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Críticas ordenadas por utilidad
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6,2
6.013
8
4 de septiembre de 2012
4 de septiembre de 2012
6 de 12 usuarios han encontrado esta crítica útil
No suena por nuestros lares el nombre de la directora estadounidense Lynn Sheldon porque nunca hasta ahora se había estrenado una película suya en las salas españolas, así que desembarca aquí al fin para traernos, con su tercera incursión en el cine, un pulido ejercicio de estilo de vocación indie y planteamiento sencillo. Efectivamente, sencillez es la palabra que mejor define este film naturalista de sonrisas y lágrimas, como la vida misma, que recicla el archiusado polígono de tres amores para desarrollar una diáfana trama que trata los amoríos sin ínfulas ni pretensiones, más deja al espectador con ese gusanillo emocional tan peliculero pero tan real.
Sheldon hace uso, para todo ello, de un lenguaje igualmente franco; su técnica, incluidas la fotografía de Benjamin Kasulke y la música de Vince Smith, siguen al pie de la letra la simplificación que la directora propone, concediendo todo el protagonismo a los tres personajes y a un estupendo guión, firmado también por Sheldon. Y es que éste y las más que notables actuaciones de Emily Blunt, Rosemary DeWitt, y su actor fetiche, Mark Duplass, son los puntos fuertes de la película, paredes maestras diestramente construidas que sostienen una obra arriesgada pero segura de sí misma que no necesita hacer equilibrios para sostenerse. Juega además, como decíamos, a la indefinición entre el drama y la comedia al uso, y sostiene esta ambivalencia a lo largo de los casi noventa minutos que dura el metraje, impregnándolo todo de vitalismo y realidad, y alejado así de según qué clichés, tics y ñoñerías.
Sin embargo, aun tener un estatus muy superior a la recurrente ligereza babosa made in USA, El amigo de mi hermana no deja de ser la clásica película para ir a ver con la pareja o equivalente, estupendo entretenimiento para el besete furtivo y la lagrimilla conjunta. Por otro lado, un final quizás blando y algunas trazas menos lúcidas evitan la redondez a esta lograda obra, austera e íntegra, que a pesar de todo saca con pericia la sabia de lo que cuenta, atravesando la epidermis en la que tantos otros films se han quedado.
Lo mejor: cómo no, su virtuosa sencillez.
Lo peor: su tráiler superspoiler.
[Tupeli.es]
Sheldon hace uso, para todo ello, de un lenguaje igualmente franco; su técnica, incluidas la fotografía de Benjamin Kasulke y la música de Vince Smith, siguen al pie de la letra la simplificación que la directora propone, concediendo todo el protagonismo a los tres personajes y a un estupendo guión, firmado también por Sheldon. Y es que éste y las más que notables actuaciones de Emily Blunt, Rosemary DeWitt, y su actor fetiche, Mark Duplass, son los puntos fuertes de la película, paredes maestras diestramente construidas que sostienen una obra arriesgada pero segura de sí misma que no necesita hacer equilibrios para sostenerse. Juega además, como decíamos, a la indefinición entre el drama y la comedia al uso, y sostiene esta ambivalencia a lo largo de los casi noventa minutos que dura el metraje, impregnándolo todo de vitalismo y realidad, y alejado así de según qué clichés, tics y ñoñerías.
Sin embargo, aun tener un estatus muy superior a la recurrente ligereza babosa made in USA, El amigo de mi hermana no deja de ser la clásica película para ir a ver con la pareja o equivalente, estupendo entretenimiento para el besete furtivo y la lagrimilla conjunta. Por otro lado, un final quizás blando y algunas trazas menos lúcidas evitan la redondez a esta lograda obra, austera e íntegra, que a pesar de todo saca con pericia la sabia de lo que cuenta, atravesando la epidermis en la que tantos otros films se han quedado.
Lo mejor: cómo no, su virtuosa sencillez.
Lo peor: su tráiler superspoiler.
[Tupeli.es]

6,1
6.845
6
13 de mayo de 2012
13 de mayo de 2012
2 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Un hilo de voz quebradiza sale a duras penas de la boca de Cheyenne, estrella del rock penosamente envejecida que con faz pálida y gestos cansinos merodea erráticamente por su palacete señorial. Con pelos y maquillaje a lo The Cure y una discutible virilidad, el exlíder de cualquier grupo famoso disfruta de una vida lujosa y plácida pero falta de estímulos que trasciendan lo más banal. Ante esta situación, Paolo Sorrentino ofrece a su personaje poco menos que una lista de tareas que Cheyenne –un Sean Penn espléndido–, cual Sim atareado, se toma al pie de la letra y sigue sin rechistar, en la búsqueda de motivaciones que colmen su existencia.
