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Críticas 123
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
6
11 de febrero de 2011
6 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
Peli con un puntillo intimista y con buenos toques de comedia (aunque en las partes "cómicas" tenía miedo de que fuese una peli de los hermanos Coen y todo fuese más tirando a negro).
Mezcla situaciones naturales con otras que parecen ocurrir más bien para que lleguemos a donde el director necesita, y ese es para mí su principal problema, porque las casualidades pasan, pero jó que noche! Además la relación entre los dos protagonistas y su evolución está bien llevada y resulta creíble, tanto si conoces la idiosincr-asia (perdón) de allí, como si no (aunque entonces pueda parecerte un tanto fría).

La referencia a la peli Manhattan que hago en el título no va más allá de algunas escenas de la ciudad de Taipei con música jazz de fondo que me la recordaron. Además después leí en una entrevista que es la película favorita del director, así que algo tendrá.

Pero bueno, lo importante es el mensaje...
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
...Y es que un clavo quita otro clavo. Pero mientras ese clavo llega seguiremos escuchando Roberto Carlos - La Distancia.
14 de agosto de 2016
9 de 13 usuarios han encontrado esta crítica útil
Con lo que me gusta Ciudad de Dios.

Siempre he sido un poco misántropo, o al menos poco dado a apreciar el comportamiento humano, pero creo que además me estoy haciendo viejo. Eso, o me estoy acarlosboyerizando. Una de dos. En cualquier caso, voy a optar por la primera opción y escribiré una crítica como si fuese un anciano, alguien que dice frases inconexas, aunque no carentes de sentido, que ya todo le da igual, excepto tener que enfrentarse a los cambios producidos en una sociedad que cada día se distancia más de él.

Me imagino a los directores Adil El Arbi y Bilall Fallah reunidos con el resto de guionistas mientras desarrollaban la idea principal de Black y sus recovecos:

— Hay demasiadas muertes por tiroteos entre bandas en nuestra sociedad, 23 desde 2002, tenemos que hacer algo que conciencie a todos los chavales que crean que estar en una banda e ir de malote mola.

— ¿Y cómo?

— Hagamos una versión de Romeo y Julieta adaptada a nuestros tiempos; un clásico modernizado y que use el lenguaje de la calle. Podríamos crear personalidades más cercanas a la realidad; para ello, cambiaríamos a las familias Capullote y Mongolesco por dos bandos de diferentes barrios y culturas, aunque manteniendo los mismos apellidos, y así los jóvenes se sentirán mucho más identificados con los personajes.

— ¿Y qué podemos hacer para que los protagonistas se conozcan? Los bailes de máscaras ya no tienen el mismo éxito que antes.

— Bastaría con sustituirlo por un encuentro en una comisaría de policía y si eso en el metro, para dar más dramatismo, y así tendremos un romance aún más creíble.

Resulta bastante decepcionante comprobar que estamos ante una historia de amor más cercana a Los Serrano (donde no quedaría mal del todo), que a William Shakespeare, aunque este escritor también destacara por construir protagonistas capaces de resolver sus problemas de las formas más rocambolescas (por no usar otro adjetivo). Por otro lado, la parte de la historia que se centra en la maldad humana, los grupos y la delincuencia, nos aleja aún más de la película; puede que por no tener ningún trasfondo, más allá del conocido o intuido por nosotros. No les conocemos, sólo son gente que pasa por ahí y actúa como cree conveniente, aunque a veces se nos quieran dejar caer algunas respuestas a preguntas que deberíamos hacernos y, no demasiado a menudo, nos hacemos (o se intenta exculpar a los protagonistas de sus pecados). Es decir, al principio los dos personajes principales (Martha Canga Antonio y Aboubakr Bensaihi) hacen lo mismo que los “malos”, y ellos se lo toman a risa y se lo pasan bien; en cambio, una vez se enamoran, ya no les hace ninguna gracia. ¿Por qué? Porque están enamorados.

