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Críticas ordenadas por utilidad
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6,8
12.178
7
3 de enero de 2013
3 de enero de 2013
7 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
El descubrimiento del sexo es para muchos un sencillo episodio en el camino del crecimiento (lo que, sin embargo, no le resta importancia). Para Mark O'Brian representó un viaje interno que lo conduciría a la propia aceptación. Su experiencia fue algo tan poético como reflexivo y por ello merece ser contada con humildad y respeto, y Ben Lewin ha sabido llevar a término la tarea con éxito. De hecho, la elegante sencillez con que se relata la perdida de virginidad de O'Brian en Las Sesiones permite que surja con naturalidad y fluidez toda la profundidad y trascendencia escondida en la historia de su breve pero intensa experiencia sexual.
Lewin tiene muy claro de qué quiere hablar, y para hacerlo sin problemas deja a un lado (sin por ello olvidarlos) todos los tópicos inevitablemente asociables a la tetraplegia que no pertenezcan a su discurso (la dificultad para encajar en la sociedad, la aceptación de una vida inmóvil...). De este modo consigue alejar la discapacidad del tema principal del film, convirtiéndose esta en un medio para despojar de adornos el tema que realmente le interesa: la sexualidad del individuo. Diciéndolo de forma rápida, el que Mark O'Brian sea incapaz de moverse permite al director llevar el sexo a un terreno absolutamente virgen (nunca mejor dicho) para poder hablar de él partiendo de cero.
Así pues, gracias a la sencillez con que se desarrollan los acontecimientos y al mencionado despojo de aquello que no forma parte del tema central, la sexualidad adquiere el protagonismo deseado. De este modo entendemos que lo que se nos pretende mostrar es el sexo como aspecto tan delicado como importante, reflejo de gran parte de nuestros miedos y traumas personales. Por supuesto que O'Brian desea practicar el sexo, pero más allá del puro deseo carnal (evidentemente presente) lo que este busca en realidad es conocerse a si mismo, descubrir su personalidad y aceptar su humanidad. Así lo entendemos en las bellas escenas en las que él y cuidadora exploran mediante el tacto su cuerpo inmóvil, momento en que O'Brian descubre un abanico de sensaciones nuevas para él, es decir, un conjunto de emociones que no se sabia capaz de sentir.
Vale la pena mencionar también el tratamiento que la película da a la religión, que es presentada como un sencillo método de desahogo, una vía de escape si se quiere, o en definitiva, un tipo de vínculo entre persona y felicidad no necesariamente distinto a la amistad o el amor. Por ejemplo, el cura con que O'Brian habla con frecuencia le aconseja no desde la superioridad clerical sino como modesto acompañante del misterioso camino que es la vida, y ante todo, como amigo. No hay que olvidar, por ejemplo, los debates internos que suponen para el capellán aconsejar sobre el sexo a una persona que cabe la posibilidad de que nunca se case, y sobre todo cómo este termina por anteponer el sentido común a las discutibles reglas de la más conservadora iglesia para dar carta blanca a su amigo discapacitado.
No es esta una obra maestra, desde luego, pero si es una digna y remarcable película que nos hace salir de la sala con una sonrisa en la cara sin trucos ni sensiblería. No hay que entenderla como una reflexión sobre la discapacidad, sino como un planteamiento sobre la vida y el papel que nuestra sexualidad tiene en ella, estrechamente vinculada a nuestra paz y serenidad emocional.
Lewin tiene muy claro de qué quiere hablar, y para hacerlo sin problemas deja a un lado (sin por ello olvidarlos) todos los tópicos inevitablemente asociables a la tetraplegia que no pertenezcan a su discurso (la dificultad para encajar en la sociedad, la aceptación de una vida inmóvil...). De este modo consigue alejar la discapacidad del tema principal del film, convirtiéndose esta en un medio para despojar de adornos el tema que realmente le interesa: la sexualidad del individuo. Diciéndolo de forma rápida, el que Mark O'Brian sea incapaz de moverse permite al director llevar el sexo a un terreno absolutamente virgen (nunca mejor dicho) para poder hablar de él partiendo de cero.
Así pues, gracias a la sencillez con que se desarrollan los acontecimientos y al mencionado despojo de aquello que no forma parte del tema central, la sexualidad adquiere el protagonismo deseado. De este modo entendemos que lo que se nos pretende mostrar es el sexo como aspecto tan delicado como importante, reflejo de gran parte de nuestros miedos y traumas personales. Por supuesto que O'Brian desea practicar el sexo, pero más allá del puro deseo carnal (evidentemente presente) lo que este busca en realidad es conocerse a si mismo, descubrir su personalidad y aceptar su humanidad. Así lo entendemos en las bellas escenas en las que él y cuidadora exploran mediante el tacto su cuerpo inmóvil, momento en que O'Brian descubre un abanico de sensaciones nuevas para él, es decir, un conjunto de emociones que no se sabia capaz de sentir.
