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Críticas 123
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
8
9 de diciembre de 2014 3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Basado en la única novela de Harper Lee, asistente eventual de Capote, como se refleja en la oscarizada película. 

Scout le pregunta a Atticus Finch por qué es un pecado matar a un ruiseñor. Este responde:



-Pues supongo que porque los ruiseñores no hacen otra cosa que cantar para regalarnos el oído. No picotean los sembrados. No entran en los graneros a comerse el trigo. No hacen más que cantar con todas sus fuerzas para alegrarnos.



Claro está que el ruiseñor no es sencillamente un pájaro. La metáfora pretende ligar el ruiseñor con distintos niveles de la propia trama. Un ruiseñor es Tom Robinson, el negro injustamente acusado de la violación de una mujer blanca. Terrible pecado en ese Sur amable y crispado de la Depresión. Otro ruiseñor sería Jem, el hijo de Atticus que está a punto de morir por una injusta venganza. El enigmático Bo Radley, el deficiente que se pasa la mitad de la película en las sombras cálidas de Alabama, interpretado por un imberbe Robert Duvall, es otra víctima de la ceguera social que reprende y destierra todo lo diferente. En definitiva, son ruiseñores todos aquellos que sufren el prejuicio social.



Atticus, el abogado impecable, el padre impoluto, el vecino ejemplar, podría haber sido un personaje blando y beatífico, pero la película mantiene el tipo y el paso de los años. Cruce de muchos géneros (terror, de juicios, infantil) la película sigue su propio ritmo. Rara vez es previsible y retrata una atmósfera que llegamos a añorar sin haberla nunca vivido: las sombras nocturnas de las casas sureñas, los tejanos gastados, las avenidas sin asfaltar por las que rara vez circula un coche, las noches estrelladas, los trajes de lino blanco, los edificios coloniales, el aire a civilización en aparente letargo. 


Scout narra la historia de cuando tenía seis años. La película sigue su óptica y rara vez la abandona. La óptica infantil sirve para adoptar una visión sin prejuicios que contrastará con los roles, la discriminación racial y las convenciones sociales de los adultos. Una óptica que también relatará los terrores infantiles. El mundo de la sombras con las que se interiorizan los miedos y se descartan, finalmente, por infundados.
7 de diciembre de 2014 3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Me he programado un miniciclo de Jean Renoir. Hay películas de las que he leído tanto que me intimidan. Las guardo como un gran reserva para una gran ocasión.

 Jean Renoir es hijo de Pierre Auguste Renoir, el famoso pintor impresionista. Imagino lo que tuvo que ser la infancia del joven Jean, un niño que creció con un envidiable estímulo cultural. París era el centro del mundo, todo se cocía allí, la literatura, la pintura, la música, etc. El padre de Jean Renoir estaba tan conectado con la élite cultural, con la aristocracia y la burguesía, que su hijo disfrutó seguramente una ambivalente relación con su clase. Y esa relación decadente, otoñal, melancólica, se traslada a buena parte de sus películas. “La gran ilusión” y la “Regla de juego”, pero también “Vudú, salvado de las aguas” o “El río”, reflejan el ocaso de una aristocracia rentista, ociosa, amante de las artes, un tanto diletante, que entra conflicto con el nuevo orden, las nuevas clases sociales emergentes tras la gran guerra.

 La Primera Guerra Mundial es el escenario de “La gran Ilusión”. ¿Cuál es la gran ilusión? Hay varias hipótesis pero yo apuesto por la siguiente: el movimiento izquierdista era emergente en aquella época. Su ideal básico es la abolición de las diferencias entre clases y entre países. Pero ese ideal es sólo una ilusión. La gran ilusión de que no habrá conflictos, de que la revolución igualará a los hombres en una hermandad internacional: una utopía. Y así lo demostrará la historia con la caída del muro de Berlín y el fin del sueño comunista.

 La relación de Renoir con la clase es ambivalente. Conectado con los movimientos izquierdistas por un lado, pero afín emocionalmente a los juegos culturales aristócratas, su mente le empujaba hacia un lado y su corazón hacia otro.

