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7,2
10.974
10
1 de agosto de 2018
1 de agosto de 2018
0 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
¿Alguien se da cuenta de lo muertos que estamos?
¿Alguien ha parado un momento la cadena de fabricación en la que trabaja para pensar lo esclavo del aburrimiento, de la monotonía y de la esclavitud que es?
El vacío es la enfermedad, la amargura y la indiferencia los síntomas, el aislamiento la salida fácil, The Visitor sugiere la curación.
La curación de la vida ramplona que llevamos, de la ceguera de la sociedad ante la verdad de una sola vida, de los miedos generados por enemigos ficticios, de la burocracia como máxima de la estupidez y de la incomunicación entre culturas y hombres.
Walter vive por inercia sin ninguna ligazón a nada ni a nadie, sólo le queda su orgullo refugio de su amargura, hasta que se ve obligado a pasar unos días en su piso olvidado de Manhattan y allí encuentra unos ilegales han invadido su espacio.
The Visitor es una maravillosa película de lentas transiciones donde las luchas se dan en el alma. Los pequeños detalles, los gestos inapreciables y las miradas que gritan denuncian la impotencia del hombre, su mediocridad y conformismo y también la solución a todos esos males.
El guión concede una importancia fundamental a la música como arma narrativa. Walter Vale utiliza la música para contar su soledad y amargura (cuando escucha música en casa), su dolor (su mujer muerta fue pianista reconocida), su ira hacia todos los humanos (su prepotencia y mala fe con la profesora de piano), su cambio vital y apertura a otro mundo (tocando el djembé – tambor africano - en el parque), su estrategia para enamorar (el musical de El fantasma de la ópera) y finalmente su amor (el encuentro definitivo con Mouna, la madre de Tarek, su amigo africano)
¿Por qué la música? Porque quizás donde no llegan las palabras, donde no llegan las intenciones, llega la música. Música como metáfora de comunicación y libertad, de saltarse las trabas que fabrica el hombre que es torpe, de atreverse, de lo fácil que sería si nos dejáramos llevar por el ritmo del corazón y no por la moral del qué dirán.
¡Parad el mundo que me quiero bajar! que decía Groucho.
La baza del director Thomas McCarthy es una puesta en escena inteligentísima que hacen sentir el desierto del protagonista; un montaje lánguido que agujerea conciencias y transmite el tedio de Walter Vale y un guión milimétrico pleno de coherencia donde nada se usa a la ligera y abundan los plantings muy bien explotados (la conversación sobre El fantasma de la Ópera sirve luego para que Walter sorprenda a Mouna en su primera cita)
La elección de los actores es acertadísima como la creación de personajes que escapan de la superficialidad del perdedor y del ilegal y son cubiertos con innumerables capas de realismo. Hay silencios que hablan por sí solos, como el miedo que siente Zainab - la novia de Tarek -, miedo a ese monstruo desconocido que pone barreras, miedo que genera miedo a todo y hostilidad - fascinante su actuación, su personaje -.
Richard Jenkins está contenido y cerramos los ojos para no sentirnos identificados con un mediocre, con uno más, pero no hay manera de escapar. Tan impotente como deseable, a todos nos pasa lo mismo ni sabemos por qué vivimos, ni dónde, ni para qué.
No es casualidad que un personaje como Walter Vale se multiplique en estos últimos años abocados al nihilismo y al fin de una era; huérfanos de optimismo el mundo se viene abajo - cayeron las torres y las libertades para construir recelos y dinero -, se terminó el sueño americano que también nos contó el Kowalski de Clint Eastwood en esa obra maestra que es Gran Torino.
El mundo tendría alguna posibilidad si en vez de cárceles, fronteras y miedos nos dejáramos llevar por la música... o el cine.
Walter termina tocando el tambor en el metro, es un homenaje a lo perdido pero también es un grito, una llamada a la guerra... ¿Lo oís?
¿Alguien ha parado un momento la cadena de fabricación en la que trabaja para pensar lo esclavo del aburrimiento, de la monotonía y de la esclavitud que es?
