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Críticas 444
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
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18 de julio de 2021 3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Ya en 1976, Network (Id), de Sidney Lumet, anunciaba lo que hoy ya es una realidad enquistada en nuestra cultura, mediante una acre y áspera radiografía de los entramados del medio televisivo. Se consideró una hipérbole, incluso una grotesca exageración, aunque se calificara como sátira, pero sus responsables pretendían reflejar una siniestra realidad. Lumet señalaba que para ellos no era una sátira sino un reportaje. Hoy ya no resulta chocante para quienes la rechazaban. Ahora la califican de visionaria. Quizás incidiera en esa reticente percepción el histrión verbo del guionista, Paddy Chayefski, uno de esos raros ejemplos en los que el guionista se convierte en estrella y atracción. Sus diálogos tienden, y quizá por momentos en exceso, al tono sentencioso, con frases cargadas de significado, cual aforismos que condensan lo que bordea el discurso sermoneador, por eso abundan los monólogos que sientan catedra: incluso, en ocasiones puede parecer que ciertos diálogos son intercambios de monólogos sentenciosos. Las palabras desafían los límites del realismo con sus elaboradas metáforas y sentencias que no dejan espacio a la vacilación ni al balbuceo, y la calidez naturalista del tratamiento visual, con la predominancia de colores suaves, servido por la dirección fotográfica de Owen Reizman y la fluidez nada abrupta del montaje (excepto en el asesinato final), ejerce de singular contraste. Por esa la aparición de las sombras manifiestas sobre determinados rostros cobran tanta relevancia significativa. Son las sombras tras la apariencia capciosa. El tratamiento cinematográfico, a medida que progresa la narración, resulta más severo. Es una mordaz estrategia cinematográfica que había utilizado previamente con brillantez en Tarde de perros (Dog day afternoon, 1975).

Ese barroquismo verbal de tajantes sentencias y reflexiones condensadas, como ensayos en breves dosis, resulta también pertinente porque precisamente nos narra la historia de un presentador de noticiarios, Howard (Peter Finch), el cual, después de veinte años, es despedido, pero acaba, paradójicamente, convirtiéndose en un profeta televisivo. ¿Cómo se genera ese tránsito? Porque en su aparición televisiva posterior a la notificación de su despido anuncia que en su último día como presentador se suicidará delante de las cámaras. Declaración que genera un evuelo entre las altas instancias de la cadena, que en ese momento, además, están siendo absorbidas por otra compañía, que quiere reestructurar la cadena (con los consiguientes marionetistas condicionamientos de sus intereses económicos: Adelanto de lo que ocurrió poco después en la industria cinematográfica en ese país, cuando los detentadores del poder serían meros agentes económicos, indiferentes a cualquier inquietud o veleidad artística, y ya extendible a cualquier ámbito, no sólo el de la comunicación). Pero, paradojas, su amigo Max (William Holden), sulfurado por esos nuevos cambios en la cadena, que no tienen en consideración ya no sólo el valor del trabajo bien hecho, sino la mera opinión de quienes tantos han años han dedicado a esa labor, como si fueran subordinadas piezas, fácilmente prescindibles, de un tablero, cede a las súplicas de Howard y le concede una última aparición para pedir perdón. Sin embargo, al ver que este se desboca con un virulento discurso que cuestiona la mediocridad de la sociedad, él también quemado con las aviesas tácticas corporativas (como la supeditación de la sección de Informativos, que él dirige, a otras voluntades de la corporación que les compra, sin que nadie se lo notifique previamente), no permite que nadie corte la emisión, aunque sepa que pone en riesgo su puesto de trabajo, por no plegarse a las instancias superiores. Lo que no se espera es que Howard se convierta en todo un fenómeno televisivo, porque hay quien ve en Howard toda una atracción mediática. En concreto, la arribista Diana (Faye Dunaway), la cual había estado preparando un programa sobre grupos guerrilleros (como aquel Ejército Simbólico de Liberación que secuestró en 1974 a Patty Hearst), grupos extremistas radicales (aunque en fricción con el partido comunistas por sus tácticas violentas) que incluso se grababan en sus atracos. La idea de Diana contemplaba el desarrollo de guiones que desarrollarán, como continuación ficción, las grabaciones reales que emitan como introducción. ¿Qué importa lo real? ¿Importa si se distingue o no mientras capte la atención y genere audiencias? Importa cómo se presenta a los espectadores para que estos se sientan interesados.

