You must be a loged user to know your affinity with billywilder73
Críticas ordenadas por utilidad
Movie added to list
Movie removed from list
An error occurred

6,1
5.682
5
1 de agosto de 2018
1 de agosto de 2018
Sé el primero en valorar esta crítica
Dios, que a veces se disfrazaba de Hitchcock para dirigir películas, llegó a la cumbre del cine en 1959 en Con la muerte en los talones.
El cine de Hitchcock con sus mcguffins de espías – Bond a su lado es un somnífero - era una gozada del primer al último minuto; los personajes maravillosos y la ironía dramática te agarraban fuerte por los huevos y ya no te soltaban hasta el final de la película. Pasan los años pero por suerte la sombra oronda hitchcockniana es alargada, la trilogía de Bourne – maravillosas las tres, pero sublime la tercera, El ultimátum de Bourne - es puro Hitchcock del siglo XXI.
Sin embargo los espías de El espía son fríos, inalcanzables y lejanos, y esta falta de feeling es una cuerda que aprieta fuerte hasta ahorcar finalmente en el desenlace del film.
Un alto cargo del F.B.I. – el excelente Chris Cooper -, fundamentalista y patriota conservador, ofrece dudas sobre su integridad y es investigado por un joven con ambiciones – el soso Ryan Phillippe -. Pronto se descubre que no es oro todo lo que reluce.
Lo más destacable de El espía es que se trata de una película pequeña que discute sobre las ambiciones y la doble moral. Sin embargo ni guionistas ni director saben adónde quieren llegar y se muestran impotentes en la generación del crescendo y en dotar de intriga e interés un relato que nace moribundo y fallece en medio del segundo acto.
El espía, primera consecuencia del terremoto que significó La vida de los otros, está como aquélla en las antípodas de Bourne. De ritmo pausado, apuesta sus bazas a la búsqueda del realismo (la película está basada en hechos reales) y de la sencillez, un acierto desde luego; pero allí donde la película alemana triunfaba - 1) una presentación de personajes arrebatadora y 2) una gran primera hora de película (que a pesar de la buena voluntad y las ganas del espectador se va diluyendo como un azucarillo) - El espía fracasa por culpa de esa distancia abismal entre los personajes principales y el espectador.
En el clímax – momento de máxima tensión que dirime el conflicto del protagonista – de El espía se llega a tal punto de insipidez y de conformismo que da lo mismo que el susodicho espía sea inocente, culpable o se arranque por sevillanas vestido de lagarterana.
Sin un protagonista que enganche, la otra gran baza de las películas de espías, las tramas enrevesadas liadas como una madeja, aquí son un dulce de caramelo, no hay ecuación matemática ni laberinto, sólo un uno más uno sin sorpresas.
¿Dónde están esos grandes personajes que creaban los clásicos? ¿dónde esas historias que seducían y enganchaban?... como dijo Bogart, siempre nos quedará París… y Casablanca.
El cine de Hitchcock con sus mcguffins de espías – Bond a su lado es un somnífero - era una gozada del primer al último minuto; los personajes maravillosos y la ironía dramática te agarraban fuerte por los huevos y ya no te soltaban hasta el final de la película. Pasan los años pero por suerte la sombra oronda hitchcockniana es alargada, la trilogía de Bourne – maravillosas las tres, pero sublime la tercera, El ultimátum de Bourne - es puro Hitchcock del siglo XXI.
Sin embargo los espías de El espía son fríos, inalcanzables y lejanos, y esta falta de feeling es una cuerda que aprieta fuerte hasta ahorcar finalmente en el desenlace del film.
Un alto cargo del F.B.I. – el excelente Chris Cooper -, fundamentalista y patriota conservador, ofrece dudas sobre su integridad y es investigado por un joven con ambiciones – el soso Ryan Phillippe -. Pronto se descubre que no es oro todo lo que reluce.
Lo más destacable de El espía es que se trata de una película pequeña que discute sobre las ambiciones y la doble moral. Sin embargo ni guionistas ni director saben adónde quieren llegar y se muestran impotentes en la generación del crescendo y en dotar de intriga e interés un relato que nace moribundo y fallece en medio del segundo acto.