El vacío es la enfermedad, la amargura y la indiferencia los síntomas, el aislamiento la salida fácil, The Visitor sugiere la curación.
La curación de la vida ramplona que llevamos, de la ceguera de la sociedad ante la verdad de una sola vida, de los miedos generados por enemigos ficticios, de la burocracia como máxima de la estupidez y de la incomunicación entre culturas y hombres.
Walter vive por inercia sin ninguna ligazón a nada ni a nadie, sólo le queda su orgullo refugio de su amargura, hasta que se ve obligado a pasar unos días en su piso olvidado de Manhattan y allí encuentra unos ilegales han invadido su espacio.
The Visitor es una maravillosa película de lentas transiciones donde las luchas se dan en el alma. Los pequeños detalles, los gestos inapreciables y las miradas que gritan denuncian la impotencia del hombre, su mediocridad y conformismo y también la solución a todos esos males.
El guión concede una importancia fundamental a la música como arma narrativa. Walter Vale utiliza la música para contar su soledad y amargura (cuando escucha música en casa), su dolor (su mujer muerta fue pianista reconocida), su ira hacia todos los humanos (su prepotencia y mala fe con la profesora de piano), su cambio vital y apertura a otro mundo (tocando el djembé – tambor africano - en el parque), su estrategia para enamorar (el musical de El fantasma de la ópera) y finalmente su amor (el encuentro definitivo con Mouna, la madre de Tarek, su amigo africano)
¿Por qué la música? Porque quizás donde no llegan las palabras, donde no llegan las intenciones, llega la música. Música como metáfora de comunicación y libertad, de saltarse las trabas que fabrica el hombre que es torpe, de atreverse, de lo fácil que sería si nos dejáramos llevar por el ritmo del corazón y no por la moral del qué dirán.
¡Parad el mundo que me quiero bajar! que decía Groucho.
La baza del director Thomas McCarthy es una puesta en escena inteligentísima que hacen sentir el desierto del protagonista; un montaje lánguido que agujerea conciencias y transmite el tedio de Walter Vale y un guión milimétrico pleno de coherencia donde nada se usa a la ligera y abundan los plantings muy bien explotados (la conversación sobre El fantasma de la Ópera sirve luego para que Walter sorprenda a Mouna en su primera cita)
La elección de los actores es acertadísima como la creación de personajes que escapan de la superficialidad del perdedor y del ilegal y son cubiertos con innumerables capas de realismo. Hay silencios que hablan por sí solos, como el miedo que siente Zainab - la novia de Tarek -, miedo a ese monstruo desconocido que pone barreras, miedo que genera miedo a todo y hostilidad - fascinante su actuación, su personaje -.
Richard Jenkins está contenido y cerramos los ojos para no sentirnos identificados con un mediocre, con uno más, pero no hay manera de escapar. Tan impotente como deseable, a todos nos pasa lo mismo ni sabemos por qué vivimos, ni dónde, ni para qué.
No es casualidad que un personaje como Walter Vale se multiplique en estos últimos años abocados al nihilismo y al fin de una era; huérfanos de optimismo el mundo se viene abajo - cayeron las torres y las libertades para construir recelos y dinero -, se terminó el sueño americano que también nos contó el Kowalski de Clint Eastwood en esa obra maestra que es Gran Torino.
El mundo tendría alguna posibilidad si en vez de cárceles, fronteras y miedos nos dejáramos llevar por la música... o el cine.
Walter termina tocando el tambor en el metro, es un homenaje a lo perdido pero también es un grito, una llamada a la guerra... ¿Lo oís?

5,1
14.013
3
1 de agosto de 2018
1 de agosto de 2018
0 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Bryan Bertino, el director de Los extraños no es Billy Wilder.
