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Críticas 67
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
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1 de agosto de 2018 Sé el primero en valorar esta crítica
Rouco Varela es ese señor con sotana que en pleno siglo XXI no quiere olvidarse ya de falsos ídolos y dejar la extorsión para los Corleone.
Tras dos años de espera por fin se estrena, quiera o no la Conferencia Episcopal Española, uno de los documentales que más nos hablan del horror humano.
Deliver Us from Evil (Líbranos del mal) es una mosca cojonera que no deja indiferente al espectador, un arma muy peligrosa que pone en jaque la apariencia bondadosa de la institución que más daño ha hecho al hombre a lo largo de su historia.
La Iglesia debe morir porque, como decía Nietsche, Dios ha muerto; pero se empeña en seguir velando al difunto sin querer bajarse del burro para seguir sacando las perras de los feligreses más bobos. Digámoslo de una vez, la Iglesia se refugia en la incultura, en la pobreza, en la analfabetización de la plebe, por eso Deliver Us from Evil es tan amenazador, porque desendiosa al sacerdote, lo humaniza, lo hace de carne y hueso, tan falso, tan pervertido y tan cruel como cualquier otro ser humano. Muerto el perro se acabó la rabia.
La sensación de este documental es conseguir que el pederasta hable y ahí es donde nos toca la fibra más sensible, escuchar y ver al monstruo reconocer que no le ponen las mujeres ni tampoco los hombres… “pero que un niño en ropa interior… mmm… ¡eso ya es otra cosa!” indigna y corroe el alma. Sólo por ese momento Deliver us from evil merece la calificación de obra maestra (aunque esté un peldaño por debajo de otros dos documentales sublimes que son aún más hábiles en deshumanizar dignamente al hombre: Capturing the Friedmans de Andrew Jarecki y El asesino de Pedralbes, absoluta maravilla del español Gonzalo Herralde)
Sin embargo por encima de la crítica al enfermo mental en Deliver Us from Evil aplasta la crítica de la corrupción, del silenciamiento de la cúpula católica para poder seguir chupando del bote vaticano. Son estos, los altos cargos - los elegidos como representantes de Dios en la Tierra - más culpables, más monstruos que el propio monstruo; porque incapaces de expulsar al enfermo, de tratarle, de ayudarle, acallan el escándalo y simplemente trasladan al padre Oliver O’Grady de parroquia en parroquia - como si de un endiablado juego “de oca a oca pederasta porque te toca” se tratara - dando nueva carnaza al violador de niños para poder ellos seguir acumulando poder en sus impolutas diócesis.
Que baje Dios y lo vea. Bendita hipocresía: A dios rezando y con el mazo dando.
1 de agosto de 2018 Sé el primero en valorar esta crítica
Tras la II Guerra Mundial y el horror de Hiroshima y Nagasaki las salas de cine japonesas se inundaron de Godzillas, Fedoras, Mothras, Guidoras y Gameras, monstruos abominables y grotescos surgidos del pánico atómico.
Estados Unidos sólo tenía a King Kong así que en los noventa reinventaron al Godzilla americano con un monstruo infantil y palomitero que era como Seagal en un momento Hyde pateando Nueva York.
El monstruo de Monstruoso tiene algo de esos gigantes japoneses pero se parece más aún al espectro que surge del pozo de The ring por lo inabarcable, por escapar a toda lógica que le busquemos, consiguiendo así nuestra derrota psicológica.
Hay películas de monstruos que generan un terror racional implicatorio que culpabiliza al hombre por sus excesos como Parque Jurásico, La invasión de los ladrones de cuerpos, La mosca o The Host - tan incomprendida como magnífica película coreana que hacía crecer el odio en un bicho frankensteiniano creado por la necedad humana y que surgía del río para ajustar las cuentas y castigar burocracias -, también Desaparecido con el monstruo Pinochet – donde un caballo blanco galopaba sin jinete simbolizando la libertad que huía de Chile – y Kamchatka con el monstruo Videla; y películas de monstruos invulnerables que escapan a la razón como Monstruoso, The ring, La profecía, Alien o Tiburón.
El terror no avisa, el terror irrumpe, caotiza y derrumba el alma. La carroza de caballos - metáfora sublime pero también copia exacta de la de San Francisco, aquella película con terremoto que sacudía la ciudad y el corazón de Clark Gable - que cabalga perdida sin cochero es el absurdo, consecuencia de lo inesperado y golpe al subconsciente por el paso de un cosmos – cotidiano, conocido y controlable – a un caos intangible, inabarcable y desconcertante. Monstruoso es puro 11-S, 11-M y tsunami asiático.
Es ese “deja vu” de horror cercano – el primer temblor durante la fiesta de despedida -, de sentir la fragilidad humana y el estupor de los que debieron pasar por algo así, lo mejor de la película. La cámara en mano y el formato de video casero crean esa proximidad deseada.
Pero lo más bello, lo que a intervalos roza el alma no es la némesis que todo lo destruye sino su opuesto – el negativo de la fotografía – ese día celestial, el mejor día en la vida de dos personas que permanecía guardado en la misma cinta que el verdadero monstruo, el de lo efímero, va tragándose, borrándolo hasta el olvido. Sombría poética de la fragilidad.
1 de agosto de 2018 Sé el primero en valorar esta crítica
Decía Pablo, el opio del ateo, que si por la ley se alcanza la justicia, entonces Cristo murió en vano. Algo de eso hay en esta pequeña gran película. Adiós, pequeña, adiós contiene un dilema moral brutal que demuestra que la realidad no puede contenerse en la hoja de papel que es la ley. Ésa es la lección, toca avergonzarnos de nuestra falsa y orgullosa perfección.