Así es que el excéntrico epicentro del personaje, su poco humilde morada, su apática cotidianeidad, quedan aparcadas de buen principio en favor de una andadura por las más variadas ramas de un árbol llamado vida real que el tal Chayenne hacía tiempo que había perdido de vista. El Penn más raruno que hayamos visto es protagonista, con esto, de una road movie freak graciosa en ocasiones, grave en otras, y absurda y hasta moralista en algunas más. Las aventuras de esta estrella crepuscular son tan dispersas como irregulares, llenas de grandes detalles pero también de brechas y trampas argumentales que quedan injustificadamente abiertas. Niños con hidrofobia, vaqueros amigos del rifle, brokers apegados a su todoterreno y abuelas neonazis se topan uno a uno con el protagonista, que lo afronta con su característica inestabilidad emocional dejando cabos sueltos allí donde pisa.
Y es que quizás el mayor problema del film es su pretensión de abarcar demasiado; la pared maestra Chayenne no es razón suficiente para obviar la falta de solidez del conjunto, quedando difuso cualquier mensaje que Sorrentino pretendiese transmitir, difuminado como el colorete de Penn. Hasta el final uno se pregunta qué es lo que está viendo, no por confuso ni por abstracto, más por disperso y ambiguo. Un lugar donde quedarse es un viaje con demasiadas paradas, que no sólo distraen la atención del público, también disuelven su principal trama y su final presuntamente conmovedor.
(Sigue en spoiler SIN SPOILER)
Así es que el excéntrico epicentro del personaje, su poco humilde morada, su apática cotidianeidad, quedan aparcadas de buen principio en favor de una andadura por las más variadas ramas de un árbol llamado vida real que el tal Chayenne hacía tiempo que había perdido de vista. El Penn más raruno que hayamos visto es protagonista, con esto, de una road movie freak graciosa en ocasiones, grave en otras, y absurda y hasta moralista en algunas más. Las aventuras de esta estrella crepuscular son tan dispersas como irregulares, llenas de grandes detalles pero también de brechas y trampas argumentales que quedan injustificadamente abiertas. Niños con hidrofobia, vaqueros amigos del rifle, brokers apegados a su todoterreno y abuelas neonazis se topan uno a uno con el protagonista, que lo afronta con su característica inestabilidad emocional dejando cabos sueltos allí donde pisa.
Y es que quizás el mayor problema del film es su pretensión de abarcar demasiado; la pared maestra Chayenne no es razón suficiente para obviar la falta de solidez del conjunto, quedando difuso cualquier mensaje que Sorrentino pretendiese transmitir, difuminado como el colorete de Penn. Hasta el final uno se pregunta qué es lo que está viendo, no por confuso ni por abstracto, más por disperso y ambiguo. Un lugar donde quedarse es un viaje con demasiadas paradas, que no sólo distraen la atención del público, también disuelven su principal trama y su final presuntamente conmovedor.
(Sigue en spoiler SIN SPOILER)
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Todo ello no quita, sin embargo, la genialidad de alguna de esas paradas y la rotunda fotogenia de algunas otras. Y ahí está la clave; lo pintoresco y extravagante de Cheyenne da tanto juego que acaba sometido a un argumento resentido por su eclecticismo, y con ello malgastado. Aquí sí, menos es más: el personaje que encarna Penn requiere de menos para poder brillar más, tan sólo un lugar donde quedarse y poder explayarse sin tanto obstáculo esperando a la vuelta de la esquina. Con todo, esta producción italiana funciona mejor como retrato de lo decadente que como película de aventuras –que además recuerda a cierto capítulo de los Simpsons en el que Krusty busca conciliarse con su padre judío…–, excesiva por su constante horror vacui.
Lo mejor: Sean Penn y su expresión y voz frágiles.
Lo peor: la sobredosis de capítulos y subtramas.
[Tupeli.es]
Lo mejor: Sean Penn y su expresión y voz frágiles.
Lo peor: la sobredosis de capítulos y subtramas.
