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Críticas ordenadas por utilidad
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4,8
15.882
7
7 de noviembre de 2009
7 de noviembre de 2009
20 de 25 usuarios han encontrado esta crítica útil
La ciencia ficción contemporánea vive un momento de ebullición considerable. Sólo este año se han estrenado varios títulos que ahondan, retuercen y deforman el género por caminos bien diferentes. Pienso en "distric 9" o en "the surrogates", dos películas antagónicas en cuanto a presupuestos, resultados e intenciones, que, sin embargo, comparten algo: la necesidad de poner en escena un otro mundo, parecido al nuestro en un cierta visión pesimista de la condición humana y al mismo tiempo radicalmente distinto en cuanto al marco social y tecnológico.
The box, dentro de este afán reconstructor, levanta un mundo pasado: la norteamérica suburbana de los años setenta, con el coche en la puerta del jardín de casa, los suburbios con sus avenidas de sicomoros y plátanos y las familias supuestamente felices envueltas en una nube de bienestar material, comodidades de toda índole y cierta inocencia acerca del alcance de los descubrimientos científicos.
Sobre este mundo de normalidad acomodada traza con inteligencia Richard Kelly una serie de líneas perturbadoras relacionadas con la deformidad física en los minutos iniciales de la película. Las anomalías físicas y la mutilación de lo orgánico sirven de excusa para avisar al espectador sobre otro tipo de anomalías que van a ir cercando la vida de los protagonistas. Una elección moral de gran calado es el detonante de la historia. Sin embargo es la construcción de la atmósfera opresiva en la que quedan envueltos los protagonistas a raíz de su decisión lo que se revela como el argumento central del filme. Después de esos minutos iniciales en los que se presenta con eficacia la cuestión moral que da nombre a la película, el director da rienda suelta a una complicada -y a ratos artificiosa- combinación de thriller, ciencia ficción y fantasía metafísica en la que un moroso desarrollo argumental funciona eficazmente como motor de una incertidumbre de fondo que se bifurca en varias direcciones. Las referencias veladas a "la invasión de los ladrones de cuerpos" y la trabajada elaboración de su clima turbio, malsano y enfermizo terminan siendo lo mejor de la película. Sin embargo, en la parte en la que empiezan a alflorar las explicaciones y las resoluciones, la cosa se le va de las manos al director, derribando sin prentenderlo gran parte del magnífico edificio cinematográfico que llevaba levantado.
Siendo una película semifallida, no puedo dejar de recomendarla. Contiene muchos momentos de gran potencia visual, casi toda su primera mitad es realmente magnética y, a ratos, va más allá de la ciencia ficción o de cualquier otro género sobre los que se posa sin complejos para bordear el territorio de lo original e inclasificable. El bajón final que experimenta, con pirueta argumental truculenta incluída, deja un mal sabor de boca que realmente no corresponde con el desarrollo conjunto de toda la película.
The box, dentro de este afán reconstructor, levanta un mundo pasado: la norteamérica suburbana de los años setenta, con el coche en la puerta del jardín de casa, los suburbios con sus avenidas de sicomoros y plátanos y las familias supuestamente felices envueltas en una nube de bienestar material, comodidades de toda índole y cierta inocencia acerca del alcance de los descubrimientos científicos.
Sobre este mundo de normalidad acomodada traza con inteligencia Richard Kelly una serie de líneas perturbadoras relacionadas con la deformidad física en los minutos iniciales de la película. Las anomalías físicas y la mutilación de lo orgánico sirven de excusa para avisar al espectador sobre otro tipo de anomalías que van a ir cercando la vida de los protagonistas. Una elección moral de gran calado es el detonante de la historia. Sin embargo es la construcción de la atmósfera opresiva en la que quedan envueltos los protagonistas a raíz de su decisión lo que se revela como el argumento central del filme. Después de esos minutos iniciales en los que se presenta con eficacia la cuestión moral que da nombre a la película, el director da rienda suelta a una complicada -y a ratos artificiosa- combinación de thriller, ciencia ficción y fantasía metafísica en la que un moroso desarrollo argumental funciona eficazmente como motor de una incertidumbre de fondo que se bifurca en varias direcciones. Las referencias veladas a "la invasión de los ladrones de cuerpos" y la trabajada elaboración de su clima turbio, malsano y enfermizo terminan siendo lo mejor de la película. Sin embargo, en la parte en la que empiezan a alflorar las explicaciones y las resoluciones, la cosa se le va de las manos al director, derribando sin prentenderlo gran parte del magnífico edificio cinematográfico que llevaba levantado.
