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Críticas 98
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
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4 de octubre de 2017 Sé el primero en valorar esta crítica
El guionista y director Fernando León de Aranoa (Madrid, 1968) nos ha ofrecido, a través de sus películas, una panorámica naturalista de la realidad social más cercana a lo largo de un trayecto que abarca las dos últimas décadas. Desde la necesidad del ser humano por superar la soledad a la que nos aboca el individualismo imperante (Familia, 1996), las marginalidades que se fabrican en tanto en los suburbios urbanos (Barrio, 1998) como en las reconversiones laborales (Los lunes al sol, 2002), hasta esa mirada comprensiva por las personas más pisoteadas por la comunidad, sean prostitutas (Princesas, 2005) o sirvientas inmigrantes (Amador, 2010).
En su última película, Un día perfecto, abre el objetivo y cambia de registro para acercar al espectador a la dimensión de un escenario de resonancias y valores más globales. No sólo porque la historia se ambiente “en algún lugar de los Balcanes en 1995”, a punto de poner punto y final a un ignominioso conflicto en la desarrollada Europa; también por contar con un reparto internacional de lo más cosmopolita, que de alguna manera trata de captar la composición multirracial del grupo de cooperantes en los que se centra la acción durante las poco más de veinticuatro horas a que hace referencia el propio título.
Un día perfecto está muy bien filmada (la mejor del director), y, aunque en determinados momentos el pulso narrativo se ralentice algo, despunta en el panorama de la producción cinematográfica española, aunando suficientes elementos para satisfacer a los espectadores más inquietos; ofrece diferentes lecturas para intentar acercarnos a la naturaleza de los conflictos armados (tan innecesarios como aberrantes) desde una perspectiva innovadora, como una prolongación de las propias estructuras de las instituciones que anidan en los despachos del poder. Para ello, el director se sirve de una nimiedad tan simple como eficaz: tras dedicar un día para conseguir una cuerda con la que sacar un cadáver de un pozo de agua, imprescindible para el suministro a la población, el alegato a la “legalidad” nos sitúa frente a los hipócritas escudos gubernamentales a través de los que se miran las guerras y los sufrimientos que éstas ocasionan. ¡Menos mal que al final la Naturaleza, por ahora, puede con todo! Y si no, durante la proyección podemos recrearnos con la extraordinaria banda sonora de gente tan dispar como Camarón, Marilyn Manson, Bruce Springsteen o Lou Reed, cuyo tema final “There is no time” nos sujeta a la butaca hasta que terminan los títulos de crédito.
Como es habitual en el cine del director, los personajes están muy bien delineados a través de sus diálogos, perfectamente completados por las composiciones que realizan actores de la talla de Benicio del Toro y Tim Robbins, cuya capacidad para hacerse creíbles, con todas las servidumbres de la propia esencia del ser humano, está más que demostrada. Además, destaca especialmente la dirección de arte, que convierte los escenarios de nuestro país en una perfecta clonación de la Región Balcánica. En esta recreación destaca el papel de un hotel abandonado en mitad del trayecto de la antigua Nacional III; el Claridge pasó de ser parada obligatoria en el viaje desde Madrid a Valencia a verse abocado a una lenta agonía desde mismo el momento de la inauguración de la A-3. Ahora abre momentáneamente sus puertas para acoger un centro de operaciones de los Cascos Azules durante la Guerra de los Balcanes, plagado de tanquetas militares y uniformes de camuflaje calados con la boina celeste; en sus ajados salones asistimos a una conferencia a cargo del oficial al mando, y por sus estancias pululan los responsables de la Organización No Gubernamental para la que trabajan los cooperantes de la historia. Aunque la escena se sitúa prácticamente al inicio del film, las imágenes se grabaron al final, en mayo del año pasado, lo que sirvió para que las declaraciones de los protagonistas, que forman parte del material promocional, se realizaran con el Hotel Claridge como telón de fondo.
4 de octubre de 2017 Sé el primero en valorar esta crítica
Enrique Gato (Valladolid, 1977) ha aparcado temporalmente el personaje de Tadeo Jones, que tantas satisfacciones ha reportado al cine de animación hispano, y cuya secuela llegará inevitablemente en un par de años, para embarcarse en una nueva aventura protagonizada por una saga familiar de astronautas de la NASA dispuestos a reconquistar la Luna, casi medio siglo después de que Neil Armstrong diera “un gran paso para la Humanidad” por delegación de los Estados Unidos de América, el mismo discurso que sirve a los guionistas para cerrar una la película cuyo objetivo se centra en las taquillas del imperio de la industria cinematográfica.