Vale la pena mencionar también el tratamiento que la película da a la religión, que es presentada como un sencillo método de desahogo, una vía de escape si se quiere, o en definitiva, un tipo de vínculo entre persona y felicidad no necesariamente distinto a la amistad o el amor. Por ejemplo, el cura con que O'Brian habla con frecuencia le aconseja no desde la superioridad clerical sino como modesto acompañante del misterioso camino que es la vida, y ante todo, como amigo. No hay que olvidar, por ejemplo, los debates internos que suponen para el capellán aconsejar sobre el sexo a una persona que cabe la posibilidad de que nunca se case, y sobre todo cómo este termina por anteponer el sentido común a las discutibles reglas de la más conservadora iglesia para dar carta blanca a su amigo discapacitado.
No es esta una obra maestra, desde luego, pero si es una digna y remarcable película que nos hace salir de la sala con una sonrisa en la cara sin trucos ni sensiblería. No hay que entenderla como una reflexión sobre la discapacidad, sino como un planteamiento sobre la vida y el papel que nuestra sexualidad tiene en ella, estrechamente vinculada a nuestra paz y serenidad emocional.

6,7
10.392
7
12 de marzo de 2021
12 de marzo de 2021
10 de 14 usuarios han encontrado esta crítica útil
Resulta un poco engorroso describir qué hace exactamente de Minari una película agradable. Y sin duda, es un punto a su favor. Suele ocurrir con los trabajos que cautivan sin pecar de pretenciosos, que no intentan recordarnos en cada plano que existe alguien detrás de la cámara. Son trabajos, en fin, que nos llevan a la abstracción mediante un conjunto de formas tan homogéneas como sutiles. De ahí que identificar sus virtudes pueda parecer, inicialmente, algo difícil. Sin embargo, el misterio se esclarece tan pronto como entendemos que sus puntos fuertes responden más a una suerte de pulsiones abstractas y sensoriales que a cualquier aspecto técnico.
En el caso que nos ocupa, ello emana de la propia naturaleza (nunca mejor dicho) de la cinta. Estamos ante la historia de una familia coreana resuelta a reiniciar su vida en la Norteamérica de los años 80. El (autoproclamado) patriarca del clan tiene como objetivo servirse de la venta de alimentos vegetales como único sustento familiar, y para ello se ha convertido en propietario de un extenso terreno verde donde ha debido trasladarse toda la familia… servida de una precaria furgoneta como única vivienda. De ahí mi apunte inicial: los contratiempos y la naturaleza (aspectos, pues, abstractos y sensoriales) tienen una importante presencia. Pero eso no es todo.
Pensemos, por ejemplo, en los personajes. No experimentan ninguna gran evolución. Tampoco están construidos de forma ejemplar. Ni siquiera sus diálogos desprenden brillantez. Sin embargo, todos son interesantes, entrañables, contradictorios y, sobre todo, creíbles. Cada uno se gana la estima del público minuto a minuto: el guionista no hace ningún esfuerzo para que resulten simpáticos. Casi parece que todo el éxito se debe a un trabajo de contención gracias al cual las cosas fluyen por sí solas. Algo que también podemos ver en la planificación (nunca exhibicionista) y en los actores (igualmente contenidos, incluso en las secuencias más enfáticas).
Y es que lo mismo ocurre en el campo formal. Como entredijimos, Lee Isaac Chung (director y guionista de la cinta) rehúsa lo llamativo, pero se permite ciertos manierismos cuando la secuencia lo requiere. En este sentido, su trabajo es un buen ejemplo de alternancia entre esteticismo y formalismo: tan fácilmente nos presenta secuencias compuestas enteramente por planos fijos como nos deleita con un elegante movimiento de cámara. Pero todo ello (incluida dicha combinación) pasa por el filtro de la sutileza. Ni siquiera las composiciones de planos fijos pecan de reiteración, puesto que la acción del relato en ningún momento se detiene (como tampoco se precipita).
Seguramente gracias a ello Minari logra erigirse como una experiencia de formas ligeras pero de contenido sólido. Que emociona moderadamente sin caer en lo lacrimógeno y que, sin deslumbrar, se visiona con agrado. Todo ello nos retrotrae a lo dicho: no se trata de un trabajo en el que luzcan inmensos hitos técnicos, sino de una experiencia que cautiva por su carácter distendido y humilde. Es decir, por cuestiones más bien abstractas y sensoriales. En resumen, estamos ante una película de logros modestos que se descubre con placer y que, a pesar de no dejar un poso impresionante, sí se recuerda con una sonrisa.