Siendo una película semifallida, no puedo dejar de recomendarla. Contiene muchos momentos de gran potencia visual, casi toda su primera mitad es realmente magnética y, a ratos, va más allá de la ciencia ficción o de cualquier otro género sobre los que se posa sin complejos para bordear el territorio de lo original e inclasificable. El bajón final que experimenta, con pirueta argumental truculenta incluída, deja un mal sabor de boca que realmente no corresponde con el desarrollo conjunto de toda la película.

6,1
445
8
14 de febrero de 2017
14 de febrero de 2017
14 de 16 usuarios han encontrado esta crítica útil
El camino de Cutter es una película extraña. Está rodada en 1981, cierto, pero su factura visual, los temas que trata y el enfoque que su director, Ivan Passer, le da a los personajes remite, más bien, a cierto cine norteamericano de los años setenta. Un cine que miraba con acritud hacia el lado menos amable de la sociedad norteamericana. Un cine que retrataba con nervio y energía un entorno social cuarteado por la resaca de la guerra de Vietnam y por las grietas que iba abriendo el final de la época de bonanza económica conocida como los "gloriosos 30" (1945-1975). Un cine que ensayaba narrativas contaminadas por la influencia de la nueva ola francesa de los sesenta y que introducía en las películas destinadas a las salas comerciales recursos propios de otro cine más experimental. Sabemos que tras esta época llegarían los años ochenta y, con ellos, como decía André Bazin, la ruptura del compromiso con la realidad de la cinematografía hollywoodiense (sólo hay que recitar de memoria los “clásicos” de la epoca). En este sentido, esta película, por ética y por estética, es claramente setentera, por mucho que su año de producción apunte a enmarcarla en el contexto de las producciones ochenteras.
Los protagonistas, para empezar, son un grupo de perdedores unidos por vínculos enfermizos. Cutter es un veterano de Vietnam mutilado física y mentalmente. Inestable, bocazas, amargado y siempre a punto de explotar violentamente. Su pareja, Mo, es una mujer que sigue con él por un sentido de la responsabilidad relacionado con el destino terrible de Cutter, atrapada entre el alcoholismo y su atracción secreta por el mejor amigo de ambos, Richard Bone -un gigoló que se gana la vida alquilando barcos y prestando servicios sexuales-, personaje interpretado por un Jeff Bridges en pleno esplendor físico, que destila a partes iguales un narcisismo y una lasitud complicadas de digerir. La trama se ajusta a un tropo clásico dentro del cine negro: alguien muy poderoso ha cometido, supuestamente, un crimen terrible que posiblemente quede impune a no ser que el grupo de outsiders que se ha cruzado casualmente con él haga "justicia". La película se estructura alrededor de los esfuerzos de éstos para llevar a cabo su misión prestando especial atención a las relaciones entre ellos. También hay una mirada al ambiente de la California fronteriza con México de los años setenta, ya medio despierta -y resacosa- del sueño hippy de la década anterior, lista para encontrarse con un mundo de pesadilla en el que el poder económico ha arruinado cualquier atisbo de cambio social y ha convertido la existencia en una lucha descarnada por el éxito.
