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7,0
19.743
7
5 de marzo de 2008
5 de marzo de 2008
22 de 28 usuarios han encontrado esta crítica útil
Vaya por delante que a servidor el cine de los llamados jóvenes rebeldes, no me atrae lo más mínimo, porque me parece un género que, normalmente, suele retratar a los jóvenes como una especie de criminales regados de tópicos, pero la gran mayoría llevamos una vida de lo más anodina. Todo ello cambio desde que Hollywood estrenó Rebelde sin causa, ese clásico de culto de Nicholas Ray donde lo que más destacaba, aparte de la siempre eficiente labor del director y su revolucionario uso del cinemascope alejado de la espectacularidad de las superproducciones, sea el cambio revolucionario en el cine dando paso a la modernidad, cambiando el público al que iba destinado la película, pues casi por primera vez no serían los padres para quienes se hiciera la película, si no para esa franja de población adolescente que nunca se había visto reflejada en la gran pantalla, además del interesante mensaje implícito en la historia pero que no acababa de rematarse por la propuesta un tanto naif e idealizada de Ray.
Durante una clase argumenté que lo mejor de la película, además de la inmensa fotografía Ernest Haller, eran los títulos de crédito, donde, haciendo una muestra encomiable de economía cinematográfica, Ray resumía en un sólo plano lo que era toda la película: la alienación de la juventud, criada sin el cariño de sus padres, y a las que se le abre un mundo llamado madurez para el que no están preparados debido a que, en cierto modo, los padres, y la sociedad en general, no les ha preparado, caso principal de Jim Stark, el histriónico, grandilocuente y romántico adolescente interpretado de manera algo excesiva (aunque sigue siendo su mejor, o mas bien, menos irritante, interpretación del mito Dean). Me decidí a darle una segunda oportunidad, y aunque mi opinión sobre ella sigue siendo igual que la primera vez, sí ha mejorado sustancialmente con respecto a algunos detalles, especialmente en los personajes interpretados por Natalie Wood y Sal Mineo, verdadera estrella de la cinta.
Es, obviamente, una película contextual que envejece mal, aunque bien es cierto que a saber cómo queda retratada nuestra juventud dentro de 50 años. Obviamente, hay que tomarla con distancia y saber los errores que tiene la cinta y aceptarlos, ya que el antihéroe, visto hoy en día, más bien pueda parecer ridículo y desfasado, y ello resta profundidad a una historia increíble y acelerada a ratos. Pero también es cierto que, desde entonces, todos los jóvenes han sido así, herederos de esos teddy boys navajeros y esos solitarios que iban de rebeldes por soltar una risita cuando la profesora decía algo tan estúpido como cál-culo, porque el trío protagonista es una muestra de una generación de jóvenes nihilistas, avergonzados de su familia, y que buscan refugio en el alcohol, las drogas o la violencia, y ver que hoy en día nuestra juventud, educada en la telebasura y la incultura es cada día un calco de Platón o Jim no es un pensamiento bastante alentador.
Durante una clase argumenté que lo mejor de la película, además de la inmensa fotografía Ernest Haller, eran los títulos de crédito, donde, haciendo una muestra encomiable de economía cinematográfica, Ray resumía en un sólo plano lo que era toda la película: la alienación de la juventud, criada sin el cariño de sus padres, y a las que se le abre un mundo llamado madurez para el que no están preparados debido a que, en cierto modo, los padres, y la sociedad en general, no les ha preparado, caso principal de Jim Stark, el histriónico, grandilocuente y romántico adolescente interpretado de manera algo excesiva (aunque sigue siendo su mejor, o mas bien, menos irritante, interpretación del mito Dean). Me decidí a darle una segunda oportunidad, y aunque mi opinión sobre ella sigue siendo igual que la primera vez, sí ha mejorado sustancialmente con respecto a algunos detalles, especialmente en los personajes interpretados por Natalie Wood y Sal Mineo, verdadera estrella de la cinta.
