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colaborador
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7,4
50.269
8
27 de agosto de 2009
27 de agosto de 2009
93 de 109 usuarios han encontrado esta crítica útil
Algunos de los magos de los cuentos llevan consigo un animal, alguna especie de criatura a la que llaman "familiar". El mago y el familiar tienen un vínculo carnal y animista: parte de la sangre y parte del alma del mago reside en el familiar y si cualquiera de ellos sufre un daño, el otro lo recibe de la misma manera.
En "El piano", la silenciosa protagonista lleva a su hija -parte de su sangre- y a su piano -parte de su alma- en un viaje imposible desde Inglaterra a Nueva Zelanda para encontrar a un marido desconocido con el que ha casado por poderes. El piano, el único lenguaje con el que ha elegido comunicarse con el exterior, acabará por yacer en la casa de un blanco semisalvaje integrado en la cultura maorí. A cambio de guardar el piano, ella le enseñará cómo tocarlo. Y cómo tocarla.
El familiar-alma, el piano, será la voz de Ada a lo largo de una historia de corazones oscuros en los confines de la tierra: el piano, además, es el símbolo de lo incontenible. En el espíritu manso y mudo de la mujer, se extiende un invisible cable que busca al piano para transmitir la tormenta y permitir que estalle con el lenguaje de la música. Es el piano quién llevará a Ada hasta el hombre de la selva: y su efigie, casi pagana, en la playa neozelandesa al atardecer emana de una profunda naturaleza de símbolo.
En el plano terrenal, Michael Nyman componía una mítica banda sonora; Jane Campion rodaba unas elegantísimas escenas eróticas; Holly Hunter y Harvey Keitel se revolcaban imperfectos, bellos y desnudos a escondidas de un Sam Neill llameante y de una Anna Paquin que nos devolvía a los mejores tiempos de los malos niños buenos. Y la fotografía extraía sombrías resonancias bröntianas de aquel paisaje mutante y maravilloso de la Tierra Media.
Un final algo alargado y tratar de explicar cosas que no precisaban de explicación salvó a "El piano" de ser una película impecable. Su A escarlata de "cine para mujeres" tampoco ayudó mucho a superar ciertos prejuicios a la hora de abordarla como como lo que es, es decir, el retrato de un universo obsesivamente femenino, que no de obsesivamente feminista. Pero es una película muy bella, hecha para acariciar ojos, mente y corazón y con un personaje fascinante al que se va entendiendo mejor con los años. Merece una oportunidad.
En "El piano", la silenciosa protagonista lleva a su hija -parte de su sangre- y a su piano -parte de su alma- en un viaje imposible desde Inglaterra a Nueva Zelanda para encontrar a un marido desconocido con el que ha casado por poderes. El piano, el único lenguaje con el que ha elegido comunicarse con el exterior, acabará por yacer en la casa de un blanco semisalvaje integrado en la cultura maorí. A cambio de guardar el piano, ella le enseñará cómo tocarlo. Y cómo tocarla.
El familiar-alma, el piano, será la voz de Ada a lo largo de una historia de corazones oscuros en los confines de la tierra: el piano, además, es el símbolo de lo incontenible. En el espíritu manso y mudo de la mujer, se extiende un invisible cable que busca al piano para transmitir la tormenta y permitir que estalle con el lenguaje de la música. Es el piano quién llevará a Ada hasta el hombre de la selva: y su efigie, casi pagana, en la playa neozelandesa al atardecer emana de una profunda naturaleza de símbolo.
En el plano terrenal, Michael Nyman componía una mítica banda sonora; Jane Campion rodaba unas elegantísimas escenas eróticas; Holly Hunter y Harvey Keitel se revolcaban imperfectos, bellos y desnudos a escondidas de un Sam Neill llameante y de una Anna Paquin que nos devolvía a los mejores tiempos de los malos niños buenos. Y la fotografía extraía sombrías resonancias bröntianas de aquel paisaje mutante y maravilloso de la Tierra Media.