En el caso que nos ocupa, ello emana de la propia naturaleza (nunca mejor dicho) de la cinta. Estamos ante la historia de una familia coreana resuelta a reiniciar su vida en la Norteamérica de los años 80. El (autoproclamado) patriarca del clan tiene como objetivo servirse de la venta de alimentos vegetales como único sustento familiar, y para ello se ha convertido en propietario de un extenso terreno verde donde ha debido trasladarse toda la familia… servida de una precaria furgoneta como única vivienda. De ahí mi apunte inicial: los contratiempos y la naturaleza (aspectos, pues, abstractos y sensoriales) tienen una importante presencia. Pero eso no es todo.
Pensemos, por ejemplo, en los personajes. No experimentan ninguna gran evolución. Tampoco están construidos de forma ejemplar. Ni siquiera sus diálogos desprenden brillantez. Sin embargo, todos son interesantes, entrañables, contradictorios y, sobre todo, creíbles. Cada uno se gana la estima del público minuto a minuto: el guionista no hace ningún esfuerzo para que resulten simpáticos. Casi parece que todo el éxito se debe a un trabajo de contención gracias al cual las cosas fluyen por sí solas. Algo que también podemos ver en la planificación (nunca exhibicionista) y en los actores (igualmente contenidos, incluso en las secuencias más enfáticas).
Y es que lo mismo ocurre en el campo formal. Como entredijimos, Lee Isaac Chung (director y guionista de la cinta) rehúsa lo llamativo, pero se permite ciertos manierismos cuando la secuencia lo requiere. En este sentido, su trabajo es un buen ejemplo de alternancia entre esteticismo y formalismo: tan fácilmente nos presenta secuencias compuestas enteramente por planos fijos como nos deleita con un elegante movimiento de cámara. Pero todo ello (incluida dicha combinación) pasa por el filtro de la sutileza. Ni siquiera las composiciones de planos fijos pecan de reiteración, puesto que la acción del relato en ningún momento se detiene (como tampoco se precipita).
Seguramente gracias a ello Minari logra erigirse como una experiencia de formas ligeras pero de contenido sólido. Que emociona moderadamente sin caer en lo lacrimógeno y que, sin deslumbrar, se visiona con agrado. Todo ello nos retrotrae a lo dicho: no se trata de un trabajo en el que luzcan inmensos hitos técnicos, sino de una experiencia que cautiva por su carácter distendido y humilde. Es decir, por cuestiones más bien abstractas y sensoriales. En resumen, estamos ante una película de logros modestos que se descubre con placer y que, a pesar de no dejar un poso impresionante, sí se recuerda con una sonrisa.

7,1
15.984
7
2 de diciembre de 2021
2 de diciembre de 2021
9 de 12 usuarios han encontrado esta crítica útil
Creo que existen dos elementos que, por encima del resto, hacen reconocible el sello “sorrentiniano”. El primero es, por supuesto, el manierismo. La combinación entre montaje pausado y picado, el empleo de los colores, la selección de canciones, los movimientos de cámara, la composición de planos, el uso de fórmulas visuales (travelings, planificación) con finalidades contrárias a su función convencional... El segundo es una especie de alteración narrativa. Básicamente, sus personajes evolucionan de forma poco corriente: trazan su camino al margen del factor causa-consecuencia y a menudo es el entorno el que condiciona sus acciones. De ahí que el espectador termine de ver las películas del director napolitano con la agradable sensación de haber aprendido algo pero sin poder decir exactamente el qué. Afortunadamente, este segundo elemento está presente en la muy correcta Fue la mano de Dios. Desafortunadamente, el primero no.
A Sorrentino le gusta tocar muchos temas a la vez. Por eso resulta difícil resumir su intencionalidad en una tesis. Ahí juega un papel importante otro elemento común en su cine: la ironía. Gracias a ella, lo exagerado de su manierismo oscila entre la búsqueda de lo bello y la parodia. Pero este aspecto aparece, en su último trabajo, mucho más depurado, y ello deja al descubierto lo mejor y lo peor de la personalidad del director. Porque, por una parte, esta simplificación le permite expresarse de una forma mucho más sencilla (la ironía sigue presente, pero mucho más discreta), facilitando así conectar mejor con las inquietudes de Sorrentino. Pero por otra, ciertos elementos que en títulos anteriores podían pasar por sarcasmo aparecen ahora como meras bufonadas (cuando no vejaciones muy poco afortunadas). Así lo veo con la presentación de Patrizia, cosificadora e innecesariamente sexista, y con las burlas hacia la obesidad de su otra tía y el nuevo pretendiente mudo de la misma.