Es, obviamente, una película contextual que envejece mal, aunque bien es cierto que a saber cómo queda retratada nuestra juventud dentro de 50 años. Obviamente, hay que tomarla con distancia y saber los errores que tiene la cinta y aceptarlos, ya que el antihéroe, visto hoy en día, más bien pueda parecer ridículo y desfasado, y ello resta profundidad a una historia increíble y acelerada a ratos. Pero también es cierto que, desde entonces, todos los jóvenes han sido así, herederos de esos teddy boys navajeros y esos solitarios que iban de rebeldes por soltar una risita cuando la profesora decía algo tan estúpido como cál-culo, porque el trío protagonista es una muestra de una generación de jóvenes nihilistas, avergonzados de su familia, y que buscan refugio en el alcohol, las drogas o la violencia, y ver que hoy en día nuestra juventud, educada en la telebasura y la incultura es cada día un calco de Platón o Jim no es un pensamiento bastante alentador.
10
4 de mayo de 2006
4 de mayo de 2006
22 de 28 usuarios han encontrado esta crítica útil
Cuando alguien se vende al enemigo, al precio que sea, sólo puede esperar una cosa: que sea repudiado por los que antes eran sus semejantes. Y es que el poder del dinero lo mueve todo, y puede romper lazos de amistad, y llevar a alguien a ocultar sus ideales en lo más profundo del olvido si a cambio tiene un plato de comida delante todos los días. El Oeste se ha convertido en un sitio alejado de convencionalismos, Leone lo adelantó, y Peckinpah lo remató, los códigos de honor fordianos, el respeto por encima del dinero, el valor de no disparar nunca por la espalda, todo ello ha muerto. Nada de mitomanías, estos hombres no son héroes que luchan por una causa justa, son asesinos sin escrúpulos que se rigen por unas leyes muy particulares. Aunque también es un canto de cisne a un género que estaba dando sus últimos coletazos, y que agonizaba de muerte.
La principal idea que Peckinpah nos quiere transmitir es la de una amistad traicionada, vendida por un puesto de funcionario, y de la madurez, de la casi vejez, y de como cambian las cosas según la edad que se tenga, y de un hombre, grandioso James Coburn, que se da cuenta de que el mundo está cambiando, pero nadie más que él parece percibirlo. Un hombre cansado de vivir, cuya única motivación es encontrar y matar a su mejor amigo, por un puñado de dólares. Y el viaje de Garret en busca de Kid se convertirá en un viaje para encontrarse a sí mismo, para ver qué ha hecho, y qué hará, y saber si lo que tiene lo merece, o se ha traicionado a sí mismo, tanto como ha traicionado a sus amigos, ya que conforme va asesinando a sus camaradas, va una pequeña parte de sí mismo va muriendo también. También la película nos habla sobre la inocencia, la creencia errónea de que un fuera de la ley puede ser un héroe, alguien a quien venerar, representada en el personaje de Bob Dylan, quien considera a Kid casi un modelo a seguir, sin tener en cuenta cuántas vidas se habrá llevado por delante.
Este film se puede considerar casi una ruptura con el estilo de Peckinpah. Claro que contiene violencia, pero más escasa, pero ciertamente este western es mucho más reflexivo que Grupo Salvaje, casi una continuación del excesivamente lento La balada de Cable Hogue, aunque con un argumento más consistente, y una relación entre los personajes que le llega mucho más al espectador, que, al conocer ambas visiones del mundo, puede decantarse por apoyar a Kid o a Garret. Con unos momentos que el espectador retendrá en su memoria, es ciertamente la película más lírica del director, con algunas estampas que habría firmado el propio John Ford, llenas de magia, mientras suena el Knockin' on heavens door, el tema central de una banda sonora magistral firmada por el polifacético Dylan, aunque si que se le podría acusar en cierto momento de una lentitud algo exagerada, demasiado contemplativa, pero a pesar de ello, Peckinpah rodó uno de los grandes westersn contemporáneos, mezclando lo mejor del clasicismo y lo mejor de su propio estilo.
La principal idea que Peckinpah nos quiere transmitir es la de una amistad traicionada, vendida por un puesto de funcionario, y de la madurez, de la casi vejez, y de como cambian las cosas según la edad que se tenga, y de un hombre, grandioso James Coburn, que se da cuenta de que el mundo está cambiando, pero nadie más que él parece percibirlo. Un hombre cansado de vivir, cuya única motivación es encontrar y matar a su mejor amigo, por un puñado de dólares. Y el viaje de Garret en busca de Kid se convertirá en un viaje para encontrarse a sí mismo, para ver qué ha hecho, y qué hará, y saber si lo que tiene lo merece, o se ha traicionado a sí mismo, tanto como ha traicionado a sus amigos, ya que conforme va asesinando a sus camaradas, va una pequeña parte de sí mismo va muriendo también. También la película nos habla sobre la inocencia, la creencia errónea de que un fuera de la ley puede ser un héroe, alguien a quien venerar, representada en el personaje de Bob Dylan, quien considera a Kid casi un modelo a seguir, sin tener en cuenta cuántas vidas se habrá llevado por delante.
