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Críticas 444
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
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15 de enero de 2023 3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
a mujer del cuadro (Woman in the window, 1944) o cómo los escaparates de los sueños son peligrosos si subyace un miedo a convertirlos en realidad, ya que los temores generan pesadillas en las que habitan fantasmas a los que no se ha enfrentado en la mullida vida cotidiana que es vivir en la superficie de las cosas entre teorías y fantasías que no se han contrastado. ¿Cómo actuará uno en esa circunstancia sobre lo que se ha teorizado o que ha imaginado como fantasía ? ¿Qué revelará de uno mismo? Esa pesadilla, esto es, el contraste que se revela contradicción entre lo imaginado o supuesto y lo real, es la que nos narra Lang con su vitriolica geometría del desorden. Lang rodó esta película en 1944, e inmediatamente rodó con el mismo trio protagonista otra excelsa, y más cruda, obra maestra, Perversidad, (Scarlet street), en la cual, Robinson interpreta a un pintor que no ve (discierne cómo es) realmente a quién tiene delante. En La mujer del cuadro, Wanley (Edward G Robinson), en el cuadro proyecta sus fantasías, el reflejo de sus anhelos pero también, y sobre todo, de sus miedos. Por eso, la primera vez que ve a Alicia (Joan Bennett) es como reflejo, superpuesta sobre el cuadro, imagen sobre imagen (aparece cual emanación del escaparate o cuadro). Alicia es la modelo que posó para el cuadro. Alicia es la mujer del escaparate (es la traducción más precisa del título original). Alicia es la encarnación del cuadro, de un sueño, el de Wanley, quien cruza al otro lado del espejo pero en sus sueños.

La introducción de la película (en la vida de Wanley) no puede ser más precisa. Es un profesor de literatura que en la primera secuencia vemos cómo expone que hay diversas maneras de de juzgar el acto violento o crimen dependiendo de si es en defensa propia o premeditado. No reflexiona sino que constata que la ley diferencia grados de homicidio, si hay premeditación o no. Esto es, la materialización de los impulsos violentos pueden ser juzgados de distinta manera, con atenuantes o agravantes. En la posterior secuencia se despide en el vestíbulo de la estación de su esposa y sus dos hijos, que marchan de vacaciones. Wanley se desplaza por las calles como si hubiera perdido cierto sentido de la dirección, como si estuviera en un entre. En la entrada del club se reúne con sus amigos, Lalor (Raymond Massey), fiscal y Barskdale (Edmond Breon), médico, los cuáles se ríen al ver su mirada abstraída contemplando el cuadro de Alicia en el escaparate. Como indicará a sus amigos, para él el cuerpo es fuerte para las tentaciones, pero la mente es débil. Y su mente parece vulnerable, porque parece estar en otra parte, en el territorio de lo que quisiera que fuera (ese que germina en las fisuras del basamento de las insatisfacciones o de la falta, en cuanto carencia). Con sus amigos digresiona sobre su condición de hombres que han superado los cuarenta, sobre lo que implica de vida ya aposentada o postrada, dejadas atrás las aventuras, el fragor de la vida. Lo que se dice quizá no concuerda con lo que se quisiera. Wanley asegura, con convicción, que sería incapaz de tener el valor de tener una aventura con una mujer como la del escaparate. Pero cuando se han marchado sus amigos, coge el libro de El cantar de los cantares, libro que representa la conjugación de lo erótico y lo romántico, el canto de la vida esponsal y del triunfo del amor, quizá lo que siente le falta en su matrimonio. Wanley más que anhelar otra aventura anhela que su matrimonio fuera diferente, que le inspirara y satisfaciera unas emociones y unos deseos que no siente. Y a la vez, siente que no sería capaz de afrontar una aventura que realmente desea que se materializara.


Si en Perversidad la espesura de sus tinieblas, de su tétrica visualización, es el reflejo de esa cautiverio y extravío que se hace cuerpo en una atmósfera opresiva, en La mujer del cuadro es fascinante, en primer lugar, cómo Lang crea, de un modo sutil, una atmósfera de duermevela, a través de la dilatación temporal, de planos y secuencias. Hace cuerpo de esa sensación de que en los sueños todo parece vivirse de un modo más lento. Resalta la minuciosidad con qué narra todo el proceso de Wanley y Alice resolviendo la ocultación del crimen del hombre que ha irrumpido imprevistamente, un amante de Alice ( y que significativamente luego se revelará que es alguien poderoso, no alguien cualquiera, ya que es un importante empresario y financiero; es ya un signo de que en su sueño, en su cabeza, Wanley quiere ser derrotado, de que quiere que su tentación sea derrotada; de ahí la singular sucesión de adversidades y torpezas). Es conocedor de que la ley diferencia grados de homicidio pero decide no llamar a la policía, pese a que haya matado en defensa propia, no solo porque teme que las pruebas circunstanciales le incriminen. En teoría, hay atenuantes, pero él solo piensa en la posibilidad de agravantes, ya solo por la circunstancia en sí, por el hecho de estar en el apartamento de una mujer que no es su esposa. Opta por la ocultación porque no quiere exponerse. No solo le preocupa el crimen en sí sino su imagen social, cómo afectaría a su matrimonio.