Esta contención formal tiene que ver, sin duda, con el carácter biográfico del trabajo. Sorrentino quiere narrar su vida con un lenguaje transparente y por eso deja de lado su carácter más exhibicionista. El resultado es que el tono sarcástico disminuye en favor de cierta auto-complacencia (encabezada por la mencionada conducta vejatoria). Sin embargo, la película consigue superar el obstáculo pasados unos minutos y, una vez inmersos en el universo "sorrentiniano" (no el cinematográfico sino el biográfico), el retrato familiar deviene más que satisfactorio. Los giros dramáticos impactan, el viaje existencial del protagonista conmueve, el suceder de los hechos es hipnótico. En gran parte, la preservación de la “fórmula narrativa” del director ayuda a que así sea: como dijimos, si bien sus formas son inusualmente contenidas, su reconocible “alteración narrativa” sigue intacta. Una extraña combinación que también hace resaltar los detalles discursivos más interesantes del autor.
De modo que, una vez más, Sorrentino consigue llevarnos al clímax de su trabajo con sutileza y sensibilidad. Y como siempre, fluimos en un circuito de sucesos que engloban, tras su aparente inconexión, una interesante reflexión. Nos diluimos entre discusiones existenciales, reflexiones artísticas, conflictos legales y un nuevo (aunque más reducido) despliegue de brillantes movimientos musicales. De algún modo, Sorrentino demuestra que bajo su sello plástico existe un discurso capaz de sobrevivir en la intemperie. Así es cómo Fue la mano de Dios, imperfecta en su totalidad pero mayoritariamente satisfactoria, nos deja con un nuevo pero reconocible sabor “sorrentiniano”.
A Sorrentino le gusta tocar muchos temas a la vez. Por eso resulta difícil resumir su intencionalidad en una tesis. Ahí juega un papel importante otro elemento común en su cine: la ironía. Gracias a ella, lo exagerado de su manierismo oscila entre la búsqueda de lo bello y la parodia. Pero este aspecto aparece, en su último trabajo, mucho más depurado, y ello deja al descubierto lo mejor y lo peor de la personalidad del director. Porque, por una parte, esta simplificación le permite expresarse de una forma mucho más sencilla (la ironía sigue presente, pero mucho más discreta), facilitando así conectar mejor con las inquietudes de Sorrentino. Pero por otra, ciertos elementos que en títulos anteriores podían pasar por sarcasmo aparecen ahora como meras bufonadas (cuando no vejaciones muy poco afortunadas). Así lo veo con la presentación de Patrizia, cosificadora e innecesariamente sexista, y con las burlas hacia la obesidad de su otra tía y el nuevo pretendiente mudo de la misma.
Esta contención formal tiene que ver, sin duda, con el carácter biográfico del trabajo. Sorrentino quiere narrar su vida con un lenguaje transparente y por eso deja de lado su carácter más exhibicionista. El resultado es que el tono sarcástico disminuye en favor de cierta auto-complacencia (encabezada por la mencionada conducta vejatoria). Sin embargo, la película consigue superar el obstáculo pasados unos minutos y, una vez inmersos en el universo "sorrentiniano" (no el cinematográfico sino el biográfico), el retrato familiar deviene más que satisfactorio. Los giros dramáticos impactan, el viaje existencial del protagonista conmueve, el suceder de los hechos es hipnótico. En gran parte, la preservación de la “fórmula narrativa” del director ayuda a que así sea: como dijimos, si bien sus formas son inusualmente contenidas, su reconocible “alteración narrativa” sigue intacta. Una extraña combinación que también hace resaltar los detalles discursivos más interesantes del autor.
De modo que, una vez más, Sorrentino consigue llevarnos al clímax de su trabajo con sutileza y sensibilidad. Y como siempre, fluimos en un circuito de sucesos que engloban, tras su aparente inconexión, una interesante reflexión. Nos diluimos entre discusiones existenciales, reflexiones artísticas, conflictos legales y un nuevo (aunque más reducido) despliegue de brillantes movimientos musicales. De algún modo, Sorrentino demuestra que bajo su sello plástico existe un discurso capaz de sobrevivir en la intemperie. Así es cómo Fue la mano de Dios, imperfecta en su totalidad pero mayoritariamente satisfactoria, nos deja con un nuevo pero reconocible sabor “sorrentiniano”.
