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Críticas 98
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
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7 de septiembre de 2017 1 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
La serie de ocho novelas (a la que habría que sumar algunos relatos breves) publicadas hasta la fecha por el escritor Lorenzo Silva ha conseguido que la pareja de investigadores de la guardia civil formada por el sargento Bevilacqua y la cabo Chamorro (ya ascendidos a brigada y sargento, respectivamente) formen parte del panorama literario español durante las dos últimas décadas, especialmente en el cada vez más demandado y apreciado género negro. Sin embargo, este éxito en la traslación de los parámetros literarios del relato policiaco a la idiosincrasia y a la realidad social de nuestro país no se ha visto traducido en igual medida a la pantalla grande. Han pasado ya quince años desde la adaptación al cine bajo la batuta de Patricia Ferreira de El alquimista impaciente (segunda entrega de la serie), que, con algunas limitaciones, al menos conseguía un relato realista que fluía aceptablemente imbricado en la investigación criminal.
Curiosamente, la segunda visita de Bevilacqua al cine corresponde a la adaptación homónima de la tercera novela, publicada en 2002 con el título de “La niebla y la doncella”. En esta ocasión el picoleto se desplaza, como siempre acompañado por su inseparable pareja de pesquisas, hasta la isla de La Gomera al objeto de investigar un crimen cometido tres años antes, después de que el principal sospechoso (un importante político local) haya sido absuelto por un jurado popular. De esta forma, el director canario Andrés Koppel acerca la sardina a las ascuas de su tierra para debutar en la realización de largometrajes, aunque sin que el singular paisaje gomero condicione el relato cinematográfico.
La niebla y la doncella al principio sigue bastante fielmente el camino marcado por la fuente literaria, con una acertada lectura en la puesta en imágenes; después el director va adaptando el desarrollo de la acción a las particularidades y alicientes del lenguaje cinematográfico. La investigación fluye con interés intermitente pero consigue despegar en la segunda mitad cuando cada personaje ocupa su espacio y comienzan a entreverse las ganancias y propensiones de cada uno de ellos. La pega es que al final, con tanto personaje deambulando por la isla, el espectador acaba algo despistado en un desenlace que se antoja precipitado y confuso en su malabarismo postrero, precisamente donde más se aleja de la sencillez imprimida por el autor de la novela.
Cada lector ha formado en su imaginario particular un retrato de Bevilacqua y Chamorro, que puede aproximarse más o menos a las creaciones que presentan los actores Quim Gutiérrez y Aura Garrido, pero lo cierto es que los actores (especialmente el primero) consiguen identificar y marcar la personalidad de los personajes, al menos iconográficamente; mostrar en pantalla el descreimiento y las reflexiones psicológicas (aunque sea un guardia tiene una licenciatura en Psicología) del protagonista es bastante más complejo y menos atractivo a nivel cinematográfico. En cualquier caso, lo único que falta es continuidad para que la serie se consolide en la pantalla.
12 de enero de 2018 Sé el primero en valorar esta crítica
Aaron Sorkin es el nombre de un brillante dramaturgo y guionista norteamericano, autor de los libretos de "Algunos hombres buenos" (Rob Reiner, 1992) y "La red social" (David Fincher, 2010), entre otros. Su talento y prestigio en la industria se han cimentado en la realización de series de televisión como "Sports Night", "El ala oeste de la Casa Blanca", "Studio 60" y "The Newsroom". Para debutar como director en la pantalla grande se ha inspirado en un libro publicado en 2014 bajo el atrayente título de “Molly’s game (apuesta maestra), la historia real de la mujer de 26 años detrás del juego de póker clandestino más exclusivo y peligroso del mundo”, a partir del cual realiza un envite al sueño americano; y es que Sorkin parece guardarse las cartas para una apuesta de órdago en otra jugada más ventajosa.