La gran ilusión no es sólo una película carcelaria es un tour de force entre la aristocracia y los movimientos revolucionarios que tiene lugar en la mente del extraordianario cineasta llamado Jean Renoir.
18 de abril de 2019
6 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
La película no hace más que recrearse en la mediocridad española. El leit motiv no es la recreación humorística de Supermán. Es la recreación de la caspa, cutrerío y mediocridad española a través de la excusa del superhéroe. No es nuevo. La saga de Torrente es exactamente lo mismo. Un James Bond a la española, pero racista, corrupto, patético, etc.
Yo creo que ese recurso habla más de la mediocridad de los creadores españoles (guionistas, dibujantes, actores metidos a intelectuales, directores y todos los representantes de la ‘cultura’ patria) que no saben tirar de otra cosa que no sea la caspa que tienen instalada en su cerebro.
Basada en un cómic de Jan, un leones afincado en Barcelona, ochentón, cascarrabias, otoñal, que dice que Superlópez votaría Sí a la independencia, poco se puede esperar. Si encima uno de lo guionistas es Borja Cobeaga, el guionista que decía con cuatro gin tonics de más que pasaba de héroes históricos españoles, que son conquistadores demediados, pues es de esperar un regodeo ya cansino y monotemático en la supuesta mediocridad española.
Los cómics de Superlópez son infumables. No hay por donde cogerlos. Y no es que estén destinados a lectores más jóvenes que yo, es que son confusos, ilógicos, carentes de humor y de la supuesta crítica social que pretende imprimirles el dibujante y guionista mediocre apodado Jan.
El guión de Cobeaga y San José podía estar escrito por un algoritmo y saldría más barato y mejor. La actuación de Rovira es de dar de comer aparte. Solo se salva Alexandra Jiménez. La dirección es de vergüenza ajena. Las secuencias se amontonan con desgana y sin el más mínimo pulso. Y lo peor: pretende dejar la puerta abierta a una secuela o una franquicia de mediocridad española.
Mejor os ahorráis repetir el despropósito.
13 de enero de 2013 3 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Las películas de Tarantino sólo se pueden comparar con las de Tarantino. Crecen y se alimentan del cine en general y del cine de su autor en particular. Salvo Kil Bill 1 y 2, las películas de Tarantino se parecen poco entre sí. Por lo menos hasta ahora, porque Malditos bastardos y Django Unchained son muy parecidas. Ambas se meten en el berejenal de visitar la historia, los grandes males del pasado y volver a escribirlos a su gusto. En Malditos Bastardos Tarantino se permitía abordar el nazismo y acabar con él en la ficción en un ejercicio utópico bastante extraño, que sólo un director con su libertad de acción se podría permitir. Ahora se atreve con la esclavitud. Lo que ya ha molestado al fácilmente irritable Spike Lee que dice que la "esclavitud no es un espagetti western de Sergio Leone". El caso es que, en esta ocasión, El director americano no nos libera de toda la esclavitud, se concentra en un personaje al que desencadena en la América anterior a la guerra civil. El resto de personajes negros vive con sus cadenas, gracias al servilismo que el personaje de Leonardo di Caprio -soberbio actor- cree que radica en la genética cerebral de los africanos.

Estos ajustes de cuentas con la historia que Tarantino se ha permitido en las dos últimas películas construyen películas ambiciosas, utópicas, a veces infantiles. Porque a Tarantino los personajes buenos, como el que interpreta Cristoph Waltz, el cazador de recompensas alemán, no le salen tan bien como los ambiguos, sucios o sencillamente perversos.

