Otra vez se impone lo mediocre sobre lo brillante. Se teme lo genial y se acude a lo comun. Así, una película destinada a trascender se convierte en unas leguas más que el desierto le gana al bosque. No falta talento y a veces el rostro se ilumina ante oasis de grandeza, pero rápidamente quedan atrás y volvemos al yermo. Demasiado obvia, demasiado ruido, demasiado temerosa.

Sin artificio, a la antigua usanza, despereza los sentimientos: del miedo a la rabia pasando por la ternura. Avanza calmada como una caricia y cuando termina, te das cuenta de cuanto se puede contar con poco más (si Gregory Peck puede ser poco) que unos zagales jugando en un porche.

Todo aquel que la vea podrá sentirse como un epílogo a tan inmensa epopeya. Es imposible no admirarse ante el fondo y la forma de esta joya. El fondo es el documental, la apasionante historia de nuestro camino en la Tierra. La forma... ¡Ah, la forma! Es la aventura más grande jamás contada. Como flores conocidas se nos van ofreciendo las emociones humanas. Esta es nuestra grandeza, nuestra corta vida hecha cine.

Sólo una cosa me desconcertaba mientras la veía. ¿Como puede ser Billy Wilder tan consciente de lo que necesitaba ver en cada momento? Sin darme cuenta, sin que pudiese evitarlo había consegudio que yo fuese ese guionista fracasado ante esa diosa moribunda, con su compasión, su egoismo y su desengaño. Debe ser eso lo que hace grande a un director, la capacidad de arrastrarnos a su mundo. Quien sabe.

Una sonrisa complice ante lo obvio del gancho. Le di una oportunidad más y la carne y la sangre me fueron engatusando. El acero afilado en la arena y lenguas venenosas en la villa. Demonios, una historia digna de contar entre amantes, músculo y Roma depravada. El hombre se hacía grande y grandes mis ansias de más muerte, de más sexo, de más libertad. Me doy cuenta de que deseo las intrigas entre togas, el polvo del ludus y las palabras que cada vez pesan más. Me doy cuenta de que yo soy Espartaco.