Este film se puede considerar casi una ruptura con el estilo de Peckinpah. Claro que contiene violencia, pero más escasa, pero ciertamente este western es mucho más reflexivo que Grupo Salvaje, casi una continuación del excesivamente lento La balada de Cable Hogue, aunque con un argumento más consistente, y una relación entre los personajes que le llega mucho más al espectador, que, al conocer ambas visiones del mundo, puede decantarse por apoyar a Kid o a Garret. Con unos momentos que el espectador retendrá en su memoria, es ciertamente la película más lírica del director, con algunas estampas que habría firmado el propio John Ford, llenas de magia, mientras suena el Knockin' on heavens door, el tema central de una banda sonora magistral firmada por el polifacético Dylan, aunque si que se le podría acusar en cierto momento de una lentitud algo exagerada, demasiado contemplativa, pero a pesar de ello, Peckinpah rodó uno de los grandes westersn contemporáneos, mezclando lo mejor del clasicismo y lo mejor de su propio estilo.

6,6
997
7
7 de febrero de 2007
7 de febrero de 2007
20 de 24 usuarios han encontrado esta crítica útil
De las numerosas colaboraciones que tuvieron el director y su musa Gene Tierney, se puede decir que esta es, quizás no la peor, pero sí la más irregular, y es que cargar con el problema del psicoanálisis hace que la película haya envejecido bastante mal, siendo un tema que por entonces estaba bastante de moda, como en Recuerda, una de las peores pelis de Hitch, aunque quizás esta consigue mantener un poco la entereza debido a la triángulo de sentimientos que se forma entre Korvo y el matrimonio Sutton, y a cierto regusto que deja la peli de El gabinete del dr. Caligari, aunque sin la fuerza visual de esta obra maestra.
Preminger dosifica bastante bien la tensión durante la primera hora de película, dejando momentos realmente brillantes con una trama que va in crescendo hasta un momento en que, a raíz de la inverosimilitud del propio argumento de la hipnosis, cae por su propio peso y no logra remontar el vuelo con un clímax un tanto exagerado al que se llega de una fotma bastante rebuscada y naif, propia de algunas películas mediocres de aquella época que se ven hoy en día y provocan la risa por ver algunos de sus planteamientos. Hasta ese momento, la película cuenta con un guión soberbio, pelín esquemático quizás, pero que sabe con qué cartas juega y las utiliza bien, pero la última media hora, y especialmente la escena final, me recordaron a esos finales cutres que a veces rodaba Hitch en los que parecían decirle: acaba ya que nos estamos quedando sin pasta ni ideas.
Algunos puntos en los que flaquea la historia es que pretende dar un desarrollo demasiado rápido y cierra algunos personajes de manera rápida, sin utilizarlos como se debería, caso del teniente de policía, que habría dado muchísimo juego debido a la vida anterior que sabemos por unos momentos que tuvo. Por contra, uno de los aciertos de la película es un clásico de Preminger, el colocar al personaje del dr. Sutton en medio de un dilema moral entre hacer lo que siente y hacer lo que debe. Lo mejor, aparte de Gene Tierney, claro está, es la interpretación de José Ferrer, recordando al Cary Gran de Sospecha o al tío Charlie de La sombra de una duda, un personaje aparentemente carismático que no duda en hacer todo lo posible para lograr sus ruines planes.
Preminger dosifica bastante bien la tensión durante la primera hora de película, dejando momentos realmente brillantes con una trama que va in crescendo hasta un momento en que, a raíz de la inverosimilitud del propio argumento de la hipnosis, cae por su propio peso y no logra remontar el vuelo con un clímax un tanto exagerado al que se llega de una fotma bastante rebuscada y naif, propia de algunas películas mediocres de aquella época que se ven hoy en día y provocan la risa por ver algunos de sus planteamientos. Hasta ese momento, la película cuenta con un guión soberbio, pelín esquemático quizás, pero que sabe con qué cartas juega y las utiliza bien, pero la última media hora, y especialmente la escena final, me recordaron a esos finales cutres que a veces rodaba Hitch en los que parecían decirle: acaba ya que nos estamos quedando sin pasta ni ideas.