5
19 de diciembre de 2012
19 de diciembre de 2012
9 de 12 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hay algo realmente curioso en el último trabajo del director que tiempo atrás nos trajera las deliciosas Criaturas celestiales y Agárrame a esos fantasmas. No es su innovación tecnológica, ni tampoco la reinvención de un género. Todo lo contrario. Se trata de descubrir como el responsable de la que muchos consideraron largo tiempo la última superproducción de calidad (desde mi punto de vista algo falso a partir de la aparición de Avatar, Los vengadores o La vida de Pi) es ahora la principal víctima del peligroso juguete que en parte convirtió a su trilogía en la joya que hoy es considerada, a saber, la animación por ordenador.
Llegar a todos los públicos sin perder la dignidad no es una tarea fácil. En la trilogía ESDLA y especialmente en la primera pieza (La comunidad del anillo, en mí opinión la mejor de las tres) Peter Jackson contaba con una historia de inmensas dimensiones que permitía simplificar numerosas situaciones (generalmente convirtiendo diálogo en acción) sin desvirtuar la esencia de la obra original. Aquello dinamizaba el argumento y entretenía al público no entendido. Tanto había para contar que el director pudo decidir sin problemas en qué momentos adaptar con fidelidad y en qué otros retocar a modo de anzuelo comercial. Desafortunadamente, esta es una de las (muchas) fórmulas que Jackson ha querido repetir en su nuevo trabajo.
No solo el reducido número de páginas distingue a la pequeña novela El Hobbit de la épica saga El señor de los anillos. A diferencia de la famosa trilogía, la primera entrega de la serie novelesca ambientada en la Tierra media no es más que un modesto relato de aventuras dirigido a la juventud (sin que nada de ello la desmerezca). Los personajes son menos complejos, el argumento es más sencillo y las peripecias son más abundantes. Lamentablemente, ello convierte el “modus operandi” de Jackson que tan buen resultado dio con su anterior adaptación en una operación de simplificar lo simple.
Las situaciones que salvaban El Hobbit de convertirse en una novela de aventuras del montón (obviando la aparición del hobbit por primera vez en la literatura, algo que Jackson tubo la oportunidad de explotar en su trabajo anterior) en la película están reducidas a la simple acción gratuita: los ágiles diálogos entre Bilbo y los Trolls, el encuentro entre enanos y trasgos, la elegante pelea entre gigantes... Acción y más acción, todo es reducido al mínimo exponente. Por si fuera poco, temeroso de no llenar las salas saltando al vacío, el director de Mal gusto introduce innecesarias apariciones de personajes pertenecientes a la trilogía de forma casi ofensiva; apariciones, evidentemente, inexistentes en la novela. Y no hace falta decir que ninguna de ellas aporta nada al relato.
Volviendo a la insistencia en repetir fórmulas, súmese a lo mencionado la decisión de convertir una pequeña novela de aventuras en una gigantesca trilogía. Para ello, evidentemente, hará falta relleno, y como resultado, ya no es que Jackosn simplifique situaciones mediante la sustitución del diálogo por la acción. Es que ensancha pequeñas situaciones de forma innecesaria y bombardea todo el film de efectos especiales a modo de apisonadora. Así, El Hobbit va hinchándose de aire y más aire como si de un globo se tratara. No parece coincidir, el experimentado director, con la manida frase popular “lo bueno si breve dos veces bueno”.
A pesar de todo, la película se recupera notablemente cuando llega la aparición de Golum. Esta vez sí, Jackson reproduce con fidelidad y sin grandilocuencia la fantástica escena de los acertijos, momento en que la aventura parece incluso reencaminarse, como si los guionistas hubiesen querido llegar (sin terminar de saber como) a un punto concreto para empezar a relatar entonces la verdadera historia. Teniendo en cuenta las dos horas que lo preceden, tal vez podrían habérselo replanteado.
Como ya dijimos, llegar a todos los públicos sin perder la dignidad es una tarea difícil. Pero aún lo es más cuando abundantes escenas espectaculares amenazan con enterrar personalidad y credibilidad de un trabajo. Por ello y teniendo en cuenta la cantidad de dinero que se dedica a las mismas (y también pensando en el extenso número de espectadores que se espera arrastrar al cine con ellas) podríamos incluso afirmar que la aceptación de llevar a cabo una superproducción de calidad comporta cierta responsabilidad moral. Y ello, al menos desde mí punto de vista, debería obligar a un director a abordar con modestia y cuidadoso trabajo su propuesta, como lo hizo, por ejemplo, Ang Lee en La vida de Pi.
En su momento Peter Jackson supo utilizar los efectos especiales generados por ordenador para redondear una buena obra como nadie lo había hecho hasta entonces, demostrando así que el uso del impacto visual es un recurso válido si se usa debidamente. Pero su última pieza se encuentra claramente lejos de esta posición y su capacidad para aunar comercialidad y buen cine parece encontrarse en la cuerda floja. Por ello un servidor le ruega reconsidere la forma de abordar las dos entregas restantes o, en su lugar, se replantee realizarlas.
