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Mediometraje

6,6
380
8
30 de julio de 2013
30 de julio de 2013
9 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
Diez años después del primer tesoro cinematográfico, aparecía este mediometraje, con idéntica estructura narrativa (preparación de la loca empresa, trayecto, llegada al lugar enigmático) pero sumando más medios, más minutos, más sorpresas y más trucos. Méliès realiza aquí uno de sus últimos y más dignos trabajos, después de varios años en los que -como indica Javier Memba- la Edison le ha estado copiando ideas y técnicas sin apoquinar un dolar, en un momento en el que la Pathé señala el rumbo a seguir en la industria cinematográfica y el avance imparable en la concepción y práctica del cine relega a nuestro francés a un asiento no demasiado cariñoso.
Quizás "el mundo" ya estaba cansado de los mismos cartones y de los mismos viajes imposibles. Un siglo después, como curiosos del séptimo arte y no como espectadores exigentes, vemos a Méliès de otra manera. Su talento para aunar ilusionismo, excentricidad y humor tardaría años en encontrar parangón. ¿Cuántos? Habría que hablarlo. Lo que no admite discusión es que supera con creces a sus predecesores y a sus coetáneos; rellena el vacío de un Segundo de Chomón y se aleja años luz de unos hermanos Lumière cuya creatividad se consume en el realismo insignificante y cuyo aporte al cine, en mi opinión, no posee el elevado valor que se le suele atribuir: si ellos no hubieran inventado el cinematógrafo, lo habría inventado cualquier otro, habida cuenta del desarrollo palpitante que por entonces vivía el intento de fotografiar el movimiento. Antes de los hermanos Lumière había mucho más de lo que a veces pensamos: praxinoscopio, kinetoscopio... Solo faltaba un último empujón.
Méliès, en cambio, encarna la primera gran personalidad cinematográfica. La simpática plasticidad de sus decorados antecede al simpático atuendo de un Charlot. En ambos, lo más reconocible trasciende las décadas (con ciertas enormes diferencias, por supuesto). En el primero, cartones y efectos especiales enriquecen el valor de una primigenia ciencia ficción en la que lo importante es lo que sucede dentro del plano teatral. Una cámara fija (con excepciones: el interior del "avión" zozobrando) registra la sobrenatural imaginación del francés. En ese sentido, diría que nada se presta tanto a la observación y al disfrute como la minuciosidad de unos dibujos y unos decorados en los que nada se deja al azar, bien se trate del hangar donde se construyen los prototipos aéreos, bien de la cabina del "avión", bien de un no menos lunar polo norte. Por no hablar del psicodélico vuelo o del impresionante monstruo final, cuya escena he mirado con una sonrisa y una fascinación que rara vez me salpican cuando estoy ante una película anterior a la 1ª G.M. No menos halagos merece la profundidad con la que juega Méliès al presentarnos un objeto que se va aproximando desde la lejanía (el zeppelin final o el "avión" que aterriza a su manera en el polo tras superar una elevación).
En definitiva, una absoluta delicia visual, que además no solicita ese ejercicio de empatía que a veces fracasa al enfrentarnos a algunas tramas y personajes -simples hasta lo cansino- de hace un siglo. Recomendable la versión restaurada (la restauración, ese trabajo que los amantes del silente nos vemos obligados a reverenciar), por cuanto permite encarar mejor los matices de la película.
Quizás "el mundo" ya estaba cansado de los mismos cartones y de los mismos viajes imposibles. Un siglo después, como curiosos del séptimo arte y no como espectadores exigentes, vemos a Méliès de otra manera. Su talento para aunar ilusionismo, excentricidad y humor tardaría años en encontrar parangón. ¿Cuántos? Habría que hablarlo. Lo que no admite discusión es que supera con creces a sus predecesores y a sus coetáneos; rellena el vacío de un Segundo de Chomón y se aleja años luz de unos hermanos Lumière cuya creatividad se consume en el realismo insignificante y cuyo aporte al cine, en mi opinión, no posee el elevado valor que se le suele atribuir: si ellos no hubieran inventado el cinematógrafo, lo habría inventado cualquier otro, habida cuenta del desarrollo palpitante que por entonces vivía el intento de fotografiar el movimiento. Antes de los hermanos Lumière había mucho más de lo que a veces pensamos: praxinoscopio, kinetoscopio... Solo faltaba un último empujón.