La única pega que se le puede objetar a Atrapa la bandera deriva directamente de su éxito previo. El hecho de haber conseguido un contrato con un gigante de la distribución como Paramount, por una parte le garantiza su presencia en las pantallas de todo el mundo, pero por otra ha focalizado tanto los personajes como la historia hacia los valores más allegados del público medio norteamericano, como la cohesión de la familia, el patriotismo esquematizado en lienzos de tela con barras y estrellas, la tendencia a fomentar la rivalidad desde la infancia o ese regusto por los mega-villanos extravagantes, en este caso encarnado en el millonario de aires texanos Richard Carson III, escondido tras la voz de Dani Rovira y cuyo lema “sé un pillo si eso te llena el bolsillo” no deja de tener su miga y su guasa en la escala de valores predominantes de la sociedad actual.
Por otra parte, este título viene a refrendar el talento, la capacidad técnica y la calidad del cine de animación español, pues la película alcanza niveles equiparables a las mejores superproducciones de un género que ha superado ampliamente sus tradicionales enfoques infantiloides. En este sentido Atrapa la bandera funciona como una maquinaria de precisión, resulta entretenida y divertida a partes iguales, equilibrando las escenas de acción con los momentos emotivos, bien salpimentados a lo largo de un metraje que en ningún momento resulta excesivo o pesado.
Para desarrollar la historia de una familia de astronautas (significativamente apellidados Goldwing) destinados a convertirse en héroes, el director ha conformado un ramillete de personajes bien moldeados, a mitad de camino entre el estereotipo general y el arquetipo singular y que conforman los principales mimbres de un cesto donde no falta la apuesta por una próxima presidenta de los Estados Unidos, aunque no tenga los rasgos de Hillary Clinton.
4 de octubre de 2017 Sé el primero en valorar esta crítica
El cine de catástrofes ha llegado a conformar casi un subgénero cinematográfico a partir del éxito del film Aeropuerto (George Seaton, 1970), a cuya estela los espectadores sufrieron todo tipo de desastres que, al menos, servían para recuperar viejas glorias de Hollywood: terremotos (Terremoto, Mark Robson, 1974), naufragios (La aventura del Poseidón, Ronald Neame, 1972), incendios (El coloso en llamas, John Gillermin, 1974), meteoros (Meteoro, Ronald Neame, 1979), volcanes (El día del fin del mundo, James Goldstone, 1980) y todo tipo de plagas y ataques extraterrestres hasta llegar al fin del mundo predicho por los mayas en 2012 dirigida por el alemán Roland Emmerich. Hasta el director Juan Antonio Bayona logró un éxito internacional sin precedentes para el cine español con Lo imposible (2012), donde recreaba la odisea de una familia durante el tsunami que arrasó Tailandia a finales de 2004, película con la que esta San Andrés guarda más de un paralelismo argumental, aunque en el desarrollo todo se haya supeditado a la perfección alcanzada en las recreaciones de los destrozos mediante efectos digitales.
La película se centra en un hipotético y devastador terremoto provocado por la Falla de San Andrés, una fractura geológica de casi 1.300 kilómetros que, por cierto, ocasionó en 1906 un terremoto que también tuvo su película tres décadas después con el título San Francisco, protagonizada por Clark Gable y Spencer Tracy. Lo que en aquel clásico era tensión dramática se trasforma en San Andrés en un inventario de clichés al servicio de unas imágenes que al menos consiguen el objetivo de acercar al espectador al epicentro de un seísmo (sensación acrecentada en la versión 3-D) que se prolonga durante prácticamente todo el metraje de la película, y que exponen a los personajes en tesituras cada vez más imposibles y cada vez menos sorprendentes, pues todos sabemos el final de la historia, y no me refiero al último plano con la ciudad de San Francisco totalmente arrasada y con una gigantesca bandera de barras y estrellas ondeando sobre las ruinas del emblemático puente Golden Gate. El patriotismo es lo primero, y parece que da dinero; también el otro mensaje de la película: la familia que permanece unida y lucha junta por sobrevivir resulta invencible es ya un clásico del “american way of life”.
Menos mal que a pesar del protagonismo absoluto de la estrella norteamericana Dwayne Johnson, cuyo rostro parece una fotocopia en blanco y negro (o de expresiones reducidas) de las facciones del gran Buzz Lightyear, en la más interesante trama paralela podemos asistir al esfuerzo de Paul Giamatti por salvarnos de la debacle total desde su papel de director del laboratorio de sismología de Caltech; aunque la escena más insólita tenga lugar en un restaurante donde se citan la novia y exesposa del villano de la función, interpretada por la cantante australiana Kylie Minogue, en una de sus escasas apariciones cinematográficas, la pena es que su papel se reduce a esta única y breve secuencia donde ni tan siquiera canta.
4 de octubre de 2017 Sé el primero en valorar esta crítica
La cima de la comedia española la alcanzó el tándem Berlanga/Azcona con Plácido (1961), una esperpéntica historia coral filmada en planos secuencias que se iba a titular “Siente un pobre a su mesa” y que debería haberse filmado en Cuenca, donde el hermano del director regentaba la Posada de San José. La ciudad de provincias de aquella historia era un reflejo de las costumbres de esta tierra, muchos de cuyos pueblos han perpetuado el reparto de la “caridad” en sus citas festivas, como residuo de una tradición que permitía a los pobres comer el día del patrón gracias a la misericordia de los más pudientes. Finalmente, el productor Alfredo Matas arrimó la sardina de Plácido a su ascua catalana y la película se ambientó en Manresa (!).