Un final algo alargado y tratar de explicar cosas que no precisaban de explicación salvó a "El piano" de ser una película impecable. Su A escarlata de "cine para mujeres" tampoco ayudó mucho a superar ciertos prejuicios a la hora de abordarla como como lo que es, es decir, el retrato de un universo obsesivamente femenino, que no de obsesivamente feminista. Pero es una película muy bella, hecha para acariciar ojos, mente y corazón y con un personaje fascinante al que se va entendiendo mejor con los años. Merece una oportunidad.

7,4
121.227
9
30 de marzo de 2009
30 de marzo de 2009
87 de 98 usuarios han encontrado esta crítica útil
Lo normal, la primera vez que se ve, es no entenderla demasiado (independientemente de que haya gustado o no). Eso sí, a partir de que entiendes el juego de Gilliam, mucho más inteligente y medido de lo que pudiera suponerse, puedes tirarte años con la boca abierta por la habilidad con que se cierra esta magnífica película, un merecido tributo al precioso experimento que fue "La Jetée", mediometraje de fotos sobre futuros y amores imposibles.
Pero no es sólo entenderla, puesto que por sí misma, rebosa bellas virtudes y la menor de ellas es quizás la interpretación de un Bruce Willis granítico o un Brad Pitt adrenalítico que tampoco es para tanto. Es el lento hilvanado de una trama perfectamente calibrada que juega con las infinitas dobleces posibles del pasado futuro con una habilidad casi monstruosa y te implica en el juego hasta que al final y si tienes suerte y te has enganchado a lo que se te está contando, te regala un finalazo al que cuesta poner pegas de tan perfecto y lógico que resulta.
Fotografía de caerse de espaldas (no sólo por estética, sino por la puntería de su intencionalidad), ritmo casi perfecto en su balance acción/reflexión, actores correctísimos, ambientación futurista muy sugerente y una historia de vuelos inmortales que por lo menos a mí me sigue pasmando porque no consigo encontrarle ni un cabo suelto, ni una pega visible...
Algún truquito hay, por supuesto, porque la paradoja perfecta es prácticamente imposible. Pero si se comprende en toda su extensión, es un fogonazo de la mejor ciencia ficción que se ha visto en años-luz. Muy, muy, muy recomendable.
Pero no es sólo entenderla, puesto que por sí misma, rebosa bellas virtudes y la menor de ellas es quizás la interpretación de un Bruce Willis granítico o un Brad Pitt adrenalítico que tampoco es para tanto. Es el lento hilvanado de una trama perfectamente calibrada que juega con las infinitas dobleces posibles del pasado futuro con una habilidad casi monstruosa y te implica en el juego hasta que al final y si tienes suerte y te has enganchado a lo que se te está contando, te regala un finalazo al que cuesta poner pegas de tan perfecto y lógico que resulta.
Fotografía de caerse de espaldas (no sólo por estética, sino por la puntería de su intencionalidad), ritmo casi perfecto en su balance acción/reflexión, actores correctísimos, ambientación futurista muy sugerente y una historia de vuelos inmortales que por lo menos a mí me sigue pasmando porque no consigo encontrarle ni un cabo suelto, ni una pega visible...
Algún truquito hay, por supuesto, porque la paradoja perfecta es prácticamente imposible. Pero si se comprende en toda su extensión, es un fogonazo de la mejor ciencia ficción que se ha visto en años-luz. Muy, muy, muy recomendable.

7,0
11.131
7
7 de febrero de 2009
7 de febrero de 2009
85 de 94 usuarios han encontrado esta crítica útil
Es una obviedad, pero se sabe que las cosas que nunca decimos suelen ser más importantes. Por eso, cuando alguien se va o se apaga en nuestras vidas, lo primero en qué pensamos es en las palabras que deberíamos haberles dicho mientras tuvimos la oportunidad. Cosas que a veces parecen estúpidas pero que para nosotros fueron esenciales y que parecen tan fáciles cuando las piensas y se atascan en la garganta cuando tratas de expresarlas.