Méliès, en cambio, encarna la primera gran personalidad cinematográfica. La simpática plasticidad de sus decorados antecede al simpático atuendo de un Charlot. En ambos, lo más reconocible trasciende las décadas (con ciertas enormes diferencias, por supuesto). En el primero, cartones y efectos especiales enriquecen el valor de una primigenia ciencia ficción en la que lo importante es lo que sucede dentro del plano teatral. Una cámara fija (con excepciones: el interior del "avión" zozobrando) registra la sobrenatural imaginación del francés. En ese sentido, diría que nada se presta tanto a la observación y al disfrute como la minuciosidad de unos dibujos y unos decorados en los que nada se deja al azar, bien se trate del hangar donde se construyen los prototipos aéreos, bien de la cabina del "avión", bien de un no menos lunar polo norte. Por no hablar del psicodélico vuelo o del impresionante monstruo final, cuya escena he mirado con una sonrisa y una fascinación que rara vez me salpican cuando estoy ante una película anterior a la 1ª G.M. No menos halagos merece la profundidad con la que juega Méliès al presentarnos un objeto que se va aproximando desde la lejanía (el zeppelin final o el "avión" que aterriza a su manera en el polo tras superar una elevación).
En definitiva, una absoluta delicia visual, que además no solicita ese ejercicio de empatía que a veces fracasa al enfrentarnos a algunas tramas y personajes -simples hasta lo cansino- de hace un siglo. Recomendable la versión restaurada (la restauración, ese trabajo que los amantes del silente nos vemos obligados a reverenciar), por cuanto permite encarar mejor los matices de la película.

7,7
6.917
10
18 de octubre de 2014
18 de octubre de 2014
9 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
En ‘Esculpir en el tiempo’, Tarkovsky citaba varios fragmentos de la correspondencia que había mantenido con espectadores. Habla en el libro:
‘Un poquito de esperanza se deducía de otro tipo de comunicaciones por escrito que también eran un testimonio de la incomprensión más absoluta de mi trabajo, pero que por lo menos dejaban entrever el deseo sincero de entender lo que habían visto en la pantalla. Espectadores de este tipo me escribían cosas como: «Estoy convencido de que no seré ni el primero ni el último que en su incapacidad de comprender se dirija a usted pidiendo ayuda para poder entender algo su ‘El espejo’. Cada uno de los episodios está lleno de belleza; sí, pero, ¿cómo fundirlos en una unidad?»’
Que es como preguntar por la manera de dotarlos de sentido, que es a la vez una pregunta con la que creo que nos sentimos identificados casi todos los que hemos visto alguna vez películas de este señor. Algo así te dije yo, amigo, no sé si te acuerdas, cuando viste ‘Stalker’; cruzamos impresiones, y yo confesaba que sí, que la belleza de sus películas era indiscutible (más de lienzo que de lente), pero que el sentido y las ideas se me escapaban; tú respuesta: belleza y sentido no tienen por qué estar separados (quiero creer que fue así).
Todo esto para cagarme en estas perras divisiones, las que proclaman ‘El espejo’ como otra película bella pero de imposible comprensión. Divisiones, a fin de cuentas, que las generaciones han ido heredando, más aún en los confines europeos, en los que la razón primero quiso conquistar la naturaleza, luego al hombre y luego al arte; más aún en estos confines que confinaron al cine en una celda multicolor en la que todo tenía sentido, la resolución narrativa siendo lo mismo que cerrar un libro y escuchar el ‘psch’ de las hojas que chocan, ‘ya está todo claro no hay más que hablar’. Dentro de estos confines, el visionado de ‘El espejo’ puede conducir a una primera tentativa: poblar con conceptos y esquemas lo que uno siente como un vacío de sentido, o sea, curar una carie con puñetazos en la mandíbula.