Muchos directores tienen la manía de comenzar sus películas por el final convirtiendo el resto del metraje en un flashback eterno. La razón divina de este sinsentido podría buscarse en un intento de agarrar de inicio al espectador con una intriga que lentamente va desvelándose – lo que dice muy poco a favor de un director que no confía en que el espectador aguante ni diez minutos de metraje -. Pero a veces el truco funciona, como en Sunset boulevard (El crepúsculo de los dioses) de Billy Wilder.
Una pareja en crisis pasa una noche de miedo acorralada sin motivo por tres extraños.
Cuando la historia es repetitiva al menos queda contarla de manera coherente. ¿Dónde estaba Bertino cuando hablaron de guión en clase? Seguramente revisando videoclips acompañado de Michael Bay.
Quien haya vivido alguna vez una historia de amor, una pasión, un mal momento, detestará la falsa apariencia amorosa de esta pareja. Cero empatía, cero identificación da como resultado cero realidad y cero química con el espectador. Son actores interpretando un mal texto, no dos amantes improvisando una cierta ruptura.
Partiendo de esa base mentirosa - tal vez Bertino jamás haya amado – la película pasa a ser un burdo tour de force por demostrar un talento imaginario de forma presuntuosa – una fotografía tonal (desaborida), un montaje alevosamente pausado (aburrido), una puesta en escena acentuada (jactanciosa), una cámara en mano cercana y provocativa (anestésica e inmoral) y un sonido experimental (quejica) Muerte a la estética por que sí.
No se sabe si son más payasos los malos - tres adolescentes con máscara que nadie entiende a qué juegan - o los buenos, que piensan con el culo para que el guión siga avanzando vergonzosamente intentando que nos asustemos. En la era del móvil cierto cine de terror ya no cuela.
Hablando de terror, ¿aterran los enmascarados por disfrazarse de bufones? La máscara hay que saber llevarla, que Leatherface – el portador de la sierra en La matanza de Texas - dé lecciones a estos pardillos. No asusta la máscara sino el monstruo que la lleva. Leatherface es el engendro que ha creado la propia sociedad capitalista, es un analfabeto aislado, un hombre que se quedó en el paro y que sólo mata porque es lo único que hacía en el matadero donde trabajaba. Conociendo su historia, nos identificamos con él y el miedo que da deja de ser superficial y chillón para convertirse en algo mucho más profundo.
Que lo entiendan de una vez, El resplandor no da miedo por los fantasmas sino por el hombre mediocre - ¿no lo somos todos? - que se bloquea y encuentra en el hacha su inspiración.
Y si lo que se pretende es llegar al miedo absurdo, al que golpea contra toda lógica – The ring -, la historia debe ser creíble de principio a fin para que cuando venga el mazazo – el horror saliendo de la pantalla - no sepas dónde agarrarte.
En Los extraños los protagonistas facilitan la tarea del asesino: todos olvidan el móvil o lo tienen sin batería (detestable diabolicus ex machina), nadie avisa a la policía, no huyen cuando pueden, no usan el arma que tienen, se separan con excusas baratas… y eso ya lo decía Forrest Gump, eso es tomadura de pelo.
Muchos directores tienen la manía de comenzar sus películas por el final convirtiendo el resto del metraje en un flashback eterno. La razón divina de este sinsentido podría buscarse en un intento de agarrar de inicio al espectador con una intriga que lentamente va desvelándose – lo que dice muy poco a favor de un director que no confía en que el espectador aguante ni diez minutos de metraje -. Pero a veces el truco funciona, como en Sunset boulevard (El crepúsculo de los dioses) de Billy Wilder.
Una pareja en crisis pasa una noche de miedo acorralada sin motivo por tres extraños.
Cuando la historia es repetitiva al menos queda contarla de manera coherente. ¿Dónde estaba Bertino cuando hablaron de guión en clase? Seguramente revisando videoclips acompañado de Michael Bay.
Quien haya vivido alguna vez una historia de amor, una pasión, un mal momento, detestará la falsa apariencia amorosa de esta pareja. Cero empatía, cero identificación da como resultado cero realidad y cero química con el espectador. Son actores interpretando un mal texto, no dos amantes improvisando una cierta ruptura.