Diana, en suma, convence a Hacket (Robert Duvall), el representante de la empresa que absorbe la cadena, todo un tiburón, puro ecónomo de audiencias y números, que, como indica ella, carece de deseos o ilusiones sentimentales (es un programa humano). Diana logra convencerle enseñándole todas las portadas que Howard, por su intervención televisiva, ha conseguido en los principales periódicos. Por tanto, es noticia (atracción de feria) y hay que aprovechar esa oportunidad para ganar audiencia (e incrementar beneficios). Así que quién se había convertido en una figura molesta por expresar ante las cámaras lo que, se supone según las conveniencias sociales y mediáticas, no debía decir, esto es, verdades incómodas, con el discurso del desaforado delirio (cual rabioso bufón), se torna en fenómeno de feria para entretener al público, porque se hace eco del malestar social (consigue que miles de ciudadanos griten desde su ventana su hartazgo (Estamos hasta los cojones, y no lo vamos a soportar más). Por ese motivo, le conceden un espacio (escenario con cristalera colorida de cariz religioso como fondo), donde expone o escupe, cual predicador, sus diatribas, que culminan con un sincope (tal es su entrega y su desquiciamiento nervioso). Es en esos diatribas de Howard donde cobra más pertinencia ese artificioso y discursivo lenguaje, y como contrapunto, o reflejo sombrío, en una formidable y sobrecogedora secuencia,
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que refleja precisamente la capacidad de Lumet para hacer cinematográfico un momento de puro discurso, la entraña, de hecho, de este feroz reportaje satírico y mordaz- Howard ha sido llamado al orden, porque se ha sobrepasado, esto es, ha puesto en cuestión, por tanto, en peligro, intereses económicos, al cuestionar contratos de empresa con países árabes que ha realizado la misma compañía para la que trabaja, y clamando al gobierno para que interceda y lo impida. Es decir, sus incisiones ya no sólo sirven como conveniente descarga del descontento social sino que atenta contra la circulación del mismo sistema. La secuencia reúne a Howard y el presidente de esa Corporación, Hansen (Ned Beatty), en la sala de reuniones de la empresa. Hansen despliega otro sermón o discurso (sancionador), en el cual viene a decir que ya no hay países ni democracia, ni razas; las únicas naciones hoy en día son las diversas grandes corporaciones económicas las que mantienen en funcionamiento la sociedad (y así sigue siendo pese a que nos distraigan/nos distraigamos con conflictos locales étnicos, nacionales, genéricos o sean cuales sean). La circulación sanguínea del mundo, de la realidad, es el negocio, la habilitación de los intereses económicos, cuya finalidad en la superficie, mientras logran y amplían, en la sombra, sus beneficios, es satisfacer las necesidades (creadas), paliar las ansiedades, y amenizar el aburrimiento (los parámetros de esta dictadura económica en la que vivimos, cultura del gran supermercado y gran parque de atracciones, que se ha afianzado en estas cinco últimas décadas).