Los jóvenes de Black son bastante irritantes. El que no es un malote con ínfulas mafiosas, violento y agresivo, está colocado o borracho, o es un salido que va buscando sexo (a su manera). ¿Qué diferencia a El Padrino o El precio del poder de Black, aparte de lo atrayente de la ambición y el poder mostrado en las dos primeras? Que nadie soporta a los adolescentes; no se soportan ni ellos mismos… y eso no ha cambiado desde los tiempos de Shakespeare (lo que ha cambiado es que al segundo día ahora ya están dale que te pego). No hay demasiada química entre la pareja protagonista, pero sí los suficientes intercambios de fluidos para parecer creíble. Y supongo que como retrato de una porción de la sociedad, Black es un 10, pero un sobresaliente sin ningún atractivo. Unos chicos que siempre tienen un pollo en la garganta listo para ser excretado, y que hace que cuando veo a nuestros dos enamorados comiéndose la boca, sólo pueda acordarme de los lapos que lanzaban antes… Y sin necesidad de beber grog.

Existe una hipótesis de la robótica, llamada Valle inquietante, que dice que cuanto más se parezca un robot a un ser humano, mayor será el rechazo contra él, algo que explicaría, por ejemplo, por qué las cintas de animación con personajes humanos carecen de un realismo completo en ese sentido (ya que no se busca). En cambio, cuando de humanos se trata, parece que cuanto más diferentes sean, más rechazo y odio absurdo habrá entre ellos. Quizá por eso Mefistófeles ha abandonado su forma humana y se ha convertido en arma de fuego. Ahora compra almas a cambio de balas y facilita que otros se acribillen a balazos. A él no le importa ese final, a los participantes de los tiroteos parece que tampoco, igual porque se creen que es una película y que la vida vale poco o no termina, al ser ellos los protagonistas, que las demás personas están ahí para satisfacerles. Habría que preguntar a sus familias. Lo jodido es que Black muestra una realidad, con estos personajes y sus hábitos, difícilmente soportable para el espectador. No importa lo cierta que sea esa realidad, y sea cual sea el discurso que hay detrás del guion, y tenga la dirección que tenga (más que correcta), y haga el uso que haga de los recursos que tiene (la ciudad que lo ve todo como si hubiera una pantalla delante)… el resultado final es bastante irregular, con un clímax que obtiene lo opuesto de lo pretendido, mezclando lírica bucólica, abstracción y tiempos muertos musicales algo carentes de sentido.

(Sigue en Spoiler sin spoilers)
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Vale, ya: los dos protagonistas (y otros tantos) son víctimas de un sistema que da subsidios y mantiene en los mismos barrios a los distintos que son culturalmente similares, para fomentar su inclusión social (¿?), y no son parte del problema, sino consecuencia de él, pero eso no te vuelve un inocente sin libre albedrío o capacidad de decisión. Todos sabemos diferenciar entre el bien y el mal, y empezamos a intuirlo desde bien pequeños, mientras formamos personalidades con mayor o menos éxito y carácter. Pero, en serio, ¿dónde está la gracia de pegarse?: ¡Hey! ¿Qué tal si nos pegamos hasta llegar a matarnos? ¡Así creamos entre nosotros una sensación de pertenencia al grupo y una mayor unidad! En el fondo hay que pagar los traumas del pasado o las limitaciones impuestas por uno mismo con el resto de la humanidad, ¿no? Porque intentar pasar más tiempo sólo para solucionar cada uno mismo sus mierdas sin dar por saco a los demás es demasiado difícil; mejor recurrir al amor para arreglarse, así, si la relación se rompe, puedes volver a caer en tus historias y culpar a los demás. ¿Denuncia social? Claro, ¿un buen intento? La sombra de otras películas mejores es alargada; y ésta no genera ni la mitad de ese interés. Ese es su principal problema, que no te importa nadie, salvo los dos policías principales, porque te hace gracia que en la misma comisaría el policía negro hable con los detenidos negros, y la policía marroquí trate con los detenidos marroquíes, ambos en francés (y el perro seguro que también importa, aunque sea de los que da miedo según a quien acompañe).

