. Desaparecer y empezar de nuevo nunca ha sido tan fácil… o al menos, eso podría pensarse.
Sin embargo, en Cowboy Bebop (Shin’ichirô Watanabe, 1998), sus personajes parecen atrapados por algo más fuerte que la gravedad: su pasado. Cada uno arrastra una historia inacabada, un peso del que no pueden—o no quieren—desprenderse. No avanzan realmente, solo orbitan alrededor de viejas heridas, buscando respuestas en las sombras que dejaron atrás.
Su refugio es la Bebop, una vieja nave de cazarrecompensas que, pese a su apariencia de hogar, nunca llega a serlo. Es un espacio de paso, un paréntesis entre fracasos y despedidas. La rutina de la caza no es más que una excusa para seguir en movimiento, como si detenerse significara enfrentarse a la verdad.
En los sofás amarillos de la Bebop han nacido planes descabellados, conversaciones fugaces y momentos de compañerismo. Pero, aunque compartan techo, su soledad sigue intacta. Son náufragos emocionales, viajeros sin destino. Podrían haber sido imparables si miraran juntos hacia el futuro, pero cada uno sigue librando una batalla que lo mantiene anclado a lo que perdió.
La serie combina ciencia ficción, western y anime con una precisión única. Cada capítulo funciona como una historia independiente dentro de un marco mayor donde todo encaja con sutileza. Su banda sonora es brillante, su atmósfera oscila entre la ligereza del humor y la melancolía de lo inevitable.
El futuro de Cowboy Bebop es decadente pero extrañamente acogedor. Hay luces de neón, jazz de fondo y colonias en el espacio, pero sus personajes viven atrapados en una soledad irreductible. Buscan algo—un lugar, una persona, una respuesta—pero, en el fondo, saben que quizá nunca lo encontrarán.
Tal vez esa sea la mayor ironía de Cowboy Bebop: que, siendo una historia sobre el futuro, en realidad es una historia sobre el pasado.
Sin embargo, en Cowboy Bebop (Shin’ichirô Watanabe, 1998), sus personajes parecen atrapados por algo más fuerte que la gravedad: su pasado. Cada uno arrastra una historia inacabada, un peso del que no pueden—o no quieren—desprenderse. No avanzan realmente, solo orbitan alrededor de viejas heridas, buscando respuestas en las sombras que dejaron atrás.
Su refugio es la Bebop, una vieja nave de cazarrecompensas que, pese a su apariencia de hogar, nunca llega a serlo. Es un espacio de paso, un paréntesis entre fracasos y despedidas. La rutina de la caza no es más que una excusa para seguir en movimiento, como si detenerse significara enfrentarse a la verdad.
En los sofás amarillos de la Bebop han nacido planes descabellados, conversaciones fugaces y momentos de compañerismo. Pero, aunque compartan techo, su soledad sigue intacta. Son náufragos emocionales, viajeros sin destino. Podrían haber sido imparables si miraran juntos hacia el futuro, pero cada uno sigue librando una batalla que lo mantiene anclado a lo que perdió.
La serie combina ciencia ficción, western y anime con una precisión única. Cada capítulo funciona como una historia independiente dentro de un marco mayor donde todo encaja con sutileza. Su banda sonora es brillante, su atmósfera oscila entre la ligereza del humor y la melancolía de lo inevitable.
El futuro de Cowboy Bebop es decadente pero extrañamente acogedor. Hay luces de neón, jazz de fondo y colonias en el espacio, pero sus personajes viven atrapados en una soledad irreductible. Buscan algo—un lugar, una persona, una respuesta—pero, en el fondo, saben que quizá nunca lo encontrarán.
Tal vez esa sea la mayor ironía de Cowboy Bebop: que, siendo una historia sobre el futuro, en realidad es una historia sobre el pasado.

7,1
4.954
8
10 de abril de 2025
10 de abril de 2025
Sé el primero en valorar esta crítica
A Chrétien de Troyes se le atribuye la frase «quien habla demasiado cava su propia tumba», y con esa cita arranca Pauline à la plage (Éric Rohmer, 1983), una de esas películas que, durante un par de horas, te quitan veinte años de encima y te transportan a la soleada Baja Normandía, donde todo tiene la suavidad estética de lo cotidiano.
La historia contrapone la visión del amor de tres adultos—Marion, Henri y Pierre—con la de una adolescente: Pauline. La frase de Chrétien funciona casi como una advertencia para los personajes adultos, que intentan racionalizar lo que sienten, construir un relato sobre sus emociones… y acaban atrapados en su propia palabrería.