En Perversidad realizó un complemento que reflejaba la precipitación en abismo de quien, también otro personaje de vida cotidiana anodina e insatisfactoria, se extravía en la proyección virtual sobre una mujer que no sabe ver, autoengaño que permite el engaño ajeno. En aquel caso, él realiza, pinta, el cuadro; ella es el retrato de su proyección, de su ceguera.
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spoiler:
Wanley aún sueña con lo que se resiste a asumir como ya no posible, su mente no está decidida a resignarse. Hay quienes han señalado que la revelación final de que todo lo vivido ( o más bien padecido) por Wanley sea un sueño no era sino una concesión realizada al código de censura que no aceptaba se concluyera con un suicidio ( si eso era así, sí aceptaba que se pueda soñar con suicidarse, pero eso sí no materializarlo), como finalizaba la novela que se adaptaba, Once off guard, de JH Wallis, y que dicha conclusión devaluaba el alcance de la película. Lang declaró que fue decisión suya ese cambio porque el suicidio le parecía una conclusión anticlimática. No sólo resulta coherente la conclusión definitiva, sino que la ironía implícita en que sea el escenario de sus sueños en que forcejean sus miedos incluso densifica la complejidad, y amplifica la incisión, de la obra ( no porque fuera un final trágico lo sería más, o más realista).

La ironía implícita en la obra se refleja en detalles como que sea precisamente amigo de Lalor, el fiscal que llevara el caso, y que, invitado por él, acuda al lugar donde ocultó el cadáver (sufriendo un calvario amplificado por sus torpezas, por las que cometió la noche lluviosa en la que arrojó el cadáver en un bosque y las que comete junto a su amigo o los policías, como dirigirse hacia el lugar del crimen como si conociera dónde está), o en ese ingenioso recurso del rollizo boy scout que relata en un noticiario en los cines cómo descubrió el cadáver. Por tanto, es testigo, en primer plano, de cómo la ley se cierne sobre él. En el primer tramo de la narración, se materializan sus temores con respecto a la acción de la ley (que por otra parte pone en evidencia sus negligencias), y en el segundo sobre la amenaza de los imprevistos, con la aparición del chantajista, Heidt (Dan Duryea), guardaespaldas del asesinado. Las verjas a través de las que se les encuadra a Wanley y Alicia cuando están decidiendo qué decisión tomar con respecto al chantajista, si pagarle o matarle, evidencia cómo se está enjaulando cada más progresivamente ( es el momento en que se pasa de asesino en defensa propia a asesino con premeditación cuando determinan envenenarle).

