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8
8 de marzo de 2017
8 de marzo de 2017
2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
http://filmicas.com
“La soledad“, del venezolano Jorge Thielen Armand, es un crudo, conmovedor y bello relato sobre la Venezuela contemporánea, sumada en una crisis humanitaria que deteriora no sólo la economía sino, sobre todo, las relaciones sociales.
La película de Thielen Armand abre con imágenes de archivo de, quien suponemos, será su protagonista. Un hombre, más blanco que negro, que recuerda con nostalgia las épocas en que su visitaba la casa de campo familiar, donde permanecía el resto del año una cuidandera con su familia. El relato se transporta al presente y, en medio de la casa, casi en ruinas, vemos a la cuidandera, con más años y debilidades encima, y a su hijo, buscando la manera de sobrevivir en una situación que parece no dejarle más salida que huir. “La soledad” empieza con la voz del hijo de la jefa, pero lo que le interesa al director es darle voz a aquellos que han sido históricamente eliminados de cualquier narrativa, incluso de las narrativas de la cotidianidad (algo que muestra, de manera desgarradora y sin una palabra, en una escena con un álbum de fotos).
Criados con empleadas domésticas y tal vez afectados por una culpa involuntaria, una nueva generación de directores latinoamericanos se han dedicado a cuestionar y examinar las relaciones de poder y las diferencias de clase que se expresan en el día a día, poniendo en evidencia que el ámbito privado es un ámbito político. De Chile, “La nana”. De Argentina, “Los decentes”. De Brasil, “The second mother” y “Neighboring sounds”. De Venezuela, “La soledad”.
“La soledad“, del venezolano Jorge Thielen Armand, es un crudo, conmovedor y bello relato sobre la Venezuela contemporánea, sumada en una crisis humanitaria que deteriora no sólo la economía sino, sobre todo, las relaciones sociales.
La película de Thielen Armand abre con imágenes de archivo de, quien suponemos, será su protagonista. Un hombre, más blanco que negro, que recuerda con nostalgia las épocas en que su visitaba la casa de campo familiar, donde permanecía el resto del año una cuidandera con su familia. El relato se transporta al presente y, en medio de la casa, casi en ruinas, vemos a la cuidandera, con más años y debilidades encima, y a su hijo, buscando la manera de sobrevivir en una situación que parece no dejarle más salida que huir. “La soledad” empieza con la voz del hijo de la jefa, pero lo que le interesa al director es darle voz a aquellos que han sido históricamente eliminados de cualquier narrativa, incluso de las narrativas de la cotidianidad (algo que muestra, de manera desgarradora y sin una palabra, en una escena con un álbum de fotos).
Criados con empleadas domésticas y tal vez afectados por una culpa involuntaria, una nueva generación de directores latinoamericanos se han dedicado a cuestionar y examinar las relaciones de poder y las diferencias de clase que se expresan en el día a día, poniendo en evidencia que el ámbito privado es un ámbito político. De Chile, “La nana”. De Argentina, “Los decentes”. De Brasil, “The second mother” y “Neighboring sounds”. De Venezuela, “La soledad”.

5,6
2.343
8
20 de julio de 2016
20 de julio de 2016
2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
http://filmicas.com
“Knight of Cups” empieza con un cuento. Es el cuento de un príncipe que es enviado a Egipto, al fondo del mar, a encontrar y traer de vuelta a su reino una perla preciosa. Al llegar, el príncipe es seducido por los egipcios y al recibir sus bebidas olvida de dónde vino y para qué estaba allí. El cuento es “El himno de la perla”, un poema apócrifo de los primeros siglos de la era cristiana, y en la película su narración va acompañada de imágenes de su protagonista (Christian Bale) rodeado de licor y mujeres en Los Angeles. Desde el principio, es claro que “Knight of Cups” será un viaje espiritual.
El Terrence Malick post-“The Tree of Life”, cada vez más prolífico, es un Malick más experimental, que ha dejado de lado cualquier convención narrativa para usar el cine como un instrumento de introspección espiritual. La “historia” de “Knight of Cups”, acerca de un hombre que se siente perdido entre los excesos del mundo en el que navega, es tan solo una parábola. Y como cualquier parábola, está repleta de simbolismo.