El ingenio de Lumet reside en cómo planifica este momento de poderosa, y aguda, índole discursiva/escénica. Alterna primeros planos de un sobrecogido Howard, con un plano general de Hansen, en el otro extremo de la larga mesa de reuniones, flanqueado entre las sillas, y rodeado de oscuridad, con una luz que le cae desde el techo (como quien actúa en un escenario), discurso que culmina acercándose a Howard, con un primer plano de su rostro en sombras. ¿Acaso hay rostro en tal discurso?¿Acaso ese discurso, quasireligioso, enfocado en la faceta o vertiente económica, no es un sugestionador sermón desde un púlpito, para mediatizar a la masa, para satisfacer lo primario (necesidades y ansiedades), mientras se sirve a los intereses económicos de las grandes empresas, pero convenciendo de que eso es lo natural, la ley inevitable a la que hay que plegarse, cumpliendo cada uno, como seres domesticados, su papel o función en ese entramado, como también se suele aplicar en la religión, en la que la creación de dioses, que se implantan como seres reales, funciona como complaciente póliza de seguros o fondo de inversión? ¿No es el diosecillo de nuestro tiempo el Gran Gestor? ¿No es esa equiparación entre religión y economía la que ácida y elocuentemente también efectuaba, y desentrañará, Paul Thomas Anderson en la extraordinaria Pozos de ambición (There will be blood, 2007)? Cuando el discurso de Howard, cada vez más desesperado y deprimente ( porque incide en la deshumanización de la sociedad, en la que no somos nada, nada más que sombras, de lo que también cada ciudadano es responsable) ya se convierte en algo demasiado molesto y a la vez poco productivo (esto es, bajan las audiencias, ya que el espectador no siente que descarga su malestar, con respecto a la sociedad, a través sus palabras, sino que estás le desnudan, les enfocan, en su insignificancia e indeterminación, en sus insuficiencias e inconsistencias) llega el momento de eliminarlo, y de modo tajante. Ya no es útil. Por ello, deciden crear una despedida a lo grande del programa. Recurren a los grupos guerrilleros para asesinar en directo a Howard. De paso su responsabilidad queda oculta, porque son los aparentes enemigos del sistema los que lo asesinan. El poder siempre queda indemne en las sombras, gestionando sus intereses. Y así seguimos.

Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
1 de junio de 2022
11 de 20 usuarios han encontrado esta crítica útil
La brillante serie Severance, creada por Dan Erickson, seis de cuyos capítulos están dirigidos por Ben Stiller, cuya productora propulsó el proyecto, y tres por por Aoife McCardle, incide, a través de la extrañeza del fantástico combinado con la ciencia ficción, en la enajenación de la dinámica laboral tramada por el capitalismo corporativo. En el primer plano de la serie una voz pregunta “¿Quién es?”. La pregunta va dirigida a una mujer, Helly (Britt Lower), que yace sobre una mesa. Por el ángulo de cámara, ya que es un plano cenital, en formato panorámico, la disposición del encuadre asemeja a una cuadrícula, o a tres, como cuadrículas concéntricas, por la configuración, en distintos colores, de la mesa, la alfombra y el parqué. Identidad y cuadrícula. Cuadrícula que es enclaustramiento, capas que son celdas. Ese desajuste entre voz y cuerpo (que despierta) anticipa el desajuste o la escisión que define la vida de los personajes (o empleados) de esa empresa. Esa peculiar circunstancia es una anómala entrevista (o prueba) laboral. Quien la realiza es Mark (Adam Scott), responsable del departamento de refinamiento de datos, compuesto por otros tres empleados, Helly, Irving (John Turturro) y Dylan (Zach Cherry), en el que se dedican a la identificación de números que se introducen en pequeñas cestas, aunque ignoran la real utilidad de su labor. Números y absurdo. Una acción selectiva supuestamente útil que asemeja a la gestión de desperdicios. El espacio que rodea sus cuatro cubículos es un entorno de paredes blancas; vacío y despojamiento; cuatro cubículos cual mota en el centro de una extensa habitación: figuras mínimas en un vacío. La empresa, de una corporación biotécnica, es un laberinto de múltiples pasillos, como cuadrículas tanto en desplazamiento como de modo estático, como si el laberinto sin sentido ni dirección fuera su seña identificatoria.

