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6,7
29.056
6
4 de octubre de 2017
4 de octubre de 2017
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El director Tom Hooper (Londrés, 1972), tras foguearse en diversas series televisivas, consiguió el sueño de triunfar a nivel internacional con su segunda película, la sobredimensionada El discurso del Rey (2010), tras la cual se embarcó en un proyecto de realización tan personal como pretencioso mediante la adaptación de Los miserables (2012), estimable intento de traspasar a la pantalla el éxito del musical en los escenarios de medio mundo, y que me transfirió la necesidad de acercarme a las fuentes literarias de un relato que no ha perdido empuje desde que Victor Hugo imaginase la terrible peripecia vital de Jean Valjean, uno de los grandes personajes de la literatura y, en ocasiones, del cine.
No debe extrañar que el británico haya decidido acercarse nuevamente a la recreación de una historia de superación personal en un entorno social y cultural adverso, prácticamente en el mismo contexto histórico de su gran éxito comercial, cuando bromeó con las dificultades discursivas del rey británico Jorge VI. La chica danesa nos acerca al testimonio de un joven matrimonio de pintores daneses que hace noventa años consiguieron triunfar, especialmente ella, lo que les llevó hasta el foco de la cultura, el París de los años veinte del siglo pasado, aunque el director decide centrar la atención en la evolución del joven Einar Wegener, en su proceso de cambio, la doble metamorfosis que va desde lo más evidente a lo más íntimo de la persona. En el cambio externo es necesario destacar la precisa y creíble labor del actor Eddie Redmayne, capaz de transformar a Einar en Lili Elbe con un pintalabios, un vestido y una peluca. De hecho, si no hubiera ganado el Oscar el pasado año dando vida a otro personaje de verdadero patetismo físico (Stephen Hawking en La teoría del todo) la próxima estatuilla llevaría su nombre; contando que este tipo de figuras atormentadas son muy del gusto de los miembros de la Academia de Hollywood.
Por encima de descubrirnos a la primera persona que se sometió a una intervención quirúrgica para cambiar de sexo, La chica danesa es la historia de un gran amor. Un amor más allá de convencionalismos y de prejuicios. El amor infinito de una mujer llamada Gerda Wegener, a la que la actriz sueca hasta la fecha desconocida Alicia Vikander presta su rostro, capaz de compartir las sombras en un viaje sin retorno hasta una clínica alemana, sin dejar de pintar cuadros de la persona amada hasta el final de su vida. Otra cosa, es que las emociones de este amor infinito y natural, fetichista y pasional, llegue al espectador a través de un envoltorio presentado con una factura impecable, en cuya creación hay que reseñar la labor en el diseño de vestuario de Paco Delgado, el único candidato español en la próxima ceremonia de los premios Oscar, además con bastantes opciones de ganar. A pesar de la a priori sugerente historia, y de esa pátina de qualité visual que la arropa, en mi caso La chica danesa supuso una experiencia poco estimulante, sin embargo para mi amada compañera de butaca supuso descubrir un amor maravilloso, incondicional y desinteresado que finaliza con un arrebato de emociones y alguna incontenida lágrima. Es la inaprehensible naturaleza del alma humana y el reflejo de la propia grandeza del cine, donde cada vez llegan más espectadores dispuestos a soñar.
No debe extrañar que el británico haya decidido acercarse nuevamente a la recreación de una historia de superación personal en un entorno social y cultural adverso, prácticamente en el mismo contexto histórico de su gran éxito comercial, cuando bromeó con las dificultades discursivas del rey británico Jorge VI. La chica danesa nos acerca al testimonio de un joven matrimonio de pintores daneses que hace noventa años consiguieron triunfar, especialmente ella, lo que les llevó hasta el foco de la cultura, el París de los años veinte del siglo pasado, aunque el director decide centrar la atención en la evolución del joven Einar Wegener, en su proceso de cambio, la doble metamorfosis que va desde lo más evidente a lo más íntimo de la persona. En el cambio externo es necesario destacar la precisa y creíble labor del actor Eddie Redmayne, capaz de transformar a Einar en Lili Elbe con un pintalabios, un vestido y una peluca. De hecho, si no hubiera ganado el Oscar el pasado año dando vida a otro personaje de verdadero patetismo físico (Stephen Hawking en La teoría del todo) la próxima estatuilla llevaría su nombre; contando que este tipo de figuras atormentadas son muy del gusto de los miembros de la Academia de Hollywood.