Visualmente toda la película rezuma una atmósfera fantasmagórica ya desde los primeros planos con los que abre, con un extraño desfile mexicano-español, en el que elementos de ambas culturas aparecen mezclados de forma bizarra, transmitiendo una sensación de desencajamiento y de extrañeza que perdurará a lo largo de todo el metraje. La paleta cromática tan característica que se despliega en la pantalla, la puesta en escena, meticulosamente planeada, dotando a cada lugar en el que transcurren los hechos de una personalidad propia y un diseño de producción discreto pero funcional hacen cristalizar los rasgos característicos de ese magma visualmente heterogéneo agrupado bajo la frase “los años setenta”, dando verosimilitud atmosférica a la trama que ofrece el filme. Destacar, en el plano de la escritura, unos grandísimos diálogos extraídos casi literalmente del libro en el que está basada la película (“Cutter & Bone”), y el cuidado por presentar de forma creíble a unos personajes que habitan el límite de la marginalidad por motivos bien diferentes. Es la tensión generada por ese triángulo que componen Cutter, Mo y Bone el motor de la película aunque la excusa argumental sea la trama semipolicíaca que empuja los movimientos de éstos.
“El camino de Cutter” termina por ser un drama enmarcado en el género negro con subtexto social, habitado por personajes de personalidades marcadamente opuestas que orbitan unos alrededor de los otros, a medio camino entre la atracción y el rechazo mutuo, vinculados circunstancialmente por un objetivo más o menos común que les sirve de puerta para salir de su situación semi-marginal y afrontar un futuro mejor. También podemos considerarla una indagación psicológica sobre lo que queda de un veterano de Vietnam mutilado -y de su entorno- en su paso a la vida como civil así como una mirada desencantada a una sociedad basada en el culto al éxito económico y a la casi omnipotencia de los que ostentan el poder protegidos por un respeto social inmerecido.
Los protagonistas, para empezar, son un grupo de perdedores unidos por vínculos enfermizos. Cutter es un veterano de Vietnam mutilado física y mentalmente. Inestable, bocazas, amargado y siempre a punto de explotar violentamente. Su pareja, Mo, es una mujer que sigue con él por un sentido de la responsabilidad relacionado con el destino terrible de Cutter, atrapada entre el alcoholismo y su atracción secreta por el mejor amigo de ambos, Richard Bone -un gigoló que se gana la vida alquilando barcos y prestando servicios sexuales-, personaje interpretado por un Jeff Bridges en pleno esplendor físico, que destila a partes iguales un narcisismo y una lasitud complicadas de digerir. La trama se ajusta a un tropo clásico dentro del cine negro: alguien muy poderoso ha cometido, supuestamente, un crimen terrible que posiblemente quede impune a no ser que el grupo de outsiders que se ha cruzado casualmente con él haga "justicia". La película se estructura alrededor de los esfuerzos de éstos para llevar a cabo su misión prestando especial atención a las relaciones entre ellos. También hay una mirada al ambiente de la California fronteriza con México de los años setenta, ya medio despierta -y resacosa- del sueño hippy de la década anterior, lista para encontrarse con un mundo de pesadilla en el que el poder económico ha arruinado cualquier atisbo de cambio social y ha convertido la existencia en una lucha descarnada por el éxito.
Visualmente toda la película rezuma una atmósfera fantasmagórica ya desde los primeros planos con los que abre, con un extraño desfile mexicano-español, en el que elementos de ambas culturas aparecen mezclados de forma bizarra, transmitiendo una sensación de desencajamiento y de extrañeza que perdurará a lo largo de todo el metraje. La paleta cromática tan característica que se despliega en la pantalla, la puesta en escena, meticulosamente planeada, dotando a cada lugar en el que transcurren los hechos de una personalidad propia y un diseño de producción discreto pero funcional hacen cristalizar los rasgos característicos de ese magma visualmente heterogéneo agrupado bajo la frase “los años setenta”, dando verosimilitud atmosférica a la trama que ofrece el filme. Destacar, en el plano de la escritura, unos grandísimos diálogos extraídos casi literalmente del libro en el que está basada la película (“Cutter & Bone”), y el cuidado por presentar de forma creíble a unos personajes que habitan el límite de la marginalidad por motivos bien diferentes. Es la tensión generada por ese triángulo que componen Cutter, Mo y Bone el motor de la película aunque la excusa argumental sea la trama semipolicíaca que empuja los movimientos de éstos.