Probablemente el de Tarkovsky sea el cine más antiintelectual en nuestro fumado congreso celestial de cineastas intelectuales. Probablemente la teoría deba dejar paso a la disposición del que mira, a su talento contemplativo, que en verdad tampoco es talento, sino solo saber encontrar el momento de la semana en el que uno necesita dejarse llevar por un impulso mayor, pero sintiéndose todavía con las energías y fuerzas suficientes como para concentrar todo su ser en una palabra, en una nota, en un plano, hasta que el racord sea tan completo que uno se sienta dentro, parte de.
‘Un poquito de esperanza se deducía de otro tipo de comunicaciones por escrito que también eran un testimonio de la incomprensión más absoluta de mi trabajo, pero que por lo menos dejaban entrever el deseo sincero de entender lo que habían visto en la pantalla. Espectadores de este tipo me escribían cosas como: «Estoy convencido de que no seré ni el primero ni el último que en su incapacidad de comprender se dirija a usted pidiendo ayuda para poder entender algo su ‘El espejo’. Cada uno de los episodios está lleno de belleza; sí, pero, ¿cómo fundirlos en una unidad?»’
Que es como preguntar por la manera de dotarlos de sentido, que es a la vez una pregunta con la que creo que nos sentimos identificados casi todos los que hemos visto alguna vez películas de este señor. Algo así te dije yo, amigo, no sé si te acuerdas, cuando viste ‘Stalker’; cruzamos impresiones, y yo confesaba que sí, que la belleza de sus películas era indiscutible (más de lienzo que de lente), pero que el sentido y las ideas se me escapaban; tú respuesta: belleza y sentido no tienen por qué estar separados (quiero creer que fue así).
Todo esto para cagarme en estas perras divisiones, las que proclaman ‘El espejo’ como otra película bella pero de imposible comprensión. Divisiones, a fin de cuentas, que las generaciones han ido heredando, más aún en los confines europeos, en los que la razón primero quiso conquistar la naturaleza, luego al hombre y luego al arte; más aún en estos confines que confinaron al cine en una celda multicolor en la que todo tenía sentido, la resolución narrativa siendo lo mismo que cerrar un libro y escuchar el ‘psch’ de las hojas que chocan, ‘ya está todo claro no hay más que hablar’. Dentro de estos confines, el visionado de ‘El espejo’ puede conducir a una primera tentativa: poblar con conceptos y esquemas lo que uno siente como un vacío de sentido, o sea, curar una carie con puñetazos en la mandíbula.
Probablemente el de Tarkovsky sea el cine más antiintelectual en nuestro fumado congreso celestial de cineastas intelectuales. Probablemente la teoría deba dejar paso a la disposición del que mira, a su talento contemplativo, que en verdad tampoco es talento, sino solo saber encontrar el momento de la semana en el que uno necesita dejarse llevar por un impulso mayor, pero sintiéndose todavía con las energías y fuerzas suficientes como para concentrar todo su ser en una palabra, en una nota, en un plano, hasta que el racord sea tan completo que uno se sienta dentro, parte de.

7,9
8.883
10
10 de abril de 2013
10 de abril de 2013
8 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
Leo por ahí testimonios de cinéfilos decepcionados: para ellos 'La gran ilusión' no está a la altura de los mejores dramas carcelarios y tampoco de las mejores películas de fugas, opinión esta que yo suscribo, sin dejar de añadir que aquí Renoir no pretende hacer un drama carcelario ni una película de fugas, y quien no vea más allá de esas dos categorías que entrene un poco la mirada, porque madre mía lo que hay que leer...
En 'La gran ilusión' la fuga no es más que el pretexto mediante el que hilar un relato pacifista, de motivos internacionalistas (aun a sabiendas de que si algo destruyó la 1ª G.M. fue la voluntad internacionalista); un relato en el que Renoir se pregunta por la posibilidad de acercar a las gentes de distintas naciones ('las fronteras no se ven, son inventos de los hombres', dice el judío hacia el final), superando incluso las dificultades que las guerras imponen a este respecto; un relato que aborda además las diferencias de clase, aspecto complejo a la hora de hermanar a 'los pueblos' y que otros cineastas habrían ignorado de principio a fin (Frank Capra, sin ir más lejos).