Por encima de descubrirnos a la primera persona que se sometió a una intervención quirúrgica para cambiar de sexo, La chica danesa es la historia de un gran amor. Un amor más allá de convencionalismos y de prejuicios. El amor infinito de una mujer llamada Gerda Wegener, a la que la actriz sueca hasta la fecha desconocida Alicia Vikander presta su rostro, capaz de compartir las sombras en un viaje sin retorno hasta una clínica alemana, sin dejar de pintar cuadros de la persona amada hasta el final de su vida. Otra cosa, es que las emociones de este amor infinito y natural, fetichista y pasional, llegue al espectador a través de un envoltorio presentado con una factura impecable, en cuya creación hay que reseñar la labor en el diseño de vestuario de Paco Delgado, el único candidato español en la próxima ceremonia de los premios Oscar, además con bastantes opciones de ganar. A pesar de la a priori sugerente historia, y de esa pátina de qualité visual que la arropa, en mi caso La chica danesa supuso una experiencia poco estimulante, sin embargo para mi amada compañera de butaca supuso descubrir un amor maravilloso, incondicional y desinteresado que finaliza con un arrebato de emociones y alguna incontenida lágrima. Es la inaprehensible naturaleza del alma humana y el reflejo de la propia grandeza del cine, donde cada vez llegan más espectadores dispuestos a soñar.
6
4 de octubre de 2017
4 de octubre de 2017
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Descubrir una película como Palmeras en la nieve, basada en la novela homónima de Luz Gabás, supone un doble ejercicio de nostalgia y evocación, ya que no es habitual que el cine español se acerque a una realidad histórica relativamente cercana para ambientar un relato en tiempos del último colonialismo patrio en el continente africano, lo que supone un esforzado ejercicio de producción al que no estamos muy habituados. Salvo los campos de cacaotal, que se ambientaron en Colombia, el resto de los decorados se construyeron en la isla de Gran Canaria, donde varios miles de figurantes dan a la película una pátina de superproducción bastante verosímil.
La película se desarrolla en dos momentos con cuarenta años y cinco mil kilómetros de distancia, y comienza en un valle del Pirineo oscense con el descubrimiento de una misteriosa carta que lleva a la protagonista (Adriana Ugarte) a buscar sus raíces en una plantación de la isla de Fernando Poo (actual Bioko en Guinea Ecuatorial), donde su padre y su tío se dejaron la juventud, hasta que fueron expulsados tras la independencia del país, en la segunda mitad de los años sesenta del siglo pasado. Un viaje que le descubrirá su propio pasado, pasado por el agua de una mágica cascada, y con ese polvo interracial sobre la arena de una playa virgen, tan estético visualmente como prescindible en el hilo de la trama, pero que seguro agradecen los espectadores, y las espectadoras, claro, a mayor lustre del vigoroso actor de color francés Djedje Apali, reconvertido por la magia del film en un galán bubi.
La mejor baza de Palmeras en la nieve y, sin duda, su mayor acierto, está en haber sido capaz de crear un contexto escénico y una realidad a tono con la atmósfera adecuada para envolver una historia de un amor en tiempos del colonialismo, con sus luces y sombras, especialmente la brutalidad de un régimen de explotación emparentado con la esclavitud, aunque este extremo adolezca de cierta simplificación que puede aparentar algo maniquea. Y es que el director Fernando González Molina, que había encandilado al público juvenil con el díptico del escritor Federico Moccia 3 metros sobre el cielo/Tengo ganas de ti, en esta ocasión no consigue extraer del protagonista de aquellas, Mario Casas, las múltiples emociones exigidas por un guion que le obliga a transitar por tres lustros de su vida, y de nuestra propia historia.