El espía, primera consecuencia del terremoto que significó La vida de los otros, está como aquélla en las antípodas de Bourne. De ritmo pausado, apuesta sus bazas a la búsqueda del realismo (la película está basada en hechos reales) y de la sencillez, un acierto desde luego; pero allí donde la película alemana triunfaba - 1) una presentación de personajes arrebatadora y 2) una gran primera hora de película (que a pesar de la buena voluntad y las ganas del espectador se va diluyendo como un azucarillo) - El espía fracasa por culpa de esa distancia abismal entre los personajes principales y el espectador.
En el clímax – momento de máxima tensión que dirime el conflicto del protagonista – de El espía se llega a tal punto de insipidez y de conformismo que da lo mismo que el susodicho espía sea inocente, culpable o se arranque por sevillanas vestido de lagarterana.
Sin un protagonista que enganche, la otra gran baza de las películas de espías, las tramas enrevesadas liadas como una madeja, aquí son un dulce de caramelo, no hay ecuación matemática ni laberinto, sólo un uno más uno sin sorpresas.
¿Dónde están esos grandes personajes que creaban los clásicos? ¿dónde esas historias que seducían y enganchaban?... como dijo Bogart, siempre nos quedará París… y Casablanca.

6,0
7.177
2
27 de septiembre de 2007
27 de septiembre de 2007
Sé el primero en valorar esta crítica
¿Qué le pasa al cine con los pingüinos? ¿manía persecutoria? ¿acaso es un rollo sexy fetichista? ¡Resucita Freud, no entiendo nada!
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Locos por el surf cuenta la misma historia de siempre: pingüino conoce pingüina, pingüino quiere comerse el mundo pero descubre a tiempo que la amistad es más importante que el triunfo personal, pingüino se casa con pingüina son felices y comen perdices … como en Cars, solo que en Cars comían tuercas.
¿Crítica anticapitalista? No, más bien mamotreto soso adornado con un formato documental que pretende tapar las carencias del guión. Seamos honestos ¿a quién le interesa un pingüino haciendo surf? ¿y cómo puede ese pingüino torpe entrenarse durante un día y conseguir ganar al campeón del mundo?
¿Importa más la impresionante textura del agua o una historia buena y coherente con un puñado de buenos personajes? ¡Queremos buen cine! ¡la basura sigue oliendo a basura por muy tecnológica que sea!
Cody Maverick, el pingüino surfero, no tiene carisma y cae mal.
De una vez por todas, un buen personaje no puede ser bueno a matar o malo a rabiar, debe tener capas como una cebolla. Que aprendan de Toy Story. Allí Woody – el viejo juguete pistolero preferido del niño - trama un plan para echar de casa a Buzz Lightyear - el juguete nuevo con mil botones distintos que pretende usurpar su trono-. Los celos y la envidia pueden con Woody en una reacción lógica que entendemos, a nadie le gusta verse desplazado. Así somos los humanos y también los juguetes, los pingüinos, en cambio, van a su bola.
El cine de animación agoniza. O cada vez son más malos los creativos o cada vez nos toman más por tontos: Ice age 2; Salvaje; Vecinos invasores; AntBully, bienvenido al hormiguero; El Corral: una fiesta muy bestia; Happy Feet; Colegas en el bosque; El espantatiburones; Robots y Madagascar; y también dos que duelen Cars y Ratatouille… duelen por ser de Pixar, pero hasta ellos se han contagiado de la mediocridad.
Al cine de animación actual hay que gritarle a lo Homer: “¡me abuuuurro!”, por suerte siempre nos quedarán Los Simpsons… y Bob esponja… y Futurama… y Shin Chan… y Doraemon…
¿Crítica anticapitalista? No, más bien mamotreto soso adornado con un formato documental que pretende tapar las carencias del guión. Seamos honestos ¿a quién le interesa un pingüino haciendo surf? ¿y cómo puede ese pingüino torpe entrenarse durante un día y conseguir ganar al campeón del mundo?
¿Importa más la impresionante textura del agua o una historia buena y coherente con un puñado de buenos personajes? ¡Queremos buen cine! ¡la basura sigue oliendo a basura por muy tecnológica que sea!
Cody Maverick, el pingüino surfero, no tiene carisma y cae mal.
De una vez por todas, un buen personaje no puede ser bueno a matar o malo a rabiar, debe tener capas como una cebolla. Que aprendan de Toy Story. Allí Woody – el viejo juguete pistolero preferido del niño - trama un plan para echar de casa a Buzz Lightyear - el juguete nuevo con mil botones distintos que pretende usurpar su trono-. Los celos y la envidia pueden con Woody en una reacción lógica que entendemos, a nadie le gusta verse desplazado. Así somos los humanos y también los juguetes, los pingüinos, en cambio, van a su bola.