“El camino de Cutter” termina por ser un drama enmarcado en el género negro con subtexto social, habitado por personajes de personalidades marcadamente opuestas que orbitan unos alrededor de los otros, a medio camino entre la atracción y el rechazo mutuo, vinculados circunstancialmente por un objetivo más o menos común que les sirve de puerta para salir de su situación semi-marginal y afrontar un futuro mejor. También podemos considerarla una indagación psicológica sobre lo que queda de un veterano de Vietnam mutilado -y de su entorno- en su paso a la vida como civil así como una mirada desencantada a una sociedad basada en el culto al éxito económico y a la casi omnipotencia de los que ostentan el poder protegidos por un respeto social inmerecido.

4,6
38.928
1
7 de diciembre de 2009
7 de diciembre de 2009
13 de 15 usuarios han encontrado esta crítica útil
Los indios viven en una reserva. La naturaleza los castiga con una maldición: nunca llevan camisetas, conducen camionetas destartaladas, tienen chozas que son talleres mecánicos y, cielo santo, se convierten en lobos de 4x2 (metros). Ay, que son cuatro, me he confundido al contar. Los hombres blancos (pero de verdad, no este color rosáceo nuestro), visten de Armani o Calvin Klein, conducen Volvos, Mercedes o Porsches, viven en chalets de diseño y, cielo santo, se pirran por la sangre humana. Una chica de pueblo con cara de necesitar urgentemente una barrita de all-bran se enamora de un chupasangres-vegetariano. Él la quiere tanto que la deja por su bien, no vaya a ser que le coja gusto al mercedes, a la casa de diseño y, cielo santo, al sabor de la sangre humana. Ella, para consolarse se acerca al club de los-sin-camiseta, y hace un amiguito que, cielo santo, se enamora de ella. Durante toda la película se ven confrontados el modo de vida indio con el modo de vida blanco. Los blancos chupan la sangre. Los indios protegen el territorio de su presencia. Aparece un negro y los indios-lobos se lo comen en un claro guiño al espectador contra los esclavos que se pliegan al hombre blanco. Los lobos quieren participar en el campeonato mundial de saltos acrobáticos desde el acantilado. Después de dos horas en los que la película nos interroga acerca de las disputas sobre la posesión de los medios de producción en la norteamérica colonial, de pronto aparecen unos italianos que encarnan a la nobleza blanca. La relación dialéctica entre nobleza y burguesía se resuelve con un pacto entre ellos y otro con el proletariado indígena. Mientras tanto la protagonista desecha la camioneta y elige el Volvo y dice, quiero ser uno de los vuestros. Vale, dice él, dame un tiempo para pensármelo. Los indígenas se retiran al bosque y los blancos se lo llevan todo. El lobo se retira con "el capital" entre las piernas, augurando una tercera parte en la que, con toda probabilidad, habrá una revolución.
La película está narrada con el mismo brío que los documentales sobre la vida del papa Juan Pablo II, y su argumento presenta el mismo interés que conocer el final de un anuncio de móviles. El protagonista principal transmite las mismas emociones que un lápiz Staedtler del IV cuando uno lo mete en el afilalápices y le vueltas en el sentido de las agujas del reloj. Se salva la actriz que hace de su hermana, que con su interpretación de una Audrey Hepburn pasada de coca, al menos arranca alguna sonrisa de simpatía. Lo de los indios sin camiseta en plan Cristiano Ronaldo acaba siendo un cachondeo: llueva, nieve, hiele, haga frío, calor o caigan meteoritos, ellos en plan surfistas hawaiianos. Ay que risas cuando los vampiros brillan a la luz del sol.
Una pregunta: si de toda la vida vampiro=sangre+sexo, ¿qué puñetas es este rollo en el que no hay sangre, no hay sexo y sólo falta que los protagonistas se cojan de las manos para cantar aquello de "juntos como hermanooos"?