[Tupeli.es]

5,8
27.947
7
27 de octubre de 2012
27 de octubre de 2012
1 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Las películas de Woody Allen siempre se han definido por su libertad textual, de guiones dinámicos y dialéctica perspicaz que excusan tramas a menudo simples y a menudo reiterativas. El tiempo de dormilones, repúblicas bananeras e incógnitas sexuales ha pasado, también el de historias sencillas que devenían extraordinarias porque el Allen inspirado seducía al espectador embriagándole con su peculiar humor, con el que bombardea cual rapero desatado todos los diálogos del metraje. Y es que como todo artista, Allen ha pasado por varias épocas, y la actual se adivina la más floja, quizás porque el director se ha relajado en demasiados aspectos, quizás porque, en tanto que figura consolidada, ya no tiene la necesidad de demostrar constantemente su ingenio, quizás porque Allen, como cualquier creador, ha perdido la frescura en sus trazos.
Resulta, sin embargo, que este último film de Allen es ya tan autoconsciente que, de perdidos al río, decide transcurrir sin excusarse en absoluto y divaga cuanto quiere sin mediar explicación. Ha llegado un punto en el que el director ya no tiene ningún reparo en mezclar lo absurdo con el supuesto realismo; lo veíamos ya en Midnight in Paris y lo vemos más aún en este nuevo fascículo de la inacabable colección del director neoyorquino. Existe, no obstante, una gran diferencia entre las peripecias parisinas de Owen Wilson, Marion Cotillard, Rachel McAdams y compañía y este relato romano: mientras que en París el elemento fantástico era constante y casaba con la percepción de ciudad fascinante e hipnótica, en Roma lo fantástico es pura patilla, un elemento gratuito que, mira por dónde, ni molesta ni desentona. Más bien se agradece este descaro, y se digiere fácil, a la sonrisa o a la carcajada. Un consejero fantasma –o fantasma consejero–, o un fenómeno paparazzi paranormal se dan como si nada mientras el turismo yanqui y el folk italiano sintonizan con Roma en pos siempre del humor desenfadado y la alegre banalidad.
A Roma con amor sigue la estructura de los últimos filmes de Allen; varias caras conocidas con sonrisas de oreja a oreja y encantadas de encontrarse entre el elenco viven singulares experiencias que se entrecruzan, dignas del anecdotario de la ciudad. En este caso son Alec Baldwin, Jesse Eisenberg, Penélope Cruz y Roberto Benigni, entre otros, los que disfrutan de la fiesta que propone Allen y le otorgan ese glamur frívolo que no falta en ninguna de sus últimas producciones. Nada que reprochar en realidad al veterano realizador, que aboga de nuevo con éxito por su innato sentido de la comicidad, salvo las molestas y repetitivas bandas sonoras europeizadas, que parecen sacadas de un jukebox de tópicos y que más que agraciar fatigan.
Lo mejor: es una película ligera, agradable.
Lo peor: la constante musiquilla tipiquísimamente italiana.
[Tupeli.es]
Resulta, sin embargo, que este último film de Allen es ya tan autoconsciente que, de perdidos al río, decide transcurrir sin excusarse en absoluto y divaga cuanto quiere sin mediar explicación. Ha llegado un punto en el que el director ya no tiene ningún reparo en mezclar lo absurdo con el supuesto realismo; lo veíamos ya en Midnight in Paris y lo vemos más aún en este nuevo fascículo de la inacabable colección del director neoyorquino. Existe, no obstante, una gran diferencia entre las peripecias parisinas de Owen Wilson, Marion Cotillard, Rachel McAdams y compañía y este relato romano: mientras que en París el elemento fantástico era constante y casaba con la percepción de ciudad fascinante e hipnótica, en Roma lo fantástico es pura patilla, un elemento gratuito que, mira por dónde, ni molesta ni desentona. Más bien se agradece este descaro, y se digiere fácil, a la sonrisa o a la carcajada. Un consejero fantasma –o fantasma consejero–, o un fenómeno paparazzi paranormal se dan como si nada mientras el turismo yanqui y el folk italiano sintonizan con Roma en pos siempre del humor desenfadado y la alegre banalidad.
A Roma con amor sigue la estructura de los últimos filmes de Allen; varias caras conocidas con sonrisas de oreja a oreja y encantadas de encontrarse entre el elenco viven singulares experiencias que se entrecruzan, dignas del anecdotario de la ciudad. En este caso son Alec Baldwin, Jesse Eisenberg, Penélope Cruz y Roberto Benigni, entre otros, los que disfrutan de la fiesta que propone Allen y le otorgan ese glamur frívolo que no falta en ninguna de sus últimas producciones. Nada que reprochar en realidad al veterano realizador, que aboga de nuevo con éxito por su innato sentido de la comicidad, salvo las molestas y repetitivas bandas sonoras europeizadas, que parecen sacadas de un jukebox de tópicos y que más que agraciar fatigan.