En este caso, seguimos al personaje de Christian Bale mientras recorre o recuerda distintas personas, la mayoría mujeres, que han marcado su vida y desviado (y en algún caso, guiado) de alguna manera su búsqueda espiritual. Cada persona aparece en cada uno de ocho capítulos titulados como cartas del Tarot. “La luna”, una mujer que lo invita a enloquecer con ella; “La muerte”, una mujer casada con quien parece brillar el futuro; “El juicio”, su exesposa, alejada de los excesos, con su vida puesta al servicio de los enfermos.
El recorrido nos lleva de Los Angeles a Las Vegas, con una voz en off—que a veces parece el protagonista, a veces su padre, a veces Dios—preguntándose dónde encontrará nuestro príncipe la perla que ha perdido. La respuesta parece ser doble. El alma contempla el mundo, ve su belleza, y recuerda de dónde vino, e intenta elevarse a volar, así haya perdido sus alas al caer en la Tierra. Pero el alma también puede ser ayudada por otras almas, almas más limpias, almas en donde se ve con claridad esa belleza primigenia.
Estas reflexiones, recitadas de distintas maneras una y otra vez por la voz en off, no tendrían ni una pizca del impacto que tienen de no ser por la colaboración de Malick con su director de fotografía, Emmanuel Lubezki. El lente de Lubezki y Malick es impaciente, busca a los personajes pero inmediatamente sube a buscar la luz en el cielo que rompe en dos las nubes; se obsesiona con una aurora boreal tanto como con una sólida pared de ladrillos. Parece decir que no hay una división real entre lo natural y lo artificial. Todos somos partes de la misma “creación”. Un nido de un pájaro es tan natural como un rascacielos. La perla se encuentra en un acuario y en los ojos de una compasiva Cate Blanchett.
Con su cine, Malick parece estar diciéndonos: “he encontrado que contemplando el mundo he hallado mi espíritu”. Con su cine, Malick parece estar desesperado por hacernos sentir lo mismo. Si con “The Tree of Life” nos quiso mostrar la grandiosidad del universo y la belleza de su origen, con “Knight of Cups” nos demuestra que las calles de Los Angeles y Las Vegas pueden inspirar tanto como las galaxias y los dinosaurios. Nos demuestra que no es necesaria la parafernalia, es cuestión de saber mirar. Lo bello está en lo grande, sí, pero está también aquí, en los ojos de esa persona que no nos ha dejado de amar, a pesar de todo.
“Knight of Cups” empieza con un cuento. Es el cuento de un príncipe que es enviado a Egipto, al fondo del mar, a encontrar y traer de vuelta a su reino una perla preciosa. Al llegar, el príncipe es seducido por los egipcios y al recibir sus bebidas olvida de dónde vino y para qué estaba allí. El cuento es “El himno de la perla”, un poema apócrifo de los primeros siglos de la era cristiana, y en la película su narración va acompañada de imágenes de su protagonista (Christian Bale) rodeado de licor y mujeres en Los Angeles. Desde el principio, es claro que “Knight of Cups” será un viaje espiritual.
El Terrence Malick post-“The Tree of Life”, cada vez más prolífico, es un Malick más experimental, que ha dejado de lado cualquier convención narrativa para usar el cine como un instrumento de introspección espiritual. La “historia” de “Knight of Cups”, acerca de un hombre que se siente perdido entre los excesos del mundo en el que navega, es tan solo una parábola. Y como cualquier parábola, está repleta de simbolismo.
En este caso, seguimos al personaje de Christian Bale mientras recorre o recuerda distintas personas, la mayoría mujeres, que han marcado su vida y desviado (y en algún caso, guiado) de alguna manera su búsqueda espiritual. Cada persona aparece en cada uno de ocho capítulos titulados como cartas del Tarot. “La luna”, una mujer que lo invita a enloquecer con ella; “La muerte”, una mujer casada con quien parece brillar el futuro; “El juicio”, su exesposa, alejada de los excesos, con su vida puesta al servicio de los enfermos.
El recorrido nos lleva de Los Angeles a Las Vegas, con una voz en off—que a veces parece el protagonista, a veces su padre, a veces Dios—preguntándose dónde encontrará nuestro príncipe la perla que ha perdido. La respuesta parece ser doble. El alma contempla el mundo, ve su belleza, y recuerda de dónde vino, e intenta elevarse a volar, así haya perdido sus alas al caer en la Tierra. Pero el alma también puede ser ayudada por otras almas, almas más limpias, almas en donde se ve con claridad esa belleza primigenia.