Ben Afleck es un director prometedor o al menos sabe escoger proyectos cuando se trata de dirigirlos. Hay algo muy bueno que se persigue en esta película: la búsqueda de lo humano huyendo de lo superficial y de lo artificioso. En el intento se siente superada la cámara que fracasa al querer fotografiar la miseria humana. Encuadrar, como el travelling, es una cuestión de moral que diría Godard. Afleck todavía no es Satiayid Ray ni Víctor Erice pero intenta encontrar su moral.

Sin embargo donde Adiós, pequeña, adiós acaricia lo sublime es en la densidad y majestuosidad de sus personajes. La película no retrata la fatalidad de la sociedad en la que vivimos - como pretende o se tiende a interpretar – queda anotada su derrota, sino el temperamento y la naturaleza de los personajes.
El éxito - buscado o no - de Ben Afleck es convertir una película de tramas en una película de personajes gigantescos que mezclan el bien y el mal hasta destruir estos dos inútiles conceptos: un Bogart imberbe contrario a Peter Pan, una Lauren Bacall demoníaca y asustadiza, un comisario viejo que empieza a vivir de veras a sus 60 y tantos, un poli corrupto más bueno que el pan, una madre odiosa que ama amoralmente pero ama; todos, todos los personajes son únicos, espléndidos, imperfectos y contradictorios.

Si la historia o los personajes son pobres lo máximo que puedes tener es una mierda bien fotografiada. La historia que se cuenta o la grandeza de los personajes es lo que importa siempre. Reconozcamos de una vez los méritos del guionista, que en España por ignorancia es ninguneado.

El ritmo que se imprime es pausado y adecuado para el desarrollo de los personajes, los silencios golpean y te obligan a pensar. Lástima que Afleck no confíe del todo en la inteligencia del espectador que mira la película y se ponga pesado con flashbacks explicativos innecesarios.

