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5
20 de abril de 2025
20 de abril de 2025
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
(4'5/10)
El español Jaume Collet-Serra lleva años consagrado en Hollywood como un director más solvente que memorable, alguien que se ha movido con cierta irregularidad entre el thriller, el terror y la aventura. Sin embargo, resulta curioso que su nueva cinta, La mujer de las sombras (2025), no tenga previsto su estreno en salas españolas.
No puedo negar que este director siempre me ha resultado una alternativa segura de entretenimiento, desde sus thrillers trepidantes como Non-Stop (2014), El pasajero (2018) o Equipaje de mano (2024), pasando por sus etapas de terror con la icónica La casa de cera (2005) o La huérfana (2009), hasta sus aventurescas historias como Infierno azul (2016) o Jungle Cruise (2021). El caso es que Collet-Serra es un elemento necesario en la industria del entretenimiento, incluso con su evidente irregularidad.
En esta ocasión, vuelve al terror con La mujer de las sombras (2025), una cinta que parte de unos mimbres argumentales profundamente interesantes, pero que ha tenido la mala suerte de coincidir con una de esas etapas de irregularidad del director. Conviene dejar claro que no es un desastre, pero sí una decepción, teniendo en cuenta la gran idea que propone y su potencia visual, que se ven lastradas por una narrativa poco ágil a pesar de su corta duración.
Collet-Serra pretende imprimir una multitud de temas complejos a una historia que no creo que los necesite; aun así, tampoco lo hace de la mejor manera. La mujer de las sombras (2025) es excesivamente sinuosa, poco concreta, y el terror que venimos a buscar se disipa muy pronto para ofrecernos una insípida reflexión sobre la depresión, el duelo, la maternidad y el suicidio.
Y es que no puedo negar que su inicio es prometedor, ya que su puesta en escena es genuinamente atractiva, pero esta se diluye por la falta de impacto y su empecinamiento en ir más allá, con la necesidad de trascender como una especie de radiografía de las problemáticas del ser humano, cuando no tiene argumentos para ello, a pesar de que sí los tenía para ser una más que decente película de terror.
Por otro lado, la fotografía y la dirección de Collet-Serra son de lo mejor que tiene la cinta, junto a la actuación de su protagonista, una Danielle Deadwyler que soporta el peso de un producto final que no deja de ser mediocre por el regusto apático que transmite.
La mujer de las sombras (2025) es poco o nada memorable: no consigue triunfar ni por medio del terror ni por medio del análisis antropológico. Se queda en tierra de nadie por su inconsistencia narrativa y por su abandono del terror a las primeras de cambio. No llega a la hora y media, por lo que entiendo que se pueda llegar a disfrutar, ya que tiene ciertas escenas y planos interesantes, pero la indiferencia con la que te deja es difícil de justificar.
El español Jaume Collet-Serra lleva años consagrado en Hollywood como un director más solvente que memorable, alguien que se ha movido con cierta irregularidad entre el thriller, el terror y la aventura. Sin embargo, resulta curioso que su nueva cinta, La mujer de las sombras (2025), no tenga previsto su estreno en salas españolas.
No puedo negar que este director siempre me ha resultado una alternativa segura de entretenimiento, desde sus thrillers trepidantes como Non-Stop (2014), El pasajero (2018) o Equipaje de mano (2024), pasando por sus etapas de terror con la icónica La casa de cera (2005) o La huérfana (2009), hasta sus aventurescas historias como Infierno azul (2016) o Jungle Cruise (2021). El caso es que Collet-Serra es un elemento necesario en la industria del entretenimiento, incluso con su evidente irregularidad.
En esta ocasión, vuelve al terror con La mujer de las sombras (2025), una cinta que parte de unos mimbres argumentales profundamente interesantes, pero que ha tenido la mala suerte de coincidir con una de esas etapas de irregularidad del director. Conviene dejar claro que no es un desastre, pero sí una decepción, teniendo en cuenta la gran idea que propone y su potencia visual, que se ven lastradas por una narrativa poco ágil a pesar de su corta duración.
Collet-Serra pretende imprimir una multitud de temas complejos a una historia que no creo que los necesite; aun así, tampoco lo hace de la mejor manera. La mujer de las sombras (2025) es excesivamente sinuosa, poco concreta, y el terror que venimos a buscar se disipa muy pronto para ofrecernos una insípida reflexión sobre la depresión, el duelo, la maternidad y el suicidio.