El cine de animación agoniza. O cada vez son más malos los creativos o cada vez nos toman más por tontos: Ice age 2; Salvaje; Vecinos invasores; AntBully, bienvenido al hormiguero; El Corral: una fiesta muy bestia; Happy Feet; Colegas en el bosque; El espantatiburones; Robots y Madagascar; y también dos que duelen Cars y Ratatouille… duelen por ser de Pixar, pero hasta ellos se han contagiado de la mediocridad.
Al cine de animación actual hay que gritarle a lo Homer: “¡me abuuuurro!”, por suerte siempre nos quedarán Los Simpsons… y Bob esponja… y Futurama… y Shin Chan… y Doraemon…
1 de agosto de 2018
1 de agosto de 2018
4 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hace tres años el cine español se vio sorprendido por un fenómeno en formato de cortometraje dirigido por Àlex Pastor titulado La ruta natural que especulaba sobre la posibilidad de una vida a la inversa que empezara con la muerte y terminara con el alumbramiento. La ruta natural concentraba todo su increíble potencial en una idea inicial demoledora que sobrecogía durante los 14 minutos que duraba el corto.
El curioso caso de Benjamín Button parte de la misma idea, cuenta lo mismo y roza las tres horas, 166 minutos.
Después de Seven, su obra maestra absoluta, y de El club de la lucha, su otra gran película de referencia, David Fincher, tal vez obligado por la presión de su maestría, opta por la megalomanía pero pretender construir el Lo que el viento se llevó de nuestro siglo intentando llevar a cabo la película perfecta, titánica y grandilocuente es un error de bulto porque madre no hay más que una - un Rhett Butler y una señorita Escarlata - y a Pitt y a Blanchett, sin desmerecerles, los encontraron en la calle.
Sin embargo, al césar lo que es del césar; el primer acto que requiere pulso de relojero para hacer creíble lo imposible - nacer viejo para crecer hacia atrás – es absolutamente coherente y memorable e imprime tanta fuerza que convierte la primera hora de película del carcamal Brad Pitt en obra maestra sin parangón – el hermosísimo amor pederasta bajo la mesa del asilo entre el viejo y la niña es poesía para la falsa moral contemporánea.
Pero cuando los protagonistas cruzan sus años y se encuentran con la misma edad surgiendo el “otro” amor, el patético, el hipócrita y políticamente correcto; la película de tan grande se empequeñece y se estropea para siempre. Agotado su interesante discurso, resta sin argumentos y la redundancia la mata quedando para tortura más de hora y media de rollo peliculero.
La idea del cuento – la hija lee el diario de la vieja enamorada que está a punto de morir- que organiza estructuralmente la película en flashbacks donde aparece Benjamin Button es hermosa y apoya inteligentísimamente la verosimilitud de la cuenta atrás del relato. Sin embargo las películas que cuentan cuentos, como ocurre con La historia interminable, se hacen eso, interminables y arrastran una sensación de grima, de rechazo, de innecesaria dilatación del tiempo que juega en contra del realismo y de la intensidad del drama – la unidad de acción, de tiempo y de lugar que solamente en casos extremos debe romperse.
Queda el poso de recuerdos que son lo único que llenan – el carpe diem de los poetas muertos que es Satanás de moralistas -, queda que siendo película de muertes se desee tanto la vida mal que a alguno le parta un rayo, queda una infancia tan terrible como el último estertor; pero en el fondo, siendo honestos, también queda el mal gusto y la mosca cojonera del que quiere explicarnos que hay que resignarse a la muerte y le pedimos discreción y olvido y que la inmolación como mucho dure 14 minutos porque 166 son alevosía.
Y es que en el pote pequeño está la buena confitura.
El curioso caso de Benjamín Button parte de la misma idea, cuenta lo mismo y roza las tres horas, 166 minutos.
Después de Seven, su obra maestra absoluta, y de El club de la lucha, su otra gran película de referencia, David Fincher, tal vez obligado por la presión de su maestría, opta por la megalomanía pero pretender construir el Lo que el viento se llevó de nuestro siglo intentando llevar a cabo la película perfecta, titánica y grandilocuente es un error de bulto porque madre no hay más que una - un Rhett Butler y una señorita Escarlata - y a Pitt y a Blanchett, sin desmerecerles, los encontraron en la calle.