Lo mejor: es una película ligera, agradable.
Lo peor: la constante musiquilla tipiquísimamente italiana.
[Tupeli.es]

6,0
6.649
7
16 de junio de 2012
16 de junio de 2012
1 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Parece que el cine británico está echando una ojeada últimamente a los archivos históricos para leer algunas letras pequeñas, paréntesis y notas a pie de página que tendían a obviarse o pasaban desapercibidas. Resulta de ello un cambio ya no tanto del rigor, sino de la óptica con la que se enfocan algunas de las últimas producciones de época inglesas, en las que parece que los estrógenos van acomodándose, por fin, en sus correspondientes asientos. Hablo de un cine histórico y costumbrista que habla en clave femenina alejado de tabús, pudores y demás obstáculos para centrarse en realidades trascendentes o banales, pero en todo caso prácticamente inéditas. Hace algunas semanas podíamos verlo en la película de Rodrigo García, Albert Nobbs, o en las dos nuevas adaptaciones de las novelas de las hermanas Brönte, Jane Eyre (Cary Fukunaga, 2011) y Cumbres borrascosas (Andrea Arnold, 2011), y ahora lo vemos en la entretenida Hysteria, tercera incursión en dirección de Tanya Wexler que relata la invención del primer vibrador poniendo de manifiesto el sinsentido social que hasta mediados de siglo XX se vivía respecto a la sexualidad femenina. El orgasmo de ellas –llamado entonces paroxismo histérico–, el diagnóstico médico de la llamada Histeria y su consideración como enfermedad quedan perfectamente plasmados en el film, así como las particulares sesiones terapéuticas que se les practicaba a las señoras de finales de siglo dieciocho.
Wexler describe todo ello sin buscar nunca la senda de la controversia; el argumento es simpaticón y fácilmente digerible y el tratamiento de la sexualidad implícito, observándolo todo con el ojo en absoluto lujurioso de quien realiza una investigación científica. Lo que no puede evitar la directora, no obstante, es que todo el interés del film recaiga sobre su contexto social y sexual más que en la principal trama, que al fin y al cabo es la clásica historieta de amores improbables azucaradilla y conformista. Cumple ésta su función de pretexto mientras se gesta con solemnidad el que será uno de los más célebres juguetes sexuales, generando un curioso contraste entre lo inocente y lo rígido de la sociedad decimonónica. El guión de Stephen Dyer y Jonah Lisa Dyer sabe, en este sentido, extraer toda la comicidad de la situación sin perder la compostura ni sus motivaciones reivindicativas, en un efectivo ejercicio de cine ocioso con trasfondo.
Conducen el relato con solvencia Hugh Dancy, al que veíamos recientemente en Martha Marcy May Marlene (Sean Durkin, 2011) y que interpreta al ocurrente médico Joseph Mortimer, y la neoyorquina Maggie Gyllenhaal, que se encarga abanderar el movimiento feminista a lo largo del filme. Ambos representan el progresismo en una sociedad cerrada y ridícula que Wexler, desde la distancia, denuncia y caricaturiza.
Lo mejor: las agradables terapias contra la Histeria.
Lo peor: lo convencional de la trama principal.
[Tupeli.es]
Wexler describe todo ello sin buscar nunca la senda de la controversia; el argumento es simpaticón y fácilmente digerible y el tratamiento de la sexualidad implícito, observándolo todo con el ojo en absoluto lujurioso de quien realiza una investigación científica. Lo que no puede evitar la directora, no obstante, es que todo el interés del film recaiga sobre su contexto social y sexual más que en la principal trama, que al fin y al cabo es la clásica historieta de amores improbables azucaradilla y conformista. Cumple ésta su función de pretexto mientras se gesta con solemnidad el que será uno de los más célebres juguetes sexuales, generando un curioso contraste entre lo inocente y lo rígido de la sociedad decimonónica. El guión de Stephen Dyer y Jonah Lisa Dyer sabe, en este sentido, extraer toda la comicidad de la situación sin perder la compostura ni sus motivaciones reivindicativas, en un efectivo ejercicio de cine ocioso con trasfondo.
Conducen el relato con solvencia Hugh Dancy, al que veíamos recientemente en Martha Marcy May Marlene (Sean Durkin, 2011) y que interpreta al ocurrente médico Joseph Mortimer, y la neoyorquina Maggie Gyllenhaal, que se encarga abanderar el movimiento feminista a lo largo del filme. Ambos representan el progresismo en una sociedad cerrada y ridícula que Wexler, desde la distancia, denuncia y caricaturiza.