Tras la desconcertante secuencia inicial, en cuya conclusión nos presentan a Mark, apareciendo por la puerta que ella, desesperadamente, intenta abrir, porque ignora qué hace ahí (e incluso quién es, porque no recuerda nada de sí misma; es un espacio en blanco como, posteriormente, las paredes de su entorno laboral), nos introducen al otro Mark. Otro, porque los empleados no saben quiénes son cuando acaba su horario de trabajo y vuelven a su vida ordinaria. Es lo que significa severance, separación. Su yo laboral no sabe quién es su yo ordinario. Pero solo es el caso de los empleados, ya que los superiores no sufren esa escisión o separación, como la jefa de Mark, Harmony Cobel (Patricia Arquette), quien Mark ignora que es su vecina, Mrs. Selvig. El yo ordinario de Mark nos es presentado llorando en su coche, en un extenso aparcamiento que es otro campo de cuadrículas. Esa escisión responde a la política de la empresa, hipérbole de la enajenación del empleado en el capitalismo corporativo (o dictadura corporativa) bajo cuyo yugo vivimos. Seres funcionales sin particulares interferencias personales, ya que no saben quiénes son en su vida ordinaria, o dicho de otro modo, carecen de pasado, así, supuestamente, pueden ser más productivos. No son seres temporales. No arrastran decepciones o conflictos personales. Ejecutan su labor como los números que introducen en los cajetines de su pantallas. Números con forma humana acoplados, como figuras taxidérmicas, en los cubículos de su sala, o que recorren, de modo automático, el zigzag de los múltiples pasillos. Pero en la dinámica de control de la cuadrícula comenzarán a producirse fisuras: los seres funcionales en vez de resignarse a su condición de autómatas comenzarán a dejarse llevar por sus deseos, como Irving por el deseo que siente por Burt (Christopher Walken), el responsable de la división de Óptica y diseño, o por su insatisfacción, incapaz de ajustarse, como Helly, quien intentará suicidarse.
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De todas maneras, la narración se fundamenta, primordialmente, en el contraste entre las dos personalidades, o vidas, de Mark, tanto como empleado como el solitario hombre que perdió a su esposa, motivo por el que aceptó plegarse a la exigencia laboral de la empresa de borrar su identidad personal de modo provisional para ejercer su tarea laboral. El entumecimiento de la dedicación mecánica laboral como forma de olvido de las pesadumbres o carencias personales. La irrupción, súbita, en su vida ordinaria del hombre que consideraba su mejor amigo en el entorno laboral, y que ya dejó de trabajar para la empresa, siembra la primera interrogante que pondrá en cuestión los cimientos de su vida. ¿Por qué esa separación de yoes y, en segundo lugar, por qué aceptó es escisión mental? La insatisfacción unirá a los cuatro empleados que decidirán salirse de la cuadrícula asignada, rebelarse contra una imposición, y la sustracción de sus yoes personales para convertirles en meros funciones numéricas que ejecutan cual autómatas la tarea encomendada. El último capítulo es modélico en cuanto al uso del montaje de acciones paralelas.

Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
13 de diciembre de 2024
6 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
El proyecto de Florida (2017) fue la obra que posibilitó la notoriedad de Sean Baker como cineasta, aunque fuera la sexta película en su filmografía. Particularmente, no conseguí advertir las cualidades que muchos otros aplaudieron. Y me pasó lo mismo con su siguiente película, Red rocket (2021). Su estilo me pareció poco sugerente o, en el primer caso, no el más adecuado para los planteamientos de sus narraciones. No logré conectar. Sí ha sido el caso con la laureada Anora (2024), aunque me parezca un tanto excesivo su entusiasta recibimiento en Cannes, donde fue premiada con la Palma de Oro (como aún más me lo parece que la discreta última película de Pedro Almodovar, La habitación de al lado, ganara el León de Oro en Venecia). Pero sí la calificaría como una obra notable. Sí me parece que su sentido del montaje fluye de un modo tan dinámico como coherente con lo que se narra, en particular por su inspirado planteamiento elíptico, percutante. Un planteamiento febril, incluso, en los dos primeros tercios, elocuentes con respecto a las distintas circunstancias. Es una narración que se podría dividir en tres tiempos, o circunstancias, aunque la tercera se gesta, y desarrolla, sutilmente, como permanente contrapunto durante la segunda, y depara un estupendo cierre de película. En esa segunda línea narrativa, como contrapunto, es donde reside la distinción y singularidad de esta obra.