En esa lógica lacaniana del deseo, lo que se muestra con demasiada claridad pierde fuerza. El deseo necesita pausa, ambigüedad, incluso cierta frustración… una falta. Se dice que cuando algo se ofrece demasiado rápido, no deja espacio para desearlo. La disponibilidad absoluta puede ahogar cualquier atracción, mientras que lo no dicho, lo insinuado, lo que se escapa, tiene mucho más poder. Rohmer lo entiende bien y lo pone a jugar en cada gesto, en cada malentendido.
Pauline (Amanda Langlet), en cambio, vive un amor más sencillo, más honesto, acorde con su edad: menos discurso, menos teoría, más descubrimiento. Y, al mismo tiempo, es la más lúcida. No se precipita, no se engaña (del todo), y mantiene una serenidad que los adultos pierden al enredarse en sus propias neurosis. Hay algo muy bello en la fe que Rohmer deposita en la juventud: en su capacidad para ver con claridad lo que los mayores complican.
Otra idea que sobrevuela la película resuena con algunos conceptos de Slavoj Žižek sobre el amor y la perfección. Para Žižek, la perfección es enemiga del deseo. El amor no surge por la ausencia de fallos, sino por todo lo contrario: uno ama a pesar de—o incluso por—las imperfecciones del otro. Las pequeñas grietas, los gestos torpes, eso que no encaja del todo… ahí es donde el deseo encuentra su lugar.
En la película, uno de los personajes comenta que Marion es «demasiado perfecta», lo que termina jugando en su contra. Lo ilustra con una referencia a Un mundo feliz de Aldous Huxley: si todas las mujeres fueran como Marion, dice, estaríamos perdidos. Hay una incomodidad sutil en la perfección. Lo que no deja espacio a la falta, tampoco deja espacio al deseo.
Una vez se produce el conflicto central, cada personaje reescribe los hechos para que encajen con su propia idea del amor, del deseo o de sí mismo. Este es uno de los temas recurrentes en Rohmer: los personajes no mienten exactamente, pero tampoco dicen toda la verdad.
Y tal vez lo que más me gusta de Pauline à la plage es la ternura con la que observa el deseo, sus torpezas, sus malentendidos, su lógica caprichosa. Y cómo, al final, la que parece más ingenua es quizá la que menos se equivoca.
Puede ser que por eso la haya vuelto a ver. A veces basta con el atractivo de un nombre, Pauline, para encender una asociación fugaz y reencontrarse con algo que ya estaba dentro. Como si las películas también nos eligieran a nosotros.
La historia contrapone la visión del amor de tres adultos—Marion, Henri y Pierre—con la de una adolescente: Pauline. La frase de Chrétien funciona casi como una advertencia para los personajes adultos, que intentan racionalizar lo que sienten, construir un relato sobre sus emociones… y acaban atrapados en su propia palabrería.
En esa lógica lacaniana del deseo, lo que se muestra con demasiada claridad pierde fuerza. El deseo necesita pausa, ambigüedad, incluso cierta frustración… una falta. Se dice que cuando algo se ofrece demasiado rápido, no deja espacio para desearlo. La disponibilidad absoluta puede ahogar cualquier atracción, mientras que lo no dicho, lo insinuado, lo que se escapa, tiene mucho más poder. Rohmer lo entiende bien y lo pone a jugar en cada gesto, en cada malentendido.
Pauline (Amanda Langlet), en cambio, vive un amor más sencillo, más honesto, acorde con su edad: menos discurso, menos teoría, más descubrimiento. Y, al mismo tiempo, es la más lúcida. No se precipita, no se engaña (del todo), y mantiene una serenidad que los adultos pierden al enredarse en sus propias neurosis. Hay algo muy bello en la fe que Rohmer deposita en la juventud: en su capacidad para ver con claridad lo que los mayores complican.
Otra idea que sobrevuela la película resuena con algunos conceptos de Slavoj Žižek sobre el amor y la perfección. Para Žižek, la perfección es enemiga del deseo. El amor no surge por la ausencia de fallos, sino por todo lo contrario: uno ama a pesar de—o incluso por—las imperfecciones del otro. Las pequeñas grietas, los gestos torpes, eso que no encaja del todo… ahí es donde el deseo encuentra su lugar.
En la película, uno de los personajes comenta que Marion es «demasiado perfecta», lo que termina jugando en su contra. Lo ilustra con una referencia a Un mundo feliz de Aldous Huxley: si todas las mujeres fueran como Marion, dice, estaríamos perdidos. Hay una incomodidad sutil en la perfección. Lo que no deja espacio a la falta, tampoco deja espacio al deseo.
Una vez se produce el conflicto central, cada personaje reescribe los hechos para que encajen con su propia idea del amor, del deseo o de sí mismo. Este es uno de los temas recurrentes en Rohmer: los personajes no mienten exactamente, pero tampoco dicen toda la verdad.