Maldita juventud, que se cree que el amor son dos polvos a cámara lenta.
4 de diciembre de 2015
9 de 13 usuarios han encontrado esta crítica útil
El contexto I: La pobreza en España

Me gusta ver cine con el que me siento reflejado, lo admito. La clase de películas que me gustan en este sentido suelen tener protagonistas con los que me identifico, situaciones que experimento o actuaciones que vislumbro en otros o las vivo muy de cerca. Normalmente, en el primero de los casos, los personajes son un dechado de virtudes y bondad, claro; en el resto, puede haber de todo, pero no me vale cualquier cosa.

La cuestión está en sentir. He hablado con varias personas que, teniendo sus problemas (más graves que los míos), tienden a menospreciar el cine que habla de sus mismas circunstancias porque ya no sienten nada, porque son incapaces de involucrarse en una ficción que habla de su realidad. Porque creen que si han vivido algo tan duro nada les hará sentir, y tampoco quieren recordarlo. Ante esta insensibilidad producto del exceso de sensaciones propias, sólo queda un tipo de espectador: el que no lo siente tan de cerca.

Bajo el paraguas del cine social se pueden esconder varias críticas y hacer visibles muchos de los problemas de la sociedad en que vivimos. La cuestión es encontrar el tono, como siempre; dar con la forma y que el discurso incomode al espectador de un modo positivo. Se trata, en suma, de que asimile que lo visto ocurre de verdad, que se desarrolle una conciencia social y que con ella se busquen soluciones. ¿Educar?

Por eso es muy fácil caer en ciertos tics ya típicos del género y sencillos de encontrar en muchas obras, equilibrar la suerte de los personajes y no enfadar al público. Intentar humanizar al máximo un problema, hacerlo terrenal, o contar un viaje interior que supere las barreras de la experiencia propia y personal por una más universal y duradera en la memoria del que mira.

Techo y comida es dura, básicamente porque intenta retratar una dura realidad, pero a menudo se siente limitada y su emoción y rabia no traspasan la pantalla. ¿Por qué? Porque es como la vida misma, porque, sencillamente, llevamos tantos años viéndolo pasar, hemos visto a tanta gente rebuscando en la basura por las noches, pidiendo en los supermercados o durmiendo en las aceras, que nos hemos enfermado como sociedad (más) y lo que vemos es “normal”. Triste, porque además a pocos le importa. Lo que tenemos ahora es el «yo estoy peor» o el «todos tenemos problemas», y hasta una nueva moda: «haber nacido sirio».

Pero también porque si hablas desde el pensamiento crítico, debes tratar de ser justo e imparcial para dotar del máximo realismo lo que vemos o lo que se quiere mostrar, aparte de ofrecer algún aspecto inédito respecto a otras cintas parecidas. Si haces que uno de tus personajes, el malo, beba y amenace con violencia, es posible que yo, como espectador, me aleje por momentos del relato. No porque crea que no pueda pasar, sino porque siento que me intentas condicionar. Más si cabe cuando los que sufren son buenas personas que sólo son capaces de hacer cosas malas por las circunstancias (¿acaso el malo no las tiene?).

Este tipo de cine tiene eso, que se juzga con dureza por tratarse de la actualidad e intentar movilizar a las conciencias que lo ven (que si ven es porque ya suelen estar bastante concienciadas). Porque incide en ella, porque te manda un mensaje, o te deletrea lo que quiere en la última imagen, dándote a entender que tienes que hacer algo más allá de ver una película. Pero esto es cine, y me puedo ofender si, detrás de este crudo realismo, me sacan de él con una música muy triste y española, o si, como digo, me dicen qué tengo que hacer, porque entonces me planteo si la propia cinta lo hace (o hará).

Lo que ocurre, de hecho, es que a día de hoy tiene más impacto un anuncio de 30 segundos en el que una abuela dice no tener hambre para que coman sus nietos, que una película de 90 minutos. Pero bueno, si te emocionaste viendo que en España uno de cada tres niños corre riesgo de vivir bajo el umbral de la pobreza y de sufrir exclusión social, seguramente te subyugue el (cada vez menos) particular viaje de Rocío y su hijo Adrián, los principales protagonistas de Techo y comida.