El notable éxito que está cosechando la película, que ha superado ampliamente el millón y medio de espectadores desde su estreno hace tres semanas, ratifica la disposición del público para disfrutar de este tipo de cine con la etiqueta de superproducción, aunque en algunos aspectos parezca un lujoso folletín histórico. En ocasiones como esta se echa de menos una realización con más garra y algún protagonista más dotado para transmitir a la historia la necesaria tensión dramática; quizá hubieran redondeado la función, pero ¿y la taquilla? Veremos si nuestra industria sigue la estela.
La película se desarrolla en dos momentos con cuarenta años y cinco mil kilómetros de distancia, y comienza en un valle del Pirineo oscense con el descubrimiento de una misteriosa carta que lleva a la protagonista (Adriana Ugarte) a buscar sus raíces en una plantación de la isla de Fernando Poo (actual Bioko en Guinea Ecuatorial), donde su padre y su tío se dejaron la juventud, hasta que fueron expulsados tras la independencia del país, en la segunda mitad de los años sesenta del siglo pasado. Un viaje que le descubrirá su propio pasado, pasado por el agua de una mágica cascada, y con ese polvo interracial sobre la arena de una playa virgen, tan estético visualmente como prescindible en el hilo de la trama, pero que seguro agradecen los espectadores, y las espectadoras, claro, a mayor lustre del vigoroso actor de color francés Djedje Apali, reconvertido por la magia del film en un galán bubi.
La mejor baza de Palmeras en la nieve y, sin duda, su mayor acierto, está en haber sido capaz de crear un contexto escénico y una realidad a tono con la atmósfera adecuada para envolver una historia de un amor en tiempos del colonialismo, con sus luces y sombras, especialmente la brutalidad de un régimen de explotación emparentado con la esclavitud, aunque este extremo adolezca de cierta simplificación que puede aparentar algo maniquea. Y es que el director Fernando González Molina, que había encandilado al público juvenil con el díptico del escritor Federico Moccia 3 metros sobre el cielo/Tengo ganas de ti, en esta ocasión no consigue extraer del protagonista de aquellas, Mario Casas, las múltiples emociones exigidas por un guion que le obliga a transitar por tres lustros de su vida, y de nuestra propia historia.
El notable éxito que está cosechando la película, que ha superado ampliamente el millón y medio de espectadores desde su estreno hace tres semanas, ratifica la disposición del público para disfrutar de este tipo de cine con la etiqueta de superproducción, aunque en algunos aspectos parezca un lujoso folletín histórico. En ocasiones como esta se echa de menos una realización con más garra y algún protagonista más dotado para transmitir a la historia la necesaria tensión dramática; quizá hubieran redondeado la función, pero ¿y la taquilla? Veremos si nuestra industria sigue la estela.

6,2
17.636
5
4 de octubre de 2017
4 de octubre de 2017
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En los primeros pasos de este todavía joven siglo daba la impresión de que una parte importante de la provocación (contenida) y la imaginación (desbordante) del cine se había recluido en las películas de animación, especialmente en una serie de estimulantes títulos creados por la casa Pixar, que pronto fue rentablemente absorbida por el holding del cine familiar en general (y dibujos animados en particular) emplazado bajo el sello Disney.
Tras la grata sorpresa protagonizada por un puñado emociones en Del revés (Inside out, de Peter Docter, 2015), Pixar cambia de registro para ofrecer una convencional historia, mucho más cercana al espíritu Disney (suponiendo que exista algo parecido) destinado a enaltecer ese principio que, además, se suele fomentar en fechas próximas a la Navidad; y es que El viaje de Arlo es una película disfrazada de alegoría sobre el valor de la familia (y de la amistad), a través de una historia de iniciación y de madurez, el esforzado regreso al hogar con la imprescindible ayuda de un amigo. ¿Hay tema más recurrente para los guionistas de Disney? Si a ello añadimos unas gotas de sensiblería aderezadas con unos acordes que refuerzan persistentemente el tono sentimental del relato (no exento de un toque de ñoñería), tenemos un resultado de lo más previsible, muy adecuado para complementar el empalago de turrones y polvorones en compañía de los más pequeños de la casa.