Renoir nos presenta a dos personajes vestidos de aristocracia y entre los que media una relación de plena camaradería, y a Boeldieu le incomoda no poder extender dicha relación a sus dos compatriotas, y cuando saca el tema ante von Rauffenstein, éste le responde que no todos comparten los triunfos de la Revolución francesa en materia de igualdad; y con un acierto que pocos films exhiben, Renoir hace un retrato no solo de los muros nacionales, también de los muros de clase. Lo hace en 1937, construyendo un guión que da un millón de vueltas -en cuanto a la inclusión de conceptos clave de la historia contemporánea- a los guiones que por aquel entonces paría la industria cinematográfica a derecha e izquierda del viejo continente.
Solo hay que prestar un poco de atención, a los diálogos y a los detalles que Renoir nos regala en infinidad de planos, véase el del párroco que lleva la cruz cristiana en el cuello y la cruz del Reich en el pecho, o el de los ingleses que, al cambiar de campo, portan sus respectivas raquetas de tenis (Renoir parodiando el estereotipo), o las fotografías y dibujos que decoran las diversas habitaciones de la película (contenido variadísimo: mujeres cachondas, caballos, perros, la Venus, un ecce homo...),
... y los travellings,
... y los silencios,
... y la sensación de unidad que aporta el decorado (Dalio comunica a Gabin que se van definitivamente de la casa de la madre alemana no mediante un corte, sino abriendo la ventana).
Joya.
En 'La gran ilusión' la fuga no es más que el pretexto mediante el que hilar un relato pacifista, de motivos internacionalistas (aun a sabiendas de que si algo destruyó la 1ª G.M. fue la voluntad internacionalista); un relato en el que Renoir se pregunta por la posibilidad de acercar a las gentes de distintas naciones ('las fronteras no se ven, son inventos de los hombres', dice el judío hacia el final), superando incluso las dificultades que las guerras imponen a este respecto; un relato que aborda además las diferencias de clase, aspecto complejo a la hora de hermanar a 'los pueblos' y que otros cineastas habrían ignorado de principio a fin (Frank Capra, sin ir más lejos).
Renoir nos presenta a dos personajes vestidos de aristocracia y entre los que media una relación de plena camaradería, y a Boeldieu le incomoda no poder extender dicha relación a sus dos compatriotas, y cuando saca el tema ante von Rauffenstein, éste le responde que no todos comparten los triunfos de la Revolución francesa en materia de igualdad; y con un acierto que pocos films exhiben, Renoir hace un retrato no solo de los muros nacionales, también de los muros de clase. Lo hace en 1937, construyendo un guión que da un millón de vueltas -en cuanto a la inclusión de conceptos clave de la historia contemporánea- a los guiones que por aquel entonces paría la industria cinematográfica a derecha e izquierda del viejo continente.
Solo hay que prestar un poco de atención, a los diálogos y a los detalles que Renoir nos regala en infinidad de planos, véase el del párroco que lleva la cruz cristiana en el cuello y la cruz del Reich en el pecho, o el de los ingleses que, al cambiar de campo, portan sus respectivas raquetas de tenis (Renoir parodiando el estereotipo), o las fotografías y dibujos que decoran las diversas habitaciones de la película (contenido variadísimo: mujeres cachondas, caballos, perros, la Venus, un ecce homo...),
... y los travellings,
... y los silencios,
... y la sensación de unidad que aporta el decorado (Dalio comunica a Gabin que se van definitivamente de la casa de la madre alemana no mediante un corte, sino abriendo la ventana).
Joya.
10
3 de agosto de 2013
3 de agosto de 2013
7 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
Cuesta creer que el segundo y temprano largometraje de Buster Keaton fuera una de las mejores películas de humor rodadas hasta la aparición del sonoro. Precedida de la imperecedera gracia de Chaplin (‘El chico’) y de los ya pirotécnicos cortos del propio Keaton (‘Vecinos’, ‘Una semana’), ‘La ley de la hospitalidad’ recoge el potencial cinematográfico de sus trabajos anteriores y lo exprime durante 75 minutos, con una novedad: el buen hacer ya consagrado del maestro queda ahora sazonado por un refinamiento en la comedia que otorga a nuestro héroe el título de pionero del humor inteligente (o, si se prefiere, del humor menos tontorrón), como si se tratara del bendito, irrepetible y silente intermediario entre el slapstick y las primeras idas de pinza de Woody Allen.