"Molly’s game" comienza con un vertiginoso tobogán por el que el guionista y director desliza al espectador acompañando a la protagonista en su salto hacia la cima, truncado por una simple ramita en el camino, toda una metáfora sobre el frágil equilibrio que sustenta el american way of life. Sorkin da sobradas muestras de su competencia como dialoguista y relator, con un ritmo vertiginoso en ocasiones complicado seguir, sobre todo cuando la cámara entra en juego. La película se articula sobre tres pilares narrativos, cronológicamente diferenciados, que se van intercalando a lo largo del relato. La familia como raíz de ese sueño americano enfocado al único propósito de conseguir hijos de éxito, una actitud personificada en un padre tan exigente como engañoso. El segundo hilo conductor está organizado en torno a las relaciones con el abogado, la preparación de la defensa y las actuaciones de una policía federal omnipotente, según se muestra en la película con poderes para confiscar y expropiar el patrimonio de una simple sospechosa; frente a la crítica social directa, Sorkin se decanta por el buen juicio de un juez para reconocer la integridad moral de Molly y convertirla en una heroína.
Desde mi punto de vista la parte central de la narración resulta la más interesante; muestra cómo una joven arribista consigue acceder a ese reverso del olimpo, enigmático y oculto, del que solo se sabe que existe, y donde celebridades de Hollywood, empresarios, banqueros y mafiosos comparten mesa al objeto de intercambiar valiosas fichas, según la pericia y la fortuna conferida por un par de cartas. La película omite los nombres de esos ludópatas famosos, pero Molly Bloom cita en su libro al menos cuatro actores entre las decenas de asiduos a sus timbas: Leonardo DiCaprio, Ben Affleck, Tobey Maguire y Macaulay Culkin, que bien podrían haber interpretado los papeles de su (propia) vida, aunque no hagan de héroes precisamente.
Se agradece una película como esta, donde la realización sin ser brillante funciona, y donde el guion ocupa más de las veinte páginas de diálogo de una película estándar de la industria norteamericana. Además cuenta con la presencia, expresiva y exuberante, de Jessica Chastain, componiendo un personaje sobre cuyo busto gravita cada plano del film.
16 de octubre de 2017 Sé el primero en valorar esta crítica
Es toda una osadía emprender la aventura de una secuela de una obra maestra del cine después de treinta y cinco años, pero si el nuevo proyecto viene avalado por una pléyade de nombres capitaneados por un realizador de origen canadiense, con una obra corta pero cautivadora, llamado Denis Villeneuve la cosa suscita cierta esperanza; además, otro aliciente es que el libreto viene firmado de nuevo por el autor del guion de la película original, el tan esquivo como poco prolífico Hampton Francer. Solo se echa de menos la participación de Vangelis en el acompañamiento sonoro para recuperar un componente primordial de aquel mecanismo perfecto que supuso "Blade Runner" (1982); lo que no se podía entender es la negativa del últimamente hiperactivo Ridley Scott para capitanear el equipo dispuesto a recomponer a su hijo más glorificado.
Como proclama en el propio título, al que se han limitado a añadir el año en que se sitúa la acción, han pasado treinta años desde que se encomendara a la patrulla conocida como Blade Runner “retirar” (aforismo empleado para eliminar) los humanoides de la serie Nexus 6 fabricados por la Tyrell Corporation, unos robots demasiado “humanos” a los que para evitar posibles problemas de desarrollo se había dotado de un sistema de muerte programada a los cuatro años. La nueva película articula bastante acertadamente su nexo argumental con la original, y Villeneuve se esfuerza por prolongar la atmósfera, el tono, los personajes y parte de la substancia. Resulta necesario, y justo, reconocer aciertos en el planteamiento de partida, pero en conjunto el desarrollo resulta ligeramente deslavazado y las buenas pulsaciones se van desvaneciendo en un metraje a todas luces excesivo, su principal lastre.