Aquí, tú, yo o cualquiera somos Lili Taylor, una criatura a la deriva después de una ruptura amorosa. Ni siquiera llegamos a ver al novio prófugo, porque a Coixet no le interesa la persona, sino lo que representa, el punto de partida que proporciona. Al principio, ella se queda paralizada, llora, intenta suicidarse y de pronto, un día del tipo fútil, se topa con la idea que la devolverá al mundo sin que ella lo sepa: comprar una cámara de vídeo y grabarse diciendo todas las cosas que nunca le dijo a su pareja cuando estaban juntos.
Y lo curioso es que la mayoría son chorradas, chistes malos, comentarios sobre gente a la que conocían, autocompasión, ironía, arrebatos de rabia, pero hay que revolver en la maraña para encontrarse con lo que en realidad se está queriendo decir: que es, más o menos, un "me arrepiento de no haberte demostrado de todas las maneras posibles que te quería para que te quedases conmigo".
Lo más bonito de esta historia es que no es peliculera. Ann, la protagonista, sufre un montón, pero también conoce gente de todo tipo, vuelve a reírse, vuelve a disfrutar de las cosas, comparte penas con otros naúfragos y deja abierta la puerta para volver a enamorarse y nos demuestra que a pesar de los momentos jodidos, es la vida la que se abre paso hacia nosotros aunque a veces nosotros no queramos abrirnos paso hacia la vida.
Esta pequeñita película, la mejor de Coixet por ser la más sencilla, es la única de las suyas que nos creemos porque es sincera. Además nos da la oportunidad de resarcirnos por todo aquello que no dijimos. No es un gran consuelo, quizás, pero ayuda.
Aquí, tú, yo o cualquiera somos Lili Taylor, una criatura a la deriva después de una ruptura amorosa. Ni siquiera llegamos a ver al novio prófugo, porque a Coixet no le interesa la persona, sino lo que representa, el punto de partida que proporciona. Al principio, ella se queda paralizada, llora, intenta suicidarse y de pronto, un día del tipo fútil, se topa con la idea que la devolverá al mundo sin que ella lo sepa: comprar una cámara de vídeo y grabarse diciendo todas las cosas que nunca le dijo a su pareja cuando estaban juntos.
Y lo curioso es que la mayoría son chorradas, chistes malos, comentarios sobre gente a la que conocían, autocompasión, ironía, arrebatos de rabia, pero hay que revolver en la maraña para encontrarse con lo que en realidad se está queriendo decir: que es, más o menos, un "me arrepiento de no haberte demostrado de todas las maneras posibles que te quería para que te quedases conmigo".
Lo más bonito de esta historia es que no es peliculera. Ann, la protagonista, sufre un montón, pero también conoce gente de todo tipo, vuelve a reírse, vuelve a disfrutar de las cosas, comparte penas con otros naúfragos y deja abierta la puerta para volver a enamorarse y nos demuestra que a pesar de los momentos jodidos, es la vida la que se abre paso hacia nosotros aunque a veces nosotros no queramos abrirnos paso hacia la vida.
Esta pequeñita película, la mejor de Coixet por ser la más sencilla, es la única de las suyas que nos creemos porque es sincera. Además nos da la oportunidad de resarcirnos por todo aquello que no dijimos. No es un gran consuelo, quizás, pero ayuda.

6,9
16.450
8
10 de julio de 2013
10 de julio de 2013
83 de 91 usuarios han encontrado esta crítica útil
En ocasiones te cruzas en esta vida con esa clase de gente que ha sufrido graves pérdidas o experimentado un enorme sufrimiento y en lugar de hundirse en la depresión o desmotivación, encuentran un nuevo camino y asombran por su saber estar, saber hacer y sobre todo, su saber vivir. Son gente con una fuerza particular, quizás la fuerza de haberlo perdido todo y por tanto, haber ganado la libertad personal a la que todos aspiraríamos si no fuese porque estamos muertos de miedo.