Hay duplicaciones de lo más reveladoras: las dos puertas (la del portal y la de piso) que tiene que cruzar Wanley para acceder al piso de Alice ( o salir del mismo); dos son las puertas que cruza dentro de su hogar en el momento en el que decide suicidarse cuando cree que no hay manera de conseguir que su crimen no sea descubierto, ya que ha fracasado su intento de asesinar al chantajista). Las butacas del club o la de su hogar son semejantes; precisamente en ese sofá se dará ese extraordinario movimiento de cámara sobre su rostro, cuando está sentado en el de su hogar, tras tomarse las pastillas, y sin variar el plano despierta en el club, percatándose de que ha vivido un sueño. Los movimientos de cámara son fundamentales para crear esa atmósfera envolvente, ese tempo casi hipnótico (es una peculiar combinación de la minuciosidad bressoniana y el deslizamiento temporal tarkovskiano), pero también cargados de sentido. El que realiza del reflejo al rostro de Alicia cuando la ve por primera vez es hacia la izquierda; en sentido inverso es el que realiza de las fotografías de su familia, mientras suena el teléfono, al rostro de Wanley cuando se ha tomado las pastillas. En el encuentro final con otra chica ante el cuadro, que le pide fuego, no hay reflejos ni movimientos de cámara asociativos. Un corte de plano del cuadro a la chica junto a Wanley, un corte como el que Wanley quiere realizar con sus fantasías, de las que huye como alma que persigue el diablo (de la tentación). Efectivamente, no tendría valor en la realidad para afrontar la aventura de sus fantasías.
3 de noviembre de 2022 3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Reencarnación (Birth,2004), de Jonathan Glazer, es una fascinante obra sobre la incertidumbre, o la desestabilización de las certezas, en particular en el escenario amoroso. Esa conmoción queda patentemente reflejada en un dilatado plano que consternó, por su duración, a algunos espectadores. Es un largo primer plano sobre el rostro de Anna (Nicole Kidman), cuando asiste a un concierto de ópera. Es un plano en el que no sucede (convencionalmente hablando) nada, pero en el que tanto sucede. Se ha producido una fisura en el curso de la vida de Anna. El plano en sí ya es una película. Es una de las más depuradas inmersiones en las honduras del rostro humano, con el debate palpable de la marea de sus emociones. Se es testigo de todo lo que acaece en el interior de alguien, un océano de emociones, percibido a través de la expresión de su mirada. Este momento, este plano, condensa la desestabilización que ha sufrido Anna tras que un niño de diez años le haya dicho que es la reencarnación de su anterior marido muerto, diez años atrás, y que no debe casarse con Joseph (Danny Huston), con quien justo acaba de prometerse, tras que él haya insistido durante más de un año. No es sólo la conmoción por esa revelación, o insinuación, sino el efecto que algo así supone para ella en relación con lo que siente en el presente. Es un detonante, cual seísmo, que conmociona sus entrañas, como si hasta ese momento hubiera sido participe de una representación, y de repente fuera consciente de que esa era la condición de su vida. Era una sonámbula inmersa en una representación escénica que la había hecho olvidarse de sí misma, narcotizada, ausente. Y ahora sus entrañas resurgen candentes, y afloran en su mirada tan perpleja como consciente. De ahí, la sobrecogedora fuerza de este larguísimo primer plano de tan dilatada duración. El tiempo ya es otro, porque ella comenzará a habitar la realidad de otra manera. Se ha producido un desajuste, un cambio de rollo en el proyector de la realidad. La insinuación de tan fantástica posibilidad (su marido encarnado en un niño) ha introducido el extrañamiento en su vida, le ha hecho replantearse la pertinencia de sus decisiones, lo que en el fondo de veras quiere y siente, cuáles son sus más hondos sentimientos. Es como si hubiera aparecido un fantasma de su inconsciente, y le dijera, no, realmente no deseas casarte de nuevo, porque no amas a este hombre como amaste al anterior. En este plano se debaten esas emociones, esa conmoción que la enfrenta a sí misma, como si recobrara su presencia y se sintiera encarnada de nuevo (o como el titulo original, Birth, refleja, como si naciera de nuevo, esto es, despertara, actuando de acuerdo a cómo de verdad siente, sin concesiones ni resignaciones a medianías de afecto pragmáticas, para seguir sobreviviendo en un simulacro). No importa si todo era una invención del niño o no, importa lo que ha despertado en ella.

Durante buena parte de la narración lo posible se sedimenta como una corriente intangible que socavara la realidad (potenciada expresivamente por la exquisita dirección de fotografía de Harris Savides, y la excepcional comunión con la magnífica banda sonora de Alexandre Desplat; es una ceremonia expresiva de alteración de la percepción, genuino cine fantástico). Se intentan considerar todas las posibilidades, se intenta poner a prueba al niño, pero todas sus respuestas parece indicar que habla como si fuera Sean, esto es, que sabe lo que debía saber Sean. No pueden imaginar cómo puede saber lo que sabe. Por tanto, Anna, progresivamente, se convence de que efectivamente lo que parece inconcebible puede ser cierto, en buena medida, por la sugestión de su deseo o amor aún larvado, certeza que percibe con claridad Joseph de ahí su progresiva crispación. Sabe que no importa si el niño es o no la reencarnación de Sean, sino que realmente ha despertado un amor que sin duda es más poderoso que el que Anna siente por él.
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En cierto plano, con expresión amarga, Joseph contempla la calle a través de la ventana. Una maraña de ramas se percibe en el reflejo de la ventana, superpuesto sobre él, acorde a las emociones que se están enmarañando en él y que tendrán como culminación su reacción exasperada y violenta, en una reunión familiar, cuando intente agredir al niño. Esa misma maraña es la forma que adquirirá el árbol sobre el que se encarama el niño en las secuencias finales tras que se desvele que, efectivamente, su actuación es una impostura, aunque no sus sentimientos.