Y es que no puedo negar que su inicio es prometedor, ya que su puesta en escena es genuinamente atractiva, pero esta se diluye por la falta de impacto y su empecinamiento en ir más allá, con la necesidad de trascender como una especie de radiografía de las problemáticas del ser humano, cuando no tiene argumentos para ello, a pesar de que sí los tenía para ser una más que decente película de terror.
Por otro lado, la fotografía y la dirección de Collet-Serra son de lo mejor que tiene la cinta, junto a la actuación de su protagonista, una Danielle Deadwyler que soporta el peso de un producto final que no deja de ser mediocre por el regusto apático que transmite.
La mujer de las sombras (2025) es poco o nada memorable: no consigue triunfar ni por medio del terror ni por medio del análisis antropológico. Se queda en tierra de nadie por su inconsistencia narrativa y por su abandono del terror a las primeras de cambio. No llega a la hora y media, por lo que entiendo que se pueda llegar a disfrutar, ya que tiene ciertas escenas y planos interesantes, pero la indiferencia con la que te deja es difícil de justificar.

8,2
42.697
10
2 de abril de 2025
2 de abril de 2025
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Luis García Berlanga siempre se caracterizó por ser un virtuoso de la sátira, por usar el humor como arma arrojadiza y, de esa forma, hacer crítica social en una coyuntura tan adversa como el franquismo. Y bajo esta filosofía erigió varias obras maestras.
Una de esas obras que permanece en la estantería de la historia del cine es El verdugo (1963), donde se nos presenta a José Luis, un enterrador que, por X y por Y, tendrá que heredar el puesto de verdugo de su suegro. Lo que podría parecer un absurdo deriva en una tragedia disfrazada de costumbrismo: el protagonista se ve atrapado en una situación de la que no es dueño, ajena a su elección, provocada en gran parte por presiones sociales y familiares. La perturbación adherida a la tragicomedia se manifiesta en lo grotesco de la cotidianidad de la pena de muerte.
Durante todo el metraje, Berlanga maneja el humor y los dobles sentidos a su antojo; cada ironía es un dardo envenenado contra la deshumanización de un sistema que tolera lo intolerable. Con situaciones llevadas por la senda de la comedia y el absurdo, construye escenarios que, si te detienes a analizarlos, resultan profundamente incómodos.
Tanto Nino Manfredi como José Isbert realizan un trabajo memorable, cada uno en su línea: el primero, con la desesperación propia de quien está atrapado en una trampa invisible, y el segundo, encarnando con desparpajo a un veterano verdugo con la conciencia moral completamente alienada.
La crítica social que realiza Berlanga responde a la maestría de quien sabe exponer una problemática, denunciarla y hacer entretenimiento de ella, y no a la de sermonear con un panfleto plagado de ideología vacua. Todo lo que se ve en El verdugo (1963) es genuinamente elegante.
Con el franquismo y la pena de muerte como objetivos de su feroz crítica, Berlanga cierra su cinta con una demoledora analogía: el verdadero condenado no es el reo, sino José Luis. El director español no solo firma una sátira, sino una comedia que reviste de entretenimiento una tragedia disfrazada de normalidad.
Una de esas obras que permanece en la estantería de la historia del cine es El verdugo (1963), donde se nos presenta a José Luis, un enterrador que, por X y por Y, tendrá que heredar el puesto de verdugo de su suegro. Lo que podría parecer un absurdo deriva en una tragedia disfrazada de costumbrismo: el protagonista se ve atrapado en una situación de la que no es dueño, ajena a su elección, provocada en gran parte por presiones sociales y familiares. La perturbación adherida a la tragicomedia se manifiesta en lo grotesco de la cotidianidad de la pena de muerte.
Durante todo el metraje, Berlanga maneja el humor y los dobles sentidos a su antojo; cada ironía es un dardo envenenado contra la deshumanización de un sistema que tolera lo intolerable. Con situaciones llevadas por la senda de la comedia y el absurdo, construye escenarios que, si te detienes a analizarlos, resultan profundamente incómodos.
Tanto Nino Manfredi como José Isbert realizan un trabajo memorable, cada uno en su línea: el primero, con la desesperación propia de quien está atrapado en una trampa invisible, y el segundo, encarnando con desparpajo a un veterano verdugo con la conciencia moral completamente alienada.