La realización es retro, vintage. La música, los créditos, los zooms nos remiten al western, no al clásico, no a Ford, sino a Leone. Es la revisitación de la revisitación. Uno de esos ejercicios de homenaje al homenaje o de citar al propio cine o de regeneración del género que tanto le gustan al obseso del cine que es Tarantino. A pesar de este ejercicio de reescritura del género, las tres horas que dura Django pasan ligeras porque Tarantino hace un cine que es nuevo en cada película. No sabes qué va a pasar cada segundo. Pocos directores son capaces de hacer películas que, nutridas del cine y la tradición, se sientan libres para crear algo nuevo a cada segundo. El siglo largo que el cine lleva produciendo películas ha creado géneros, situaciones, clichés que hacen previsibles muchas películas. Pero esto no sirve para Tarantino, que crea películas en los que uno se sube y se deja llevar sin saber dónde acabará todo o hacia donde va cada escena.

Y aquí es donde Tarantino es realmente fuerte. En la creación de escenas de gran contenido dramático construida con una paleta aparentemente anodina. Eso estaba ya al comienzo de su filmografía, en el diálogo de Reservoir dogs sobre las canciones de Madonna o sobre la necesidad de dejar propina, que, aparentemente construida sobre temas anodinas, daba una foto fija muy rica de detalles sobre las relaciones entre los personajes y con una tensión subterránea realmente sobrecogedora. Las escenas de este tipo son ya la marca de fábrica del cine del director. Ya no son las escenas de tortura, que antes se consideraban su sello distintivo, donde cada vez se recrea menos, o las escenas de violencia explícita, que quizás él subraya con un poco más de sangre y sesos de lo necesario, pero que siguen la lógica de las escenas rápidas y dinámicas.

Su marca de casa son ya esas escenas en las que, con un diálogo chispeante, mientras hablan de temas aparentemente triviales o cenan o desayunan con elegancia cortesana, la sospecha y el temor van creando una situación de tensión creciente que tiende a acabar con un espasmo de sangre, con un Django desencadenado en este caso. Aunque en otras ocasiones, la tensión acaba en nada, se autocombustiona dejando la sensación de que los personajes se han librado por muy poco de un baño de sangre. Ahí es donde Tarantino se hace fuerte y genera escenas que se alargan con una duración inverosímil en otros directores. Escenas como la protagonizada por Di Caprio, el aristócrata sureño inclemente, Samuel L. Jackson, el esclavo orgulloso de su esclavitud, y Cristoph Waltz, el cazador de recompensas anacrónico, en el tramo final de la película, se alargan hasta la extenuación y se convierten en la columna vertebral de la película. Una de esas secuencias que Tarantino ha dejado en nuestro tejido emocional, como los ladrones encorbatados de Reservoir Dogs, las matanzas estéticas de Kill Bill o el baile hipnótico de Pulp Fiction. Tarantino sigue siendo grande.
16 de octubre de 2015 2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Es un teen exploitation que puedes ver sin sonrojo aunque ya peines canas. Aunque el bicho se contagie mediante contacto sexual no parece una metáfora de las enfermedades venéreas, ni esa regla del terror adolescente por el cual el sexo se paga con la muerte y solo se salva la vírgen. No la del Carmen sino la que no haya practicado sexo y sea pura. Estoy de acuerdo con los que dicen que tiene ecos de Carpenter, porque no le hace falta hemoglobina ni efectos especiales para crear un clima asfixiante.

La realidad es que la película me ha mantenido enganchado y asustado y da una visión del sexo adolescente con su punto de ternura, que no descarta ni el sexo casual ni el amor.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
La película me ha engañado un poco. Pensaba que iba a seguir esa otra norma por la cual, como solo la protagonista y el espectador pueden ver el monstruo, los amigos no la creerán hasta la traca final. A mediados de la película, los amigos de la protagonista ya saben que el embrujo es real, que la contaminación se ha producido y comparten con el espectador la realidad del terror aunque no puedan verlo directamente. Eso me ha gustado.

Si uno analiza en detalle la cadena de contaminación sexual se le ocurren un par de soluciones. Una ya está en la película: pasarle el bicho a una prostituta con lo cual se perderá en una cadena casi infinita de relaciones que lo volverán majareta. Otra es que la cadena se acabe cuando el ente mate a una persona que sólo lo ha hecho una vez. Pero son detalles sin importancia.
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