Llegar a todos los públicos sin perder la dignidad no es una tarea fácil. En la trilogía ESDLA y especialmente en la primera pieza (La comunidad del anillo, en mí opinión la mejor de las tres) Peter Jackson contaba con una historia de inmensas dimensiones que permitía simplificar numerosas situaciones (generalmente convirtiendo diálogo en acción) sin desvirtuar la esencia de la obra original. Aquello dinamizaba el argumento y entretenía al público no entendido. Tanto había para contar que el director pudo decidir sin problemas en qué momentos adaptar con fidelidad y en qué otros retocar a modo de anzuelo comercial. Desafortunadamente, esta es una de las (muchas) fórmulas que Jackson ha querido repetir en su nuevo trabajo.
No solo el reducido número de páginas distingue a la pequeña novela El Hobbit de la épica saga El señor de los anillos. A diferencia de la famosa trilogía, la primera entrega de la serie novelesca ambientada en la Tierra media no es más que un modesto relato de aventuras dirigido a la juventud (sin que nada de ello la desmerezca). Los personajes son menos complejos, el argumento es más sencillo y las peripecias son más abundantes. Lamentablemente, ello convierte el “modus operandi” de Jackson que tan buen resultado dio con su anterior adaptación en una operación de simplificar lo simple.
Las situaciones que salvaban El Hobbit de convertirse en una novela de aventuras del montón (obviando la aparición del hobbit por primera vez en la literatura, algo que Jackson tubo la oportunidad de explotar en su trabajo anterior) en la película están reducidas a la simple acción gratuita: los ágiles diálogos entre Bilbo y los Trolls, el encuentro entre enanos y trasgos, la elegante pelea entre gigantes... Acción y más acción, todo es reducido al mínimo exponente. Por si fuera poco, temeroso de no llenar las salas saltando al vacío, el director de Mal gusto introduce innecesarias apariciones de personajes pertenecientes a la trilogía de forma casi ofensiva; apariciones, evidentemente, inexistentes en la novela. Y no hace falta decir que ninguna de ellas aporta nada al relato.
Volviendo a la insistencia en repetir fórmulas, súmese a lo mencionado la decisión de convertir una pequeña novela de aventuras en una gigantesca trilogía. Para ello, evidentemente, hará falta relleno, y como resultado, ya no es que Jackosn simplifique situaciones mediante la sustitución del diálogo por la acción. Es que ensancha pequeñas situaciones de forma innecesaria y bombardea todo el film de efectos especiales a modo de apisonadora. Así, El Hobbit va hinchándose de aire y más aire como si de un globo se tratara. No parece coincidir, el experimentado director, con la manida frase popular “lo bueno si breve dos veces bueno”.
A pesar de todo, la película se recupera notablemente cuando llega la aparición de Golum. Esta vez sí, Jackson reproduce con fidelidad y sin grandilocuencia la fantástica escena de los acertijos, momento en que la aventura parece incluso reencaminarse, como si los guionistas hubiesen querido llegar (sin terminar de saber como) a un punto concreto para empezar a relatar entonces la verdadera historia. Teniendo en cuenta las dos horas que lo preceden, tal vez podrían habérselo replanteado.
Como ya dijimos, llegar a todos los públicos sin perder la dignidad es una tarea difícil. Pero aún lo es más cuando abundantes escenas espectaculares amenazan con enterrar personalidad y credibilidad de un trabajo. Por ello y teniendo en cuenta la cantidad de dinero que se dedica a las mismas (y también pensando en el extenso número de espectadores que se espera arrastrar al cine con ellas) podríamos incluso afirmar que la aceptación de llevar a cabo una superproducción de calidad comporta cierta responsabilidad moral. Y ello, al menos desde mí punto de vista, debería obligar a un director a abordar con modestia y cuidadoso trabajo su propuesta, como lo hizo, por ejemplo, Ang Lee en La vida de Pi.
En su momento Peter Jackson supo utilizar los efectos especiales generados por ordenador para redondear una buena obra como nadie lo había hecho hasta entonces, demostrando así que el uso del impacto visual es un recurso válido si se usa debidamente. Pero su última pieza se encuentra claramente lejos de esta posición y su capacidad para aunar comercialidad y buen cine parece encontrarse en la cuerda floja. Por ello un servidor le ruega reconsidere la forma de abordar las dos entregas restantes o, en su lugar, se replantee realizarlas.