El viaje de Arlo supone el debut del realizador Peter Sohn, procedente de labores de doblaje (su principal aval es la voz de la rata en la versión original de Ratatouille) y que antes había dirigido algún corto de la casa. La historia parte de una propuesta interesante, especulando con la posibilidad de que el asteroide causante de la extinción de los dinosaurios hubiera pasado de largo, sin impactar con nuestro planeta, en cuyo caso los humanos se hubieran visto obligados a convivir con una especie más desarrollada, capaz no solo de cultivar los campos y pastorear reses, también de comunicarse, mientras nuestros antepasado apenas pueden emitir algún gruñido. ¡De la que nos libramos con aquel asteroide!
El mayor acierto de este film es la creación artística, aunque el protagonista Arlo y su familia están definidos con cierta voluntad simplista, tanto la animación de los personajes (muy del gusto de la Factoría) como la ambientación, una mezcla de decorados hiperrealistas creados a partir de imágenes reales combinadas con los tradicionales dibujos animados, completan un atractivo envoltorio que al menos funciona a nivel icónico, especialmente el niño Spot, un salvaje que se mueve a cuatro patas y que acompañará a Arlo en su viaje en busca de la familia, la amistad, la madurez y la huella que culmina la realización personal. Disney en estado puro; Pixar defraudado.
Tras la grata sorpresa protagonizada por un puñado emociones en Del revés (Inside out, de Peter Docter, 2015), Pixar cambia de registro para ofrecer una convencional historia, mucho más cercana al espíritu Disney (suponiendo que exista algo parecido) destinado a enaltecer ese principio que, además, se suele fomentar en fechas próximas a la Navidad; y es que El viaje de Arlo es una película disfrazada de alegoría sobre el valor de la familia (y de la amistad), a través de una historia de iniciación y de madurez, el esforzado regreso al hogar con la imprescindible ayuda de un amigo. ¿Hay tema más recurrente para los guionistas de Disney? Si a ello añadimos unas gotas de sensiblería aderezadas con unos acordes que refuerzan persistentemente el tono sentimental del relato (no exento de un toque de ñoñería), tenemos un resultado de lo más previsible, muy adecuado para complementar el empalago de turrones y polvorones en compañía de los más pequeños de la casa.
El viaje de Arlo supone el debut del realizador Peter Sohn, procedente de labores de doblaje (su principal aval es la voz de la rata en la versión original de Ratatouille) y que antes había dirigido algún corto de la casa. La historia parte de una propuesta interesante, especulando con la posibilidad de que el asteroide causante de la extinción de los dinosaurios hubiera pasado de largo, sin impactar con nuestro planeta, en cuyo caso los humanos se hubieran visto obligados a convivir con una especie más desarrollada, capaz no solo de cultivar los campos y pastorear reses, también de comunicarse, mientras nuestros antepasado apenas pueden emitir algún gruñido. ¡De la que nos libramos con aquel asteroide!
El mayor acierto de este film es la creación artística, aunque el protagonista Arlo y su familia están definidos con cierta voluntad simplista, tanto la animación de los personajes (muy del gusto de la Factoría) como la ambientación, una mezcla de decorados hiperrealistas creados a partir de imágenes reales combinadas con los tradicionales dibujos animados, completan un atractivo envoltorio que al menos funciona a nivel icónico, especialmente el niño Spot, un salvaje que se mueve a cuatro patas y que acompañará a Arlo en su viaje en busca de la familia, la amistad, la madurez y la huella que culmina la realización personal. Disney en estado puro; Pixar defraudado.