Su primer tramo se centra en la relación que se establece entre Anora (Mickey Madison), una stripper que vive en Brighton Beach, un barrio de Brooklyn, en Nueva York, habitado mayoritariamente por emigrantes rusos, y que trabaja en un club de lujo en Manhattan, y uno de sus clientes, Vanya (Mark Eydelshtein), un joven de veintiún años (dos menos que ella) que se revelará como el hijo de un rico oligarca ruso. La atracción es manifiesta, pero Anora siente que es algo más que mera química. No se califica como prostituta pero acepta, por esa atracción, que él la contrate no solo en varias ocasiones puntuales, sino por una semana. A la vez que se queda perpleja con su nivel de vida, en concreto la lujosa casa. Es como vivir un cuento de cenicienta con un príncipe. Por eso, se sorprende cuando él la propone matrimonio. Le cuesta creer que él puede sentir algo para ella. Aunque pueda pensar que es más probable que sea sugestión por la fantasía, Anora se deja convencer por lo que desea, por la ansia de que esa fantasía sí sea realidad, y acepta la propuesta. El ritmo es vivaz en estos pasajes, como si los acontecimientos se sucedieran en un vértigo que parece que habitaran otra dimensión. Pero todo está caracterizado por cierta superficialidad, como él parece un chico de catorce años en un cuerpo de veintiuno a quien más que nada, aparte del sexo y otros disfrutes epicureos, le entusiasma jugar a video juegos. Parece una historia de amor que no se preocupa de categorías ni etiquetas, aunque a la vez transpire la sensación de fantasía en cuanto ofuscación, por un lado, y capricho e inconsciencia, por otro. Pero ella cree que, simplemente, está creando un nuevo escenario de realidad, en el que ella puede dejar su trabajo y él se decida a asentarse en Estados Unidos, independiente de su familia.

La narración da un volantazo, como la misma realidad para Anora, cuando irrumpen los empleados encargados de la protección de Vanya, enviados por su madre cuando ella se entera de ese matrimonio y ordena que se materialice su anulación. Vanya no luchará por ese escenario de realidad que presuntamente quería materializar sino que se dará a la fuga, dejando a Anora con esos sicarios. Anora ya no sabe con quién había establecido una relación, aunque sigue obcecada con la idea de que él la corresponde y su amor superará los imperativos de sus padres. No acepta que su fantasía haya sido anulada, arrancada de cuajo. No será la realidad de los la que se imponga sino la de la sintonía afectiva que Anora cree que se estableció entre Vanya y ella. La narración toma otra dirección de precipitación, la de la búsqueda de Vanya por la ciudad, con Anora acompañando a esos sicarios. La vertiente más sustanciosa proviene de una perspectiva que va calando progresivamente en el desarrollo narrativo, la de Igor (espléndido Yura Borisov), subalterno ruso, como el armenio Garnick, de Toros (Karren Karaguilian), el armenio responsable de la vigilancia y cuidado de Vanya. Desde el primer momento, a través de sus expresiones queda patente tanto que se siente atraído por Anora como que realmente es quien dispone de la actitud más templada y razonable de todos, como resulta evidente en cada circunstancia. Será quien de hecho, cuando ya se confronten con Vanya, le pedirá a este que le pida perdón.