Ya en las iniciales secuencias se insinúa cómo el niño pudo conseguir la información con respecto a Sean. No se explicita, y esa omisión es la que propicia que se sedimente la desestabilización de la percepción de la realidad, a través del efecto, como sugestión, de la afirmación del niño en Anna. En esas primeras secuencias adquiere relevancia la nerviosa conducta de Clara (Anne Heche), una de las invitadas a la fiesta de compromiso de Anna y Joseph, que decide no entrar con su marido en el ascensor, con la excusa de que tiene que comprar un lazo para su regalo. Pero, en cambio, decide enterrar ese regalo en el parque, donde es seguido por el niño, y luego comprar otro. Hay un impetuoso movimiento de cámara hacia ella, antes de que vuelva a entrar en el edificio, en cuyo vestíbulo se encuentra de nuevo el niño, que se corresponderá con otro posterior hacia éste, en las secuencias finales. También es significativa que en su primera aparición, irrupción, en el piso de Anna, o la primera vez que la interpela (diciendo que quiere hablar con ella) el niño está en fuera de campo (ya anticipa su mentira, cómo oculta algo). Su decisión, hacerse pasar por el marido muerto (tras desenterrar ese regalo que no eran sino las cartas no abiertas de Anna), aunque para él se sustente en su enamoramiento infantil, se corresponde, a su vez, con la convulsión emocional que sufre Clara porque, como descubrirá el niño al final, ella era la amante de Sean, era la mujer que él realmente quería (como si el niño hubiera conseguido, con la desestabilización de Anna, lo que Clara pretendía en un principio cuando pensaba entregarle esas cartas suyas no abiertas por Sean). Por eso, ¿Cómo el niño va a mantener la mentira si Sean realmente no quería a Anna? ¿Cómo iba a volver de los muertos para decirle que no amaba a Joseph? El niño se está haciendo pasar por alguien que realmente no sentía lo que él sí siente por Anna. Los reflejos, y sus imposturas, colisionan. Una impostura, la del niño, determina que Anna asuma que su proyecto de matrimonio se sustenta en la inconsistencia porque no es comparable a lo que sentía por Sean, aunque ignora que realmente su marido no la amaba como ella creía. Ese túnel en el que Sean, en la secuencia inicial, muere, por un infarto, parece ya anticipar las sombras sobre las que se traman algunas relaciones. Mientras que, en la secuencia final, esa conclusión en la orilla del mar, tras que Anna sufra otra conmoción (se queda con el rostro transido mientras le hacen fotografías con el traje de novia tras su boda) delata que no son las emociones más plenas las que definen la relación sentimental con Joseph sino una concesión, la resignación a unas sobras afectivas.

Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
6 de agosto de 2022 3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
'Los fantasmas y las personas son los mismo, da igual si están vivos o muertos'. Es una frase dicha por una de las protagonistas de Kairo (2001), de Kiyoshi Kurosawa, una obra (visionaria) realizada en los albores de internet. Las apariciones surgen, infectan, a través de los ordenadores. La simbología del mundo virtual que se ha convertido en centro de nuestras vidas es clara. Nos conectamos pero no estamos realmente conectados. Como explica un personaje, acerca de las imágenes de unas bolas en la pantalla de un ordenador, cuando las bolas se acercan se mueren, y cuando se alejan se atraen. Paradojas. Por otro lado, si se observan esas bolas blancas con más detenimiento parecen, o quizás sean, fantasmas. ¿Qué diferencia hay entre los fantasmas y los que denominamos reales?, se pregunta Horue (Koyuki), ante unas serie de pantallas, en la que se ven a diferentes personas, como si fueran casillas o compartimentos de un panal, cual celdas de una prisión, definida por las distancias. En la primera secuencia los compañeros de trabajo de Taguchi se preguntan qué ha sido de él, por qué no ha entregado el archivo de su labor para la que ya se había cumplido el plazo de entrega. Una de sus compañeras, Kudo (Kumiko Aso), se traslada en un autobús, en el que no se advierte presencia alguna, ni tampoco alrededor, como si fuera un transporte que se desplaza por el decorado virtual de una pantalla (y ese mismo plano, que rezuma abstracción y aislamiento, se repetirá cuando otro de sus compañeros realice el mismo trayecto posteriormente). La soledad parece dominar a los personajes, y a la propia sociedad, casi como una pulsión de muerte. El mismo trabajo cromático, con un preponderante ocre, resalta esa condición de realidad que pareciera degradarse, como el metal que se oxida. El ensimismamiento nos ha convertido en espectros. El propósito de los fantasmas es convertirnos en cautivos de la soledad. Esos extraño fantasmas, cual mancha o sombra que surgen en la pantalla, pero también entre los anaqueles de una biblioteca, se propagan sobre el ánimo, ya receptivo, de los habitantes de la urbe (que realmente no habitan su vida). Sólo queda una mancha cuando desaparecen. Los cuerpos espectrales son sombras, manchas, o se desplazan como turbadoras contorsiones, como en la sobrecogedora secuencia en la que una fantasma, mediante un desplazamiento ralentizado, se cierne sobre Ryosuke (Haruhiko Kato).