6,0
27.316
6
4 de octubre de 2017
4 de octubre de 2017
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Después de cincuenta y tres años y veinticuatro películas, la franquicia más rentable del cine de agentes secretos ha sabido adaptarse perfectamente a la evolución de la sociedad y, especialmente, a los gustos de los espectadores a los que se dirige el producto. Y no se trata solamente de los avances en el diseño de los coches y la perfección de los gadgets que permitirán salvar la vida a James Bond; la transformación más importante afecta a la propia dimensión física y particular del personaje, Daniel Craig le ha imprimido un tono más fornido y rebelde, más robusto e insumiso que sus predecesores. Las extensas e iteradas escenas de violencia física explícita responden a una modernización interesada de la acción.
SPECTRE (algo así como entidad Especial de Contraespionaje, Terrorismo, Venganza y Extorsión) recupera las siglas de la archicriminal organización, aparecida en varios títulos de la saga, cuyo icónico villano (con el rostro de Donald Pleasence, Telly Savalas o Max Von Sydow, entre otros) acariciando un gato blanco de angora ha pasado a formar parte de la poderosa iconografía del cine, aunque en esta ocasión al austriaco Christoph Waltz le basta con el gesto y la mirada para inquietar como un felino. Completan la sugestión las consabidas chichas-bond; tanto la francesa embrujadora Lea Seydoux como la belleza italiana Monica Belucci (lamentablemente su equilibrada madurez solo brilla en una escena) sustentan el descanso del guerrero entre tanto golpe sin magulladura.
La marca de la Casa, la secuencia pre-títulos de crédito, anticipa lo mejor de la película, el plano secuencia inicial es verdaderamente deslumbrante, y se ambienta en el centro de México DF durante la celebración del “Día de los muertos”, aunque la pelea en el interior del amenazante helicóptero se dilate excesivamente. A continuación se inicia el habitual periplo acompañando a Bond por diferentes localizaciones. En Roma asistimos a una espectacular carrera entre los coches británicos (hay que barrer para casa) más exclusivos, el Aston Martin de Bond contra el Jaguar conducido por el gigantesco sicario conocido como Mr. Hinx, con los inigualables decorados turísticos prestados por la Ciudad Eterna y su adecentado Tiber. Después viajaremos por los Alpes austriacos, el desierto marroquí y, por supuesto, la capital británica.
Aunque el esquema argumental se haya mantenido prácticamente inalterado desde sus inicios, el gran acierto del director Sam Mendes, artífice del mayor éxito comercial de la serie con Skyfall (2012), ha sido envolver el producto con una aureola de sabiduría (oficio) y prestigio (medios técnicos) que se complementa con la actualización de un guion por entero al servicio de su majestad 007. En este sentido, los tentáculos de Spectre, cuya imagen icónica representa precisamente un pulpo, se entrelazan con los intereses de las espurias estructuras políticas en una especie de simbiosis que, de alguna manera, representa la hipocresía que sustenta los poderes de esta sociedad. Ante el ataque de la burocracia gubernamental, la acción del díscolo espía está más que justificada, y en esta ocasión, aparte de salvar el mundo, demostrará la necesidad de continuar con el programa del MI6, el servicio secreto que coordina y otorga las licencias para matar. Ahora se juega su propio futuro.
En resumen, una película que cambia los ambientes y lo efectos para, con los mismos materiales, intentar construir un film que parezca diferente. A ratos se consigue, y los forofos quedarán satisfechos con el resultado, pero, desde mi punto de vista, las películas de James Bond cada vez se parecen más a las de super-héroes, sin super-poderes por ahora pero con poderosos artilugios que les hacen igual de invulnerables. El espectáculo continúa.