Y tal vez lo que más me gusta de Pauline à la plage es la ternura con la que observa el deseo, sus torpezas, sus malentendidos, su lógica caprichosa. Y cómo, al final, la que parece más ingenua es quizá la que menos se equivoca.
Puede ser que por eso la haya vuelto a ver. A veces basta con el atractivo de un nombre, Pauline, para encender una asociación fugaz y reencontrarse con algo que ya estaba dentro. Como si las películas también nos eligieran a nosotros.

6,5
280
7
28 de marzo de 2025
28 de marzo de 2025
Sé el primero en valorar esta crítica
Se puede hablar largo y tendido sobre la utilidad de los viajes, desde su vertiente más superficial—con hordas de turistas abarrotando los mismos lugares con el propósito de actualizar su Instagram—hasta el viaje de regreso a casa de Ulises tras la guerra de Troya en La Odisea. Entre esos dos extremos, sin duda, hay donde elegir.
Pero, en esencia, todo viaje tiene la misma estructura: partimos de un lugar (tras unos preparativos más o menos meticulosos), llegamos a otro y, en el trayecto, nos suceden cosas. Solemos estar impacientes por alcanzar nuestro destino, pero a veces lo más interesante, lo más revelador, ocurre precisamente en el proceso de llegar.
The Daytrippers (Greg Mottola, 1996) plantea esta idea a través de la historia de Eliza (Hope Davis), quien vive en un matrimonio aparentemente feliz hasta que un día encuentra una nota en su casa que le hace sospechar que, quizá, las cosas no son tan idílicas como creía. Aturdida, decide compartir la situación con su familia y, juntos, se embarcan en una especie de road trip (tan breve que podrían haberla hecho en un taxi) con la esperanza de esclarecer la verdad.
El viaje lo comparten un padre taciturno, una madre controladora hasta el extremo, una hermana con un carácter bastante peculiar—Parker Posey en uno de esos papeles que parecen escritos para ella, al estilo de Henry Fool o Party Girl—y un cuñado con buenas intenciones, pero con cierta tendencia a la pedantería. Una combinación perfecta para que surjan roces, tensiones y algún que otro momento divertido.
Aquí, como decía antes, el destino es lo de menos. Lo interesante es el camino: las dudas que aparecen, las discusiones que estallan, los extraños que se cruzan en su recorrido… Greg Mottola se encarga de narrarlo con un equilibrio muy fino entre la comedia y el drama, logrando que esta pequeña historia resulte más interesante de lo que se podría esperar.
Y aunque el destino puede que no sea lo más importante, como en cualquier viaje, todos estaban deseando llegar. Y no defrauda. El viaje concluye, se cierran algunos círculos y, de un modo u otro, cada personaje ha sacado algo de esta travesía. Como en cualquier viaje que merezca la pena.
Pero, en esencia, todo viaje tiene la misma estructura: partimos de un lugar (tras unos preparativos más o menos meticulosos), llegamos a otro y, en el trayecto, nos suceden cosas. Solemos estar impacientes por alcanzar nuestro destino, pero a veces lo más interesante, lo más revelador, ocurre precisamente en el proceso de llegar.
The Daytrippers (Greg Mottola, 1996) plantea esta idea a través de la historia de Eliza (Hope Davis), quien vive en un matrimonio aparentemente feliz hasta que un día encuentra una nota en su casa que le hace sospechar que, quizá, las cosas no son tan idílicas como creía. Aturdida, decide compartir la situación con su familia y, juntos, se embarcan en una especie de road trip (tan breve que podrían haberla hecho en un taxi) con la esperanza de esclarecer la verdad.
El viaje lo comparten un padre taciturno, una madre controladora hasta el extremo, una hermana con un carácter bastante peculiar—Parker Posey en uno de esos papeles que parecen escritos para ella, al estilo de Henry Fool o Party Girl—y un cuñado con buenas intenciones, pero con cierta tendencia a la pedantería. Una combinación perfecta para que surjan roces, tensiones y algún que otro momento divertido.
Aquí, como decía antes, el destino es lo de menos. Lo interesante es el camino: las dudas que aparecen, las discusiones que estallan, los extraños que se cruzan en su recorrido… Greg Mottola se encarga de narrarlo con un equilibrio muy fino entre la comedia y el drama, logrando que esta pequeña historia resulte más interesante de lo que se podría esperar.
Y aunque el destino puede que no sea lo más importante, como en cualquier viaje, todos estaban deseando llegar. Y no defrauda. El viaje concluye, se cierran algunos círculos y, de un modo u otro, cada personaje ha sacado algo de esta travesía. Como en cualquier viaje que merezca la pena.
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