Kurosawa sabe plasmar el horror en lo entrevisto, en las sombras, otorgando cuerpo y presencia a los objetos y a los decorados (los espacios son un personaje más), a figuras entrevistas en profundidad de campo tras cortinas de plásticos, o estas interpuestas en primer plano dotando a los personajes de una condición espectral, o en difusos fondo de plano, como adherencias en una pared. El encuadre es un espacio incierto como lo es la propia realidad. La profundidad de campo adquiere seña de distinción en el plano en el que vemos en primer término a Kudo, y en segundo término, al fondo, cómo una mujer se lanza desde las alturas de una fábrica abandonada. Los movimientos de cámara, en particular panorámicas, inciden en la incertidumbre, por cuanto cualquier irrupción o aparición insólita puede revelarse, tanto dentro como desde fuera del plano. Gradualmente se va generando una atmósfera sutilmente inquietante, desplazándonos hacia otro estado perceptivo, o extrañamiento. Además, logra extraer una turbadora fuerza de las sombrías figuras entrevistas en desolados espacios íntimos a través de internet, en el cuarto prohibido, el cuarto amordazado de la intimidad negada. Irónico es que una cinta aislante sea lo que contenga ese virus fantasmal sin identidad.
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La narración, por otro lado, quiebra la habitual continuidad, con bruscas transiciones o saltos de perspectiva, a través de un relato descentrado que sigue las evoluciones de varios personajes, en particular Kudo y Ryosuke, sumidos en la perplejidad de qué está ocurriendo, como cuando se entreve una oscura figura, entre los anaqueles de una biblioteca pública, que parece observar los cuerpos reales, pero luego se escurre y volatiliza, como si fuera parte del mismo espacio (como si la realidad fuera una misma pantalla infectada). Ryosuke, precisamente, no quiere saber sobre la muerte, no quiere pensar en la incertidumbre de qué será de nosotros, cuerpos que ya no serán cuerpos, cuerpos que incluso quizá no seremos siquiera ni fantasmas, como si meramente nos volatirizáramos. Vivimos como fantasmas, y después simplemente desaparecemos. Entre digresiones sobre la aceptación o no de la muerte y sobre la soledad, el espacio se va deshabitando convirtiéndose en una ciudad fantasma, sin latido de vida. Pero esto ya se intuía en sus primeras imagenes, antes de que empiecen a suceder los terroríficos, y huidizos, acontecimientos; en el citado viaje solitario en autobús de Kudo ya está impresa en ese plano general la opresión de una vida deshabitada y aislada donde queda claro que en esta sociedad no hay diferencia entre fantasmas y personas. En las obras de Kiyoshi Kurosawa, como, queda patente en las excelentes Cure (1997), Loft, Seance (2001), Loft (2005), o Retribution (2006), vibran con intensidad, cual deslizamiento de sentido, cuestiones como nuestra condición de fantasmas en vida, fruto de una sociedad que disuelve nuestra identidad y propicia la incomunicación y el aislamiento. Como el mismo Kurosawa declara, es necesario el reconocimiento del Otro para poder dar ese paso que transforme nuestra atrofiada sociedad.

Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
31 de julio de 2022 3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Antes que el diablo sepa que has muerto (2007), la magnífica postrera obra de Sidney Lumet, es una radiografía implacable, sin concesiones, como un punzón de hielo, sin jamás levantar la voz ni énfasis alguno, sobre las entrañas degradadas de esta sociedad que se sigue vendiendo como paraíso y no es sino un vano espejismo, y a la vez un esquinado campo de batalla que no deja de causar muchas bajas silenciosas. La narración se inicia con un hombre mirándose al espejo, mientras sodomiza a su mujer, y termina con otro desapareciendo en un pasillo dominado por el cegador reflejo del sol. Espejos y reflejos que ciegan. Ese espejo en el que uno quiere verse, aquel en el que se domina la vida (en el que, dicho sin vaselina, la da por el culo), cuando se dispone de las joyas, las señas de distinción material que representan la posición privilegiada, y el reflejo cegador que es la raíz y a la vez el agujero negro. Por eso, ¿Qué puede ser más emblemático de ese asalto al Cielo del materialismo que el atraco a una joyería?. La estructura de la película es discontinua, fracturada, con constantes saltos en el tiempo, adelante y atrás, que comprenden los tres días desde que se gesta esa idea en la mente de Andy(Philip Seymour Hoffman), en la primera escena citada, hasta el momento del atraco, y los dias posteriores al mismo. Y con saltos de perspectivas, sobre todo, relacionadas con la de su cómplice en el robo, su hermano Hank (Ethan Hawke), y la de su padre, Charles (Albert Finney), y en ocasiones, viendo una misma situación desde diferentes ángulos o en diferentes momentos de esa circunstancia.