La película está narrada con el mismo brío que los documentales sobre la vida del papa Juan Pablo II, y su argumento presenta el mismo interés que conocer el final de un anuncio de móviles. El protagonista principal transmite las mismas emociones que un lápiz Staedtler del IV cuando uno lo mete en el afilalápices y le vueltas en el sentido de las agujas del reloj. Se salva la actriz que hace de su hermana, que con su interpretación de una Audrey Hepburn pasada de coca, al menos arranca alguna sonrisa de simpatía. Lo de los indios sin camiseta en plan Cristiano Ronaldo acaba siendo un cachondeo: llueva, nieve, hiele, haga frío, calor o caigan meteoritos, ellos en plan surfistas hawaiianos. Ay que risas cuando los vampiros brillan a la luz del sol.
Una pregunta: si de toda la vida vampiro=sangre+sexo, ¿qué puñetas es este rollo en el que no hay sangre, no hay sexo y sólo falta que los protagonistas se cojan de las manos para cantar aquello de "juntos como hermanooos"?
23 de mayo de 2010
23 de mayo de 2010
16 de 22 usuarios han encontrado esta crítica útil
Recuerdo de mi infancia las películas de Burt Lancaster en mallas dando botes por las almenas de un castillo o tirándose a lo acróbata de un mástil a otro de un velero bergantín. Recuerdo a sus acompañantes y perseguidores haciendo piruetas y volatines, poniéndote los pelos de punta con cada escena, saltando y cayendo y levantándose mil veces de una forma tan increíblemente real y caricaturesca al mismo tiempo que, a veces, dudo de que relamente tales películas hubieran existido y yo haya tenido el placer de verlas. Los castillos, además, tenían una presencia imponentemente real: no dudabas de que existían de verdad o de que habían sido construídos por personas reales en algún momento de la historia. Los protagonistas de esas películas tenían líneas de diálogo memorables: no aspiraban a revelarnos la verdad de la existencia de forma discursiva, pero las frases que intercambiaban entre ellos revelan una inteligencia secreta que se manifestaba mediante erupciones de frivolidad. Las relaciones entre esos personajes eran, además extrañamente irreales: sólo se decían chorradas, pero transmitían hondura y profundidad verdaderas. Había malos que uno acababa admirando por su inteligencia o por su capacidad para encarnar una maldad simpática, más traviesa que terrible, más cómica que terrorífica. La argamasa de todos éstos componentes solía ser un director con oficio, capaz de juntar todos estos materiales en apariencia incompatibles y crear con ellos una historia emocionante, magnética y absorbente, en la cual uno sabía lo que iba a pasar desde el minuto uno, pero aún así era capaz de olvidarse de que lo sabía para entregarse al disfrute inigualable de ser absorbido por una historia. Una de verdad, con aventuras, aprendizaje sentimental, evolución de los personajes, tramas paralelas interesantes, personajes secundarios inolvidables y líneas de diálogo asombrosas. También había efectos especiales de cartón piedra que uno pasaba por alto sin problemas, sabedor de que eso no era lo esencial ni de lejos.
Prince of Persia es exactamente lo contrario de todo lo anterior. Eso sí, los efectos especiales son de primera. Aunque la suma de Mike Newell + Jerry Bruckheimer + Disney, ¿podría dar lugar a otra cosa que no fuera un producto correcto, banal, prescindible y olvidable a los cinco minutos de su visionado? Pregunta retórica, claro.
Prince of Persia es exactamente lo contrario de todo lo anterior. Eso sí, los efectos especiales son de primera. Aunque la suma de Mike Newell + Jerry Bruckheimer + Disney, ¿podría dar lugar a otra cosa que no fuera un producto correcto, banal, prescindible y olvidable a los cinco minutos de su visionado? Pregunta retórica, claro.