Estas reflexiones, recitadas de distintas maneras una y otra vez por la voz en off, no tendrían ni una pizca del impacto que tienen de no ser por la colaboración de Malick con su director de fotografía, Emmanuel Lubezki. El lente de Lubezki y Malick es impaciente, busca a los personajes pero inmediatamente sube a buscar la luz en el cielo que rompe en dos las nubes; se obsesiona con una aurora boreal tanto como con una sólida pared de ladrillos. Parece decir que no hay una división real entre lo natural y lo artificial. Todos somos partes de la misma “creación”. Un nido de un pájaro es tan natural como un rascacielos. La perla se encuentra en un acuario y en los ojos de una compasiva Cate Blanchett.
Con su cine, Malick parece estar diciéndonos: “he encontrado que contemplando el mundo he hallado mi espíritu”. Con su cine, Malick parece estar desesperado por hacernos sentir lo mismo. Si con “The Tree of Life” nos quiso mostrar la grandiosidad del universo y la belleza de su origen, con “Knight of Cups” nos demuestra que las calles de Los Angeles y Las Vegas pueden inspirar tanto como las galaxias y los dinosaurios. Nos demuestra que no es necesaria la parafernalia, es cuestión de saber mirar. Lo bello está en lo grande, sí, pero está también aquí, en los ojos de esa persona que no nos ha dejado de amar, a pesar de todo.
6
17 de abril de 2016
17 de abril de 2016
2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
http://filmicas.com
“Paciente” no es sólo un documental. Su origen está en un trabajo de investigación de tres años que culminó en un proyecto compuesto por un libro de crónicas, un juego interactivo, una compilación de nueve cortometrajes dirigidos por nueve documentalistas colombianos y el largometraje de Jorge Caballero, el primer documental colombiano en competir en IDFA, quizás el festival de cine documental más importante del mundo.
En “Paciente”, nos instalamos durante unos meses en el Instituto Nacional de Cancerología para seguirle los pasos a Nubia, una mujer que acompaña día tras día a su hija en su lucha contra el cáncer. Es claro que el director comprende las complejidades y los problemas inherentes a contar una historia ajena, pero su manera de hacerlo es en exceso cuidadosa, tanto que es lamentable que no haya querido tomar más riesgos.
“Paciente” hace parte de un tipo de documental que ha sido llamado “observacional”, donde el documentalista busca que su intervención sea mínima para pasar casi inadvertido por el espectador. En “Paciente” no escuchamos nunca la voz de un narrador, no hay entrevistas ni imágenes de archivo. El enfoque está en Nubia, en su relación con su hija y en su enfrentamiento silencioso a un sistema de salud incorpóreo. La cámara busca tornarse en un seguidor invisible que capte la crudeza de la realidad.
Caballero tiene claro, sin embargo, que el hecho de no intervenir abiertamente en su historia no implica que no esté moldeándola todo el tiempo, decidiendo qué grabar y qué no, qué mostrar y qué no, y de qué manera mostrarlo, y hace un esfuerzo por evitar abusar de su posición de poder. El documental evita caer en cualquier trampa ética: que no quede la menor duda de que los personajes en el documental no son un instrumento de los realizadores para promover su mensaje. No son objetos, son sujetos, y merecen ser respetados y dignificados. “Paciente” respeta los momentos de privacidad de Nubia, rara vez muestra su tristeza y se esfuerza por evitar mostrar en cualquier momento a su hija.
Es claro que respetar y dignificar a sus sujetos no es algo negativo. Pero en este caminar en puntillas constante, la historia pierde fuerza y propósito, y surge una pregunta: ¿era esta la mejor manera de contar esta historia? Los nueve cortometrajes de proyecto “Paciente”, ninguno de los cuales supera los 5 minutos, ofrecen una variedad inmensa de maneras de presentar las historias de nueve pacientes en relación con el sistema de salud. Y aunque, como en cualquier compilación, el resultado es desigual, los documentalistas se permiten jugar con el medio de maneras interesantes.
En “Hay que ser paciente”, Luis Ospina juega con la edición repitiendo fragmentos del discurso de su paciente una, dos y tres veces, resaltando la circularidad de su experiencia; en “Daris”, Ana Salas juega con la figura del documentalista con relación al sujeto, fusionándose visualmente con él, resaltando que la enfermedad no conoce posición social; en “Francisco Cuidador”, Simón Hernández juega con la temporalidad y entremezcla imágenes de un hospital en construcción (¿o destrucción?) con el testimonio de su paciente. Estos cortometrajes aprovechan las posibilidades del lenguaje cinematográfico para lidiar con el tema de la salud y, presentados en conjunto, entregan un poderoso mensaje de denuncia. Se permiten, además, experimentar con las imágenes de sus sujetos sin llegar nunca a irrespetarlos.