Por ese poder que, aunque no tan fuerte como se busca, existe, tampoco estaríamos hablando de una película fallida. En Techo y comida encontramos momentos cotidianos emocionalmente convincentes, a pesar de las medias tintas. Sin embargo, Juan Miguel del Castillo, realizador y guionista, se olvida del paso del tiempo y de que, con él, hay algo que se pierde para con su cine: el contexto. Techo y comida es aquí y ahora.

Por otra parte (la mejor parte), la actriz Natalia de Molina hace un trabajo excepcional poniendo rostro a Rocío, dando (más) crudeza a la pobreza, dotándola de lo que significa mucho más allá de lo que la cámara permitiría. Es ella y sólo ella. El director lo sabe y por eso pocas veces pone cara a otras personas. Aquí sólo importa que tú, como asistente, sientas la presión al conocer que algunos momentos en la vida son irreversibles y no hay vuelta atrás, que si te quedas sin casa ya no hay más. El ahora.

Es lo que pasa cuando luchas por crear algún tipo de conciencia social, que no puedes equivocarte o te conviertes en una diana fácil. Porque alguno te argumentará que, si tanto te preocupa, les des tu casa, que les sueltes tu dinero como ayuda u otra demagogia similar. Que si ese es socialista, ¿cómo tiene una casa así de grande?

Claro, el malnacido, sin conciencia y egoísta, nunca rompe sus principios… como no los tiene.

Crítica escrita para www.cinemaldito.com (@CineMaldito)
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
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El contexto II: La pobreza en el mundo

Por el simple hecho de haber nacido, con el dónde y con el cómo por delante, yo ya soy culpable. Para algunos mi pasividad me ha manchado las manos de sangre, para otros soy un egoísta que no ayuda a los demás. Hay personas que me dan hasta una bolsa para que les compre un kilo de comida… Y claro, yo me siento mal.

Siempre yo, como todo el mundo. A veces nos preocupan los demás, sobre todo cuando son cercanos a nosotros, cuando un hecho muy concreto nos sensibiliza o cuando hemos encontrado la respuesta definitiva a alguna de nuestras preguntas existenciales y nos encaminamos hacia ella.

Entonces ampliamos nuestros horizontes a través de las redes sociales, el nuevo mundo, ese en el que la gente se graba haciendo el bien para subirlo y publicarlo a cambio de “me gustas” y retuits, pero también por dinero a cambio de visualizaciones (aunque éste sea poco). Donde todo el mundo tiene una opinión, aunque siempre venga en masa y nunca sola. Donde hace unos días todo el mundo lloraba por un atentado con los colores de una bandera y un día después criticaba la actitud del primer mundo, creando ciudadanos de primera y de segunda. Donde se cuestionan los sentimientos que se tienen por lo que cada uno siente más cercano en contraste con lo “más lejano”, por aquellos que sufren casi cada día lo mismo que “aquí” un día, y que también lloran por las víctimas.

Y claro, ya no me siento tan culpable. Ya no siento casi nada. Todo es cuestionado y eso es algo que está bien, pero la demagogia forma parte inherente de nuestros razonamientos, así que ante todo lo que un ser humano debe valorar entre sus sentimientos, al final decide que lo mejor es no sentir ninguno, ni siquiera para sí, porque si siento que debo ayudar a alguien porque le van a echar de su casa, antes debería valorar que hay gente que no come en este mundo y que tiene prioridad (no tiene ni casa). ¿Es que acaso hay ciudadanos de primera y de segunda?

Demagogia.

Techo y comida no es excesivamente demagoga. Bien por ella. Tampoco supera las expectativas de lo que uno espera ver antes de entrar a la sala de visionado, sabiendo el argumento. Conmueve a veces y otras piensas que el director se está posicionando más allá de la parcialidad que muchos consideraríamos justa (creando malos que ahora beben, ahora son violentos; obviando que exista alguna posibilidad de tener arrendadores sanos y educados también con interés por cobrar por su alquiler, quizás porque también anden jodidos de dinero).

Este cine intenta remover conciencias, y eso implica que el espectador se posicione. A mí me gustaría evitar que cualquier persona sufra, que alguien tenga que abandonar su hogar por causas ajenas a su voluntad. Me gustaría conseguir que el mundo fuera un lugar más equitativo, de una mayor equidad, que no se consumieran tantos recursos de un planeta que estamos vaciando, que se acabara el hambre en el mundo y no se tirara la comida. Me gustaría que no nos matáramos unos a otros. Me gustaría sentir lo mismo por todos los sufrimientos ajenos, y no sólo por los míos y los de los míos, cuando pienso en mi existencia unipersonal, nunca entera del todo ni del todo satisfecha.