"De óxido y hueso" trata de un personaje, el de Marion Cotillard, que, como la sirenita, sacrifica al mar sus piernas; pero como ésta es la vida real, no obtiene un príncipe, sino un hombre de hojalata. Y este hombre de hojalata que no tiene un corazón, se redime de su incapacidad emocional ejerciendo de peculiar ángel de la guarda de la chica sin piernas.
La historia de ambos y entre ambos es emotiva porque es un relato seco y poco sentimental; no hay idealizaciones, nada augura un gran futuro feliz para Alí y Stephánie, que tendrán siempre que lidiar con limitaciones y dificultades. Su amor es el amor áspero entre veteranos de la guerra del existir. Pero es un amor auténtico y es la autenticidad lo que en realidad acaba conmoviendo en "De óxido y hueso". Alí y Stephanie empiezan como esclavos y terminan como amos, pero eso sí, pagando un altísimo precio (¿quién dijo que ser libre era fácil?).
La sensualidad de Audiard al rodar el sol, esa frescura del agua de mar que casi se siente conforma una de las dos mejores escenas de la película; la otra, el momento en que una ojerosa Cotillard irrumpe en el combate de boxeo y mira con furia a un caído Schoenaerts como dicendo "¿yo me he quedado sin piernas y aquí estoy y tú te dejas tumbar?".
Impresionan las interpretaciones de ambos, cada uno perfectamente creíble en su drama personal; logran la empatía no por sufrir mucho, sino por las capacidades que muestran para superarlo.
En algunos lugares de Asia, se ciega a los canarios para que aprendan a cantar...aquí, son dos personajes los que la historia mutila...para que aprendan a vivir. Lección aprendida.
"De óxido y hueso" trata de un personaje, el de Marion Cotillard, que, como la sirenita, sacrifica al mar sus piernas; pero como ésta es la vida real, no obtiene un príncipe, sino un hombre de hojalata. Y este hombre de hojalata que no tiene un corazón, se redime de su incapacidad emocional ejerciendo de peculiar ángel de la guarda de la chica sin piernas.
La historia de ambos y entre ambos es emotiva porque es un relato seco y poco sentimental; no hay idealizaciones, nada augura un gran futuro feliz para Alí y Stephánie, que tendrán siempre que lidiar con limitaciones y dificultades. Su amor es el amor áspero entre veteranos de la guerra del existir. Pero es un amor auténtico y es la autenticidad lo que en realidad acaba conmoviendo en "De óxido y hueso". Alí y Stephanie empiezan como esclavos y terminan como amos, pero eso sí, pagando un altísimo precio (¿quién dijo que ser libre era fácil?).
La sensualidad de Audiard al rodar el sol, esa frescura del agua de mar que casi se siente conforma una de las dos mejores escenas de la película; la otra, el momento en que una ojerosa Cotillard irrumpe en el combate de boxeo y mira con furia a un caído Schoenaerts como dicendo "¿yo me he quedado sin piernas y aquí estoy y tú te dejas tumbar?".
Impresionan las interpretaciones de ambos, cada uno perfectamente creíble en su drama personal; logran la empatía no por sufrir mucho, sino por las capacidades que muestran para superarlo.
En algunos lugares de Asia, se ciega a los canarios para que aprendan a cantar...aquí, son dos personajes los que la historia mutila...para que aprendan a vivir. Lección aprendida.
8
18 de junio de 2011
18 de junio de 2011
79 de 83 usuarios han encontrado esta crítica útil
Un lujazo de serie. Hazme caso y si se te presenta una tarde aburrida huye del obsceno griterío de los programas de cotilleos y de las pelis malas de sobremesa y sumérgete en la pura elegancia de esta magnífica producción.