La crítica social que realiza Berlanga responde a la maestría de quien sabe exponer una problemática, denunciarla y hacer entretenimiento de ella, y no a la de sermonear con un panfleto plagado de ideología vacua. Todo lo que se ve en El verdugo (1963) es genuinamente elegante.
Con el franquismo y la pena de muerte como objetivos de su feroz crítica, Berlanga cierra su cinta con una demoledora analogía: el verdadero condenado no es el reo, sino José Luis. El director español no solo firma una sátira, sino una comedia que reviste de entretenimiento una tragedia disfrazada de normalidad.

6,1
17.665
5
2 de abril de 2025
2 de abril de 2025
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Ante el inminente estreno de su segunda entrega, me veo en la "obligación" de revisionar la cinta dirigida por Gavin O'Connor. Un director que fue capaz de llevar a cabo la notable Warrior (2011), pero que, años más tarde, bajaría su nivel para asentarse en ciertas convencionalidades con esta El contable (2016).
Se nos presenta a Christian Wolff, un contable con autismo que lleva una doble vida entre la austeridad de un trabajo en una pequeña oficina y el manejo de finanzas de grandes organizaciones criminales. Uno de los pocos puntos a rescatar de una película que inexplicablemente cae en el tedio es un tratamiento de la neurodivergencia como algo más que un mero estereotipo, aunque es cierto que hay momentos en los que existe una falta de equilibrio entre la espectacularidad de sus habilidades y su propia humanidad.
La acción que maneja la cinta es correcta; sin demasiados excesos, se limita a una sobriedad que la mantiene efectiva en su ánimo de no fallar. Todas estas coreografías se unen a un thriller financiero mediocre que hace del guión un apartado irregular, con subtramas que no acaban de encajar o que simplemente enredan el ritmo y la acción del filme.
Un buen Ben Affleck a la cabeza salva los muebles de un elenco donde destaca el siempre confiable J.K. Simmons y donde suspende un desdibujado Jon Bernthal, que no ha logrado generarme ni una sola sensación.
El gran problema de El contable (2016) es su imperiosa necesidad de abarcar más de lo que le permite su limitada trama. Entre el thriller de acción, el drama sobre la neurodivergencia, la historia de redención y la corrupción financiera se forma un batiburrillo difícil de digerir.
Más allá de mi experiencia y opinión, puedo entender que la cinta entretenga por el carisma de un correcto Ben Affleck y por unas coreografías que cumplen. Pero, a nivel personal, espero que su segunda entrega posea algo más de sustancia y no quede en el olvido de mi psique, como es este caso.
Se nos presenta a Christian Wolff, un contable con autismo que lleva una doble vida entre la austeridad de un trabajo en una pequeña oficina y el manejo de finanzas de grandes organizaciones criminales. Uno de los pocos puntos a rescatar de una película que inexplicablemente cae en el tedio es un tratamiento de la neurodivergencia como algo más que un mero estereotipo, aunque es cierto que hay momentos en los que existe una falta de equilibrio entre la espectacularidad de sus habilidades y su propia humanidad.
La acción que maneja la cinta es correcta; sin demasiados excesos, se limita a una sobriedad que la mantiene efectiva en su ánimo de no fallar. Todas estas coreografías se unen a un thriller financiero mediocre que hace del guión un apartado irregular, con subtramas que no acaban de encajar o que simplemente enredan el ritmo y la acción del filme.
Un buen Ben Affleck a la cabeza salva los muebles de un elenco donde destaca el siempre confiable J.K. Simmons y donde suspende un desdibujado Jon Bernthal, que no ha logrado generarme ni una sola sensación.
El gran problema de El contable (2016) es su imperiosa necesidad de abarcar más de lo que le permite su limitada trama. Entre el thriller de acción, el drama sobre la neurodivergencia, la historia de redención y la corrupción financiera se forma un batiburrillo difícil de digerir.
Más allá de mi experiencia y opinión, puedo entender que la cinta entretenga por el carisma de un correcto Ben Affleck y por unas coreografías que cumplen. Pero, a nivel personal, espero que su segunda entrega posea algo más de sustancia y no quede en el olvido de mi psique, como es este caso.

7,7
8.129
9
31 de marzo de 2025
31 de marzo de 2025
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Jean-Luc Godard es un director capaz de transformar el lenguaje cinematográfico en una experiencia que trasciende el tiempo, ya sea por su fondo o por su forma. Vivir su vida (1962), la segunda obra suya que veo después de Al final de la escapada (1960), confirma su capacidad para expresarse en cualquier espectro narrativo.