Pero ya no siento nada, porque cuando siento por unos ahora también debo pensar que hay otros. Y según la nueva lógica aplicada en este mundo virtual y cada vez menos humano: (siempre) hay gente que está peor, así que sentirse mal por unos y no tan mal por otros es clasificar a unos como mejores y a los otros como los peores.

Demasiados motivos.

Crítica escrita para www.filmfilicos.com (@filmfilicos)
18 de febrero de 2016
6 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
Lograr hazañas que otros no se atreven ni a pensar en su cabeza exige poseer algo superior a la ambición. Es una creencia, tal vez una certeza. Aun así, hasta que la proeza sea realizada de verdad, todo son dudas y demostraciones del error y del fracaso, si esta no sale bien a la primera. También si el que se cree capaz de todo no comprueba bien sus dimensiones y se ve mejor de lo que es. Dónde está el límite o el exceso de la confianza, o en qué momento el propio convencimiento en tu valía te puede hacer creer que eres un Dios (y hacer que nadie ya te vea como un héroe), puede ser el punto clave para revelar y comprobar que eres el ser humano extraordinario y no la decepción. Ser el eje que guía el movimiento de la rueda y representa un adelanto necesario en una sociedad que no lo busca, aunque le venga bien una vez sea evidente.

Es un dilema moral y ético, este, y es parte de la medicina y de la ciencia, de los médicos y los científicos. Prueba y fallo hasta dar con el acierto. Cuando el ensayo sólo es factible de verdad en los humanos, ahora y hace más de 30 años, las probabilidades de cometer un descuido para la salud de tu paciente pueden derivar en unas consecuencias mucho más insólitas y graves de las esperadas, para tu conciencia y tu persona, incluso para tu carrera. ¿Es uno capaz de convivir con esos muertos para siempre hasta alargar la vida a los siguientes? ¿Eres el elegido para dar con los avances necesarios para mejorar la medicina? ¿Vale la pena el éxito futuro, la notoriedad de tu trabajo y tus esfuerzos frente a los reveses y la frustración pasada y del presente?

La polaca Dioses, del director Lukasz Palkowski, es una película basada en hechos reales y que cuenta la gesta realizada por el cirujano Zbigniew Religa, que llevó a cabo una empresa más cercana a la odisea para investigar y realizar de forma empírica el primer trasplante de corazón exitoso en humanos dentro de su país; un viaje lleno de miserias, persistencia y de alcohol para obstruir las penas y perderse en los tropiezos y la culpa. La cinta se centra sobre todo en el proceso para llegar a realizar ese primer trasplante positivo, fruto de interminables esperas para su protagonista, de intentos fallidos, de colegas desinteresados o cobardes, de envidiosos, religiosos y morales, pero también de aduladores y fieles seguidores, en una época de desconocimiento casi total, tejemanejes y de mafia, con el azar y la suerte como partes importantes de no pocos infortunios.

Si bien es cierto que su linealidad y duración (dos horas de metraje) convierten Dioses en un producto un poco monótono, mantiene siempre el suficiente interés y, cuando no, sabe añadir golpes de humor que mejoran la experiencia, gracias sobre todo al carismático y no siempre comedido Tomasz Kot (que supongo que se basa en el carácter de Religa), pero también por a menudo cuestionar al propio espectador (que hoy día no tendrá ninguna duda, en general, al saber el resultado de esta crónica). La narración mantiene el tipo y el drama que nos cuenta es comprensible y atrayente. No es de extrañar, por eso, saber que ha sido un éxito de público y de crítica en su país de origen, aunque aquí carezcamos de la biografía de sus personajes y su Historia para darle mejor forma a la taquilla. Pero no se debe tener miedo: los claroscuros personales, con sus ansias y deseos y sus dudas dan para entender, formar parte y disfrutar de este drama sobre medicina.