El mismo Caballero tiene en el documental unos toques brillantes que elevan el discurso y que nos hacen añorar por un “Paciente” que se preocupe menos por lo políticamente correcto y por construir una ilusión de realidad, sin darle importancia al hecho de que la presencia física de la cámara determina y modifica lo que sucede mientras graba (las escenas con los doctores, en particular, tienen una extraña sensación de teatralidad, con Nubia a un lado y el doctor al otro, en una posición en la que la cámara pueda registrar sus expresiones).
En una escena, mientras Nubia espera en silencio a que una persona le entregue un medicamento, la dejamos de escuchar a ella y escuchamos a una mujer a su lado, a pesar de no estar enfocada, con una voz desgastada, llegada al límite, pidiendo una solución a su propio problema. En otra escena, la cámara se aleja de Nubia por la ventana del cuarto del hospital y nos muestra una impactante imagen de muchas ventanas anidadas en una pared, cada una con su propia historia. Una tercera escena sigue a Nubia en una carrera contra el tiempo por los pasillos del hospital, que se convierten en visiones de una película de terror. Son momentos en los que Caballero se aleja de los requisitos formales del tipo de documental que escogió hacer, pero que golpean con mayor contundencia.
“Paciente” es un documental que se mueve entre ser un estudio de un personaje y ser una denuncia a una situación social, entre lo políticamente correcto y los límites formales de un tipo de discurso cinematográfico. Pero este excesivo cuidado en cada detalle le resta a la historia el impacto que pudo haber tenido con una aproximación más libre. Un documental importante pero no fundamental.
“Paciente” no es sólo un documental. Su origen está en un trabajo de investigación de tres años que culminó en un proyecto compuesto por un libro de crónicas, un juego interactivo, una compilación de nueve cortometrajes dirigidos por nueve documentalistas colombianos y el largometraje de Jorge Caballero, el primer documental colombiano en competir en IDFA, quizás el festival de cine documental más importante del mundo.
En “Paciente”, nos instalamos durante unos meses en el Instituto Nacional de Cancerología para seguirle los pasos a Nubia, una mujer que acompaña día tras día a su hija en su lucha contra el cáncer. Es claro que el director comprende las complejidades y los problemas inherentes a contar una historia ajena, pero su manera de hacerlo es en exceso cuidadosa, tanto que es lamentable que no haya querido tomar más riesgos.
“Paciente” hace parte de un tipo de documental que ha sido llamado “observacional”, donde el documentalista busca que su intervención sea mínima para pasar casi inadvertido por el espectador. En “Paciente” no escuchamos nunca la voz de un narrador, no hay entrevistas ni imágenes de archivo. El enfoque está en Nubia, en su relación con su hija y en su enfrentamiento silencioso a un sistema de salud incorpóreo. La cámara busca tornarse en un seguidor invisible que capte la crudeza de la realidad.
Caballero tiene claro, sin embargo, que el hecho de no intervenir abiertamente en su historia no implica que no esté moldeándola todo el tiempo, decidiendo qué grabar y qué no, qué mostrar y qué no, y de qué manera mostrarlo, y hace un esfuerzo por evitar abusar de su posición de poder. El documental evita caer en cualquier trampa ética: que no quede la menor duda de que los personajes en el documental no son un instrumento de los realizadores para promover su mensaje. No son objetos, son sujetos, y merecen ser respetados y dignificados. “Paciente” respeta los momentos de privacidad de Nubia, rara vez muestra su tristeza y se esfuerza por evitar mostrar en cualquier momento a su hija.
Es claro que respetar y dignificar a sus sujetos no es algo negativo. Pero en este caminar en puntillas constante, la historia pierde fuerza y propósito, y surge una pregunta: ¿era esta la mejor manera de contar esta historia? Los nueve cortometrajes de proyecto “Paciente”, ninguno de los cuales supera los 5 minutos, ofrecen una variedad inmensa de maneras de presentar las historias de nueve pacientes en relación con el sistema de salud. Y aunque, como en cualquier compilación, el resultado es desigual, los documentalistas se permiten jugar con el medio de maneras interesantes.
