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Críticas 98
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
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29 de septiembre de 2017 Sé el primero en valorar esta crítica
Dentro del género de cine épico, una parte significada estaba habitada por películas que bebían en las inacabables referencias de las Sagradas Escrituras, unos textos destinados a ilustrar una visión del mundo antiguo anclado a la cultura popular como consecuencia del fuerte arraigo de las religiones cristianas en los cimientos del mundo occidental. Si obviamos la fracasada versión del Rey David de Richard Gere hace tres décadas, el cine de base bíblica parecía haber pasado las últimas páginas de su historia en los tiempos gloriosos de Cecil B. DeMille y sus inmarchitables Diez Mandamientos, cuando Hollywood cerró la Biblia de un golpe, y así permaneció hasta la fecha de hoy.
Sea porque a los jerifaltes de Hollywood se les ha agotado la inspiración, por las tan necesarias como inevitables revisiones cíclicas, o bien por efecto de una medida y calculada estrategia comercial para rentabilizar los fundamentos de la religiosidad humana, lo cierto es que la gran industria del cine vuelve a leer el libro sagrado con su particular sentido del espectáculo. Ridley Scott, el director más comercialmente reconocido de las últimas décadas, prepara su particular versión del segundo libro de la Biblia en Exodus, donde se cuenta la diáspora del pueblo judío encabezado por el jerarca Moisés. Veremos si es solo el principio de la revisión completa del Antiguo Testamento o supone la consumación definitiva para un subgénero que unas décadas atrás gozó los favores del gran público.
Hace tres años el director neoyorquino Darren Aranosfky nos sorprendió con una historia de tintes enfermizos titulada Cisne negro; utilizando versátiles recursos descriptivos, la cámara introducía al espectador en las emociones esquizofrénicas de su frágil protagonista, una atormentada Natalie Portman. Su versión de un personaje como Noé, que personifica el antepasado común de la raza humana en la mayoría de las referencias religiosas, resulta más discutible. Por su deriva hacia el cine fantástico de inspiración en la Tierra Media, especialmente marcada en la iconografía y en el predominio de los efectos especiales, aunque en claro retroceso, pues los ángeles guardianes de piedra que los guionistas se han sacado de la manga para justificar la imposible hazaña culminada por un hombre solo, adolecen de imaginación icónica y de la necesaria credibilidad, deudora de la propia naturaleza del relato, al que se ha añadido una partitura musical, a ratos estridente, de cuestionable funcionalidad. Los dos principales lastres de este Noé que, por otra parte, consigue el logro notable de no resultar pesado en sus dos horas y veinte minutos de metraje.
Lo mejor de la película, que por otra parte entronca con la corriente posapocalíptica tan presente en el cine actual, se sustenta fundamentalmente en la poderosa presencia de Russell Crowe. El actor de origen neozelandés es capaz de sostener la cámara en primerísimos planos para expresar en la fuerza de la mirada las contradicciones por las tribulaciones con el mandamiento del Creador. Sin duda, en ese drama personal y familiar reside la gran baza de Noé, y en el ingenioso giro argumental para dar cumplimiento al designio divino que aparece recogido en el Libro del Génesis desde hace varios siglos, y que constituye uno de los escasos puntos de encuentro con la referencia literaria, según la cual el Arca de Noé permitió a ocho personas sobrevivir al Diluvio Universal. Ni una más ni una menos.
En cualquier caso, la última imagen del film, con el arca de Noé fragmentada sobre el Monte Ararat, donde se había posado el decimoséptimo día del séptimo mes (Génesis 8:4), es la parábola perfecta (por emplear un término muy adecuado al caso) para representar el propio naufragio de la película de Darren Aranosfky.
Terminamos con una buena noticia: la promoción “Miércoles de Cine”, que permite acceder a las salas por un módico precio inferior a los cuatro euros, ha sido prorrogada hasta el mes de julio. Además, los cines Ábaco suman numerosas promociones, que permiten comprar una entrada, si regresas en dos semanas, por cinco euros cualquier día de la semana, sábados y domingos incluidos. Definitivamente, hay que acabar con la desconsideración de que el cine es caro.
29 de septiembre de 2017 Sé el primero en valorar esta crítica
En estos momentos en clara regresión de los derechos sociales, una película como 12 años de esclavitud se hace más necesaria que nunca. El tema de la esclavitud ha sido rehuido por el cine norteamericano, como una lacra ignominiosa de su Historia que era mejor obviar. Sólo Steven Spielberg (Amistad, 1997) y Jonathan Demme (Beloved, 1998) realizaron acercamientos a aspectos parciales de aquella vergonzante realidad institucionalizada únicamente por la codicia, la única perversión del ser humano que no conoce límites.