Partiendo de esa base mentirosa - tal vez Bertino jamás haya amado – la película pasa a ser un burdo tour de force por demostrar un talento imaginario de forma presuntuosa – una fotografía tonal (desaborida), un montaje alevosamente pausado (aburrido), una puesta en escena acentuada (jactanciosa), una cámara en mano cercana y provocativa (anestésica e inmoral) y un sonido experimental (quejica) Muerte a la estética por que sí.
No se sabe si son más payasos los malos - tres adolescentes con máscara que nadie entiende a qué juegan - o los buenos, que piensan con el culo para que el guión siga avanzando vergonzosamente intentando que nos asustemos. En la era del móvil cierto cine de terror ya no cuela.
Hablando de terror, ¿aterran los enmascarados por disfrazarse de bufones? La máscara hay que saber llevarla, que Leatherface – el portador de la sierra en La matanza de Texas - dé lecciones a estos pardillos. No asusta la máscara sino el monstruo que la lleva. Leatherface es el engendro que ha creado la propia sociedad capitalista, es un analfabeto aislado, un hombre que se quedó en el paro y que sólo mata porque es lo único que hacía en el matadero donde trabajaba. Conociendo su historia, nos identificamos con él y el miedo que da deja de ser superficial y chillón para convertirse en algo mucho más profundo.
Que lo entiendan de una vez, El resplandor no da miedo por los fantasmas sino por el hombre mediocre - ¿no lo somos todos? - que se bloquea y encuentra en el hacha su inspiración.
Y si lo que se pretende es llegar al miedo absurdo, al que golpea contra toda lógica – The ring -, la historia debe ser creíble de principio a fin para que cuando venga el mazazo – el horror saliendo de la pantalla - no sepas dónde agarrarte.
En Los extraños los protagonistas facilitan la tarea del asesino: todos olvidan el móvil o lo tienen sin batería (detestable diabolicus ex machina), nadie avisa a la policía, no huyen cuando pueden, no usan el arma que tienen, se separan con excusas baratas… y eso ya lo decía Forrest Gump, eso es tomadura de pelo.

6,2
25.069
10
1 de agosto de 2018
1 de agosto de 2018
0 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Henry Hill, el Ray Liotta de Uno de los nuestros de Martin Scorsese decía orgulloso al comienzo de su carrera de delincuencia “que yo recuerde, desde que tuve uso de razón, siempre quise ser un gángster”.
Lo que venía a decir Scorsese – y le diferencia del resto - como también dijo en Malas calles, Taxi driver, Toro salvaje o Casino es que “uno es lo que ve” y en consecuencia el cine debía ser reflejo de lo vivido, un cuento de realidad palpada. Así de tajante y sencillo. Los genios y los honestos lo ven claro, son los mediocres los que lo complican por falta de talento.
De estas películas sublimes de mafia mamada nacieron héroes con brillantina que lucían por su presencia, carisma y palabrería; personajes deleznables que, empatía en mano, cuelgan de nuestras paredes y que amamos más cuantas más veces aprietan su gatillo. Alégrame el día que diría Harry el sucio.
Jamás tendríamos un póster de los personajes de Gomorra la película de Matteo Garrone porque no hay adoración ni heroicidad, ni bodas ni padrinos en los escombros. No hay identificación con los héroes pero sí con una realidad y una sensación que en todas partes existe: la inmundicia y la impotencia.
Gomorra cuenta las penurias de cinco personajes que deambulan entre la Camorra napolitana prisioneros de la tragedia que les ha deparado el destino.
Es la vuelta del Neorrealismo que nunca se fue por fortuna, de filmar la realidad de Nápoles repudiando platós y actores de estatuilla - un mafioso de la Camorra participó en la película -, concediendo al espacio fílmico un papel protagonista para entender el infierno – lo hizo Saura en Los golfos o Angelino Fonts en La Busca – donde la mugre y la mediocridad se mueven a sus anchas convirtiendo el lugar – los descampados, los huertos y tierras, las chabolas, las playas y sobretodo los gigantescos y austeros edificios piramidales de eternos grises donde habitan - en cárceles sin rejas, en submundos manchados de los que no se puede escapar.