En “Hay que ser paciente”, Luis Ospina juega con la edición repitiendo fragmentos del discurso de su paciente una, dos y tres veces, resaltando la circularidad de su experiencia; en “Daris”, Ana Salas juega con la figura del documentalista con relación al sujeto, fusionándose visualmente con él, resaltando que la enfermedad no conoce posición social; en “Francisco Cuidador”, Simón Hernández juega con la temporalidad y entremezcla imágenes de un hospital en construcción (¿o destrucción?) con el testimonio de su paciente. Estos cortometrajes aprovechan las posibilidades del lenguaje cinematográfico para lidiar con el tema de la salud y, presentados en conjunto, entregan un poderoso mensaje de denuncia. Se permiten, además, experimentar con las imágenes de sus sujetos sin llegar nunca a irrespetarlos.
El mismo Caballero tiene en el documental unos toques brillantes que elevan el discurso y que nos hacen añorar por un “Paciente” que se preocupe menos por lo políticamente correcto y por construir una ilusión de realidad, sin darle importancia al hecho de que la presencia física de la cámara determina y modifica lo que sucede mientras graba (las escenas con los doctores, en particular, tienen una extraña sensación de teatralidad, con Nubia a un lado y el doctor al otro, en una posición en la que la cámara pueda registrar sus expresiones).
En una escena, mientras Nubia espera en silencio a que una persona le entregue un medicamento, la dejamos de escuchar a ella y escuchamos a una mujer a su lado, a pesar de no estar enfocada, con una voz desgastada, llegada al límite, pidiendo una solución a su propio problema. En otra escena, la cámara se aleja de Nubia por la ventana del cuarto del hospital y nos muestra una impactante imagen de muchas ventanas anidadas en una pared, cada una con su propia historia. Una tercera escena sigue a Nubia en una carrera contra el tiempo por los pasillos del hospital, que se convierten en visiones de una película de terror. Son momentos en los que Caballero se aleja de los requisitos formales del tipo de documental que escogió hacer, pero que golpean con mayor contundencia.
“Paciente” es un documental que se mueve entre ser un estudio de un personaje y ser una denuncia a una situación social, entre lo políticamente correcto y los límites formales de un tipo de discurso cinematográfico. Pero este excesivo cuidado en cada detalle le resta a la historia el impacto que pudo haber tenido con una aproximación más libre. Un documental importante pero no fundamental.
7
23 de noviembre de 2015
23 de noviembre de 2015
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
http://filmicas.com
Estamos en un bote, en medio del océano. Es oscuro y la marea no tiene piedad. Una ola nos lanza al agua mientras las personas en el bote intentan alcanzarnos, pero el mar es más poderoso que nosotros. Nos hundimos. Desde la primera escena, “Those Who Feel The Fire Burning” nos atrapa en una pesadilla, y como en una pesadilla, vamos de un lugar a otro, aparentemente sin rumbo, acompañando a personajes que entran y salen pero que tienen un sufrimiento en común.
El documental del director holandés Morgan Knibbe no podría llegar en un momento más relevante, cuando cientos de refugiados de distintos países llegan a una Europa que debate si debe o no tender su mano, y de qué forma hacerlo. Lo que hace Knibbe es de admirar: humaniza las cifras, nos recuerda que cada uno de los refugiados es una persona con una historia particular, y que de alguna forma todas estas historias han confluido en el sueño de una Europa que se ha convertido en un infierno en la Tierra para todos.
Lo que une las escenas vividas por estas personas forzadas a migrar es el relato de Europa como una pesadilla. La cámara de Knibbe entra y sale de cada escena flotando en el espacio, se acerca y se aleja de las personas, se distrae, observa con atención, y somos con ella testigos de un par de hombres añorando a las esposas que dejaron en África, a un barco entregando los cadáveres de las víctimas de un naufragio, a una mujer encontrando en la droga su único escape.
“Those Who Feel The Fire Burning” no ofrece contexto geopolítico: no sabemos de qué país llegaron los refugiados ni sabemos en qué país están, a menos de que pongamos especial atención a algunos detalles; no ofrece soluciones a la crisis mostrada; no ofrece posiciones encontradas sobre la situación; pero no pretende hacer nada de esto. Muestra la cara humana de la tragedia, o mejor, las múltiples caras humanas, y entendemos que no busca ser exhaustivo, que como éstas hay cientos, miles de historias más.