El humor que Keaton nos lega en esta película parece casi emancipado de la bufonada y del golpe indoloro como motor de la risa (pese al vejete que se desnuca contra los raíles y a ciertas secuencias finales); se genera no tanto desde lo que ocurre sino desde lo que no ocurre y por la manera en que no ocurre. Sorprende igualmente el brío con el que un argumento de corte trágico es resuelto en una comedia donde toda acción conducente a la desgracia queda redirigida con desternillantes consecuencias (véase al joven McKay, un Santiago Nasar consciente, pugnando ingeniosamente por escapar de la casa). La escena de la cascada salvadora representa esto mismo, solo que en ella el chiste es sustituido por una fantasía aplastante capaz de poner los pelos de punta a través de la construcción del plano.
En verdad, ‘La ley de la hospitalidad’ trasciende el humor; su creatividad se desplaza también hacia la producción del suspense (adelantándose al Hitchcock que todos conocemos y en especial al de ‘North by Northwest’; ¡qué no estaba inventado para 1930!) y hacia la gestión de las escenas de acción, en las que Keaton siempre se ha movido como pez en el agua, cual abuelo de Jackie Chan. Las tres partes de la película (viaje en tren, vicisitudes con los Canfield, persecución por todo lo alto; introducidas por esas primeras imágenes cuya insistencia atmosférica anticipa la de Sjöström en ‘El viento’) vendrían a representar tres niveles de posibilidad cinematográfica (surrealismo, suspense y acción), desde la aguda serenidad de una decimonónica 42nd Street y de un pobretón que opta por atacar al maquinista para llevarse unos maderos, pasando por las miradas cruzadas en la cena con los Canfield y terminando con la clásica imagen de un Buster Keaton con cada pierna sobre una superficie que se va separando de la otra.
Imposible no reírse, imposible no identificarse con el joven McKay (que sin recurrir a sentimentalismos charlotianos escala igual o incluso más alto), imposible no palpar la tensión de la última parte, imposible no reconocer decenas de gags e ideas que cineastas posteriores tomarían prestadas. Ni siquiera el tópico del amor redentor contamina el ardoroso genio con que Keaton rubrica la película en el inmenso plano final, síntesis de lo mejor que este hombre nos ha dado.
El humor que Keaton nos lega en esta película parece casi emancipado de la bufonada y del golpe indoloro como motor de la risa (pese al vejete que se desnuca contra los raíles y a ciertas secuencias finales); se genera no tanto desde lo que ocurre sino desde lo que no ocurre y por la manera en que no ocurre. Sorprende igualmente el brío con el que un argumento de corte trágico es resuelto en una comedia donde toda acción conducente a la desgracia queda redirigida con desternillantes consecuencias (véase al joven McKay, un Santiago Nasar consciente, pugnando ingeniosamente por escapar de la casa). La escena de la cascada salvadora representa esto mismo, solo que en ella el chiste es sustituido por una fantasía aplastante capaz de poner los pelos de punta a través de la construcción del plano.
En verdad, ‘La ley de la hospitalidad’ trasciende el humor; su creatividad se desplaza también hacia la producción del suspense (adelantándose al Hitchcock que todos conocemos y en especial al de ‘North by Northwest’; ¡qué no estaba inventado para 1930!) y hacia la gestión de las escenas de acción, en las que Keaton siempre se ha movido como pez en el agua, cual abuelo de Jackie Chan. Las tres partes de la película (viaje en tren, vicisitudes con los Canfield, persecución por todo lo alto; introducidas por esas primeras imágenes cuya insistencia atmosférica anticipa la de Sjöström en ‘El viento’) vendrían a representar tres niveles de posibilidad cinematográfica (surrealismo, suspense y acción), desde la aguda serenidad de una decimonónica 42nd Street y de un pobretón que opta por atacar al maquinista para llevarse unos maderos, pasando por las miradas cruzadas en la cena con los Canfield y terminando con la clásica imagen de un Buster Keaton con cada pierna sobre una superficie que se va separando de la otra.