Sin embargo, al césar lo que es del césar; el primer acto que requiere pulso de relojero para hacer creíble lo imposible - nacer viejo para crecer hacia atrás – es absolutamente coherente y memorable e imprime tanta fuerza que convierte la primera hora de película del carcamal Brad Pitt en obra maestra sin parangón – el hermosísimo amor pederasta bajo la mesa del asilo entre el viejo y la niña es poesía para la falsa moral contemporánea.
Pero cuando los protagonistas cruzan sus años y se encuentran con la misma edad surgiendo el “otro” amor, el patético, el hipócrita y políticamente correcto; la película de tan grande se empequeñece y se estropea para siempre. Agotado su interesante discurso, resta sin argumentos y la redundancia la mata quedando para tortura más de hora y media de rollo peliculero.
La idea del cuento – la hija lee el diario de la vieja enamorada que está a punto de morir- que organiza estructuralmente la película en flashbacks donde aparece Benjamin Button es hermosa y apoya inteligentísimamente la verosimilitud de la cuenta atrás del relato. Sin embargo las películas que cuentan cuentos, como ocurre con La historia interminable, se hacen eso, interminables y arrastran una sensación de grima, de rechazo, de innecesaria dilatación del tiempo que juega en contra del realismo y de la intensidad del drama – la unidad de acción, de tiempo y de lugar que solamente en casos extremos debe romperse.
Queda el poso de recuerdos que son lo único que llenan – el carpe diem de los poetas muertos que es Satanás de moralistas -, queda que siendo película de muertes se desee tanto la vida mal que a alguno le parta un rayo, queda una infancia tan terrible como el último estertor; pero en el fondo, siendo honestos, también queda el mal gusto y la mosca cojonera del que quiere explicarnos que hay que resignarse a la muerte y le pedimos discreción y olvido y que la inmolación como mucho dure 14 minutos porque 166 son alevosía.
Y es que en el pote pequeño está la buena confitura.
1
1 de agosto de 2018
1 de agosto de 2018
1 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
A Guillermo del Toro se le podría definir como una digna decepción, un “ni chicha ni limoná” y como suele pasar en el mundo del todo al revés del cine, un triunfador en Hollywood – la prueba definitiva de su triunfo es el caramelo que le han dado para dirigir: El Hobbit.
El director mejicano se lo ha ganado a peso: tiene una imagen vendedora de friki loco sabelotodo con un don para encantar cinéfilos – de sus clases magistrales sobre cine sólo se puede decir eso, que son magistrales – pero tras esa fachada con estilo, a la hora de la verdad, promete más que cumple, un Michael Bay con injusta pátina de autor.
Hellboy 2 es mucho mejor que su predecesora que era horrible y debe su mejoría al regusto a dejà vu de grato recuerdo tipo La historia interminable o claro, su pasable e insulsa El laberinto del fauno con personajes de un mundo fantástico donde la imaginación rocambolesca vence a la empatía.
Es por culpa de esta derrota de personajes estrambóticos – bien creados y con cierta profundidad pero demasiado fríos - y sobretodo de esa falta de identidad hacia una historia y unas tramas que aunque coherentes y llenas de lógica nos importan muy poco- y eso que hay mensaje ecologista y de xenofobia al humano – lo que hace que la película pase sin pena ni gloria.
Lejos, muy lejos queda Hellboy, Hellboy 2, Mimic, El laberinto del fauno y otras memeces de Del Toro de sus dos únicas películas brillantes – aunque tampoco para tirar cohetes – El espinazo del diablo y Blade 2; tal vez por encontrar en ambas sentimientos y reflexiones mucho más humanas y encontradas: la amistad, la sexualidad, la impotencia y la amargura en la primera y el odio, la mentira y la soledad en la segunda.
Debe lucharse contra el cine que no aporta nada, el cine que no es arte, el que no busca ser expresión de las inquietudes de su autor, el cine bobalicón de palomitas y una neurona que se olvida tan pronto como se ve, porque como ocurre en la referida La historia interminable, al final la nada se lo come todo.
El director mejicano se lo ha ganado a peso: tiene una imagen vendedora de friki loco sabelotodo con un don para encantar cinéfilos – de sus clases magistrales sobre cine sólo se puede decir eso, que son magistrales – pero tras esa fachada con estilo, a la hora de la verdad, promete más que cumple, un Michael Bay con injusta pátina de autor.