Matteo Garrone es maestro en el juego macabro de asociación de ideas. En una de las tramas un mafiosillo de tres al cuarto - porque la mafia allí no se mueve por familias sino por impulsos vitales - se gana los cuartos aceptando enterrar toda la basura generada en el mundo de postín en las tierras de hacendados muertos de hambre. Los hombres se sienten de basura hasta el cuello. Y cuando se muestra Venecia en toda su hermosura, la contraposición se vuelve tragedia. Se entiende la inmundicia y se entiende el infierno.
Pero el infierno no sólo debe ser infierno sino parecerlo, por lo que se convierte en un bucle, en una suerte de herencia que no se puede rechazar. Es la vida a la que están acostumbrados, no hay salvación porque ni siquiera saben que tienen que ser salvados. Se entiende la impotencia.
Y en el infierno, los hombres de gris deben subsistir en un submundo que se mueve por su propia moral que da lógica al asesinato, a la traición, a la hipocresía, a la idiotez, a la candidez y la ingenuidad, al miedo, a la osadía, a los sueños y deseos y sobretodo a esa impotencia que se grita en silencio en cada mirada, en cada asentimiento y en cada negación.
No hay concesiones al amor, la felicidad consiste en disparar un kalashnikov a orillas del mediterráneo, sentirse artista escondido en el maletero de un coche o alcanzando la hombría al acariciar la marca de una bala en el pecho.
Es la evolución de los hombres grises: ya no les preocupa el tiempo... porque no lo hay.
Lo que venía a decir Scorsese – y le diferencia del resto - como también dijo en Malas calles, Taxi driver, Toro salvaje o Casino es que “uno es lo que ve” y en consecuencia el cine debía ser reflejo de lo vivido, un cuento de realidad palpada. Así de tajante y sencillo. Los genios y los honestos lo ven claro, son los mediocres los que lo complican por falta de talento.
De estas películas sublimes de mafia mamada nacieron héroes con brillantina que lucían por su presencia, carisma y palabrería; personajes deleznables que, empatía en mano, cuelgan de nuestras paredes y que amamos más cuantas más veces aprietan su gatillo. Alégrame el día que diría Harry el sucio.
Jamás tendríamos un póster de los personajes de Gomorra la película de Matteo Garrone porque no hay adoración ni heroicidad, ni bodas ni padrinos en los escombros. No hay identificación con los héroes pero sí con una realidad y una sensación que en todas partes existe: la inmundicia y la impotencia.
Gomorra cuenta las penurias de cinco personajes que deambulan entre la Camorra napolitana prisioneros de la tragedia que les ha deparado el destino.
Es la vuelta del Neorrealismo que nunca se fue por fortuna, de filmar la realidad de Nápoles repudiando platós y actores de estatuilla - un mafioso de la Camorra participó en la película -, concediendo al espacio fílmico un papel protagonista para entender el infierno – lo hizo Saura en Los golfos o Angelino Fonts en La Busca – donde la mugre y la mediocridad se mueven a sus anchas convirtiendo el lugar – los descampados, los huertos y tierras, las chabolas, las playas y sobretodo los gigantescos y austeros edificios piramidales de eternos grises donde habitan - en cárceles sin rejas, en submundos manchados de los que no se puede escapar.
Matteo Garrone es maestro en el juego macabro de asociación de ideas. En una de las tramas un mafiosillo de tres al cuarto - porque la mafia allí no se mueve por familias sino por impulsos vitales - se gana los cuartos aceptando enterrar toda la basura generada en el mundo de postín en las tierras de hacendados muertos de hambre. Los hombres se sienten de basura hasta el cuello. Y cuando se muestra Venecia en toda su hermosura, la contraposición se vuelve tragedia. Se entiende la inmundicia y se entiende el infierno.