6,0
9.183
8
15 de abril de 2015
15 de abril de 2015
13 de 16 usuarios han encontrado esta crítica útil
Uno de los tópicos favoritos de la industria del espectáculo es el manido “Hollywood: la fábrica de sueños”. Esta película de David Cronemberg arranca con esa alusión a la maquinaria cinematográfica norteamericana de forma sencilla: un primer plano de una joven que va en un autobús, aparentemente dormitando, nos hace incapaces de distinguir si todo lo que vamos a ver a continuación es una inmersión en su soñar o una narración que corresponde a su realidad diegética. Después de unos segundos sosteniendo un primer plano de su rostro dormido, una elipsis nos lleva de la mano de la propia chica a descender del bus. Comienza la película y carecemos de certezas acerca del estatus de la protagonista o de su trayecto: ¿está soñando todo lo que empieza a ocurrir o está inmersa en algo que se parece a la ciudad de los Ángeles en 2015?
Me gusta el cine de Cronemberg por cosas como ésta. En apenas un primer minuto de película, de forma sencilla, sin trucos ni discursos, sin trampas ni retorcimientos, ya ha introducido con eficacia un elemento de incomodidad en su propia historia: no sabemos si lo que vamos a ver va a seguir la lógica de las narraciones realistas (isomorfas a nuestra realidad) o si el director va a permitirse entrelazar en ella todas las líneas de fuga (abolición de las leyes físicas y emergencia aleatoria de lo imaginario-inconsciente principalmente) que caracterizan el soñar. Estos mecanismos que vuelven inestable la misma materia de la narración son parte fundamental de su discurso cinematográfico. Y ambos juegan al mismo tiempo en dos sentidos aparentemente opuestos: estructurando, por una parte, una pesadilla al ajustarla al armazón de un relato “clásico”, y, por otra, saboteando una narración “normal” con escenas escapadas de los peores sueños. Ambas líneas de fuerza tensan el film tirando en sentidos opuestos, configurando así una película que aparenta reposo cuando en realidad está en un equilibrio precario que se desmorona alternativamente entre las consecuencias de la pesadilla dramatizada -la tragedia- y el drama torpedeado desde dentro -la aparición de los delirios-.
La estructura de la película se ajusta a un esquema clásico emparentado con las tragedias griegas nucleadas en torno a la familia y a la idea fantasmática de su unidad. Se nos presenta, pues, una familia que reúne todas las apariencias contemporáneas del éxito pero que en realidad oculta toda clase de disfunciones y traumas en su seno. En paralelo a ésta, la película toma como foco a una actriz ya mayor para los cánones hollywoodienses que trata de ser fiel a su propia imagen de mujer eternamente joven y deseable. Las vidas de todos ellos se cruzan sin mezclarse realmente: comparten espacios y limusina, gurú de autoayuda y recepciones y fiestas, botiquines de medicamentos y paranoias, clínicas de desintoxicación y agente cinematográfico. De alguna forma son sonámbulos que caminan en medio de la bruma de su sueño de éxito, se hablan sin decirse nada, simulan tener vidas ahormadas al canon que se proyecta en sus películas cuando realmente en ellas sólo son destacables las marcas de un fracaso personal superlativo.
No es casual esta elección de elementos centrales. La familia canónica occidental -blanca, heterosexual, con niños, chalet y piscina- y la mujer como objeto de deseo reificado son, quizás, los dos destilados ideológicos más notables salidos de la industria del espectáculo durante el siglo XX. Ambos han cimentado estereotipos hechos de hormigón armado y, a partir de sus imágenes en movimiento, se han levantado miles de narraciones capaces de crear, difundir y mantener una idea de normalidad cuya solidez reposa en su carácter imaginario y cuya presencia avasalladora ha moldeado sueños y proyectos vitales instalada despóticamente en el imaginario colectivo. No sorprende, pues, que el director elija estos objetivos, que dispare contra ellos con todo lo que tiene por la vía de mostrar el reverso siniestro sobre el que se levantan y las estructuras putrefactas que los mantienen en pie.
Para llevar a cabo el dinamitado, la cámara de Cronemberg se cuela en la intimidad de los protagonistas como un invitado no deseado. Escudriña habitaciones y automóviles, se instala en salones y caravanas de rodaje para mostrarnos las miserias que, más que salpicar las paredes de este supuesto paraíso constituyen su armazón. Ese Hollywood de puertas para adentro que ya hemos visto en muchas películas anteriores -situación que el director parece dar por supuesto- y que constituye el mismo centro de otro pequeño infierno en la tierra. Es ese no-relacionarse entre los personajes, ese no-estar realmente en ningún lugar y la sensación que se desprende de todo ello configura el núcleo de la película, enroscado en la familia a la que regresa la chica del autobús por motivos que se van desvelando a medida que avanza el metraje.