Algunos puntos en los que flaquea la historia es que pretende dar un desarrollo demasiado rápido y cierra algunos personajes de manera rápida, sin utilizarlos como se debería, caso del teniente de policía, que habría dado muchísimo juego debido a la vida anterior que sabemos por unos momentos que tuvo. Por contra, uno de los aciertos de la película es un clásico de Preminger, el colocar al personaje del dr. Sutton en medio de un dilema moral entre hacer lo que siente y hacer lo que debe. Lo mejor, aparte de Gene Tierney, claro está, es la interpretación de José Ferrer, recordando al Cary Gran de Sospecha o al tío Charlie de La sombra de una duda, un personaje aparentemente carismático que no duda en hacer todo lo posible para lograr sus ruines planes.

7,2
9.990
7
19 de enero de 2008
19 de enero de 2008
17 de 18 usuarios han encontrado esta crítica útil
Tenía una cita pendiente hace tiempo con la ópera prima de Ridley Scott, puesto que la primera vez que la vi me dejó un tanto frío. No vi en ella esa grandísima obra que todos aclaman, y sí me encontré con una cinta fría, pretendidamente grandilocuente y que derrochaba épica a borbotones en sus interminables charlas sobre el honor, la hombría y el propio destino. Contiene todas las virtudes habituales de este director más publicista que creador, como son su abrumador sentido de la estética, una puesta en escena sensacional, puesto que la escenografía es lo que dota de espíritu a sus películas, y algunos momentos memorables, pero un conjunto que flojea por un guión descompensado, y un hilo conductor de la historia inexistente, apareciendo y desapareciendo de manera azarosa para acabar con un buen final que no equilibra los anteriores errores.
Se inicia con una muestra de lo que va a ser el resto: D’Hubert, sin saber cómo ni por qué, debe entablar duelo con Feraud, duelista de profesión y soldado al servicio de Napoleón en su tiempo libre. Ambos son el ying y el yang, esa dualidad necesaria por la que uno no puede existir sin el otro, la razón contra la pasión, y, por qué no, el bien contra el mal. A partir de aquí, a modo de encuentros episódicos, narra la vida del primero en constante confrontación con el segundo, centrando únicamente la historia en ello y dejando aparte los demás aspectos de la trama, de forma bressoniana dirán algunos, sí, pero a mí el cine de Bresson me parece demasiado plano. Personajes y situaciones deambulan por la pantalla sin que entendamos nunca la causa por la que están ahí, momentos de una impagable belleza visual que ralentizan una narración que nunca termina de arrancar, porque cuando se comienza a desarollar, es cercenada por el guión como si de un elemento molesto se tratara.
Si es notable, por contra, el modo en que aparece y desaparece Feraud de la vida del protagonista. Personificando el destino, sabe desaparecer para atacar cuando menos se le espera. Harvey Keitel está soberbio interpretando a ese ser vacío de sentimientos que parece vivir por y para los duelos. Por contra, Keith Carradine, un actor más limitado que Keitel, está correcto aunque demuestre vulnerabilidad en algún que otro momento. Ridley Scott se preocupa de crear imágenes directamente sacadas de cuadros del clasicismo y el romanticismo más destacado, sacando imágenes de Friedrich, Delacroix o David en un ambiente frío y lúgubre, una cinta que entronca, en ocasiones demasiado, con la soberbia Barry Lyndon, de la que coge su fuerza visual pero de la que se olvida de extraer su excelente retrato de la miseria y el destino. El estilo del director brinda secuencias difíciles de olvidar, pero se le va la mano con una narración demasiado atropellada que abarca demasiado tiempo con demasiadas interrupciones en el flujo natural en una historia que le pedía, como mínimo, media hora más.