"Blade Runner 2049" producirá en el espectador sentimientos encontrados; por una parte la comparación con el original resulta inevitable (y desventajosa, ese es el principal problema), por otro lado la historia resulta claramente deudora de su matriz en el hilvanado argumental (al menos con el final propuesto por Ridley Scott en el montaje definitivo lanzado hace una década), pero la capacidad del director para crear su propio universo le permite descaminar la deriva de los personajes hacia su propia búsqueda, ahondando las dudas existenciales, de manera que resulta casi imposible distinguir a los humanos de los “replicantes”; de alguna forma todos han perdido el alma, circunstancia que también se percibe en el nuevo film, construido mediante el aporte de nuevos e imaginativos elementos tanto en aspectos visuales como de guion.
Personalmente creo que estamos ante una película que respeta y enriquece a la madre, a la que evidentemente no alcanza ni de lejos en su perfecto equilibrio, su magnetismo, su humanidad, su filosofía del alma… pero esta secuela culmina la historia desde un punto de vista con casi medio siglo de distancia, y tanto su estilización técnica como sus parciales pero eficaces propuestas narrativas conforman un estimulante díptico; solo el tiempo otorgará la verdadera dimensión de este vínculo.
29 de septiembre de 2017 Sé el primero en valorar esta crítica
Clint Eastwood es uno de los últimos maestros de la narrativa cinematográfica clásica, donde lo importante es la historia y los personajes, y la cámara adopta un punto de vista imperceptible para el espectador. De alguna manera, el buen puñado de obras maestras que ha legado a la historia del cine le ha eximido de una diagnosis sobre su evolución ideológica, cada vez más escorada hacia posiciones ultras: individualistas, nacionalistas o patrióticas. Desde esta perspectiva no resulta extraño que se haya responsabilizado de una película como El francotirador, donde precisamente confluyen muchos de sus intereses personales y profesionales, a la postre convertida en su gran éxito entre el público norteamericano, culturalmente muy identificado con las premisas imperialistas y bélicas de la película, pero también con los principios expresados por el personaje: “Dios, patria y familia”, que parece reflejar la esencia del alma estadounidense.
El film se muestra desde el punto de vista del personaje, un miembro de los cuerpos de élite del ejército de Estados Unidos llamado Chris Kyle, famoso por abatir, desde la distancia de su arma de precisión telescópica, más de 160 (¿o fueron 260?) “salvajes”, tal y como se refieren los marines a los combatientes iraquíes que se defienden de la invasión extranjera de su país, y que no parecen formar parte del ejército regular del sátrapa Sadam Husein. Esta perspectiva no exime de considerar que El francotirador no se aparta de los maniqueísmos más simplistas al mostrar al enemigo como una masa informe de verdugos asesinos sin el menor escrúpulo. La única posibilidad de indemnizar a los admiradores del director por los dislates de esta poco sutil aventura neocolonialista sería que Eastwood realizara una versión desde el punto de vista de los combatientes iraquíes, igual que hizo con la película Cartas desde Iwo Jima, honesto, sincero y loable ejercicio de legitimidad y equilibrio a la película Banderas de nuestros padres, sobre la esforzada toma a los “japos” de un ignoto islote durante la segunda guerra mundial.
El esfuerzo del protagonista Bradley Cooper por meterse de lleno en la piel de un personaje dual, héroe y asesino al mismo tiempo, no brilla en un resultado final demasiado plano. Los cuatro viajes a la guerra de Irak y las batallas (magníficamente ambientadas y filmadas, eso sí) en las que se ve inmerso resultan reiterativas y únicamente se alcanza algo de tensión dramática en su enfrentamiento con el francotirador de origen sirio, tan esbozado como para no contar con una sola palabra en el guion, quizás solo magnificado para engrandecer la dimensión del héroe. Tampoco las intercaladas secuencias de relaciones personales y familiares aportan más allá de los tópicos sobre la fascinación por las armas enraizada en las familias desde la más tierna infancia.