Hellboy 2 es mucho mejor que su predecesora que era horrible y debe su mejoría al regusto a dejà vu de grato recuerdo tipo La historia interminable o claro, su pasable e insulsa El laberinto del fauno con personajes de un mundo fantástico donde la imaginación rocambolesca vence a la empatía.
Es por culpa de esta derrota de personajes estrambóticos – bien creados y con cierta profundidad pero demasiado fríos - y sobretodo de esa falta de identidad hacia una historia y unas tramas que aunque coherentes y llenas de lógica nos importan muy poco- y eso que hay mensaje ecologista y de xenofobia al humano – lo que hace que la película pase sin pena ni gloria.
Lejos, muy lejos queda Hellboy, Hellboy 2, Mimic, El laberinto del fauno y otras memeces de Del Toro de sus dos únicas películas brillantes – aunque tampoco para tirar cohetes – El espinazo del diablo y Blade 2; tal vez por encontrar en ambas sentimientos y reflexiones mucho más humanas y encontradas: la amistad, la sexualidad, la impotencia y la amargura en la primera y el odio, la mentira y la soledad en la segunda.
Debe lucharse contra el cine que no aporta nada, el cine que no es arte, el que no busca ser expresión de las inquietudes de su autor, el cine bobalicón de palomitas y una neurona que se olvida tan pronto como se ve, porque como ocurre en la referida La historia interminable, al final la nada se lo come todo.

7,7
123.081
7
1 de agosto de 2018
1 de agosto de 2018
1 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
La vida es un caramelo tan amargo, tan repulsivo que sólo momentos como los que proporciona una película o un buen (o mal) polvo rompen la monotonía del vómito continuo.
Si incluso un bodrio de Van Damme – toda su filmografía – o de Steven Seagal aparcan momentaneamente las arcadas del mundo real, cuando tenemos la suerte de dar con una buena película, olvidamos la mediocridad que nos asiste y comenzamos a sentir y a sentirnos únicos por la revelación en formato de 35 milímetros – o de 625 líneas para milagros caseros – que ocurre ante nuestros afortunados ojos.
Igual de deslumbrados se quedan los presos de La celda 211 cuando son manipulados por la caja tonta que colocan en lo alto de su improvisada salita de estar y les va informando de las noticias sobre el motín que han llevado a cabo.
Así los presos, como los espectadores de cualquier proyección, se sienten triunfitos de andar por casa que les aleja de su errante y pesadísima tortura diaria.
Por eso la amargura está rasgada en todas las paredes de esa cárcel zamorana, en sus tatuajes de amor de madre y en las miradas perrunas de personajes penosos con los que nadie se iría ni a la vuelta de la esquina y que sin embargo por esa patológica empatía asociada a la amargura, a la mediocridad y a la monotonía esos ogros atrincherados se convierten en nuestros hermanos de madre (o de Malamadre)
Da gusto que una película carcelaria no nos tome el pelo. Pase que Cadena perpetua o La milla verde sean consideradas buenas películas de ciencia ficción, pero se echa en falta al Alien que despedace a Tom Hanks, a Tim Robbins y a Morgan Freeman. Las cárceles están llenas de hijos de puta, malnacidos y analfabetos. Si acaso la diferencia entre los de dentro y los de fuera es que habiendo hijos de puta y malnacidos a ambos lados, son más listos los de fuera porque todavía no los han pillado.
La celda 211 capta esa realidad y humaniza al desgraciado que se siente un animal entre rejas, pero no al estilo happyamericano. Los presos no son héroes sino heroinómanos y entre tanto cabrón suelto entendemos un mundo de grises donde no caben los falsos ídolos, esos dioses y demonios de las películas malas sino personas de carne y hueso con pequeños lapsus de bondad que ya quisieran para sí los mejores amigos.
El guión tiene golpes de ingenio extremadamente brillantes que hacen creíble la brutal escalada de violencia del protagonista consiguiendo con ello generar la reflexión sobre los estúpidos límites entre bondad y maldad, entre inocencia y culpabilidad y dando a entender lo relativa e intrascendente que es la vida.
La cárcel es la excusa, que el hombre es un lobo para el hombre, la verdad.