SPECTRE (algo así como entidad Especial de Contraespionaje, Terrorismo, Venganza y Extorsión) recupera las siglas de la archicriminal organización, aparecida en varios títulos de la saga, cuyo icónico villano (con el rostro de Donald Pleasence, Telly Savalas o Max Von Sydow, entre otros) acariciando un gato blanco de angora ha pasado a formar parte de la poderosa iconografía del cine, aunque en esta ocasión al austriaco Christoph Waltz le basta con el gesto y la mirada para inquietar como un felino. Completan la sugestión las consabidas chichas-bond; tanto la francesa embrujadora Lea Seydoux como la belleza italiana Monica Belucci (lamentablemente su equilibrada madurez solo brilla en una escena) sustentan el descanso del guerrero entre tanto golpe sin magulladura.
La marca de la Casa, la secuencia pre-títulos de crédito, anticipa lo mejor de la película, el plano secuencia inicial es verdaderamente deslumbrante, y se ambienta en el centro de México DF durante la celebración del “Día de los muertos”, aunque la pelea en el interior del amenazante helicóptero se dilate excesivamente. A continuación se inicia el habitual periplo acompañando a Bond por diferentes localizaciones. En Roma asistimos a una espectacular carrera entre los coches británicos (hay que barrer para casa) más exclusivos, el Aston Martin de Bond contra el Jaguar conducido por el gigantesco sicario conocido como Mr. Hinx, con los inigualables decorados turísticos prestados por la Ciudad Eterna y su adecentado Tiber. Después viajaremos por los Alpes austriacos, el desierto marroquí y, por supuesto, la capital británica.
Aunque el esquema argumental se haya mantenido prácticamente inalterado desde sus inicios, el gran acierto del director Sam Mendes, artífice del mayor éxito comercial de la serie con Skyfall (2012), ha sido envolver el producto con una aureola de sabiduría (oficio) y prestigio (medios técnicos) que se complementa con la actualización de un guion por entero al servicio de su majestad 007. En este sentido, los tentáculos de Spectre, cuya imagen icónica representa precisamente un pulpo, se entrelazan con los intereses de las espurias estructuras políticas en una especie de simbiosis que, de alguna manera, representa la hipocresía que sustenta los poderes de esta sociedad. Ante el ataque de la burocracia gubernamental, la acción del díscolo espía está más que justificada, y en esta ocasión, aparte de salvar el mundo, demostrará la necesidad de continuar con el programa del MI6, el servicio secreto que coordina y otorga las licencias para matar. Ahora se juega su propio futuro.
En resumen, una película que cambia los ambientes y lo efectos para, con los mismos materiales, intentar construir un film que parezca diferente. A ratos se consigue, y los forofos quedarán satisfechos con el resultado, pero, desde mi punto de vista, las películas de James Bond cada vez se parecen más a las de super-héroes, sin super-poderes por ahora pero con poderosos artilugios que les hacen igual de invulnerables. El espectáculo continúa.

5,8
20.378
5
4 de octubre de 2017
4 de octubre de 2017
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La guionista, directora y productora norteamericana Nancy Meyers (Pensilvania, 1949) comenzó su carrera como guionista en comedias ligeras y/o versionadas al servicio de su entonces marido, el realizador Charles Shyer. En nuestro país (y en Cuenca) se presentó hace tres lustros con una poderosa campaña publicitaria que convirtió la insulsa comedia ¿En qué piensan las mujeres? en un inesperado éxito de taquilla; aún recuerdo las colas en los Multicines para ver esta película, mientras en la sala contigua se estrenaba una deliciosa obra, escrita con esa frescura que caracteriza a la escritora Elvira Lindo, titulada El cielo abierto (Miguel Albaladejo, 2001), con apenas una decena de espectadores que no parábamos de reír. La propia dicotomía de nuestra acomodaticia flaqueza como espectadores.
Para empezar, El becario parte de una premisa que quizá pueda plantearse en la actual sociedad estadounidense, pero suena a cuento de hadas si intentamos hacer una lectura desde el punto de vista de la realidad de nuestro país: un jubilado de setenta años se reincorpora a la actividad laboral como becario (!). Como es habitual en las comedias de la directora, sus films se mueven entre gente que, de una manera u otra, han triunfado, han conseguido el éxito y viven en lujosas e impolutas mansiones, a pesar de lo cual no tienen garantizada la felicidad, que solo llegará al final de la historia.