No es un juego posmoderno de mero alarde formal, sino que incide en esa compleja y huidiza condición de la que está hecha la realidad, dependiente tanto de los ángulos desde los que se mira, como de qué manera está condicionada por un pasado, en donde la implacable figura del padre es tan decisiva tanto como concreto padre como emblema de la entraña de poder de esta sociedad (o un ejemplo de uno de esos dioses que rigen nuestra encubierta dictadura económica: el plan de Andy no solo se funda en la conveniencia de quien se ha acostumbrado a vivir un elevado nivel de vida con desorbitado gasto, o derroche, sino en el resentimiento con respecto a un padre por el que no se ha sentido ni querido ni respetado; un padre como el que no quisiera ser). La dislocación estructural es reflejo de una realidad (tan aleatoria como enquistadamente predeterminada), y de la misma entraña de esa maraña de emociones en las que se definen las relaciones (presa de congestiones y resentimientos, delatados en esas contracciones o espasmos que sacuden las transiciones entre secuencias), como, también, de como lo inesperado puede teñir de trágica condición los intentos de cruzar el umbral hacia el espacio de los privilegiados. Si la primera secuencia representa la gestación, en un escenario de reflejo y frustración, de cariz diferente para Andy y su pareja, Gina (Marisa Tomei), la segunda nos narra el mismo atraco, la resolución de la idea, por parte de un hombre encapuchado, con sus fatales consecuencias, en donde se encadena un imprevisto tras otro. La idea nace en el espejo, en el reflejo ensimismado que quiere verse, pero la imagen que devuelve no sino un vidrioso desastre. Ciertamente, la vida puede ser un rostro encapuchado, que al quitárselo descubrimos su abismal condición.

La música de Carter Burwell asocia con el cine de los Hermanos Coen, en particular Fargo (1995), con esa circunstancia en la que los planes de los personajes, motivados por la frustración, se ven contrariados por los imprevistos. Andy no cuenta con que Hank, por su inexperiencia, vaya a recurrir a un amigo, Bobby (Brian F. O'Byrne), y que sea éste, y no Hank, quien perpetre el robo, ni que porte un pistola realmente cargada, ni que, como excepción, ese día sea su madre, Nanette (Rosemary Harris), la que se encuentre en la joyería porque la dependienta habitual se encontraba cuidando un nieto durante las primeras horas del día. No sólo no se materializa lo que se planeaba, sino que las consecuencias son imprevistamente mucho más trágicas, ya que el frustrado atraco concluye con la muerte del atracador y la madre de Hank y Andy. Durante el desarrollo de esa estructura narrativa que se asemeja a una maraña embrollada, se advertirá cómo ya el desastre estaba anunciado en el pasado. Las circunstancias presentes, resquebrajadas, tenían su raíz en aquello que representa la sociedad de la opulencia, que cría seres insatisfechos, porque no tienen o no les es suficiente lo que tienen, o se afirman en su resentimiento con respecto a sus precedentes, como la figura paterna (como es también el caso del magnate farmacéutico, interpretado por Michael Stulhbarg, en la excelente serie Dopesick, 2022, cuya principal motivación es superar, en riqueza, a su padre, aunque el medio para conseguir ese logro sea la actividad fraudulenta).
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Los mismos hermanos (que no lo eran en el guion original de Kelly Masterson; fue ocurrencia de Lumet) son dos extremos emblemáticos de aquellos que quieren acceder a su trozo de cielo. Andy es el ejemplo del derrochador, del que quiere disponer de más, aunque disfrute de ingresos más que generosos, realizando trapicheos en su trabajo como agente inmobiliario (¿pero realmente qué ha construido con su vida?), y adicto a las drogas (fabulosa, y sintética, esa secuencia en la casa del traficante, contemplando, en largo plano picado general, el amplio horizonte de rascacielos). La insatisfacción, como un agujero imposible de suturar en su interior, define su vida. Andy quiere sustraer lo que es de su padre porque es una manera de contrarrestar lo que siente que su padre le sustrajo a él. Hank, en cambio, es el que está atrapado en las carencias, preso de deudas, aquel que es calificado como perdedor incluso por su pequeña hija porque no logra levantar el vuelo (debe tres meses de pensión a su esposa y no dispone del mínimo dinero para pagar una excursión a su hija), sin saber cómo salir de la prisión de adversidades y precariedades en la que se ha enmarañado, o escombrado, la habitación de su vida (un admirable plano general en leve picado: en un bar, Hank descarga su frustración con la bebida; intenta levantarse pero no puede mantenerse en pie y vuelve a sentarse: siguiente plano: yace en la cama, como un cuerpo varado). Sin olvidar a la esposa de Andy, Gina, entremedias de ambos hermanos, un entremedias que es toda una significativa declaración de principios, por reflejo y por activa. De modo significativo, poco a poco, como quien va escarbando las capas de la cebolla, cobra relevancia gradualmente la figura del padre, como raiz y condición fundamental de los espejos en los que se miran los hijos, todo un creador de fatales espejismos. El título de la película hace referencia a un dicho irlandés que señala que goces lo que puedas del breve tránsito en el cielo, y estate preparado, porque luego mejor te atienes a las poco risueñas consecuencias. Y es que el Cielo de esta sociedad es un espejismo hecho de arenas movedizas.

Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
23 de julio de 2022 3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Lord Jim, la película, pertenece a otro tiempo, aquel en el que podrían conjugarse unas bellas imágenes serenas sostenidas sobre unas oscuras turbulencias. El Clasicismo dejaba entrever sus fisuras sin dejar de confiar en la potencia de unas formas armónicas que ofrecían, como contraste, una sensibilidad que parecía condenarse a la extinción. La misma que representa el personaje de Lord Jim. Una integridad, de mirada, de lenguaje, y de actitud, que se fusionaban en un estilo y en un personaje, en la mirada de ambos. Una plenitud que es a la vez desgarradura. Un relato que crea la ilusión de sentido, y a la vez deja entrever el sinsentido y el fracaso. Un logro que además afirma una imposibilidad. Afirmación y negación conviven en una paradójica relación de plenitud. Jim representa la mirada que se pierde y rastrea entre las sombras y marañas (de sí mismo). Peter O’Toole aportaba al personaje las resonancias y reminiscencias de otro complejo y atormentado personaje, escindido en sí mismo, el que encarnó en Lawrence de Arabia. Curiosamente, en ambos casos, la primera opción fue Albert Finney. En Lord Jim, O´Toole se involucró con su productora, como también fue la primera producción de Brooks, quien ya en otra de sus grandes obras El fuego y la palabra (1960), había dispuesto del control del montaje final por primera vez. Sería su etapa más fructífera. Brooks, encadenaría una serie de espléndidas obras, como Los profesionales (1966), A sangre fría (1967), Con los ojos cerrados (1969) y Buscando al sr. Goodbar (1977) o notables, como Dólares (1971), Muerde la bala (1975) y Objetivo mortal (1982).

¿Quién es Lord Jim, traducción del sobrenombre de Tuana Jim, con el que le bautizan los nativos de Patusan, ficcional país de los Mares del Sur, para el que Conrad se inspiró en cierta zona de Borneo? ¿Son esos ojos azulados como el mar, pero debatiéndose en una tormenta que no tiene fin en su interior? La voz que nos presenta a Jim, la de Marlowe (Jack Hawkins), se refiere a él como uno de los nuestros, uno de tantos que erran por esos mares del Oriente pero que a la vez es único, excepción que es emblema, o lo que pudieran ser, expresión que será repetida en dos ocasiones más, cuando es censurado por su superior por hacer pública su vergüenza tras abandonar encallado en una tormenta el Patna (en vez de haberse consumido en su verguenza en privado sin que afectara a la imagen del nosotros, el resto de los oficiales marinos), y cuando los nativos de Patusan le agradecen que les haya liberado de la opresión de El general Ali (Elli Wallach) y de sus secuaces. Símbolo de vergüenza y símbolo de liberación. Traidor y héroe. Y, en medio, la vida que es tormenta, pero ¿Qué sabemos de las tormentas de nuestra mente, cómo nos enfrentamos a ellas?

En los primeros pasajes, a través de una narración elíptica, la voz de Marlowe, cual narrador, nos guía en la presentación de Jim, desde que es un cadete marino, y luego primer oficial bajo sus ordenes, con sus sueños románticos (novelescos e idealizados) de aventuras en las que actúa y reacciona como héroe (resuelto, determinado) ante cualquier contingencia y conflicto. Pero la realidad colisiona con los sueños; qué difícil es que se conjuguen. Jim se enrola en un desvencijado barco, el Patna, que traslada a cientos de musulmanes en peregrinaje hacia la Meca. Y una tormenta le deja en evidencia. A diferencia de sus superiores y compañeros oficiales, que al temer el naufragio no dudan en preocuparse solo de su propia suerte, y arrian un bote, Jim sí se preocupa de resolver el problema cuando el barco encalla, así como de la vida de esos peregrinos. Siente que son su responsabilidad, mientras que a los otros, seres sin conciencia, les da igual. Jim no es capaz de reaccionar como quisiera, y acaba en el bote con ellos, abandonando a los peregrinos a su destino. Para su vergüenza descubrirán al llegar a puerto que el Patna no naufragó. Jim sí tiene conciencia, por lo que no se esconde, y reconoce públicamente, y pone a juicio, su irresponsabilidad y falta de valor. Asume la condena o desprecio, porque él mismo ya se ha juzgado. Fue vencido por su miedo. Jim se convierte en una sombra errante por los puertos, realizando diversos trabajos sin ningún realce. No es nadie, no es nada, es uno más. Debe penar su falta, su carencia de personalidad y determinación.

