Las narraciones de sus viajes son, indiscutiblemente, lo que más me gusta de Graham Greene. Más que las novelas, sí. Pues con los relatos de sus viajes he sentido hambre, frío, miedo y el rigor de las enfermedades; sus novelas, a excepción de El factor humano, me dejaron poco más o menos que... impasible.
Quizá no sea Brendan Fraser un buen bailarín a causa de ese corpachón de pastor de Arkansas, pero, por entonces, durante el rodaje de esta película, no había caído todavía en el abismo de la decrepitud precipitada: se sostenía. Michael Caine, por su parte, estuvo formidable, como siempre.
A buen seguro que en los viajes de la vida de Graham Greene, como en los viajes del personaje de Brendan Fraser en EL AMERICANO IMPASIBLE, había una razón oculta, y es difícil que se tratara de un amor desaforado. En cambio, sí es el amor lo que mueve a la cinta de Philip Noyce, una adaptación solvente de una historia, como otra historia de otro australiano eficiente, de espías, desencuentros, traiciones y guerra. Una historia que revela, entre otras cosas, una verdad palmaria: los hombres partimos de una promiscuidad absoluta y acabamos siendo fieles hasta el extremo a una sola mujer.

Me gustan los directores que, en el estricto ejercicio de sus funciones, acostumbran a rodearse de un mismo equipo; es algo, en mi opinión, que no sólo habla bien del grupo, lo que ya es mucho, sino que establece una unidad de criterio que le viene como anillo al dedo al mundo del Cine: de este modo, historias como la de EL GRAN HOTEL BUDAPEST continuarán buscando a directores como Wes Anderson durante toda su vida, y los espectadores nos consideraremos, para siempre, tan ricos como el más rico de Zubrowka.
Además de ser una ruina encantadora, EL GRAN HOTEL BUDAPEST es una película óptima: divertida, sensitiva, exquisita y adorable. Ralph Fiennes, el hombre más generosamente perfumado de la época, está inmenso, y el resto, varios de los pesos más pesados de la industria, disfrutan tanto con sus cometidos, tanto, que del todo se desprende un aroma dulce y maravilloso, como el de un pastel de Mendl´s. Y por encima, por encima de propios y extraños, por encima de la milagrosa fotografía, la música. Una música que se eleva incluso sobre la fiebre del escribiente Zweig y que se integra en el engranaje, perfecta, igual que se integra una manzana en el organismo de un niño.
Sigue tú.

Aunque PASAJERO 57 es de 1992, la música parece de una película de los ochenta. Además, es una música fea: hay demasiado viento metal y a menudo suena a destiempo.
PASAJERO 57 es el enésimo intento cinematográfico de reconciliar con la vida a alguien que tiene poco que perder. Ese alguien, que es Wesley Snipes, viaja en un avión con un malo malísimo de pelo oxigenado, con la bella Liz Hurley antes de su encuentro con el doctor Pidanguí y con una hermana no reconocida del difunto Michael Jackson. En tierra,Tom Sizemore. El Tom Sizemore al que se comió el Tom Sizemore de Save Private Ryan.
Quizá lo mejor de esta película de los noventa con música de los ochenta sea que va directa al grano. No tiene ínfulas de obra grande y se agradece. Por cuanto a lo peor..., puede que el pendiente azul egipto del malandrín de la coleta. El pendiente y que siempre que veo a un tipo dando órdenes en una torre de control me acuerdo de que elegí un mal día para dejar de oler pegamento.

De igual forma que Martin Amis, que es inglés, compuso una buena pintura de los siniestros personajes del Gulag, Peter Weir, transoceánico como él sólo, vino a retratar con soltura la crudeza de la vida en los opacos campos del camarada Stalin. Es lógico: parece no haber elemento que se le resista al viejo Weir: el agua del otro lado del mar, el fuego de Gallipoli... En fin.
No hay lugar para los sentimientos en este CAMINO A LA LIBERTAD. Es una película deshumanizada, como quizá la hubiera firmado Viktor Frankl: apenas hay contacto entre los fugados. Fría, como la vasta Siberia. Tan fría, tanto, como para pensar que la falta de perspectiva psicológica de que adolece la cosa no sea también algo pretendido.
Con todo, la pericia artesanal del director australiano y la eficacia de Ed Harris, el mejor de la cuadrilla, consiguen que la película recuerde, en esta época de reclusión, que, por muy arduo que sea el retorno, recuperar la libertad, cuando te la han quitado, es más hermoso, incluso, que el azul inmenso de los ojos de Saoirse Ronan sobre la rubia y fina arena del desierto.

Uno de los efectos de esta Nueva Normalidad radica en lo que vemos: a mi nuevo yo le sorprende ver a Will Smith en casas ajenas tocando frascos y botes sin guantes ni mascarilla. No obstante, a cambio de esa ventaja pírrica, él sufrió el VK, que se transmite por el aire. Menos mal.
El mundo ya no es el que conocíamos en 2007. Muy posiblemente sea por eso que las escenas que de SOY LEYENDA parecían tristes por los días de su estreno hoy resulten pavorosas, y que las escenas que atemorizaban, y no me refiero a las de los serecillos que pasan las noches como espectadores en una gallera, sean hoy de terror puro.
Bob Marley, cuya figura orbita la película de Francis Lawrence, decía, entre otras cosas, que su vida sólo era importante si podía ayudar a muchos, y que no hay lugar para esconderse del padre de la Creación; lo que significa, también entre otras muchas cosas, que la admiración por el jamaicano de este Robert Neville, otrora Príncipe, se extendía bastante más allá de los límites del espectro musical.
Me apetecía revisar SOY LEYENDA bajo el prisma de un mundo en sombra. Aunque sólo fuera por recordar que siempre hay quien nos proporciona comida, refugio y seguridad. Alguien que no piensa dejar que esto ocurra.