Anne Hathaway, una de las estrellas más rutilantes y versátiles del universo fílmico actual, interpreta a una joven que en poco más de un año ha conseguido levantar una empresa de moda, con más de doscientos empleados, para vender sus creaciones por internet, lo que le exige una dedicación completa con los tópicos atolladeros familiares. A este particular entorno se incorpora el jubilado viudo al que da vida el experimentado Robert de Niro, embate generacional de donde surgen los mejores momentos de El becario, gracias, sobre todo, al acierto de presentar al personaje casi como un demiurgo omnisciente que penas necesita hablar para expresar sus pensamientos y sus propósitos, aunque, desde mi punto de vista, al adusto semblante de De Niro le faltan unas gotas de benignidad para redondear un papel divino. Es como si el veterano intérprete quisiera finalizar su carrera deambulando por papeles de meritorio, seguramente muy bien retribuidos pero lejos de su capacidad y valía.
La diferencia generacional de los protagonistas hace inviable el romance en esta prototípica comedia romántica, lo que obliga a derivar la relación afectiva por la ramificación paternalista, dentro y fuera de la empresa, en la familia y en el trabajo, aunque en las tramas paralelas sí aparecen, siquiera brevemente, los ineludibles embates del corazón, ¡para algo se recupera a la veterana de buen ver Rene Russo! En resumen, una película algo aséptica en cuanto a los planteamientos que cumple su principal objetivo de entretener, aunque no logre implicarnos en la peripecia profesional ni emotiva de sus personajes. No está mal, ya que la falta empatía surge de la propia contradicción conceptual del propio título con la realidad en la que vivimos la mayor parte de los espectadores.
Para empezar, El becario parte de una premisa que quizá pueda plantearse en la actual sociedad estadounidense, pero suena a cuento de hadas si intentamos hacer una lectura desde el punto de vista de la realidad de nuestro país: un jubilado de setenta años se reincorpora a la actividad laboral como becario (!). Como es habitual en las comedias de la directora, sus films se mueven entre gente que, de una manera u otra, han triunfado, han conseguido el éxito y viven en lujosas e impolutas mansiones, a pesar de lo cual no tienen garantizada la felicidad, que solo llegará al final de la historia.
Anne Hathaway, una de las estrellas más rutilantes y versátiles del universo fílmico actual, interpreta a una joven que en poco más de un año ha conseguido levantar una empresa de moda, con más de doscientos empleados, para vender sus creaciones por internet, lo que le exige una dedicación completa con los tópicos atolladeros familiares. A este particular entorno se incorpora el jubilado viudo al que da vida el experimentado Robert de Niro, embate generacional de donde surgen los mejores momentos de El becario, gracias, sobre todo, al acierto de presentar al personaje casi como un demiurgo omnisciente que penas necesita hablar para expresar sus pensamientos y sus propósitos, aunque, desde mi punto de vista, al adusto semblante de De Niro le faltan unas gotas de benignidad para redondear un papel divino. Es como si el veterano intérprete quisiera finalizar su carrera deambulando por papeles de meritorio, seguramente muy bien retribuidos pero lejos de su capacidad y valía.
La diferencia generacional de los protagonistas hace inviable el romance en esta prototípica comedia romántica, lo que obliga a derivar la relación afectiva por la ramificación paternalista, dentro y fuera de la empresa, en la familia y en el trabajo, aunque en las tramas paralelas sí aparecen, siquiera brevemente, los ineludibles embates del corazón, ¡para algo se recupera a la veterana de buen ver Rene Russo! En resumen, una película algo aséptica en cuanto a los planteamientos que cumple su principal objetivo de entretener, aunque no logre implicarnos en la peripecia profesional ni emotiva de sus personajes. No está mal, ya que la falta empatía surge de la propia contradicción conceptual del propio título con la realidad en la que vivimos la mayor parte de los espectadores.
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