Ha tenido que ser el director londinense Steve McQueen quien, en su primera producción norteamericana, ha conseguido no sólo su mejor obra, sino un film destinado a convertirse en una referencia imprescindible, sin duda la mejor hasta la fecha, sobre este escabroso tema. Partiendo de una desconocida y olvidada obra autobiográfica publicada en 1853, una década antes de la abolición de la esclavitud en Estados Unidos, titulada “12 years a slave”, el realizador inglés atrapa al espectador en la mirada de Solomon Northup para acompañarle en su descenso a un infierno donde el único propósito que cabe es sobrevivir, lo que le exige mimetizarse con un hábitat poblado por dos especies: los amos y los esclavos. Unos amos que aplican su dominio con un látigo en una mano y una Biblia en la otra. No hay maniqueísmo, es la realidad de una sociedad rural que arraiga la esclavitud a los designios divinos, la justificación moral perfecta para algo injustificable solo en el color de la piel. En este sentido, la película refleja la realidad de una fuente de primera mano, y consigue plasmar el ambiente y el contexto histórico con realismo notable y desbordante verosimilitud.
En la intensidad de la mirada del protagonista reside la fuerza de cada plano, la grandeza de esta historia construida con cámara subjetiva a través de esa poderosa mirada, sin necesidad de situar al espectador en su punto de vista. Desde las primeras imágenes del plato de comida mostrado por el objetivo, donde el espectador, igual que Solomon, solo ve el improbable color de una tinta para escribir, hasta la contenida escena final nos aguardan dos horas con el corazón y la emoción detenidos. A ratos poética, y a ratos atroz, el director no abusa de las escenas violentas en el aspecto físico, porque lo más terrorífico de la esclavitud es su propia naturaleza, la relación (para la que no existe calificativo) que se establece entre los seres humanos cuando uno es el dueño del otro, de su cuerpo, de su mente, de su vida y de todas sus pertenencias, hijos incluidos. El amo no solo los utiliza para expiar sus fantasmas y sus frustraciones a base de violaciones bañadas en alcohol, hay otras vejaciones más sutiles, como obligarles a bailar de madrugada tras un día de trabajo agotador. Las dos escenas de maltrato físico se sitúan al principio y al final, como una especie de metáfora explícita (valga el oxímoron) del forzado bagaje de Solomon (impresionante Chiwetel Ejiofor) que nace esclavo recibiendo golpes con una pala de madera en un plano fijo impactante y se despide antes de recuperar la libertad azotando a la bella Patsey (personaje de óscar para Lupita Nyong’o).
12 años de esclavitud supone, además, un verdadero concierto de actores, verdaderamente magníficos en sus creaciones; aparte de los citados están Michael Fassbender (actor fetiche de McQueen, presente en sus tres películas) y el siempre solvente Paul Giamatti, en el papel de un negrero paradójicamente llamado Freeman. Curiosamente, el que menos me ha convencido es Brad Pitt, el productor de la película, que se ha reservado un breve papel, decisivo pero algo discursivo en su impostura.
11 de febrero de 2019 Sé el primero en valorar esta crítica
La primera parte de la carrera del director norteamericano Adam McKay (1968) aparece indisolublemente unida a la del cómico Will Farrel, protagonista, además de coguionista, de media docena de comedias filmadas a dúo tan disparatadas como irrelevantes. Hasta que decide aprovechar su ironía y mordacidad para mostrar la cara menos complaciente del american way of life, sin perder su despiadado sentido del humor ni la fuerza del ritmo narrativo, hasta conseguir engranar el entretenimiento con su propio estilo visual, como y ya demostró en La gran apuesta (The Big Short, 2015), una de las más lúcidas, a la par que entretenida, visiones sobre la quiebra del mercado inmobiliario americano, y por ende del sistema financiero global.
El vicio del poder, adecuada traslación al castellano del doble sentido del título original (Vice: vicio/Vicepresidente apocopado), centra el objetivo de su cámara en uno de los políticos menos estimulantes del sistema llamado Dick Cheney (nacido en Nebraska en 1941); alguien que desde el puesto de recadero en la Casa Blanca alcanzó las más altas cotas de poder, convirtiendo el cargo, poco menos que honorario, de Vicepresidente de EEUU (que ocupó durante el mandato de George W. Bush entre 2001 y 2009) en el centro de la toma de decisiones, sin responder de sus actos ante nadie, gráficamente equiparado en el film a los reyes absolutos y a los grandes dictadores del siglo XX. Una de las características del cine de McKay es que no desdeña el espectáculo, por ello empieza la película precisamente el día 11 de septiembre de 2001 y la termina dos veces; la primera a mitad del metraje para puntear tanto el carácter dual del personaje como el doble tratamiento de la historia, desde el biopic hagiográfico a la denuncia maquinada. Sin olvidar que estamos ante una obra de creación cinematográfica, como acertadamente resalta el sorprendente narrador omnisciente que el director utiliza para articular la narración.