Pero La celda 211 no es una obra maestra porque Daniel Monzón no se atreve o no sabe todavía trascender de lo que ya se ha filmado; cuenta como ha visto contar y le pesan algunas inercias melodramáticas, como cuando añoña al espectador con su manipuladora historia de amor. Por desgracia esa falta de estilo malogra el resultado y La celda 211 sigue lejos de películas como La caja 507 y la fuerza interior que emanan Urbizu, Bresson, Huston, Spielberg o Tarantino.
Con todo y a pesar del beneficio del cine - tramposo y amnésico cuando hablamos del mal cine, esperanzador y lisérgico cuando hablamos del bueno - la diferencia entre una película hortera y grosera de Van Damme, una buena película española como La celda 211 y una obra maestra como El verdugo de Berlanga, es que mientras las dos primeras te hacen olvidar la puta vida por un momento, por unas horas o incluso por unos días; una obra maestra te hace su cómplice para agitar tu alma y quedarse contigo para siempre.
Si incluso un bodrio de Van Damme – toda su filmografía – o de Steven Seagal aparcan momentaneamente las arcadas del mundo real, cuando tenemos la suerte de dar con una buena película, olvidamos la mediocridad que nos asiste y comenzamos a sentir y a sentirnos únicos por la revelación en formato de 35 milímetros – o de 625 líneas para milagros caseros – que ocurre ante nuestros afortunados ojos.
Igual de deslumbrados se quedan los presos de La celda 211 cuando son manipulados por la caja tonta que colocan en lo alto de su improvisada salita de estar y les va informando de las noticias sobre el motín que han llevado a cabo.
Así los presos, como los espectadores de cualquier proyección, se sienten triunfitos de andar por casa que les aleja de su errante y pesadísima tortura diaria.
Por eso la amargura está rasgada en todas las paredes de esa cárcel zamorana, en sus tatuajes de amor de madre y en las miradas perrunas de personajes penosos con los que nadie se iría ni a la vuelta de la esquina y que sin embargo por esa patológica empatía asociada a la amargura, a la mediocridad y a la monotonía esos ogros atrincherados se convierten en nuestros hermanos de madre (o de Malamadre)
Da gusto que una película carcelaria no nos tome el pelo. Pase que Cadena perpetua o La milla verde sean consideradas buenas películas de ciencia ficción, pero se echa en falta al Alien que despedace a Tom Hanks, a Tim Robbins y a Morgan Freeman. Las cárceles están llenas de hijos de puta, malnacidos y analfabetos. Si acaso la diferencia entre los de dentro y los de fuera es que habiendo hijos de puta y malnacidos a ambos lados, son más listos los de fuera porque todavía no los han pillado.
La celda 211 capta esa realidad y humaniza al desgraciado que se siente un animal entre rejas, pero no al estilo happyamericano. Los presos no son héroes sino heroinómanos y entre tanto cabrón suelto entendemos un mundo de grises donde no caben los falsos ídolos, esos dioses y demonios de las películas malas sino personas de carne y hueso con pequeños lapsus de bondad que ya quisieran para sí los mejores amigos.
El guión tiene golpes de ingenio extremadamente brillantes que hacen creíble la brutal escalada de violencia del protagonista consiguiendo con ello generar la reflexión sobre los estúpidos límites entre bondad y maldad, entre inocencia y culpabilidad y dando a entender lo relativa e intrascendente que es la vida.
La cárcel es la excusa, que el hombre es un lobo para el hombre, la verdad.
Pero La celda 211 no es una obra maestra porque Daniel Monzón no se atreve o no sabe todavía trascender de lo que ya se ha filmado; cuenta como ha visto contar y le pesan algunas inercias melodramáticas, como cuando añoña al espectador con su manipuladora historia de amor. Por desgracia esa falta de estilo malogra el resultado y La celda 211 sigue lejos de películas como La caja 507 y la fuerza interior que emanan Urbizu, Bresson, Huston, Spielberg o Tarantino.
Con todo y a pesar del beneficio del cine - tramposo y amnésico cuando hablamos del mal cine, esperanzador y lisérgico cuando hablamos del bueno - la diferencia entre una película hortera y grosera de Van Damme, una buena película española como La celda 211 y una obra maestra como El verdugo de Berlanga, es que mientras las dos primeras te hacen olvidar la puta vida por un momento, por unas horas o incluso por unos días; una obra maestra te hace su cómplice para agitar tu alma y quedarse contigo para siempre.
Más sobre billywilder73
Cancelar
Limpiar
Aplicar
Filters & Sorts
You can change filter options and sorts from here