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Críticas 123
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
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12 de septiembre de 2015 3 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Es una película Indie. Es decir, una de esas que narran el reverso del sueño americano con una realización un poco desangelada y con la incomunicación como lema. Y eso que el director se marca algunos montajes paralelos extraños y alguna secuencia onírica para enunciarse como artista. También hay secuencias en las que Manglehorn cambia una bombilla, más que nada porque se ha fundido.
Lo mejor de todo es que está Al Pacino, mi actor favorito, que sabe hasta cambiar una bombilla con elegancia, al que han conseguido embridar su tendencia a la sobreactuación. Y eso que hasta sobreactuado, Pacino es grande. Pacino interpreta a un sesentón cuya familia está rota: él está separado, igual que su hijjo, un hijo que ha elegido el camino que su padre no quería para él, el de broker obsesionado con la posesión, mientras que Manglehorn, el protagonista vive con una sencillez espartana aliviada por tres pasiones. Su nieta es su mayor conexión con la humanidad y su gata persa blanca su compañera de piso. Pero el principal drama de su vida es que vive anclado en el pasado. Ha construido un altar -literalmente- con la memoria de una novia de juventud, que le impide vivir el presente, anclado en un pasado idealizado que ciega la felicidad que tiene al alcance de la mano con el personaje interpretado por Holly Hunter.
El fantasma del fin de ciclo existencial, de la muerte, del suicidio por inanición emocional recorre cada plano. Siendo un film indie nos tememos lo peor. Manglehorn deja abierta la posibilidad de lanzar al mar su pequeño barco y dejarse morir. No obstante…
10 de diciembre de 2014 3 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Esta película está fijada en el imaginario colectivo como el relato de una caída al abismo. La del señor Rath, profesor autoritario de Inglés y Literatura en el liceo de una ciudad alemana, engatusado por la belleza de Lola Lola, la sensual atracción del local “El angel azul”. Pero la película adopta un tono de comedia, de vodevil en ocasiones, que mantiene hasta más allá de la mitad del metraje.

Sólo a partir de entonces, el profesor se irá convirtiendo en un pelele, en un payaso literal, en las manos de Marlene Dietrich.

 El icono de su cínica belleza rubia, envuelta en luces evanescentes, en un escenario colmado de personajes y atrezzo, se ha fijado como el peligro de la atracción de la carne. Desde entonces, Marlene Dietrich ha adoptado la misma actitud, su peculiar forma de caminar con los hombros corvados, los brazos en jarras, seduciendo contra su voluntad, como si fuera su sino, con desgana de su propia belleza. 

La película comienza amable, con tono de comedia, con un profesor severo que saca su pañuelo y se suena cómicamente ante toda la clase. El profesor reprende a sus alumnos su superficialidad, los sigue hasta el Angel Azul, donde él mismo queda prendado de lo que censura a sus alumnos:



-¿Qué busca aquí? ¡Confiese!

-Lo mismo que Usted, profesor.



Poco a poco su pasión le hace perder su respetabilidad, el control de la clase, y su empleo. Un travelling de retroceso de Emil Jannings, solo en su aula vacía, marca el comienzo de su exilio social. Tras un par de excelentes elipsis, Lola Lola va convirtiendo al profesor, literalmente –e intuimos que no es la primera vez-, en un payaso. El profesor pierde su antiguo rol y pasa a formar parte de ese universo de cómicos, domadores y forzudos, del que jamás hubiera soñado formar parte.













Tras cinco años de degradación, el antiguo profesor se maquilla como el payaso triste en que se ha convertido. Ese proceso de maquillaje, que Jannings interpreta con intensidad de ausente, representa la infamia de su conversión en alivio cómico del número de magia que prácticamente cierra la película.


SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
En el último plano, Inmanuel Rath vuelve a su antigua escuela y se aferra en rigor mortis a la mesa que ocupó durante años, entonces, Sternberg repite el travelling de retroceso mientras doblan las campanas, como si supieran que ha muerto el agotado profesor.
18 de noviembre de 2012 3 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Ang Lee está sobrevalorado. Sobre todo sus primeras películas. Es cierto que tratan temas difíciles. El banquete de boda se enfrenta valientemente con la homosexualidad, el choque de culturas, la emigración o el salto generacional y no sale muy mal parada en retratarlo. Lo que creo es que lo hace con un cine mal actuado, no muy bien rodado, al que no le ha sentado muy bien el paso de los años y que no engrana bien el cruce de géneros. Por momentos es una comedía que pasa a tener tintes de melodrama y luego parece slapstick y que, hacia al final, fuerza algo parecido a un final feliz.

No estoy diciendo que sea una mala película, sólo que mantengo la sensación de que Ang Lee está sobrevalorado.
31 de agosto de 2017 2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Juan Cobos decía que era significativo que en dos años coincidiesen en cartelera tres películas con el mismo tema: el desamparo de los ancianos en el contexto de la posguerra. Un año antes de Cuentos de Tokio -en 1952- se estrenaba Ikiru de Akira Kurosawa y Umberto D de Vittorio De Sica. Las tres películas narran la desaparición de la familia extensa, aquella en la que conviven todas las generaciones, que da paso a la familia nuclear, que solo consta del matrimonio e hijos. La incorporación forzosa de las mujeres durante la II Guerra Mundial al entorno laboral, y la emigración a las capitales en busca de trabajo especializado, dejaba atrás un mundo en el que la presencia de los abuelos en las familias era algo habitual para convertirlos en un estorbo distante y más o menos entrañable.
Con esa dramaturgia oriental que tan distante se nos hace a los que nos hemos criado en el cine convencional, Ozu narra con maestría el periplo de un matrimonio desde su ciudad natal a la casa de sus tres hijos y su nuera. Aunque la película no es maniquea, no subraya a los hijos como egoístas o crueles, el viaje sirve sobre todo para destacar su inmensa soledad.
Empecé a verla asombrado por el estatismo de la cámara, situada prácticamente siempre a ras de suelo, los saltos de eje constantes, que serían errores en otro contexto, los planos y contraplanos mirando a cámara, los insertos de un Tokio industrial y en construcción, las casas claustrofóbicas y la ausencia de estructura dramática al estilo occidental. Está uno como invitado a la vida átona de una familia. Pero, poco a poco, la emoción va en crescendo, y uno ya no se preocupa de la morosa gramática audiovisual y narrativa, y acepta el universo Ozu calado hasta el tuétano de ese fragmento de vida descarnada expuesto con mimo a nuestra mirada.
16 de octubre de 2015 2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Cuanto mayor me hago menos tolero el cine clásico. No es exactamente que no me guste: es que tengo que estar en un estado de ánimo tan particular, que pocas veces puedo con la lentitud del cine añejo. Pero Los niños del paraíso es una excepción, porque me parece más literatura que cine. Tiene que ver con la dama de las camelias, con Madame Bovary, la Naná de Zola, con la Albertina de Marcel Proust. Ese tipo de novelas francesas que tiene una mujer en el centro, una mujer que frecuentemente vive de su belleza, o que al menos quiere vivir ella, y que en la mayoría los casos lo consigue, aunque eso implique una posterior degeneración. En este caso las tres horas del metraje de la película giran en torno al personaje de Garance. Todos la quieren, todos la desean, y ella se deja querer y desear. Y entre Baptiste, el mejor mimo de París, y Frederick, el mejor actor de la capital, se genera un trío que acaba en cuarteto cuando aparece el barón que convierta a Garance en una apática mantenida.

Entre la pantomima y el teatro hay un juego de antecedentes del cine. La gente se entretiene con historias mudas o habladas, saltimbanquis y óperas. Cada uno al nivel del poder adquisitivo que tenga. Unos en palcos reservados y otros en el gallinero, allí arriba, lejos del escenario pero cerca del cielo, cerca del paraíso. Son Los niños del paraíso, las clases bajas a las que todos los cómicos quieren agradar, esos que heredaron el hábito del cine como pasatiempo barato y democrático.
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