El film no se limita al retrato más o menos realista y/o crítico de Cheney, supera ampliamente la visión personalista para ofrecer la interpretación de un momento histórico especialmente crispado, con el país más poderoso del mundo enviando a sus ciudadanos a una guerra donde los únicos beneficiados fueron las grandes corporaciones, cuyos beneficios se multiplicaron exponencialmente, entre las que casualmente estaba Halliburton Company, la empresa que había contratado a Cheney. En este cínico fresco histórico reciente también aparecen algunos personajes secundarios como el presidente Bush (fantástico Sam Rockwell), el Secretario de Defensa Donald Rumsfeld (bajo el rostro del cómico Steve Carell); incluso el propio Tony Blair tiene su minuto de gloria falseando las armas de destrucción masiva de Saddam Hussein, solo se echa de menos la presencia de Aznar, cuya intervención ha sido injustamente suprimida en el montaje final, aunque el discurso final del protagonista mirando a cámara parece escrito por el expresidente español.
Imposible finalizar este comentario sin hacer referencia al protagonista Christian Bale, el actor capaz de abducir al personaje para perpetuar su creación en el futuro por encima de la efigie del propio Cheney. Por cierto, se recomienda no abandonar la sala antes de finalizar los títulos de crédito, pues el director tiene reservada alguna sorpresa sobre la esencia sociológica de su obra.
19 de diciembre de 2017 Sé el primero en valorar esta crítica
Fabulosa (en el doble sentido asombrosa/fabuladora, y no en la acepción de ficticia) producción búlgara titulada "Un minuto de gloria" (Slava, 2016), la cuarta película (todas protagonizadas por Stefan Denolyubov) dirigida al alimón por los cineastas Kristina Grozeva y Petar Valchanov. Una historia, iniciada a modo de sencilla fábula social, protagonizada por un humilde y honesto guardavía llamado Tsanko Petrov que malvive modestamente repartiendo la existencia entre su trabajo y sus conejos, hasta que un inesperado acontecimiento le cambia la vida. En un país de corruptelas institucionalizadas y generalizadas como el que se presenta en el film, la devolución de una importante cantidad de dinero encontrada sobre las vías del tren es la disculpa para sacar al cándido Tsanko de su cobijo y caer en las fauces de una sociedad sin escrúpulos, representada por el gabinete de prensa y relaciones públicas de un ministerio, la trastienda donde manejan los hilos del poder, el epicentro de manipulación a los ciudadanos. Sin discursos panfletarios, el relato se va transformando en un testimonio político tan efectivo como plagado de detalles expresivos; la cámara, con aparente naturalidad, diferencia y contrasta la descripción de los espacios donde vive, come y duerme el guardavía frente a las modernas oficinas que albergan a los funcionarios al servicio del ministro. Contraste que se acentúa con la tara física que padece Tsanko, al tiempo que aumenta su impotencia frente a las estructuras del poder y crea mayor desasosiego y ansiedad en la empatía del espectador. Entre otras, hay una escena modélica: en una situación kafkiana, casi surrealista, a los directores les basta con introducir un voluminoso directorio con el listado telefónico del personal adscrito al ministerio de Transportes para mostrar la mastodóntica y poco operativa estructura burocrática, en parte seguramente heredada del sistema comunista. Nuestro “vuelva usted mañana” de antaño actualizado a hogaño.
El título original (Slava, Glory) hace referencia al reloj que su padre regaló a Tsanko, el objeto que metafóricamente representa su dignidad, aparte de sus raíces y su dedicación al trabajo. Cuando se lo cambian por otro que ni siquiera funciona, como premio a su modélica actuación, el único objetivo del personaje será recuperar su reloj y cuanto significa, aunque para ello deba someterse a nuevas manipulaciones por parte de la prensa interesada y de la policía corrompida. La película también introduce una acción paralela al objeto de “humanizar”, de manera inteligente, el personaje de Julia Staikova (Margita Gosheva ) la implacable jefa de gabinete sin límites (legales ni morales) para beneficiar o proteger los intereses políticos de su prócer. Los espectadores españoles podemos pensar que nuestra sociedad se libra de las corruptelas generalizadas que se nos muestran, pero las manipulaciones y las mentiras no están proscritas de los manuales de estilo que utilizan los políticos para apoderarse de nuestros relojes. Como en el caso de Tsanko, esperemos recuperarlos algún día.
16 de octubre de 2017 Sé el primero en valorar esta crítica
La película parece perfectamente articulada para el lucimiento de la actriz (otrora estrella) Sonia Braga, que compone un personaje a su propia medida, el de una mujer sexagenaria que practica la vida en total libertad, con la coherencia que otorgan la experiencia vital y la sabiduría de la madurez. El film aparece dividido en tres capítulos que recorren otros tantos aspectos (con diferentes matices y contradicciones) de la personalidad de Doña Clara, para mostrar la resolución de una mujer incorruptible a los condicionamientos sociales y a las acomodaticias e interesadas decisiones de los hijos. Interesante visión de una etapa de la vida en la que lo único preciso para vivir es la dignidad de ser consecuente con uno mismo; además, la parte social de la historia culmina con un giro final brillante, inesperado, novedoso e inexplorado. Con todo, adolece del mal de muchas producciones actuales: su exceso de metraje.
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