Godard nos sitúa tras los pasos de Nana, una joven que, en búsqueda de su independencia, se adentrará gradualmente en el mundo de la prostitución. En esta ocasión, la cinta no pretende ahondar tanto en la trama, sino que prefiere centrarse en la forma, en la observación del camino de Nana para, de esa forma, capturar su progresiva disolución.
Para lograr esto, Godard, de una forma un tanto experimental, divide la cinta en doce capítulos enunciados con una literalidad sorprendente, evocando más una experiencia casi literaria que una vivencia estrictamente cinematográfica. Un ensayo visual que pretende alejarse de un retrato de la prostitución para imbuirse de una poderosa reflexión sobre la alienación y la imposibilidad de ejercer un mínimo control sobre el destino.
Esta visión pesimista de la vida hace que cada conversación creada por el francés sea un alegato sobre la kilométrica distancia que separa el pensamiento de la realidad. Sobre esta reflexión, destaca la conversación que se da en el penúltimo capítulo, una discusión sobre cómo el lenguaje y la razón nos ofrecen la ilusión de comprender lo que nos rodea, pero sin ser suficientes para alterar el curso de los acontecimientos. Unos diálogos nihilistas, criticables, pero que supuran una intelectualidad de lo más agradable.
Como anticipaba, Godard se torna un tanto más contenido con encuadres estáticos, primeros planos prolongados y rupturas narrativas abruptas que definen con eficacia el distanciamiento vital de Nana con respecto al mundo que la rodea. Y es que el francés sigue influenciado por un realismo documental que funciona con solvencia y que potencia su convicción de romper con ciertas convencionalidades del cine.
Anna Karina realiza un trabajo que hace gala de una versatilidad que oscila desde la determinación de quien anhela su libertad hasta la vulnerabilidad de aquel que ve la crudeza y hostilidad de la vida. Un retrato donde la belleza y la fealdad son capaces de coexistir sin agredirse. Admirable, además, la referencia de Godard a La pasión de Juana de Arco (1928) de Dreyer, como analogía silenciosa de la tragedia de Nana.
Godard nos entrega un producto final de una belleza fría, pero con la capacidad innegable de conmover, una meditación sobre la libertad, el fatalismo y la propia existencia.
Godard nos sitúa tras los pasos de Nana, una joven que, en búsqueda de su independencia, se adentrará gradualmente en el mundo de la prostitución. En esta ocasión, la cinta no pretende ahondar tanto en la trama, sino que prefiere centrarse en la forma, en la observación del camino de Nana para, de esa forma, capturar su progresiva disolución.
Para lograr esto, Godard, de una forma un tanto experimental, divide la cinta en doce capítulos enunciados con una literalidad sorprendente, evocando más una experiencia casi literaria que una vivencia estrictamente cinematográfica. Un ensayo visual que pretende alejarse de un retrato de la prostitución para imbuirse de una poderosa reflexión sobre la alienación y la imposibilidad de ejercer un mínimo control sobre el destino.
Esta visión pesimista de la vida hace que cada conversación creada por el francés sea un alegato sobre la kilométrica distancia que separa el pensamiento de la realidad. Sobre esta reflexión, destaca la conversación que se da en el penúltimo capítulo, una discusión sobre cómo el lenguaje y la razón nos ofrecen la ilusión de comprender lo que nos rodea, pero sin ser suficientes para alterar el curso de los acontecimientos. Unos diálogos nihilistas, criticables, pero que supuran una intelectualidad de lo más agradable.
Como anticipaba, Godard se torna un tanto más contenido con encuadres estáticos, primeros planos prolongados y rupturas narrativas abruptas que definen con eficacia el distanciamiento vital de Nana con respecto al mundo que la rodea. Y es que el francés sigue influenciado por un realismo documental que funciona con solvencia y que potencia su convicción de romper con ciertas convencionalidades del cine.
Anna Karina realiza un trabajo que hace gala de una versatilidad que oscila desde la determinación de quien anhela su libertad hasta la vulnerabilidad de aquel que ve la crudeza y hostilidad de la vida. Un retrato donde la belleza y la fealdad son capaces de coexistir sin agredirse. Admirable, además, la referencia de Godard a La pasión de Juana de Arco (1928) de Dreyer, como analogía silenciosa de la tragedia de Nana.