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La actitud madura de Igor contrasta sobremanera con la inconsciencia adolescente de Vanya, cuya reacción, tras que sus padres mostraran el propósito de oponerse a su matrimonio, simplemente fue la de emborracharse y acostarse, incluso, con otras strippers (y además, en concreto, con la que, en el club, tenía la relación menos cordial con Anora, y que le había llegado a decir, con mala baba pero buen tino, que su matrimonio no duraría ni dos semanas). Es por tanto, el relato de una decepción, por cómo esa ilusión de amor pleno que Anora creía que definía a su relación con Vanya carecía de fundamento, y, a la vez, el de un trato, si caballeresco, de quien no es su sueño romántico. Dos trayectos narrativos se combinan, un cuerpo en fuga, como un hechizo que se disuelve, y un cuerpo que se solidifica en segundo término, como la ecuanimidad que, en general, queda relegada en segundo plano. Durante el desarrollo de la narración se irá perfilando esa singular relación, afectiva por un lado, y por otro definida por el despecho y la contrariedad que siente ella por Vanya, que se aposenta entre Anora y quien realmente sí se preocupa de ella, y la trata atentamente. Direcciones de amor sin correspondencia. Anora se sintió atraída por quien no era sino un niño inconsciente pero trata con causticidad a quien, en todo momento, la apoya. En el hermoso dilatado plano final ella intenta mostrarle su gratitud con la satisfacción sexual, pero no en los términos afectivos que él busca, porque la quiere, lo que determina el cortocircuito en ella, quien, desolada, llora en sus protectores y generosos brazos.

Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
28 de mayo de 2022
6 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
En cierta secuencia de Maigret (2022), de Patrice Leconte, adaptación de Maigret y la joven muerta, de George Simenon, publicada en 1954, Madame Maigret (Anne Loiret), la esposa del comisario Maigret (Gerard Depardieu), le dice que desde hace un tiempo él no es el mismo. En una secuencia previa ante un mapa de la ciudad, Maigret comenta a uno de sus subordinados cómo en cierto momento de la vida, pese a que has intentado curtirte, sin tampoco convertirte en insensible, con la vertiente desoladora de la realidad, las certezas de la vida se desmoronan. Maigret es un relato sobre desapariciones, cuerpos que son fantasmas, o cuerpos que dejaron de ser el sueño que les propulsaba. En otra secuencia, antes de meterse en un coche, mira hacia un tren, al que no se ve, solo se escucha su sonido. En otra posterior, la cámara retrocede, encuadrándole solo en un restaurante, tras que la chica a la que había sorprendido robando, y a la que había decidido invitar a comer, Betty (Jade Labeste), se haya marchado precipitadamente, asustada, al saber que es comisario de policía. Se ha producido una conmoción en la vida de Maigret, y en su interior forcejea el deseo de huida y la sensación de alejamiento de la vida, como si ya fuera una presencia fantasmal, con el tiempo prestado. La relación que entabla con Betty representará el cuerpo que recobrará su aliento vital, o al menos la confrontación con la sombra que le atenaza. En concreto, porque le ayudará a resolver un caso, el crimen de otra chica, como Betty, que llegó desde una ciudad de provincias para encontrar en París la oportunidad de cimentar su vida, y escribir el trazo de su presente y futuro sin depender de lo que marcaba el entorno familiar que representaba su pasado. Maigret, por su parte, parece que hubiera perdido su condición temporal, de presente. Ya es un cuerpo en decadencia, cuyo futuro comienza a reducirse. Se nos presenta a Maigret, precisamente, en la consulta del médico, quien le indica que debe dejar de fumar para evitar que su salud se deteriore. Maigret solo siente cansancio.