Pero el infierno no sólo debe ser infierno sino parecerlo, por lo que se convierte en un bucle, en una suerte de herencia que no se puede rechazar. Es la vida a la que están acostumbrados, no hay salvación porque ni siquiera saben que tienen que ser salvados. Se entiende la impotencia.
Y en el infierno, los hombres de gris deben subsistir en un submundo que se mueve por su propia moral que da lógica al asesinato, a la traición, a la hipocresía, a la idiotez, a la candidez y la ingenuidad, al miedo, a la osadía, a los sueños y deseos y sobretodo a esa impotencia que se grita en silencio en cada mirada, en cada asentimiento y en cada negación.
No hay concesiones al amor, la felicidad consiste en disparar un kalashnikov a orillas del mediterráneo, sentirse artista escondido en el maletero de un coche o alcanzando la hombría al acariciar la marca de una bala en el pecho.
Es la evolución de los hombres grises: ya no les preocupa el tiempo... porque no lo hay.

5,8
28.545
2
1 de agosto de 2018
1 de agosto de 2018
0 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Cansado de tanta birria se debe ser excesivo para no ser mediocre. Alcestes, el misántropo, dirá que Stephen King en el cine vale tanto como el autor que le ha adaptado. Así triunfaron Carrie de De Palma, El resplandor de Kubrick, Misery de Reiner o Cadena perpetua y La milla verde de Darabont.
El de Maine puede dar las pautas pero la literatura se sirve de parámetros distintos al cine por lo que jamás un buen libro – y King no es santo de mi devoción – garantizará una gran película si no hay un buen guionista y un buen director detrás.
En 1408 un escritor de tres al cuarto descreído se encierra en una habitación para volver a reírse de los fantasmas y encuentra las puertas del Hades.
1408, como película, es absurda, aburrida, tramposa e incoherente; basta de engañarse por ser heredera del ¿genio? del terror de best seller.
Es absurda porque juega con fuego y se quema, mentar a Dante en esta banalidad es suicida y conduce al callejón sin salida en que se convierte el final de la película, incapaz de dar respuestas al monstruo falso que ha creado. Es aburrida por soporífera, superficial y por disparar las armas del buen terror con cartuchos de fogueo. Es tramposa por sacarse de la manga los giros dramáticos y por jugar con los sentimientos como si el espectador fuera un clínex donde sonarse los mocos. Y es incoherente por la falta de credibilidad, por crear unas reglas de juego que luego se salta a la torera porque el infierno lo puede todo y no hay más que pensar.
Nada es real en 1408, bajo el drama de una muerte prematura - puro truco tonto de magia para enternecer – se esconde la nada más absoluta. El personaje de John Cusack no sabe dónde se mete y el director jamás lo aclarará. Todo ocurre por mandato ciego de un guión que jamás roza lo humano y se pierde entre fantasmas que lo son sin más.
El misántropo dirá que un actor vale tanto como los papeles que interpreta y su olfato de perro para saber escogerlos – que le pregunten a De Niro, ¿quién reconoce al genio que maravilló en Taxi driver, El Padrino II o Toro Salvaje? -. John Cusack vive del cuento chino que le hemos contado: fue tremendo en Balas sobre Broadway, una de las obras maestras absolutas de Woody Allen y en Medianoche en el jardín del bien y del mal de Clint Eastwood, pero después siempre pasable y simpático. La realidad es ésa, Cusack perdió el olfato.
El cine es torturador, horrible como en 1408; se entiende el martirio de Alcestes: no se puede dejar de amarlo a pesar de tanta miseria... ésa es la cruz.
El de Maine puede dar las pautas pero la literatura se sirve de parámetros distintos al cine por lo que jamás un buen libro – y King no es santo de mi devoción – garantizará una gran película si no hay un buen guionista y un buen director detrás.
En 1408 un escritor de tres al cuarto descreído se encierra en una habitación para volver a reírse de los fantasmas y encuentra las puertas del Hades.
1408, como película, es absurda, aburrida, tramposa e incoherente; basta de engañarse por ser heredera del ¿genio? del terror de best seller.