El éxito comercial de títulos como Tres bodas de más, con más merecimientos que reconocimientos en taquilla; Ocho apellidos vascos, un fenómeno social incontestable a mayor gloria de un hallazgo llamado Dani Rovira; y Perdiendo el norte, avispado acercamiento a la nueva emigración a Alemania, ha vuelto las cámaras de cine españolas hacia la comedia de corte costumbrista. En Hora o nunca la directora catalana María Ripoll (Barcelona, 1964) intenta repetir triunfos mediante un acercamiento casi mimético a las comedias románticas de estilo norteamericano, caracterizadas por estar basadas tanto en el gracejo y la seducción de sus intérpretes como en unos contenidos sociales y culturales asépticos desde el punto de vista narrativo, por otra parte, muy cercano a la realización televisiva.
Para cumplir objetivos, Ahora o nunca cuenta con dos valores seguros. Dani Rovira ratifica el gran potencial de su chispa humorística, un don innato que deja ver a un heredero natural de los grandes comediantes de la escena y la cinematografía españolas; gran parte de la película está sustentada sobre los pilares de sus más o menos divertido talento e ingenio, muecas incluidas, en ocasiones al servicio de situaciones potencialmente ocurrentes y parcialmente extraviadas. La otra mitad de la naranja de esta boda inacabable en la campiña inglesa la compone la inaguantable sugestión de María Valverde, ante cuyo encanto no hay cámara que resista un primer plano.
4 de octubre de 2017 Sé el primero en valorar esta crítica
Michael Crichton (EE.UU., 1942-2008) comenzó a escribir literatura de consumo bajo diversos pseudónimos al objeto de pagarse los estudios de medicina. En 1969 publica su primera novela superventas, que no tarda en adaptarse a la gran pantalla (La amenaza de Andrómeda, Robert Wise, 1971). Su primer paso como director de cine lo efectúa con un guion propio que aglutina muchas de las constantes que más tarde desarrollará en Parque Jurásico; la acción de Almas de metal (Westword, 1973) se ambienta en un parque de atracciones donde los visitantes pueden interactuar con robots perfectamente diseñados, cuando estos empiezan a fallar provocan una situación de pánico incontrolable (¿les suena?, si sustituimos los androides por dinosaurios…).
Aun intentaría Crichton otra aventura cinematográfica adaptando su propia novela de ambiente victoriano El primer gran robo del tren (1979), con Sean Connery aspirando a superar su encasillamiento de James Bond. Afortunadamente, el escritor se centró en sus labores literarias, y cuando imaginó que el desarrollo de la ciencia permitiría reconstruir el genoma de un dinosaurio, regresó al parque de atracciones, ahora plagado de animales jurásicos, permitiendo la coexistencia de los humanos con especias extintas hace sesenta millones de años. La historia estaba servida, y sería el Midas del Cine Steven Spielberg el ilustrador más dotado para aplicar los avances de la animación digital a la resurrección de dinosaurios en Parque Jurásico (1993), un éxito comercial sin precedentes que conoció dos secuelas, la última (Jurassic Park III, 2001), con Spielberg ya relegado a labores de producción, la misma función que se ha reservado para esta cuarta entrega.
Podría cuestionarse el interés por volver, de alguna manera, al origen con esta nueva entrega miméticamente titulada Jurassic World, pero a la vista de la necesaria reactivación que ha supuesto para la últimamente algo depauperada taquilla, tan necesitada de títulos de éxito, huelgan las consideraciones y valoraciones fílmicas. Lo cierto es que el casi debutante director Colin Trevorrow readapta los mismos esquemas argumentales del primer original, evidente con menos gancho que su mentor y productor, pero con mayores dosis de violencia explícita como estigma delator de la evolución experimentada por las historias que nos sirve la industria cinematográfica. Magníficamente servida por unos efectos cuyo único límite está en la imaginación de los creativos y diseñadores de producción, capaces de dar vida al Indomitus Rex, una nueva especie de dinosaurio configurado mediante ingeniería genética, convertido en el malvado de la función, mucho más inteligente y letal que su antecesor Tiranosaurus Rex, aunque a los conquenses siempre nos quedará la ingenuidad y encanto del Gwangi creado por el mago de los efectos especiales manuales Ray Harryhausen.
Respecto al reparto, el héroe encarnado por Chris Platt, gana mucho en presencia fisonómica respecto al a Jeff Godblum, lo que encandilará al público juvenil, pero por el camino se ha dejado la ironía y socarronería del personaje original. El malo encarnado por Vincent D’Onofrio, embutido en la historia de manera tan forzada como inverosímil, tiene gracia por su militarismo jurásico con fines armamentísticos: su objetivo es crear dinosaurios inteligentes para ser empleados en la guerra contra los infieles.
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