El cuerpo acuchillado de la chica, una chica cuya identidad deberá precisar, y el cuerpo desubicado de Betty, son los cuerpos que evocan las narrativas de lo que fue y de lo que pudiera haber sido con respecto a su hija fallecida. Suministrar a Betty el mismo apartamento en el que vivía la chica fallecida es un intento no solo de ayudarla sino, figuradamente, de corregir lo que fue irremisible con su hija. En el espacio de un cuerpo ya desaparecido, el alojamiento de otro cuerpo que busca trazar una narrativa de vida propia, no impuesta, no interrumpida, como fue en el caso de su hija o la chica fallecida. En la secuencia inicial de Maigret, esa chica se prueba un vestido en una tienda, un vestido blanco, elegante, con el que acudirá a una celebración, en donde es recibida hostilmente por la pareja que está prometida. Un vestido caro que contrasta con sus otras pertenencias. Un vestido en blanco, un semblante tímido, el cuerpo que intenta materializar un sueño. Un vestido blanco que será desgarrado y manchado, como su cuerpo, arrojado en la noche. El cuerpo de una chica que habitaba los márgenes, porque casi nadie la conocía. Una chica que intentaba vestir su vida con el atuendo de un sueño realizado.

Maigret recupera la atmósfera sombría, melancólica, de una de las mejores obras de Patrice Leconte, Monsieur Hire (1989). También se trama, sutilmente, sobre la relación, de proyecciones y transferencias, entre un hombre adulto y una chica joven. En ambos casos, Leconte delinea una narración tan sintética como concisa en la que los intersticios, lo sugerido o insinuado, lo que no se verbaliza, sino que contiene una respuesta silenciosa o una mirada que se escurre, es tan relevante, sino más, como lo que se muestra. La narración se vertebra sobre la investigación que realiza Maigret, sus calmados interrogatorios, pero es aún más significante su modulación atemperada, como un sueño tenue, acorde al cansancio de Maigret, un cuerpo voluminoso que se desplaza como una interrogante desconcertada que busca reencontrarse con la afirmación de vida que parece haber extraviado, como un cuerpo que ha perdido apetito o deseo salir de esa sombra pesada en la que se ha convertido su vida, como su mismo despacho es un espacio en sombras, en el que su mesa parece apretada contra una de las esquinas.
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Maigret resolverá el caso, pero habrá otras chicas que lleguen a la ciudad en busca de la realización de sus sueños, de una vida que sientan que es la que ellas quieren, y no la que otros quieran que sea, y que quizá colisionen con la mezquindad de otros, la de aquellos que quieren imponer, como sea, su escenario (fantasia) de vida, como si fuera difícil no quedarse atrapada en la ficción de otros, en la que desapareces, como personaje, por lo que representas para ellos, e incluso puede que como cuerpo. Maigret, por su parte, seguirá siendo un cuerpo que, paulatinamente, se irá desvaneciendo, como un fantasma.

Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
8 de marzo de 2021
6 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
Un hombre habla por teléfono. Sonríe. Es una sonrisa comercial, una sonrisa de máscara, falsa. Está encuadrado en primer plano. Un primer plano que no evidencia proximidad sino filtro, distancia interpuesta. El siguiente plano encuadra al mismo hombre desde la distancia. Un hombre tras un cristal. No se escucha nada, porque, realmente, nada dice. Es un hombre que funciona con las apariencias. Es un hombre que ante todo es apariencia. Cristal, hueco, distancia, máscara. Son los dos planos con los que se inicia The nest (2020), de Sean Durkin. Dos planos que definen a un personaje, Rory (Jude Law). Otra acción definitoria: Rory despierta a su esposa, Allison (Carrie Coon). Una acción que es ritual de costumbre. Pero cuando de nuevo se repite es para introducir una ruptura. Rory propone una mudanza. Propone que dejen Nueva York para retornar a Londres, donde Rory inició su labor comercial. Todo un cambio de vida. Un reinicio. Allison se muestra reticente, pero acepta. Rory vende la idea de que implicará una mejora. Sus necesidades parecen disimiles. Rory se dedica a lo intangible, las inversiones y especulaciones financieras. Allison, a lo tangible. Es instructora de equitación. Uno trata con abstracciones, la otra con concreciones. Son abstracciones movedizas, porque incitan a una avidez insaciable. La acción dramática acontece en la década de los ochenta, cuando se apuntalaron los cimientos movedizos de este capitalismo sustentado fundamentalmente en la escurridiza e intangible especulación financiera que nos ha llevado, como un virus, al colapso actual, como la ruptura o mudanza de Rory y Allison, junto a sus dos hijos, derivará en inestabilidad, y amenaza de fractura. Rory es encuadrado a través del cristal del parabrisas del coche en el que llegan Allison y sus dos hijos a la mansión.