La sensibilidad del director para empatizar con estas personas es evidente. Su talento está en saber dónde entrar y dónde salir de escena, incluso sin entender algunos de los idiomas que hablan sus sujetos. Su debilidad está en la narración, una voz en off que piensa en voz alta sobre lo que vemos en la pantalla pero que habla más de lo necesario: las imágenes no necesitan tantas palabras para ser impactantes.
El debut en largometraje de Morgan Knibbe es sin duda emocionante, y una muestra de las posibilidades que ofrece el cine documental, en donde es cada vez más evidente que la realidad no es, y nunca será, objetiva, y será siempre más sensato apelar a las subjetividades--de los documentalistas y de los individuos.
Estamos en un bote, en medio del océano. Es oscuro y la marea no tiene piedad. Una ola nos lanza al agua mientras las personas en el bote intentan alcanzarnos, pero el mar es más poderoso que nosotros. Nos hundimos. Desde la primera escena, “Those Who Feel The Fire Burning” nos atrapa en una pesadilla, y como en una pesadilla, vamos de un lugar a otro, aparentemente sin rumbo, acompañando a personajes que entran y salen pero que tienen un sufrimiento en común.
El documental del director holandés Morgan Knibbe no podría llegar en un momento más relevante, cuando cientos de refugiados de distintos países llegan a una Europa que debate si debe o no tender su mano, y de qué forma hacerlo. Lo que hace Knibbe es de admirar: humaniza las cifras, nos recuerda que cada uno de los refugiados es una persona con una historia particular, y que de alguna forma todas estas historias han confluido en el sueño de una Europa que se ha convertido en un infierno en la Tierra para todos.
Lo que une las escenas vividas por estas personas forzadas a migrar es el relato de Europa como una pesadilla. La cámara de Knibbe entra y sale de cada escena flotando en el espacio, se acerca y se aleja de las personas, se distrae, observa con atención, y somos con ella testigos de un par de hombres añorando a las esposas que dejaron en África, a un barco entregando los cadáveres de las víctimas de un naufragio, a una mujer encontrando en la droga su único escape.
“Those Who Feel The Fire Burning” no ofrece contexto geopolítico: no sabemos de qué país llegaron los refugiados ni sabemos en qué país están, a menos de que pongamos especial atención a algunos detalles; no ofrece soluciones a la crisis mostrada; no ofrece posiciones encontradas sobre la situación; pero no pretende hacer nada de esto. Muestra la cara humana de la tragedia, o mejor, las múltiples caras humanas, y entendemos que no busca ser exhaustivo, que como éstas hay cientos, miles de historias más.
La sensibilidad del director para empatizar con estas personas es evidente. Su talento está en saber dónde entrar y dónde salir de escena, incluso sin entender algunos de los idiomas que hablan sus sujetos. Su debilidad está en la narración, una voz en off que piensa en voz alta sobre lo que vemos en la pantalla pero que habla más de lo necesario: las imágenes no necesitan tantas palabras para ser impactantes.
El debut en largometraje de Morgan Knibbe es sin duda emocionante, y una muestra de las posibilidades que ofrece el cine documental, en donde es cada vez más evidente que la realidad no es, y nunca será, objetiva, y será siempre más sensato apelar a las subjetividades--de los documentalistas y de los individuos.
12 de septiembre de 2011
12 de septiembre de 2011
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
En una escena de la película, después de que la protagonista ha sido violada, su amigo (al que ella le había gritado “¡Maricón!” unos minutos después de conocerlo) la reconforta y termina diciendo “La próxima relájate y disfruta, ya quisiera uno”. Ella le responde con un abrazo y un desconcertante “Gracias”. Desconcertante para quienes intentamos encontrarle sentido a una película que se esmeraba tanto por evitarlo.
La Vida “Era” En Serio se enorgullece de las comillas que engalanan su “Era” sin sentido alguno. ¿”Era” porque en verdad no “era” sino que “es”? Da igual. Y así, desde su título anuncia el derroche de sinsentidos que agobiarán a quien haya pagado por verla y se debata entre quedarse y hacer valer la plata, o salirse e invertir el tiempo en algo más productivo, es decir, cualquier otra cosa.