Es absurda porque juega con fuego y se quema, mentar a Dante en esta banalidad es suicida y conduce al callejón sin salida en que se convierte el final de la película, incapaz de dar respuestas al monstruo falso que ha creado. Es aburrida por soporífera, superficial y por disparar las armas del buen terror con cartuchos de fogueo. Es tramposa por sacarse de la manga los giros dramáticos y por jugar con los sentimientos como si el espectador fuera un clínex donde sonarse los mocos. Y es incoherente por la falta de credibilidad, por crear unas reglas de juego que luego se salta a la torera porque el infierno lo puede todo y no hay más que pensar.
Nada es real en 1408, bajo el drama de una muerte prematura - puro truco tonto de magia para enternecer – se esconde la nada más absoluta. El personaje de John Cusack no sabe dónde se mete y el director jamás lo aclarará. Todo ocurre por mandato ciego de un guión que jamás roza lo humano y se pierde entre fantasmas que lo son sin más.
El misántropo dirá que un actor vale tanto como los papeles que interpreta y su olfato de perro para saber escogerlos – que le pregunten a De Niro, ¿quién reconoce al genio que maravilló en Taxi driver, El Padrino II o Toro Salvaje? -. John Cusack vive del cuento chino que le hemos contado: fue tremendo en Balas sobre Broadway, una de las obras maestras absolutas de Woody Allen y en Medianoche en el jardín del bien y del mal de Clint Eastwood, pero después siempre pasable y simpático. La realidad es ésa, Cusack perdió el olfato.
El cine es torturador, horrible como en 1408; se entiende el martirio de Alcestes: no se puede dejar de amarlo a pesar de tanta miseria... ésa es la cruz.

6,5
36.990
5
1 de agosto de 2018
1 de agosto de 2018
0 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
En el cine hay películas que lo apuestan todo por la trama y películas que radiografían personajes. En el primer caso tenemos personajes de poca complejidad envueltos en apasionantes tramas, un ejemplo sería El hombre que pudo reinar de John Huston y todas las películas de Hitchcock. En el segundo caso tenemos personajes profundos envueltos en mil pasiones donde las tramas sólo son un bonito atrezzo para explotar los claroscuros del hombre, El dulce porvenir de Atom Egoyan y todo el cine de Woody Allen serían el modelo a seguir.
En Valkiria los personajes adolecen de un desarrollo insuficiente en favor de la trama principal, matar a Hitler. Éste es el mayor error de la película pues la historia del Coronel Claus Von Stauffenberg parece decididamente mucho más interesante que el frustrado asesinato del Fuhrer que debería ser sólo un mcguffin para poder hablar de las oscuridades del alma humana.
El error en este caso es doble e insalvable: 1) la trama es muy confusa y 2) el público conoce de antemano el fracaso de la operación: a Hitler, por desgracia, sólo lo mató Hitler.
Al conocer el final de la película, el suspense se desinfla y no hay manera de enganchar al espectador. Claro que hay excepciones, en Titanic de James Cameron también se conocía el destino del barco y aún así se deseaba el deus ex machina para salvar a los personajes, lo que habla claramente de lo hábil que es Cameron y lo torpe que es Singer.
Con una trama sosa y reliada y la falta de suspense no queda más que apostarlo todo a los personajes y ahí está el filón sin explotar, porque Valkiria no tuvo jamás que ser un divertimento comercial de blancos y negros - crítica a los malos de siempre y alabanzas a los que se enfrentaron al terror – sino haber indagado en las causas reales frankensteinianas que llevan al hombre impotente e incompleto – ha perdido un ojo, una mano y varios dedos en la guerra – a luchar por sentirse un hombre de nuevo, a excusar su deseado suicidio o a vengarse de quien le convirtió en monstruo y le arrebató la vida.
