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Críticas 201
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
9
25 de febrero de 2009
12 de 14 usuarios han encontrado esta crítica útil
Leí hace años la novela de Bernhard Schlink un par de veces y se la recomendé a mis amigos. El texto entonces me conmovió. Me pareció la historia de amor imposible más imposible que se podía imaginar alguien, y durante años ha sido una de mis referencias literarias personales. Desde hoy también es una mis referencias cinematográficas.

Hay películas que están por encima del texto del que proceden. Otras, lógicamente, no lo están. El factor dominante en el espectador es casi siempre de nostalgia hacia las páginas del libro, y de reproche más o menos exteriorizado hacia el resultado cinematográfico. No siempre, pero la mayoría de las veces así ocurre. Es lógico: así funciona la vida misma, que agranda, dulcifica, embellece, o lo que haga falta, lo que nos ocurrió hace tiempo. El pasado no llega hasta nosotros sin manual de instrucciones, pero sí con una lupa de aumento. Para bien y para mal.

La literatura nos encarga y de alguna manera nos obliga a que pongamos imágenes a sus palabras. El mejor escritor es el que deja un amplio margen para que nosotros pongamos árboles en el paisaje, y ojos en los personajes. En este momento las imágenes que hoy he visto en un cine decido que sean las oficiales del libro, con carácter retroactivo. Porque así me imaginé la novela, así la vi entonces, desde hoy, y perdón por la audacia.

Así, la historia me conmueve de manera contenida. No pretende que llore con ella, sino que los ojos se humedezcan porque hay mucho de desastre individual en el contexto de ese naufragio colectivo que significó la segunda guerra mundial. Los personajes me parecen extremadamente realistas, parcos y bien trazados. Sé poco y sé mucho de ellos. Sé lo suficiente y por eso los entiendo. Les pongo cara y alma. Aunque, la verdad sea dicha, ni en mis mejores fantasías pude imaginar una Hanna Schmitz tan clara, tan rabiosamente autista, tan hermética, tan indefinible y, al mismo tiempo, tan exacta como la que ha creado esa actriz genial que es Kate Winslet.

Stephen Daldry tiene que yo sepa tres películas en su haber. En las tres demuestra un talento portentoso para contar historias que nos emocionan y nos explican las verdades ocultas de las cosas, de los seres humanos, de los procesos históricos. Tiene talento y, sobre todo, con sus cuarenta y siete años, lo que tiene por delante es una de las carreras más prometedoras del cine actual.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Una mujer mayor sostiene una corta e intensa relación afectiva con un chico de dieciséis años, antes del estallido de la guerra. Este suele leerle los textos más importantes de la historia de la literatura. Al cabo del tiempo, la mujer es acusada de horrendos crímenes cuando estuvo en las SS. En parte son reales, pero en otra parte no, porque esta mujer no pudo realizar un informe manuscrito. Solo el muchacho sabe que esta mujer realmente no sabe leer, y que aprende a hacerlo finalmente en la cárcel en donde queda confinada durante veinte años. En ese periodo de reclusión los dos seres vuelven a mantener una peculiar relación personal a través de las cintas grabadas que el hombre le envía.
2 de diciembre de 2008
11 de 12 usuarios han encontrado esta crítica útil
“El hombre del tren” (2002), dirigida por Patrice Leconte, conocido en España especialmente por ser el autor de “El marido de la peluquera” (1999), de tan grato recuerdo. He visto alguna otra: “La chica del puente”(1999), y “La viuda de Saint Pierre”(2001). Buenas películas, sólidas historias, bien contadas y de una factura compacta.

En esta ocasión, Leconte vuelve a trabajar con su actor fetiche, Jean Rochefort, y con el cantante y actor Johny Hallyday. Ambos están soberbios, y, como es costumbre de la casa, magníficamente dirigidos.

La historia es sencilla, pero el guión es muy bueno. El destino cruza a dos hombres –un profesor de literatura y un ladrón profesional- cuyas vidas, por tanto, han sido diametralmente diferentes. Al poco de conocerse, ambos descubren que les hubiera gustado más haber vivido la vida del otro que la suya propia.

No es la primera vez que en el cine o en el teatro se cuenta una historia así. Pero aquí la brillantez viene dada, además de por la excelencia interpretativa, por el preciso y bien dosificado ritmo narrativo, la elección sabia de los planos, la eficaz y extraordinaria banda sonora compuesta por Pascal Estève, y, sobre todo, la ausencia de toda solemnidad empalagosa en la reflexión que se nos propone.

La vida como complementariedad. Ser de una manera impide ser de otra. “Vivir es elegir”, decía Kierkegaard. La obligada elección limita las expectativas, las reduce por lo menos a la mitad. Los placeres de una son imposibles en la otra, y viceversa. También los peligros. Una metáfora sin pretensiones. Una buena película.
23 de diciembre de 2008
10 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
Ver una y otra vez esta película es un ejercicio de aprendizaje de las líneas maestras del cine negro, y seguramente del cine en general. Todo en ella es una lección, y la prueba es que la intriga y el desarrollo argumental siguen atrapándonos de principio a fin cuarenta y cuatro años después de que se rodara. Es de las obras cinematográficas que no se pueden ver en dos veces, hay que continuar hasta el final, sabiendo de antemano cuál va a ser precisamente ese final.