Godard nos entrega un producto final de una belleza fría, pero con la capacidad innegable de conmover, una meditación sobre la libertad, el fatalismo y la propia existencia.
10
31 de marzo de 2025
31 de marzo de 2025
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
El cine mudo siempre ha sido una barrera para mí; supongo que es uno de los defectos inherentes a la época en la que he nacido, una donde los estímulos han de ser instantáneos para satisfacer los receptores de dopamina de un individuo hiperstimulado. Más allá de reflexiones contemporáneas, Dreyer ha conseguido, 97 años después, que valore lo que es y será una obra maestra.
La pasión de Juana de Arco (1928) llega a resultar inabarcable a nivel semántico; estamos hablando de una transcripción de los sentimientos al cine, una composición visual capaz de plasmar imágenes a la intangibilidad del sufrimiento. El danés hace del drama judicial de Juana de Arco una experiencia cinematográfica que trasciende su propio género para hacernos testigos del tormento de una mártir a la que “Dios habló, pero la Iglesia no escuchó.”
Maria Falconetti ofrece una de las mejores interpretaciones que yo he tenido la oportunidad de ver en una pantalla. Cada una de las expresiones de la francesa trastoca, aflige y abruma a un espectador hipnotizado por su dolor. Gran parte del impacto que se consigue es gracias a unos primeros planos que siguen cada lágrima, cada gesto y cada mirada perdida, convirtiendo el rostro de Juana en el campo de batalla del sufrimiento.
Dreyer realiza un biopic alejado de reconstrucciones fastuosas o narraciones épicas; todo responde a un minimalismo visual que se encarga de centrar la atención en su protagonista. Poco más importa, solo representar la angustia vital de un juicio caracterizado por los defectos de su época, un juicio, en definitiva, carente de justicia.
En relación con esto, el danés representa las instituciones de poder a través de un prisma que evidencia la impunidad de su propia corrupción. Esto lo hace filmando a los jueces con ángulos intrincados y sombras marcadas, dándoles una apariencia cuasi demoníaca, generando una dicotomía entre la pureza de Juana y la malicia retrógrada de unos verdugos disfrazados de jueces.
Siendo sincero, La pasión de Juana de Arco (1928) solo posee un elemento que la hace difícil de ver, y es el prejuicio de su condición: ser muda. Más allá de esto, Dreyer fabrica un explosivo compuesto de sentimientos y te lo lanza sin piedad, logrando conmover y perturbar a partes iguales. Es un grito de dolor hecho arte, una herida abierta en el cine que jamás cicatrizará.
La pasión de Juana de Arco (1928) llega a resultar inabarcable a nivel semántico; estamos hablando de una transcripción de los sentimientos al cine, una composición visual capaz de plasmar imágenes a la intangibilidad del sufrimiento. El danés hace del drama judicial de Juana de Arco una experiencia cinematográfica que trasciende su propio género para hacernos testigos del tormento de una mártir a la que “Dios habló, pero la Iglesia no escuchó.”
Maria Falconetti ofrece una de las mejores interpretaciones que yo he tenido la oportunidad de ver en una pantalla. Cada una de las expresiones de la francesa trastoca, aflige y abruma a un espectador hipnotizado por su dolor. Gran parte del impacto que se consigue es gracias a unos primeros planos que siguen cada lágrima, cada gesto y cada mirada perdida, convirtiendo el rostro de Juana en el campo de batalla del sufrimiento.
Dreyer realiza un biopic alejado de reconstrucciones fastuosas o narraciones épicas; todo responde a un minimalismo visual que se encarga de centrar la atención en su protagonista. Poco más importa, solo representar la angustia vital de un juicio caracterizado por los defectos de su época, un juicio, en definitiva, carente de justicia.
En relación con esto, el danés representa las instituciones de poder a través de un prisma que evidencia la impunidad de su propia corrupción. Esto lo hace filmando a los jueces con ángulos intrincados y sombras marcadas, dándoles una apariencia cuasi demoníaca, generando una dicotomía entre la pureza de Juana y la malicia retrógrada de unos verdugos disfrazados de jueces.
Siendo sincero, La pasión de Juana de Arco (1928) solo posee un elemento que la hace difícil de ver, y es el prejuicio de su condición: ser muda. Más allá de esto, Dreyer fabrica un explosivo compuesto de sentimientos y te lo lanza sin piedad, logrando conmover y perturbar a partes iguales. Es un grito de dolor hecho arte, una herida abierta en el cine que jamás cicatrizará.
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