Lo verdaderamente extraño es la gran y sorprendente afluencia de público durante su primer fin de semana en nuestro país, aunque es posible que su éxito se deba tanto a la estratégica fecha de estreno como al extraordinario magnetismo del tráiler que la anunciaba, de alguna manera anticipo de una encubierta decepción.
29 de septiembre de 2017 Sé el primero en valorar esta crítica
El cine de romanos empezó a realizarse prácticamente desde los albores del séptimo arte y alcanzó su cima en la época del colosalismo italiano, durante el período mudo. A mediados del siglo pasado las cámaras de cine volvieron a visitar asiduamente la antigüedad para ofrecer a los espectadores unas historias espectaculares y grandilocuentes atestadas de miles de figurantes. Cuando las consideraciones historicistas derivaron hacia la mitología y los personajes hercúleos, los críticos franceses acuñaron el término péplum para referirse a este tipo de producciones, que acabaría englobando a todos los films “antiguos”. Como el péplum terminaría pasando a la historia, fundamentalmente porque exigía unas inversiones mastodónticas, en la actualidad este tipo de películas se integran en un género mucho más amplio que ha venido en llamarse cine épico, un término mucho más ecléctico que engloba a todos los héroes de la pantalla, procedentes de la historia, la mitología o la literatura.
El poderoso avance de la técnica digital permite recrear de manera creíble decorados inconmensurables que han permitido al espectador penetrar en la Roma de Gladiator o en la Alejandría de Ágora. Ahora, el director británico Paul W.S. Anderson, especializado en meter la cámara en los vivaces mundos de los videojuegos (ahí están las exitosas sagas de Resident Evil y Death Race para atestiguarlo) recrea el mundo romano de la emblemática ciudad de Pompeya con su particular estética, sin salirse un ápice de los parámetros visuales y narrativos, tan triviales como simplistas, establecidos por la poderosa iconografía que ha marcado su carrera cinematográfica, en simbiosis permanente con el mundo del videojuego. No en vano, su obra está dirigida a un sector muy concreto del público, que continúa en la pantalla grande las batallas virtuales de sus juegos favoritos, con los mismos héroes de cartón-piedra, perdón de bits informáticos.
La historia de esta Pompeya bebe directamente en las grandes fuentes del cine épico, incluidos los antiguos films de romanos y el péplum. Desde el mismo inicio, donde asistimos a la reproducción de Conan el Bárbaro, pasando por la sacrificada amistad del gladiador negro con el héroe de Espartaco, o la amenazadora batalla sobre la arena del circo de Gladiator, para terminar con la erupción del Vesubio y las piedras de fuego desplomándose sobre las cabezas de los aterrorizados pompeyanos intentando huir del infierno, que el cine ha mostrado, con mayor o menor realismo, en cualquiera de las muchas versiones que se han realizado de Los últimos días de Pompeya. Con todos estos mimbres, a los que se ha añadido una tópica historia de amor imposible entre dos jóvenes de diferentes clases estancas, el director ha fabricado un pastiche que, sin embargo, encandilará a su tropel de seguidores. En cualquier caso, el mayor logro de la película, como resulta previsible, está en las panorámicas cenitales que nos aproximan a la regeneración de las calles y villas de aquella populosa y bulliciosa ciudad en permanente celebración y a punto de desaparecer del mapa por un “castigo divino”.
En el apartado artístico, la pareja protagonista está interpretada por el estólido Kit Harington (procedente de la exitosa serie Juego de tronos) y la desvalida Emily Browning (con un bagaje impensable en el cine juvenil). Junto a ellos los veteranos Carrie-Anne Moss (la heroína de Matrix reconvertida en matrona romana) y Kiefer Sutherland (el malvado de la función) se esfuerzan por evitar que las cenizas de un volcán sepulten para siempre el cine de romanos; pero estamos a 24 de agosto del año 79 d.C., Tito Flavio Vespasiano acaba de ser nombrado emperador y la suerte está echada.
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