La película —parece un insulto al término “película” llamarla así— “narra” la “historia” de una ejecutiva bogotana que está cansada con su vida: debe encargarse de la parte económica de su hogar y estar pendiente de su esposo y sus hijos. No es una vida miserable la que lleva la pobre ejecutiva, tiene una empleada a la que trata sin mucha consideración, se hace uno que otro masaje, y sus hijos le piden que les ayude con sus tareas. Pero, ¿qué tareas? ¡De triglicéridos! ¡Y en inglés! No niego que merecía más consideración, pero tampoco es la mártir de nuestros tiempos.
Mamada de su vida, la pobre ejecutiva ve cómo su amiga del trabajo se encama a una multitud de tipos (o “dates”), entre ellos uno que “podría ser camionero”, o algo así. Hasta que un día lo decide. “O soy o ya no fui”. ¿Ser qué? se preguntará el espectador. Pues ser “¡PERRA!” (eso llega a gritar en un momento refiriéndose a su amiga). No está claro, pero da la sensación en un momento de que quiere ser prepago.
El que decida no salirse y se quede esperando mejorías, encontrará momentos en los que parecerá que la película irá por buen rumbo, pero sus ilusiones serán destrozadas con suma facilidad. Si la película fuera mala, y ya, seguro podría tomarse con algo de gracia, serviría —como muchas otras en la historia del cine— como material para la burla de los cinéfilos cazadores de mediocridad. Pero no sólo es mala, sus diálogos son despectivos y anacrónicos, sus personajes detestables y su ética inexistente.
La Vida “Era” En Serio se enorgullece de las comillas que engalanan su “Era” sin sentido alguno. ¿”Era” porque en verdad no “era” sino que “es”? Da igual. Y así, desde su título anuncia el derroche de sinsentidos que agobiarán a quien haya pagado por verla y se debata entre quedarse y hacer valer la plata, o salirse e invertir el tiempo en algo más productivo, es decir, cualquier otra cosa.
La película —parece un insulto al término “película” llamarla así— “narra” la “historia” de una ejecutiva bogotana que está cansada con su vida: debe encargarse de la parte económica de su hogar y estar pendiente de su esposo y sus hijos. No es una vida miserable la que lleva la pobre ejecutiva, tiene una empleada a la que trata sin mucha consideración, se hace uno que otro masaje, y sus hijos le piden que les ayude con sus tareas. Pero, ¿qué tareas? ¡De triglicéridos! ¡Y en inglés! No niego que merecía más consideración, pero tampoco es la mártir de nuestros tiempos.
Mamada de su vida, la pobre ejecutiva ve cómo su amiga del trabajo se encama a una multitud de tipos (o “dates”), entre ellos uno que “podría ser camionero”, o algo así. Hasta que un día lo decide. “O soy o ya no fui”. ¿Ser qué? se preguntará el espectador. Pues ser “¡PERRA!” (eso llega a gritar en un momento refiriéndose a su amiga). No está claro, pero da la sensación en un momento de que quiere ser prepago.
El que decida no salirse y se quede esperando mejorías, encontrará momentos en los que parecerá que la película irá por buen rumbo, pero sus ilusiones serán destrozadas con suma facilidad. Si la película fuera mala, y ya, seguro podría tomarse con algo de gracia, serviría —como muchas otras en la historia del cine— como material para la burla de los cinéfilos cazadores de mediocridad. Pero no sólo es mala, sus diálogos son despectivos y anacrónicos, sus personajes detestables y su ética inexistente.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Parece un ejercicio hecho por snobs bogotanos sin mente para snobs bogotanos sin mente. Este tipo de productos debería suscitar un debate sobre el Fondo Para el Desarrollo Cinematográfico (FDC) y a quién se le está dando el dinero. ¿Es esto lo mejor que puede ofrecer el cine colombiano? ¿En verdad es este proyecto merecedor del dinero? ¿Es mejor que los otros productos que estaban en concurso? Si es así, qué lástima por el cine colombiano. Pero, ¿y si no? ¿Tendrá algo que ver que la directora de la película sea asesora en la Dirección de Cinematografía del Ministerio de Cultura y asesora del FDC? No estoy en posición de hacer ningún tipo de acusaciones, pero quedan preguntas.
Después de todo, no cabe duda de que esta película es uno de los mayores desaciertos del cine colombiano en los últimos años. Es, en una palabra, un “bodrio”. Pero sin comillas.
Después de todo, no cabe duda de que esta película es uno de los mayores desaciertos del cine colombiano en los últimos años. Es, en una palabra, un “bodrio”. Pero sin comillas.
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