Imposible no reírse, imposible no identificarse con el joven McKay (que sin recurrir a sentimentalismos charlotianos escala igual o incluso más alto), imposible no palpar la tensión de la última parte, imposible no reconocer decenas de gags e ideas que cineastas posteriores tomarían prestadas. Ni siquiera el tópico del amor redentor contamina el ardoroso genio con que Keaton rubrica la película en el inmenso plano final, síntesis de lo mejor que este hombre nos ha dado.

7,1
11.388
9
30 de abril de 2013
30 de abril de 2013
7 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
Sin mucha dificultad se atisban los estandartes de ‘Aguirre, la cólera de dios’, a saber: fotografía y guión, la primera al servicio del segundo.
(Fotografía) La cámara de ‘Aguirre…’ es una cámara sobre el terreno. Se desliza inestablemente por la selva; se sostiene también inestablemente en las balsas. En ocasiones llega a transmitir la sensación de documental. Tiene en todo momento una vocación realista. Y es que no podía ser de otra manera: la selva, con su irregularidad y su virginidad, no tolera ser filmada mediante raíles.
(Guión) La cámara de ‘Aguirre’ no mira al grupo de lunáticos desde fuera, sino que se sitúa entre ellos. Conviene resaltar la expresión ‘grupo de lunáticos’: estamos acostumbrados a un cine de chiflados individuales, de asesinos ‘por cuenta propia’; pero rara vez nos presentan ejemplos de locura colectiva, quizás porque ello sería el primer paso a la hora de especular sobre nosotros mismos como humanos no menos chalados.(*) Yo hablaría de ‘chifladura colectiva’, la cual es fruto de un grupo humano que se enfrenta a lo nuevo (un continente prácticamente por descubrir), a un espacio en el que los anteriores equilibrios de fuerzas decaen y las ficciones se prestan a surgir con mayor facilidad que nunca: las ficciones de la riqueza infinita, del imperio que todo lo abarca y otras ansias ya más del amigo Aguirre. Importa no obstante esa reformulación de los roles, donde nobleza e iglesia carecen de medios y se ven obligados a someterse. Todo es posible: el grupo de Aguirre está destinado al aniquilamiento progresivo; lo constituyen unos sujetos que ni son nadie ni pueden ser nadie dadas sus circunstancias, y que, pese a ello, actúan como los reyes de la creación. Es la demencia normalizada.(*)
(Fotografía) La cámara de ‘Aguirre…’ es una cámara sobre el terreno. Se desliza inestablemente por la selva; se sostiene también inestablemente en las balsas. En ocasiones llega a transmitir la sensación de documental. Tiene en todo momento una vocación realista. Y es que no podía ser de otra manera: la selva, con su irregularidad y su virginidad, no tolera ser filmada mediante raíles.
(Guión) La cámara de ‘Aguirre’ no mira al grupo de lunáticos desde fuera, sino que se sitúa entre ellos. Conviene resaltar la expresión ‘grupo de lunáticos’: estamos acostumbrados a un cine de chiflados individuales, de asesinos ‘por cuenta propia’; pero rara vez nos presentan ejemplos de locura colectiva, quizás porque ello sería el primer paso a la hora de especular sobre nosotros mismos como humanos no menos chalados.(*) Yo hablaría de ‘chifladura colectiva’, la cual es fruto de un grupo humano que se enfrenta a lo nuevo (un continente prácticamente por descubrir), a un espacio en el que los anteriores equilibrios de fuerzas decaen y las ficciones se prestan a surgir con mayor facilidad que nunca: las ficciones de la riqueza infinita, del imperio que todo lo abarca y otras ansias ya más del amigo Aguirre. Importa no obstante esa reformulación de los roles, donde nobleza e iglesia carecen de medios y se ven obligados a someterse. Todo es posible: el grupo de Aguirre está destinado al aniquilamiento progresivo; lo constituyen unos sujetos que ni son nadie ni pueden ser nadie dadas sus circunstancias, y que, pese a ello, actúan como los reyes de la creación. Es la demencia normalizada.(*)
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