Por desgracia no hay nada de eso en Valkiria: su mujer y sus hijos siguen queriendo al mutilado y él, el Coronel Von Stauffenberg, puede seguir mirándose al espejo sin terapia previa ni complejo de Mr. Hyde – ¿no ha visto Singer Los mejores años de nuestra vida de William Wyler? -. Lástima que salvar Alemania sea más importante… el mundo que nos dibujan es tan falso como el dios cienciólogo de Tom Cruise.
Ridículos son también los diálogos y las frases lapidarias que escupen constantemente de sus bocas sin que se les caiga la cara de vergüenza y chafándonos otra vez la poca credibilidad de los personajes. Ni Tom Cruise es Romeo ni Hitler Julieta.
El único momento en que la película cobra cierto interés es tras la explosión de la bomba en el bunker de Hitler. De pronto empatizamos con el protagonista por dos razones de peso: 1) se explota el suspense, queremos que huya sin que le pillen los malos y no sabemos si lo conseguirá; y 2) se explota la ironía dramática, sabemos que Hitler no ha muerto pero los buenos creen que sí.
Brian Singer queda definitivamente como la eterna promesa del cine mundial. Un cineasta que dejó huella con Sospechosos habituales y después se dedicó a echar tierra sobre su cadáver con las bochornosas X-men, X-men 2 y Superman Returns.
En Valkiria los personajes adolecen de un desarrollo insuficiente en favor de la trama principal, matar a Hitler. Éste es el mayor error de la película pues la historia del Coronel Claus Von Stauffenberg parece decididamente mucho más interesante que el frustrado asesinato del Fuhrer que debería ser sólo un mcguffin para poder hablar de las oscuridades del alma humana.
El error en este caso es doble e insalvable: 1) la trama es muy confusa y 2) el público conoce de antemano el fracaso de la operación: a Hitler, por desgracia, sólo lo mató Hitler.
Al conocer el final de la película, el suspense se desinfla y no hay manera de enganchar al espectador. Claro que hay excepciones, en Titanic de James Cameron también se conocía el destino del barco y aún así se deseaba el deus ex machina para salvar a los personajes, lo que habla claramente de lo hábil que es Cameron y lo torpe que es Singer.
Con una trama sosa y reliada y la falta de suspense no queda más que apostarlo todo a los personajes y ahí está el filón sin explotar, porque Valkiria no tuvo jamás que ser un divertimento comercial de blancos y negros - crítica a los malos de siempre y alabanzas a los que se enfrentaron al terror – sino haber indagado en las causas reales frankensteinianas que llevan al hombre impotente e incompleto – ha perdido un ojo, una mano y varios dedos en la guerra – a luchar por sentirse un hombre de nuevo, a excusar su deseado suicidio o a vengarse de quien le convirtió en monstruo y le arrebató la vida.
Por desgracia no hay nada de eso en Valkiria: su mujer y sus hijos siguen queriendo al mutilado y él, el Coronel Von Stauffenberg, puede seguir mirándose al espejo sin terapia previa ni complejo de Mr. Hyde – ¿no ha visto Singer Los mejores años de nuestra vida de William Wyler? -. Lástima que salvar Alemania sea más importante… el mundo que nos dibujan es tan falso como el dios cienciólogo de Tom Cruise.
Ridículos son también los diálogos y las frases lapidarias que escupen constantemente de sus bocas sin que se les caiga la cara de vergüenza y chafándonos otra vez la poca credibilidad de los personajes. Ni Tom Cruise es Romeo ni Hitler Julieta.
El único momento en que la película cobra cierto interés es tras la explosión de la bomba en el bunker de Hitler. De pronto empatizamos con el protagonista por dos razones de peso: 1) se explota el suspense, queremos que huya sin que le pillen los malos y no sabemos si lo conseguirá; y 2) se explota la ironía dramática, sabemos que Hitler no ha muerto pero los buenos creen que sí.
Brian Singer queda definitivamente como la eterna promesa del cine mundial. Un cineasta que dejó huella con Sospechosos habituales y después se dedicó a echar tierra sobre su cadáver con las bochornosas X-men, X-men 2 y Superman Returns.
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