4,9
19.633
7
20 de marzo de 2013
20 de marzo de 2013
7 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
Una historia para cada personaje
La valoración de la historia que Harmony Korine nos ofrece con su último trabajo puede llevarse a cabo desde múltiples perspectivas. Se trata de un relato provocativo y absorbente cuya moraleja depende del personaje con el que nos identifiquemos o del punto de vista con que simpaticemos. De hecho, con este propósito parece estar pensada la (nada convencional) estructura narrativa de Spring Breakers, consistente en relatar cada acontecimiento mediante la muestra simultánea de distintos momentos del mismo hecho.
Así podemos observar los resultados de cada experiencia sin prejuicios, como también las sensaciones que sienten los personajes aisladas de las valoraciones éticas que nos puedan provocar sus actos, e incluso la experiencia en sí, que siendo mostrada al margen de sus causas y consecuencias adquiere un carácter frío e independiente que nos permite juzgarla sin condicionantes. Tomemos como ejemplo el atraco al puesto de comida rápida que tiene lugar en el comienzo del film. Podemos quedarnos con la belleza estética que tiene el acto desde el punto de vista de la chica que espera en el coche fuera del recinto, con el chute adrenalínico que sienten las atracadoras tras su experiencia o con la injustificable brutalidad que encuentra en el acto la única de las cuatro amigas no participante en el golpe.
Sensaciones para todos los gustos
Esta división de perspectivas (están las dos implicadas directas, la participante en el acto sin entrar en contacto con el juego y la que se desentiende del hecho por desaprobarlo) condicionará el quehacer de las protagonistas a lo largo de todo el metraje, especialmente en su desenlace. Pero más allá de ello, esta hiperfracmentación temporal convierte la película en una experiencia multisensorial que refleja a la perfección las sensaciones que experimentan los personajes.
Nos encontramos ante un bombardeo de emociones resultante de un mismo contexto que, en función de la persona que viva la experiencia, puede ser causante de euforia fiestera o de una asfixiante claustrofobia propia de los espacios abarrotados por multitudes. En cualquier caso, la película nos muestra ambas posibilidades y únicamente depende del espectador el quedarse con una o con otra. Y dicho sea de paso, es francamente admirable cómo una organización estructural que contempla tantos puntos de vista y fragmenta temporalmente cada situación puede acabar adquiriendo un carácter tan unánime y absorbente.
Distintos vestidos para el mismo cuerpo
Pero esta multiperspectiva no solo está en la división de posicionamientos de los personajes, sino que también se encuentra en las múltiples perspectivas desde las que podemos abordar la película. Una de ellas es entenderla como una fábula veraniega llevada al límite, una suerte de metáfora para exaltar la euforia de estos períodos vacacionales durante los cuales los adolescentes viven múltiples situaciones de alta intensidad, cómo encuentros amorosos, explosiones sexuales, roturas de amistades o coqueteos con lo políticamente incorrecto. Otro modo de entender la aventura puede ser como un cuento moralista según el cuál cada uno encuentra aquello que busca (démonos cuenta de cómo cada personaje obtiene su propio desenlace en función de las decisiones tomadas).
O también, y este tal vez sea el punto de vista que más me convenza, podemos ver la experiencia de las cuatro adolescentes cómo una prueba de personalidades consistente en el despojo de artificios, un intento de llevar a las máximas consecuencias el carácter aparentemente salvaje de los personajes para descubrir su verdadera personalidad. Si entendemos Spring Breakers de este modo creo que podemos puntualizar que su tesis debe asemejarse a “todo estilo de vida es válido si uno puede convivir con él”. Caballeros, afilen sus cuchillos; la polémica está servida.
En pocas palabras...
Para terminar, permítanme un par de caprichos. En primer lugar debo decir que encuentro francamente apasionante cómo un estilo de narrativa tan novedoso y desconcertante cómo explícito y contundente termina por convencer nuestro sentido de la percepción hasta resultar prácticamente transparente. Probablemente este fenómeno se acerque considerablemente a lo que suele definirse como “innovación”. En segundo lugar, me gustaría reivindicar la (deliciosa) influencia de Terrence Malick que tan visiblemente intercede en la película: las frases reflexivas (oscilantes entre la voz en off y el monólogo interno) que aúnan todo el conjunto de imágenes, el constante salto temporal que nos muestra distintos puntos de vista de una misma situación, la construcción del relato mediante un montaje desordenado que dibuja un hilo conductor sin prestar atención al aspecto temporal...