Se inicia con una muestra de lo que va a ser el resto: D’Hubert, sin saber cómo ni por qué, debe entablar duelo con Feraud, duelista de profesión y soldado al servicio de Napoleón en su tiempo libre. Ambos son el ying y el yang, esa dualidad necesaria por la que uno no puede existir sin el otro, la razón contra la pasión, y, por qué no, el bien contra el mal. A partir de aquí, a modo de encuentros episódicos, narra la vida del primero en constante confrontación con el segundo, centrando únicamente la historia en ello y dejando aparte los demás aspectos de la trama, de forma bressoniana dirán algunos, sí, pero a mí el cine de Bresson me parece demasiado plano. Personajes y situaciones deambulan por la pantalla sin que entendamos nunca la causa por la que están ahí, momentos de una impagable belleza visual que ralentizan una narración que nunca termina de arrancar, porque cuando se comienza a desarollar, es cercenada por el guión como si de un elemento molesto se tratara.
Si es notable, por contra, el modo en que aparece y desaparece Feraud de la vida del protagonista. Personificando el destino, sabe desaparecer para atacar cuando menos se le espera. Harvey Keitel está soberbio interpretando a ese ser vacío de sentimientos que parece vivir por y para los duelos. Por contra, Keith Carradine, un actor más limitado que Keitel, está correcto aunque demuestre vulnerabilidad en algún que otro momento. Ridley Scott se preocupa de crear imágenes directamente sacadas de cuadros del clasicismo y el romanticismo más destacado, sacando imágenes de Friedrich, Delacroix o David en un ambiente frío y lúgubre, una cinta que entronca, en ocasiones demasiado, con la soberbia Barry Lyndon, de la que coge su fuerza visual pero de la que se olvida de extraer su excelente retrato de la miseria y el destino. El estilo del director brinda secuencias difíciles de olvidar, pero se le va la mano con una narración demasiado atropellada que abarca demasiado tiempo con demasiadas interrupciones en el flujo natural en una historia que le pedía, como mínimo, media hora más.
16 de mayo de 2006
16 de mayo de 2006
37 de 60 usuarios han encontrado esta crítica útil
Truffaut es de mis directores favoritos porque siempre supo sacar la belleza de la cotidianidad, por no abusar de la pretenciosidad de la nouvelle vague, y porque siempre consiguió interesarme su forma de hacer interesantes cosas que podrían pasar en mi propia casa. Pero a la hora de rodar su primer thriller, no supo por dónde quería conducirlo. Es una película donde nada tiene sentido, las cosas ocurren sin tener nada que ver con lo anterior, y donde lo que vemos ocurre de una forma totalmente absurda, sin que realmente el espectador sepa en ningún momento a qué viene lo que acaba de ver.
Quiso homenajear a ese cine negro americano que tanto le gustaba en sus años de juventud, pero se le fue la mano. Un guión horrible, donde lo único que tiene algún interés es la escena final, que está mal rodada, al usar unos planos excesivamente generales, y el espectador no tiene noción de quién dispara contra quién. Es quizás su película más nouvellevaguiana en sentido y forma, pues tiene unos diálogos absurdos y pretenciosos, situaciones bufonescas que pretenden ser algo y se quedan en estupideces, y se desaprovecha la anterior vida del protagonista, su pasado oscuro, que suele ser uno de los puntos fuertes del film noir. La película en sí es como Con la muerte en los talones, se persigue al protagonista sin que sepamos el por qué, aunque la facilidad de Hitch y Truffaut para dotar de interés a una historia absurda es muy diferente.
En definitiva, la película más floja de Truffaut, que luego en La piel suave lograría resarcirse de este fracaso.
Quiso homenajear a ese cine negro americano que tanto le gustaba en sus años de juventud, pero se le fue la mano. Un guión horrible, donde lo único que tiene algún interés es la escena final, que está mal rodada, al usar unos planos excesivamente generales, y el espectador no tiene noción de quién dispara contra quién. Es quizás su película más nouvellevaguiana en sentido y forma, pues tiene unos diálogos absurdos y pretenciosos, situaciones bufonescas que pretenden ser algo y se quedan en estupideces, y se desaprovecha la anterior vida del protagonista, su pasado oscuro, que suele ser uno de los puntos fuertes del film noir. La película en sí es como Con la muerte en los talones, se persigue al protagonista sin que sepamos el por qué, aunque la facilidad de Hitch y Truffaut para dotar de interés a una historia absurda es muy diferente.
En definitiva, la película más floja de Truffaut, que luego en La piel suave lograría resarcirse de este fracaso.
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