Lo mejor: las agradables terapias contra la Histeria.
Lo peor: lo convencional de la trama principal.
[Tupeli.es]

5,4
1.456
6
10 de junio de 2012
10 de junio de 2012
1 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
En tiempos de crisis todo se tambalea, también lo hacen los valores y consciencias humanas, las creencias y hasta la estima al prójimo. Ni las insignias más portentosas parecen resistirse a este terremoto que todo lo tumba y, ahí es nada, también lo hace el país de l’amour. Memeces aparte, lo que sí es cierto es la curiosa y reciente inclinación del cine de romances y amoríos francés hacia las rupturas y las cornamentas, como lo demuestran algunas de las últimas producciones llegadas a nuestras salas desde el país de los croissants. Los infieles, 4 Lovers, Partir, Los seductores o la que hoy nos ocupa, El arte de amar, tienen en las infidelidades su principal bebedero, algo curioso que puede despertar algunas suspicacias.
Lo cierto es que no hay que ser demasiado despierto para sospechar o achacar, directamente, esta tendencia a las encuestas que colocan a Francia como uno de los países con mayor grado de insatisfacción sexual… Pero no seamos malpensados y vayamos al grano con la película sin sacar más conclusiones precipitadas. El arte de amar consiste de varias historias en relación al amor, al sexo, a la pareja y sí, a la infidelidad. Dichas historias se entrecruzan a lo largo del filme de forma sutil, escribiendo un discurso variopinto pero coral sobre estos temas con los que sus actores juegan, risueños de oreja a oreja. Así es, la de Emmanuel Mouret es una simpática aunque algo pija comedieta que se bebe como el ponche de una boda ajena: fácil. Nada trasciende pero tampoco molesta en este capítulo afrancesado de Mujeres desesperadas; su guion es suficientemente perspicaz y sus interpretaciones notables y llenas de caras conocidas. Junto con François Cluzet, que encabeza el elenco y es el atractivo principal después del éxito de Intocable, desfilan con gracia por la pantalla Frédérique Biel, Julie Depardieu o Gaspard Ulliel, entre otros, todos con fortuna. Mouret también interpreta y escribe, otorgando al film un lenguaje más personal que aunque nunca osa salirse de los esquemas, sí que deja marcado el territorio.
Poco más cabe añadir de El arte de amar. Si lo que buscan es la respuesta que parece sugerir su título, les anticipo que no la van a encontrar, pero si por el contrario no tienen más pretensiones que las de pasar un buen rato de cine ameno, distraído y con 0% de materia grasa, ésta es su película.
Lo mejor: es ligero como una pluma, para lo bueno y para lo malo.
Lo peor: tiene momentos francamente cursis.
[Tupeli.es]
Lo cierto es que no hay que ser demasiado despierto para sospechar o achacar, directamente, esta tendencia a las encuestas que colocan a Francia como uno de los países con mayor grado de insatisfacción sexual… Pero no seamos malpensados y vayamos al grano con la película sin sacar más conclusiones precipitadas. El arte de amar consiste de varias historias en relación al amor, al sexo, a la pareja y sí, a la infidelidad. Dichas historias se entrecruzan a lo largo del filme de forma sutil, escribiendo un discurso variopinto pero coral sobre estos temas con los que sus actores juegan, risueños de oreja a oreja. Así es, la de Emmanuel Mouret es una simpática aunque algo pija comedieta que se bebe como el ponche de una boda ajena: fácil. Nada trasciende pero tampoco molesta en este capítulo afrancesado de Mujeres desesperadas; su guion es suficientemente perspicaz y sus interpretaciones notables y llenas de caras conocidas. Junto con François Cluzet, que encabeza el elenco y es el atractivo principal después del éxito de Intocable, desfilan con gracia por la pantalla Frédérique Biel, Julie Depardieu o Gaspard Ulliel, entre otros, todos con fortuna. Mouret también interpreta y escribe, otorgando al film un lenguaje más personal que aunque nunca osa salirse de los esquemas, sí que deja marcado el territorio.
Poco más cabe añadir de El arte de amar. Si lo que buscan es la respuesta que parece sugerir su título, les anticipo que no la van a encontrar, pero si por el contrario no tienen más pretensiones que las de pasar un buen rato de cine ameno, distraído y con 0% de materia grasa, ésta es su película.
Lo mejor: es ligero como una pluma, para lo bueno y para lo malo.
Lo peor: tiene momentos francamente cursis.
[Tupeli.es]
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