Tan insulsa como falsaria, esta película rezuma quiero y no puedo por los cuatro costados. Alguien debería explicarle a sus perpetradores (otra vez) que no basta con un envoltorio de (supuesta) sutileza británica aristocrática, una música melancólica y unos personajes tan prototípicamente manoseados para hacer una obra digna.

Avanza el metraje y, más allá de consabidas escenas de british high class, uno se aburre cual ostra en bandeja de plata observando que los personajes sufren (eso dicen), sin que se sepa exactamente por qué; si fuera una película surrealista podríamos, al menos, esperar un giro de absurdo que nos hiciera reír, pero la cosa no pasa del enésimo aburrimiento de un tipo de cine que ya hemos visto tantas veces que huele a estafa.

No hay emoción en ninguno de los personajes, en ninguna de las escenas, en ningún plano. No hay emoción ni en el traje de tweed ni en la copa de sherry. No hay nada, más que un soberano coñazo.

El veterano y prolífico Hathaway filmó probablemente su mejor película con esta maravillosa historia que supuso, además, una fabulosa ocasión para el icónico John Wayne como máximo actor de western. Una excelente película que, lejos de caer en manierismos y los tópicos del género, muestra unos personajes inolvidables que aportan auténticas novedades a un género que, en su momento, podía parecer caduco. Profundidad en los caracteres, diálogos trabajados y llenos de ingenio, una historia emocionante y un final épico hacen de este filme un clásico imperecedero.

Érase una vez un chaval que se llamaba Paco Plaza y que desde niño solo quería ser una cosa de mayor: director de películas de miedo. Como era un tipo muy pesado, estuvo erre que erre hasta que lo consiguió. Y un buen día tuvo una idea original (ejem, ejem...) e hizo "Rec", que gustó mucho y fue muy celebrada. Y entonces, como el chico -ya lo hemos dicho- era muy "pesao, pesao", consiguió hacer otra (Rec 2) y le salió un truño; como era muy "pesao, pesao", hizo otra (Rec 3) y le salió un pestiño; como era muy "pesao, pesao", hizo otras cosas (...) y le salieron otros bodríos. Y en 2017, como -ya saben- era muy "pesao, pesao" hizo otra película a la que llamó "Verónica", y le salió ... otro coñazo.
Continuará...

Una idea original y un planteamiento brillante, pero le falta solidez; pereciera como si hubieran parido la película sin haber esperado el tiempo necesario de maduración, el embrión no ha pasado el período de gestación preciso. Dicho de otro modo: le falta trabajo previo, quizás horas y, desde luego, talento. Si el director hubiera sabido destilar el humor corrosivo y la mala leche que contenían las películas de su padre (J. L. García Sánchez) otro gallo hubiera cantado. Con todo y con eso, queda algo, un rescoldo de gracia y una brizna de cinismo.

Se entiende perfectamente que, tanto a críticos como a espectadores, les cueste ver con ojo crítico una obra evidentemente muy menor del genial Ford; pero, señoras y señores, esto es lo que hay: una película por la que el paso del tiempo ha pasado como el monzón en una isla del Pacífico dejando solamente una historia tan cursi y almibarada que da grima contemplarla, con unos personajes que, de acartonados y ñoños, resultan sencillamente insoportables. Una narración, además, francamente mejorable, que adolece de principio a fin de falta de tensión, de ausencia de emociones más allá de la plastificada historia de amor entre los protagonistas (historia que ni conmueve ni interesa). Todo adornado con un presunto humor que, visto ahora, explica que en su momento la película fuera un fracaso.
En suma, una de las peores obras de Ford. Aburrida, repelente... mala.