El cineasta Sean Durkin domina el coreográfico trazado de las atmósferas inestables con una sutil narración impresionista, fragmentada (en ocasiones, planos que son secuencias breves pero también funcionan como transiciones: secuencia y transición se confunden, como una vida realmente deshilachada pese a su apariencia contraria), como ya bien había demostrado con sus previas, y magníficas,Martha Marcy May Marlene (2011) y la miniserie británica de cuatro capítulos Southcliffe (2013). Desde sus secuencias iniciales, ya parecen quebradas, como si nos introdujeran en una realidad fantasmal, de contornos desgarrados, o deshilachados. Southcliffe se inicia con una figura borrosa, en segundo plano, que dispara con la mujer en primer término. Desde distintas perspectivas se enfocaba la matanza que realizaba un hombre en el pueblo inglés de Southcliffe. Quince muertes cuyo enfoque desde los añicos desentraña el desenfoque de una sociedad. Hay quien se preguntaba cómo era la sociedad y qué es ahora, de dónde surgen esos disparos. También palpitan en las imágenes de The nest la interrogante de qué era esa sociedad, hace cuatro décadas, y qué es ahora. Rory compra una mansión en Surrey, emblema de cómo su (modo de) vida, su actitud y dedicación, se construye sobre apariencias, según cómo te presentas ante los demás, reflejos de una dinámica social y económica apuntalada, como un tumor, desde entonces. No dispone de dinero real pero aparenta que dispone de todos los lujos. Lo contrario de lo que es. La apariencia de un nivel de vida que no se corresponde con lo que realmente dispone.
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Martha (Elizabeth Olsen), en Martha Marcy May Marlene, huía de un pasado bajo el influjo de una secta con cuyos planteamientos creyó ver afinidades que podían dotar de base firme a su confusión. Parecía un refugio, como en otro sentido lo parece el hogar de su hermana Lucy (Sarah Paulson) y su esposo, Ted (Hugh Dancy), con los que comparte bien poco de su actitud ante la vida. Los planteamientos vitales que le seducían de Patrick al fin y al cabo reflejaban un ansia de huida de un modelo de vida en el que se siente extraña. La fractura de la narración reflejaba que no hay asidero en ninguno. La alternativa era también ilusoria, una trampa de arenas movedizas. Allison se deja arrastrar por la visión de quien realmente habita la distancia de un cristal ( y cuya mirada cada vez tiende más hacia el vacío), y se precipita en la desolación. A veces, en la mansión escucha puertas que se abren, movimientos que no sabe si corresponden a alguien. ¿Son extraños? O más bien ¿son ya extraños? Su caballo, Richmond, sufre un repentino colapso, aunque más bien comprenderá que es el resultado de su desatención. Ha aceptado un modo de vida ilusorio, como si fuera una aristócrata británica en una mansión, pero no es real esa vida. La pérdida del caballo lo refrenda, y aún más, la dificultad para que su cuerpo permanezca enterrado. A la par que se desmoronan todos los castillos (o las mansiones) en el aire de Rory (todos sus proyectos se frustran), el cadáver del caballo resurge como si se resistiera a desaparecer, o más a bien, a evidenciar que su modo de vida no se define, por lo real, lo tangible, sino lo ilusorio, lo virtual. El nido era realmente una ilusión en el vacío.

Alexander Zárate
http://elcinedesolaris.blogspot.com/
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