Esta obra de arte parte de un magnífico guión, que maneja los tiempos a la perfección. Ese guión está escrito por el propio Billy Wilder junto a Raymond Chandler, a partir de la novela de James M. Camin, y no es una pieza instrumental sin más, sino una auténtica dramaturgia. Los diálogos son jugosos y cada escena forma parte de un puzzle impecablemente trazado para conducir y desarrollar la acción. El recurso narrativo de la confesión del culpable funciona a la perfección desde el primer minuto en manos de un director con poca experiencia -era la cuarta película de Wilder-, pero con un talento sencillamente inigualable y que iría demostrando a lo largo de una carrera con escasos altibajos.

Todo es deslumbrante y a la vez conciso: la fotografía, los encuadres y la banda sonora, discreta pero eficaz. Hay en la película mucho de lo aprendido por el joven director de su maestro Ernest Lubistch, y también del mejor cine europeo. Esto es apreciable también en el trabajo con los actores, que encajan a la perfección en este contexto y construyen unos personajes extremadamente creíbles. El trío protagonista –Fred MacMurray, Bárbara Stanwyck y Edward G. Robinson-, realiza un trabajo minucioso, contenido, y lleno de matices.

No puedo evitar comparar este cine con el que ahora vemos habitualmente en las pantallas y que se supone continuador del mismo género. Aquí no hay nada superfluo o de arbitrario, no hay mayores concesiones a la galería. Por el contrario, se le pide al espectador un ejercicio de activa complicidad y de atención inteligente, presentándole unas imágenes que vehiculan a la perfección un contenido dramático sencillamente maravilloso.
1 de agosto de 2010
16 de 23 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hay mucho talento, mucho oficio, sí... y, por supuesto esas imágenes que ya pertenecen a nuestro cerebro: Marilin con la falda levantada encima de uno de los respiraderos del metro de Nueva York, en mitad de un verano caluroso y excitante.

Además de eso, como no podía ser de otra manera tratándose de Billy Wilder, hay inteligencia e ironía a raudales. ¡Ay, los remordimientos de un típico “Rodríguez”!... El solo se lo guisa y se lo come: antes de sucumbir a la tentación y pecar, ya se siente dominado por la culpa... Antes de acostarse con la tentadora vecina de arriba, da por hecho que su esposa está haciendo lo mismo con su amigo... La mente como autocensura. Y mientras él se tortura inútilmente, a la joven vecina solo parece preocuparle de verdad el calor asfixiante y la imposibilidad de dormir en Nueva York.

Mejor todavía que la escena de las faldas al aire, aunque lógicamente desprovista de su sensualidad, es la que nuestro don Juan de pacotilla le explica a la tentadora vecina los porqués de las cosas, mientras ella calcula los inconvenientes del calor. Pura ironía, afilado estilete para mostrarnos las heridas de la moral tradicional, incluyendo el plato fuerte de la culpa judeocristiana, siempre omnipresente y pelmaza como ella sola.

Marilyn está genial. Qué bien hacía lo que sabía hacer... Qué bien construido tenía ese personaje, hecho a partir de sí misma, de su propia explosiva belleza y de esa arrebatadora ausencia de intelectualidad. Su compañero Tom Ewell creo que no le llega a la suela del zapato. En los duelos con los hombres, Marilyn siempre gana, y si no que se lo digan a Laurence Olivier que llegó a odiarla durante el rodaje de “El príncipe y la corista, y seguramente a maldecirla cuando vio el resultado. Ewell, compañero de la actriz en las clases de Lee Strasberg en el Actor´s Studio, y actor en la obra de teatro original de la que procede el guión, hace lo que puede para no desaparecer de la pantalla cuando le acompaña esa enigmática y hermosa mujer que en ese momento estaba a punto de cumplir los treinta y toda la vida por delante...

No es una obra mayor, pero sigue siendo imprescindible.
20 de diciembre de 2008
13 de 17 usuarios han encontrado esta crítica útil
No es brillante en ningún aspecto, pero mantiene el interés del espectador desde el principio hasta el final. Los actores están bien, el guión es correcto y todos los elementos de la película están sabiamente utilizados por un John Huston que contaba en 1973 con abundantes títulos que avalaban ya su enorme capacidad cinematográfica.

Estamos a ante un thriller con connotaciones políticas, o, mejor dicho, con ribetes de denuncia de corrupción política. En ese terreno de la moderación se mantiene siempre, sin demasiadas concesiones a la galería. No hay muchos tiros –y los que hay tienen una connotación extremadamente dramática en los últimos momentos-, y tan solo esa persecución de coches por una carretera al borde de un acantilado aporta un cierto contrapunto a una acción que se sustenta en diálogos inteligentes e imágenes sobriamente elegidas. La mejor, el incendio de la mansión en donde el protagonista estuvo recluido.

Paul Newman tenía en ese momento cuarenta y ocho años y estaba en un punto medio de su carrera profesional. Dominique Sanda tenía veintidós y había trabajado tres años antes a las órdenes de Bertolucci en “El conformista”. Ambos forman una pareja sentimental en la película que no termina de ser demasiado convincente.
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