La duda de Hamlet se resuelve fácil con Ben Afleck, sé director y no seas actor, eso déjaselo a Casey.
1 de agosto de 2018 Sé el primero en valorar esta crítica
De vez en cuando surge una película maravillosa que habla de la desesperación y de la derrota en la vida. Así asombró y aturdió a partes iguales Aflicción, la obra maestra de Paul Schrader (guionista de Taxi driver)
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
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Satanás cuenta tres historias de personajes anónimos que conviven con la desesperación: un cura que se siente contra la espada y la pared por la estúpida rigidez del sacerdocio, una hermosa mujer vagabunda a la que ofrecen una salida ruinosa y un profesor de inglés que se hace mayor en compañía de su vieja madre.
Personajes verdaderos como los de Profundo carmesí de Arturo Ripstein, personajes miserables tan creíbles como cualquiera de nosotros. Por eso ese clímax tan escandaloso adquiere sentido y no se puede rechazar, porque es la consecuencia lógica a tanto desatino.
Satanás no es tanto el protagonista, capaz de cometer al final de su vida actos abominables, sino más bien el demonio invisible que pone la zancadilla para que todo salga mal y sienta la frustración de una vida tan desgraciada como para tirarla a la basura.
La magia de Andi Baiz, el guionista y director de esta gran película, es conseguir que entendamos al monstruo, a los monstruos que deambulan –deambulamos – por el mundo sin más alternativas que la locura definitiva que entierre el odio y les glorifique aunque sea de la manera más repugnante.
El único pero de Satanás es el cruce de historias final que redime a dos de los tres protagonistas. El cura se cree ganador cuando deja de ser cura y por fin consigue a su chica, pero lo verdaderamente malvado es que ella parece decepcionada con el cambio... Qué mejor final que sentirse victorioso cuando se vislumbra que ese triunfo sólo es un espejismo provocado por el propio Diablo, que sabiendo como sabe más por viejo que por diablo, espera y sonríe.
1 de agosto de 2018 Sé el primero en valorar esta crítica
¿Qué pasa cuando los sueños se desvanecen y se pierden las oportunidades?
Decía el escritor norteamericano Richard Russo que la verdad de Revolutionary Road - la novela de Richard Yates - no era una verdad agradable; que reconocernos en la ceguera, en las necesidades, en las soledades y hasta en la crueldad de sus personajes dolía mucho pero que era un dolor excitante... el dolor de enfrentarse a la verdad.
Sam Mendes hace películas incómodas de ver. Incómoda fue American beauty porque contaba la verdad del corderito inconformista que dejaba de seguir al rebaño capitalista escapando de su Matrix acomodado, era el viaje del héroe que huía del estado de bienestar en busca del canto de otra sirena, rubia, jovencita y bañada en pétalos de rosas.
Incómoda es también Revolutionary road que cuenta la vida gris de una joven pareja norteamericana llena de sueños que la madurez y el paso de los años terminan por enterrar.
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Esa incomodidad se respira tras ver la película pues inmediatamente se hace el silencio, el silencio cómplice del espectador que se siente reflejado en los personajes de manera tan cruel y toma conciencia de su mediocridad.
Lo que pudo ser y no fue, la calma tras la tempestad, el amor inflado que al poco tiempo se destapa en mediocre cotidianidad... quien esté libre de culpa que tire la primera piedra.
Esos años cincuenta acomodaticios de la película nos remiten a la actualidad y señalan el nihilismo en el que vivimos, el tiempo del caos, el fin de una época, de una manera de pensar y el reconocimiento de nuestra realidad ruinosa.
Sin embargo Revolutionary road no es la película magistral que pudo llegar a ser. Por la temática se desea y se intuye que debió ser una película de silencios e impotencias, de ahí que la pareja de vecinos colmados de normalidades y vulgaridades tiene más empatía que la protagonizada por Kate Winslet y Leonardo di Caprio. Impagable es el momento en que el vecino le pregunta a sus hijos qué ven por la tele y los críos ni le responden absortos en la caja tonta, su mirada de derrota entonces, del absurdo de toda una vida no tiene precio.
Si todas las escenas de la película hubieran sido tan contenidas y dolorosas como ésta, hablaríamos de una obra maestra absoluta del cine, pero el exacerbado romanticismo que aplica Sam Mendes llena Revolutionary road de momentos de radicalidad que estropean la identificación del espectador con lo que está viendo, de peleas imposibles, de personajes increíbles innecesarios – el matemático loco de remate – que rompen esa rutina que siente toda pareja, ese “estar más muerto que vivo” que necesita la película para hundir su cuchillo en nuestra alma y hacernos sentir tan culpables como fracasados.
La pelea inicial del film es otro tropiezo pues la película debería comenzar diez minutos más tarde cuando vemos a Leonardo di Caprio yéndose al trabajo como uno más, sentado en el tren asomando su sombrero cincuentero como todos los demás. Ese principio rompedor por lo ordinario lleno de silencios que tanto cuentan sí supo entenderlo y transmitirlo el genio Billy Wilder en El apartamento con la que Revolutionary road guarda tantas similitudes. Sin embargo el director austriaco sabía que su película necesitaba más silencios que gritos y más vulgaridad que protagonismo. Por eso Jack Lemmon y Shirley Maclaine juegan a las cartas al final de la película sin saber si se van a querer o no y por eso Revolutionary road tendría que haber terminado como empezó, con la pareja condenada a su monotonía como la bola de Sísifo y no con tantos finales innecesarios y barrocos – el suicidio de ella vuelve a ser romántico y escapa de la habitualidad que conocemos -. Por eso también El apartamento pasará a la historia y Revolutionary road no.
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