"Mad Men" es, además de un lujoso entretenimiento visual, una narración que utiliza como catapulta dramática todo el germen del cambio social que acontece desde los últimos años 50 hasta el inicio de los convulsos 60, mostrando a una plétora de magníficos personajes inmersos en las contradicciones de la época, entre lo que realmente desean y entre lo que la sociedad dicta que deberían desear (no es casualidad que la serie se desarrolle en una agencia publicitaria). El espíritu de "Mad Men" se condensa en una sola escena: aquella en que el personaje principal, Don Draper, pregunta a su mujer que cómo podría ser infeliz teniendo todo lo que tiene: una vida de anuncio. Ella dice que no es infeliz, pero es su mirada quien nos da la auténtica respuesta. Y es que "Mad Men" está llena de personajes que luchan consciente o inconscientemente por encontrar su rol vital en un mundo cambiante.
La serie no tiene grandes intrigas ni giros muy sorprendentes y carece de cliffhangers o "continuarás" o golpes de efecto (a no ser que se considere como tales los pechámenes de la guapa Christina Hendricks): su apuesta se basa en el puro y duro conflicto dramático que además no se sirve al espectador con rotundida, sino que se devana en gran parte con miradas, comentarios de doble sentido y gestos aparentemente triviales. Como en el dicho, en "Mad Men", el diablo está en los detalles. Es, por tanto, una serie que satisface tanto a observadores de la conducta humana como a hedonistas visuales: la labor de los estilistas es como mínimo tan meritoria como la de los encargados del guión.
También es una serie para enamorarse poco a poco de los personajes, a pesar del entorno machista en que se narra la historia, no hay mujeres ni hombres floreros, todos tienen su estilo, su personalidad y su signicado en la historia. Si es por ponerle una pega, es que cuando la cámara y la historia sale de la agencia, estamos ya deseando que nos vuelvan a invitar a entrar en ella.
Si tuviera que definirla en pocas palabras, cada capítulo de 'Mad Men' es como una puerta tentadoramente abierta que conduce a una sala de la máquina del tiempo, donde por el precio de sólo cincuenta minutos se nos ofrece la posibilidad de ser testigos invisibles de una época y de un lugar totalmente fascinantes.
"Mad Men" es, además de un lujoso entretenimiento visual, una narración que utiliza como catapulta dramática todo el germen del cambio social que acontece desde los últimos años 50 hasta el inicio de los convulsos 60, mostrando a una plétora de magníficos personajes inmersos en las contradicciones de la época, entre lo que realmente desean y entre lo que la sociedad dicta que deberían desear (no es casualidad que la serie se desarrolle en una agencia publicitaria). El espíritu de "Mad Men" se condensa en una sola escena: aquella en que el personaje principal, Don Draper, pregunta a su mujer que cómo podría ser infeliz teniendo todo lo que tiene: una vida de anuncio. Ella dice que no es infeliz, pero es su mirada quien nos da la auténtica respuesta. Y es que "Mad Men" está llena de personajes que luchan consciente o inconscientemente por encontrar su rol vital en un mundo cambiante.
La serie no tiene grandes intrigas ni giros muy sorprendentes y carece de cliffhangers o "continuarás" o golpes de efecto (a no ser que se considere como tales los pechámenes de la guapa Christina Hendricks): su apuesta se basa en el puro y duro conflicto dramático que además no se sirve al espectador con rotundida, sino que se devana en gran parte con miradas, comentarios de doble sentido y gestos aparentemente triviales. Como en el dicho, en "Mad Men", el diablo está en los detalles. Es, por tanto, una serie que satisface tanto a observadores de la conducta humana como a hedonistas visuales: la labor de los estilistas es como mínimo tan meritoria como la de los encargados del guión.
También es una serie para enamorarse poco a poco de los personajes, a pesar del entorno machista en que se narra la historia, no hay mujeres ni hombres floreros, todos tienen su estilo, su personalidad y su signicado en la historia. Si es por ponerle una pega, es que cuando la cámara y la historia sale de la agencia, estamos ya deseando que nos vuelvan a invitar a entrar en ella.
Si tuviera que definirla en pocas palabras, cada capítulo de 'Mad Men' es como una puerta tentadoramente abierta que conduce a una sala de la máquina del tiempo, donde por el precio de sólo cincuenta minutos se nos ofrece la posibilidad de ser testigos invisibles de una época y de un lugar totalmente fascinantes.
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