Cabe destacar singularmente, en medio de esa caracterización de los personajes que se hace a partir de los escenarios por los que transitan, los momentos que se desarrollan en las piscinas de las casas. El símbolo por excelencia del éxito, la materialización líquida del haber cubierto todas las casillas en ese juego de la oca del triunfo profesional, es aquí el portal que comunica directamente con el mundo de las pesadillas. Una conexión brutal que nos hace preguntarnos, una vez más por el estatus de los protagonistas y de la narración, y que sirve para interrogarnos acerca de la fragilidad estructural -en términos de verosimilitud- de todo relato.
(sigue en "spoiler)
Me gusta el cine de Cronemberg por cosas como ésta. En apenas un primer minuto de película, de forma sencilla, sin trucos ni discursos, sin trampas ni retorcimientos, ya ha introducido con eficacia un elemento de incomodidad en su propia historia: no sabemos si lo que vamos a ver va a seguir la lógica de las narraciones realistas (isomorfas a nuestra realidad) o si el director va a permitirse entrelazar en ella todas las líneas de fuga (abolición de las leyes físicas y emergencia aleatoria de lo imaginario-inconsciente principalmente) que caracterizan el soñar. Estos mecanismos que vuelven inestable la misma materia de la narración son parte fundamental de su discurso cinematográfico. Y ambos juegan al mismo tiempo en dos sentidos aparentemente opuestos: estructurando, por una parte, una pesadilla al ajustarla al armazón de un relato “clásico”, y, por otra, saboteando una narración “normal” con escenas escapadas de los peores sueños. Ambas líneas de fuerza tensan el film tirando en sentidos opuestos, configurando así una película que aparenta reposo cuando en realidad está en un equilibrio precario que se desmorona alternativamente entre las consecuencias de la pesadilla dramatizada -la tragedia- y el drama torpedeado desde dentro -la aparición de los delirios-.
La estructura de la película se ajusta a un esquema clásico emparentado con las tragedias griegas nucleadas en torno a la familia y a la idea fantasmática de su unidad. Se nos presenta, pues, una familia que reúne todas las apariencias contemporáneas del éxito pero que en realidad oculta toda clase de disfunciones y traumas en su seno. En paralelo a ésta, la película toma como foco a una actriz ya mayor para los cánones hollywoodienses que trata de ser fiel a su propia imagen de mujer eternamente joven y deseable. Las vidas de todos ellos se cruzan sin mezclarse realmente: comparten espacios y limusina, gurú de autoayuda y recepciones y fiestas, botiquines de medicamentos y paranoias, clínicas de desintoxicación y agente cinematográfico. De alguna forma son sonámbulos que caminan en medio de la bruma de su sueño de éxito, se hablan sin decirse nada, simulan tener vidas ahormadas al canon que se proyecta en sus películas cuando realmente en ellas sólo son destacables las marcas de un fracaso personal superlativo.
No es casual esta elección de elementos centrales. La familia canónica occidental -blanca, heterosexual, con niños, chalet y piscina- y la mujer como objeto de deseo reificado son, quizás, los dos destilados ideológicos más notables salidos de la industria del espectáculo durante el siglo XX. Ambos han cimentado estereotipos hechos de hormigón armado y, a partir de sus imágenes en movimiento, se han levantado miles de narraciones capaces de crear, difundir y mantener una idea de normalidad cuya solidez reposa en su carácter imaginario y cuya presencia avasalladora ha moldeado sueños y proyectos vitales instalada despóticamente en el imaginario colectivo. No sorprende, pues, que el director elija estos objetivos, que dispare contra ellos con todo lo que tiene por la vía de mostrar el reverso siniestro sobre el que se levantan y las estructuras putrefactas que los mantienen en pie.