Pero el azar posibilita que surja una segunda oportunidad (en paralelo al abandono de la voz narradora, ahora el relato fluye sin guía interpuesta). En esta ocasión, sí es capaz de reaccionar cuando un bote con mercancías de un comerciante, Stein (Paul Lukas), comprometido con las injusticias, sufre un intento de sabotaje. Con decisión, en vez de preocuparse solo de su vida, apaga las llamas. Pero aún queda otro tipo de llamas dentro de él. Un solo gesto no es suficiente para conjurar los fantasmas a los que no supo enfrentarse en aquella tormenta. No hay manera de que abandone su condición de espectro en vida (con esa lacerante sombra de culpa o verguenza que le pesa), aun cuando se le dé la oportunidad, al transportar unas mercancías a Patusan, de enfrentarse a aquellos, al mando de Ali, que intentan sojuzgar a otros. Resiste la tortura a la que le somete Ali, y tras lograr escapar, conduce a los nativos en su lucha contra el opresor, que culmina con la victoria, pero las sombras siempre estarán ahí. No dejará de estar a prueba, porque aún puede sufrir momentos de parálisis por el miedo (como en cierto lance de la batalla).
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Por otro lado, la mezquindad y la crueldad humana seguirán amenazando con su falta de escrúpulos. Por mucho que confíe, y actúe de acuerdo a su sentido de la integridad y la justicia, aquellos que son su reverso seguirán actuando de acuerdo a sus aviesas y retorcidas mentes. Y qué más elocuente reverso que Brown (con el que James Mason crea otra de sus inmensas interpretaciones), una aguda ave rapaz vestida completamente de negro, una figura oscura, incluida su barba y su singular bombín. Alguien, como dice otro personaje, que ha matado más que la peste bubónica. Ante una figura así, que es lo mismo que decir ante unas tumescentes inclinaciones humanas hacia la carencia de escrúpulos que no podrán ser sometidas ni extirpadas por mucho empeño que se pongan, porque se encarnarán en otros rostros que den carne a la depredación y la crueldad humana, cómo se puede combatir. Si uno cede, y usa sus mismas armas, traiciona su integridad, y si confía, si uno es consecuente con uno mismo, propiciará el dolor, las trágicas consecuencias en los suyos (no crea inmunidad ante quienes no saben de escrupulos), porque el reverso oscuro no se pliega ante la razonable y compasiva integridad. Su bienintencionado propósito de evitar el enfrentamiento violento, y su generosidad compasiva, no logrará eludir la violencia de quienes, en cambio, actúan con doblez y retorcimiento.

Así que sólo resta el sacrificio, el gesto que afirma la nobleza, la consecuente empatía, aunque implique su propia muerte (de ahí que en esa hermosa secuencia final, cuando se ofrece sacrificialmente: su mirada, cuando contempla el cielo, los pájaros, los rostros de quienes le rodean, más que una despedida parezca, de nuevo paradójicamente, un saludo, una afirmación de vida, de discernimiento de lo que es luz de vida). Es lo que implica actuar de acuerdo a la ética, algo tan excepcional que está destinado inevitablemente a desaparecer. Y ese es el auténtico heroísmo (evoquemos aquí el final de la magistral Grupo salvaje (1969), de Sam Peckinpah, con no lejanas resonancias afines). Una nobleza con sentido del sacrificio que resulta incómoda o perturbadora de seguir como ejemplo, o que suscita la perplejidad, sino la irrisión (como si fuera un masoquista que no acepta la comodidad de las concesiones, ni consigo mismo, y prefiere sufrir por ser consecuente con su forma de sentir, habitar, y mirar la realidad). Unos ojos azulados, como el mar, que no ocultan, porque son conscientes, las turbulentas corrientes y tormentas que dominan al ser humano, pero que no ceja de enfrentarse a ellas, aunque implique su desaparición, con la sensible firmeza como voluntarioso timón.

Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
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