En resumen, tenemos una película atrevida y provocadora que respeta el juicio de cada espectador y que funciona desde múltiples perspectivas. Ojalá la mayoría de las piezas cinematográficas que estén por venir sean la mitad de efectivas.
http://cinemaspotting.net/2013/03/20/spring-breakers-2/
La valoración de la historia que Harmony Korine nos ofrece con su último trabajo puede llevarse a cabo desde múltiples perspectivas. Se trata de un relato provocativo y absorbente cuya moraleja depende del personaje con el que nos identifiquemos o del punto de vista con que simpaticemos. De hecho, con este propósito parece estar pensada la (nada convencional) estructura narrativa de Spring Breakers, consistente en relatar cada acontecimiento mediante la muestra simultánea de distintos momentos del mismo hecho.
Así podemos observar los resultados de cada experiencia sin prejuicios, como también las sensaciones que sienten los personajes aisladas de las valoraciones éticas que nos puedan provocar sus actos, e incluso la experiencia en sí, que siendo mostrada al margen de sus causas y consecuencias adquiere un carácter frío e independiente que nos permite juzgarla sin condicionantes. Tomemos como ejemplo el atraco al puesto de comida rápida que tiene lugar en el comienzo del film. Podemos quedarnos con la belleza estética que tiene el acto desde el punto de vista de la chica que espera en el coche fuera del recinto, con el chute adrenalínico que sienten las atracadoras tras su experiencia o con la injustificable brutalidad que encuentra en el acto la única de las cuatro amigas no participante en el golpe.
Sensaciones para todos los gustos
Esta división de perspectivas (están las dos implicadas directas, la participante en el acto sin entrar en contacto con el juego y la que se desentiende del hecho por desaprobarlo) condicionará el quehacer de las protagonistas a lo largo de todo el metraje, especialmente en su desenlace. Pero más allá de ello, esta hiperfracmentación temporal convierte la película en una experiencia multisensorial que refleja a la perfección las sensaciones que experimentan los personajes.
Nos encontramos ante un bombardeo de emociones resultante de un mismo contexto que, en función de la persona que viva la experiencia, puede ser causante de euforia fiestera o de una asfixiante claustrofobia propia de los espacios abarrotados por multitudes. En cualquier caso, la película nos muestra ambas posibilidades y únicamente depende del espectador el quedarse con una o con otra. Y dicho sea de paso, es francamente admirable cómo una organización estructural que contempla tantos puntos de vista y fragmenta temporalmente cada situación puede acabar adquiriendo un carácter tan unánime y absorbente.
Distintos vestidos para el mismo cuerpo
Pero esta multiperspectiva no solo está en la división de posicionamientos de los personajes, sino que también se encuentra en las múltiples perspectivas desde las que podemos abordar la película. Una de ellas es entenderla como una fábula veraniega llevada al límite, una suerte de metáfora para exaltar la euforia de estos períodos vacacionales durante los cuales los adolescentes viven múltiples situaciones de alta intensidad, cómo encuentros amorosos, explosiones sexuales, roturas de amistades o coqueteos con lo políticamente incorrecto. Otro modo de entender la aventura puede ser como un cuento moralista según el cuál cada uno encuentra aquello que busca (démonos cuenta de cómo cada personaje obtiene su propio desenlace en función de las decisiones tomadas).
O también, y este tal vez sea el punto de vista que más me convenza, podemos ver la experiencia de las cuatro adolescentes cómo una prueba de personalidades consistente en el despojo de artificios, un intento de llevar a las máximas consecuencias el carácter aparentemente salvaje de los personajes para descubrir su verdadera personalidad. Si entendemos Spring Breakers de este modo creo que podemos puntualizar que su tesis debe asemejarse a “todo estilo de vida es válido si uno puede convivir con él”. Caballeros, afilen sus cuchillos; la polémica está servida.
En pocas palabras...
Para terminar, permítanme un par de caprichos. En primer lugar debo decir que encuentro francamente apasionante cómo un estilo de narrativa tan novedoso y desconcertante cómo explícito y contundente termina por convencer nuestro sentido de la percepción hasta resultar prácticamente transparente. Probablemente este fenómeno se acerque considerablemente a lo que suele definirse como “innovación”. En segundo lugar, me gustaría reivindicar la (deliciosa) influencia de Terrence Malick que tan visiblemente intercede en la película: las frases reflexivas (oscilantes entre la voz en off y el monólogo interno) que aúnan todo el conjunto de imágenes, el constante salto temporal que nos muestra distintos puntos de vista de una misma situación, la construcción del relato mediante un montaje desordenado que dibuja un hilo conductor sin prestar atención al aspecto temporal...
En resumen, tenemos una película atrevida y provocadora que respeta el juicio de cada espectador y que funciona desde múltiples perspectivas. Ojalá la mayoría de las piezas cinematográficas que estén por venir sean la mitad de efectivas.
http://cinemaspotting.net/2013/03/20/spring-breakers-2/
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