Para llevar a cabo el dinamitado, la cámara de Cronemberg se cuela en la intimidad de los protagonistas como un invitado no deseado. Escudriña habitaciones y automóviles, se instala en salones y caravanas de rodaje para mostrarnos las miserias que, más que salpicar las paredes de este supuesto paraíso constituyen su armazón. Ese Hollywood de puertas para adentro que ya hemos visto en muchas películas anteriores -situación que el director parece dar por supuesto- y que constituye el mismo centro de otro pequeño infierno en la tierra. Es ese no-relacionarse entre los personajes, ese no-estar realmente en ningún lugar y la sensación que se desprende de todo ello configura el núcleo de la película, enroscado en la familia a la que regresa la chica del autobús por motivos que se van desvelando a medida que avanza el metraje.
Cabe destacar singularmente, en medio de esa caracterización de los personajes que se hace a partir de los escenarios por los que transitan, los momentos que se desarrollan en las piscinas de las casas. El símbolo por excelencia del éxito, la materialización líquida del haber cubierto todas las casillas en ese juego de la oca del triunfo profesional, es aquí el portal que comunica directamente con el mundo de las pesadillas. Una conexión brutal que nos hace preguntarnos, una vez más por el estatus de los protagonistas y de la narración, y que sirve para interrogarnos acerca de la fragilidad estructural -en términos de verosimilitud- de todo relato.
(sigue en "spoiler)
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
También sorprende-fascina la figura de un Robert Pattinson que actúa a modo de psicopompo (“guía de almas” en la mitología griega), conductor hierático de limusina y observador externo de una realidad que, intuimos, le repele y le seduce, actuando como representante del espectador en el propio interior de la película. A posteriori, leyendo sobre la génesis del film, uno se entera de que el guionista de éste -Bruce Wagner- ejerció tal profesión mientras daba sus primeros pasos en el mundillo cinematográfico angelino y comprende el porqué de la mirada de ese personaje y su situación en el interior de la trama.
Así pues, después de dos horas de metraje, y como conclusión de una tragedia que se va construyendo a base de contribuciones pequeñas, comprendemos cómo el tópico de “la fábrica de sueños” designa un microcosmos pesadillesco, cómo los cánones de normalidad que genera la industria del entretenimiento surgen de verdaderas fosas sépticas ideológicas y, cómo, sin pretenderlo, las marionetas que dan vida a esta constelación de mistificaciones, disfrutan de una vida de lujos y beneficios materiales a costa de carecer de una vida merecedora de tal nombre.
Finalmente, cumplida su misión, no sabemos si la protagonista llega a abrir los ojos. En la demolición personal que ha llevado a cabo resuena la imperiosa necesidad que tenemos como público de ser espectadores de otras películas, de otros relatos que se salgan de los rígidos límites formales y narrativos que promueve la industria hollywoodiense. La imperiosa necesidad de demoler los cánones que surgen de las entrañas de la máquina cinematográfica al servicio de una dominación cultural que a estas alturas ha alcanzado la condición de planetaria.
Así pues, después de dos horas de metraje, y como conclusión de una tragedia que se va construyendo a base de contribuciones pequeñas, comprendemos cómo el tópico de “la fábrica de sueños” designa un microcosmos pesadillesco, cómo los cánones de normalidad que genera la industria del entretenimiento surgen de verdaderas fosas sépticas ideológicas y, cómo, sin pretenderlo, las marionetas que dan vida a esta constelación de mistificaciones, disfrutan de una vida de lujos y beneficios materiales a costa de carecer de una vida merecedora de tal nombre.
Finalmente, cumplida su misión, no sabemos si la protagonista llega a abrir los ojos. En la demolición personal que ha llevado a cabo resuena la imperiosa necesidad que tenemos como público de ser espectadores de otras películas, de otros relatos que se salgan de los rígidos límites formales y narrativos que promueve la industria hollywoodiense. La imperiosa necesidad de demoler los cánones que surgen de las entrañas de la máquina cinematográfica al servicio de una dominación cultural que a estas alturas ha alcanzado la condición de planetaria.
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