Ese interés y ese humor, basados en la personalidad y testimonios de los testigos que aparecen como personajes en el filme, sirven para recrear aquella época y aquellos pensamientos propios de la Polonia de los años 80, que se centraron en una controversia que ya venía de lejos en ese mismo país y cuyas dudas y temores, más allá de preocuparse por la vida de pacientes y de enfermos, oscilaba alrededor del poder de los médicos para decidir sobre la vida de los mismos, con conversaciones y preguntas más cercanas al programa matinal de Mariló Montero, sobre todo en relación a lo que ya se sabe sobre los trasplantes y los corazones actualmente.

La gente envidia hasta el fracaso de los otros.
30 de octubre de 2015
6 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
A veces ocurre que, viendo una película, te viene a la memoria otra… que no has visto. Eso es exactamente lo que me ha pasado a mí viendo La garra de Satán (1971), de Piers Haggard, y es que uno tiene la cabeza llena de referencias y de imágenes que ya no sabe ni de dónde las ha obtenido —bueno, de internet, seguramente—, pero que le vienen a la cabeza, de repente, tras un baile alrededor del fuego, por ejemplo.

La película en cuestión es El hombre de mimbre (1973). Razón por la que he decidido indagar sobre mi epifanía pagana escribiendo en Google “Blood on Satan’s Claw The Wicker Man”. Aproximadamente 66.400 resultados, de los cuales varios tienen un punto en común, el denominado Folk Horror, un subgénero nacido a finales de los 60 y con gran variedad de filmes realizados sobre todo durante principios de la década de los 70, especialmente gracias a la compañía Tigon Productions, productora de La garra de Satán y de varias más relacionadas con los mundos esotéricos, de brujas y los rituales.

En La garra de Satán nos trasladaremos a la campiña inglesa en pleno Siglo XVII. Un hombre se encuentra arando el campo, cuando de repente encuentra los huesos de lo que podría ser un cuerpo humano, si bien cuando avisa al juez del pueblo éstos han desaparecido. Poco tiempo después unos niños encontrarán, mientras juegan entre el estiércol, una extraña garra. Pero la garra también desaparecerá y será entonces cuando conozcamos a Satán, o al menos ciertas partes de él que recuerdan a La bestia de Walerian Borowczyk (sólo en las partes que tienen pelo, claro).

Hace tiempo (ya no, no), se trataba al sexo como una gran fuente de poder para atraer al mal, basta con leer La casa infernal, de Richard Matheson, para darse cuenta de la importancia que, en ocasiones, tiene. Creencias paganas, brujería y folklore popular conforman una cinta de mensaje ciertamente conservador. En ella, una menor de edad con cara y nombre de ángel se erigirá como mano izquierda del demonio. La inocencia se ha perdido. El demonio yace entre nosotros, Dios se apiada de nuestras almas desde la distancia, pero sus manos derechas lo guardan en el campo y lucharán contra la picazón que surge durante la adolescencia, esa época en la que a muchos nos nace el vello púbico, extrañamente similar a la piel del diablo que a algunos personajes les va creciendo alrededor del cuerpo.

Primerísimos planos que incitan al pecado, picados, contrapicados, planos realizados desde ultratumba. Todo sirve para conseguir una lograda atmósfera, sin duda uno de los puntos más destacables de La garra de Satán: la facilidad con que aceptamos que realmente estamos en esa época en la que el lado más reaccionario del ser humano era el único que podría alzar(se contra) el mal, espada en mano.

Es una cinta bastante desconocida y por tanto reivindicable, porque aunque no produce terror, sí intriga con su citada atmósfera, y aunque no indague en ciertos detalles importantes de la trama —habría sido interesante saber qué hace el juez durante el tiempo de metraje en el que no aparece en pantalla—, cumple al saber jugar sus cartas —cuentan que se utilizaron hasta tres guiones diferentes para llevarla a cabo— y es disfrutable para los amantes de Vincent Price y del cine de bajo presupuesto, cuyo mayor encanto está, en ocasiones, en lo amateur de algunas actuaciones, que crea en el espectador una misteriosa sensación de atracción que sólo se da al abordar una obra como esta.
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