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6,4
3.600
7
30 de noviembre de 2014
30 de noviembre de 2014
2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Érase un hombre a una botella (y a una máquina de escribir) pegado, un borracho que siempre cae de pie, el perfecto antihéroe de los escritores, con permiso de Boris Vian o Lord Byron. Así se nos presenta a Henri Chinaski (a.k.a. Charles Bukowski) en esta película rodada por el irregular pero siempre eficaz Barbet Schroeder, capaz de codearse con la Nouvelle Vague francesa hasta acabar dirigiendo a Sandra Bullock en uno de sus mejores papeles en una regular cinta.
El film, escrito por el propio Bukowski, quién, además de aparecer en un pequeño cameo, llevaría dos años después la experiencia cinematográfica a su novela Hollywood, retrata de nuevo a su álter ego de forma sobria y cruda. Interpretado por un Mickey Rourke que demuestra saber actuar cuando se lo propone, su actuación aquí es sólo comparable al chico de la moto de La ley de la calle (1983) o al combatiente de wrestling de El luchador (2008). En esta ocasión repta por las calles nocturnas de Los Ángeles, cual mosca delirante y genial, que conoce su condición de perdedor pero la acepta vertiéndola mezclada con alcohol sobre papel. A su lado, una imponente y bastante colgada Faye Dunaway, que no necesita halago de ningún tipo, da vida al quebradero de cabeza del poeta.
Entre la italiana Ordinaria locura (1981) de Marco Ferreri, con Ben Gazzara en la piel del escritor, y, posteriormente, la noruega Factotum (2005) de Bent Hamer con Matt Dillon como protagonista, y pese a que ambas no desmerezcan en absoluto un visionado obligatorio por parte de los más acérrimos admiradores del autor germano-estadounidense, Barfly es el segundo y más significativo intento de llevar al cine las etílicas hazañas de Bukowski, o al menos donde el alma del poeta parece que mejor ha calado.
El film, escrito por el propio Bukowski, quién, además de aparecer en un pequeño cameo, llevaría dos años después la experiencia cinematográfica a su novela Hollywood, retrata de nuevo a su álter ego de forma sobria y cruda. Interpretado por un Mickey Rourke que demuestra saber actuar cuando se lo propone, su actuación aquí es sólo comparable al chico de la moto de La ley de la calle (1983) o al combatiente de wrestling de El luchador (2008). En esta ocasión repta por las calles nocturnas de Los Ángeles, cual mosca delirante y genial, que conoce su condición de perdedor pero la acepta vertiéndola mezclada con alcohol sobre papel. A su lado, una imponente y bastante colgada Faye Dunaway, que no necesita halago de ningún tipo, da vida al quebradero de cabeza del poeta.
Entre la italiana Ordinaria locura (1981) de Marco Ferreri, con Ben Gazzara en la piel del escritor, y, posteriormente, la noruega Factotum (2005) de Bent Hamer con Matt Dillon como protagonista, y pese a que ambas no desmerezcan en absoluto un visionado obligatorio por parte de los más acérrimos admiradores del autor germano-estadounidense, Barfly es el segundo y más significativo intento de llevar al cine las etílicas hazañas de Bukowski, o al menos donde el alma del poeta parece que mejor ha calado.

6,2
15.507
7
21 de diciembre de 2013
21 de diciembre de 2013
2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Con un comienzo bastante flojo, con aires más cercanos al telefilm que a la serie b que pretende, la película cuenta la historia de una pareja que decide pasar un fin de semana romántico en un lago, alejados de la ciudad.
El film no aporta ninguna novedad al género y se ve muy influenciado por otras películas del mismo tema, como la magistral “Deliverance” (1972) o una pequeña joya desconocida para el gran público como es “I spit on your grave” (1978), traducida inexplicablemente al español como “La violencia del sexo”.
Pero por suerte, “Lake Eden” va de menos a más. Durante los primeros veinte minutos nos encontramos con una historia vacía, donde, a parte de una buena fotografía que se mantiene durante todo el metraje, los diálogos y las interpretaciones resultan fallidos y las ganas de pulsar el botón cuadrado del mando se hacen cada vez más grandes.
En cambio, pasados esos minutos vemos algo mucho más serio e interesante, con escenas muy bien rodadas que reflejan a la perfección la angustia de los protagonistas, interpretados por Nelly Reilly, que comienza de forma muy regular, casi irritante, pero acaba de manera bastante convincente recordando en ocasiones, y guardando algún metro de distancia, a la Beatrix Kiddo de Kill Bill; y Michael Fassbender, que comienza como un actor de segunda y finalmente demuestra estar a la altura de las retorcidas circunstancias. En cuanto a los jóvenes cabroncetes todos ellos están bastante correctos, destacando a Jack O’Connell y Thomas Turgoose, vistos en la gran “This is England” (2006).
Una película valiente, no tanto por el tema que trata, nada original, sino por sus formas no convencionales que, pese a tener detalles cogidos con pinzas sin los cuales, por otra parte, la cinta no sería tal, recrean una atmósfera agobiante cuyas escenas de violencia son todo lo crudas que deben ser sin llegar a la gratuidad ni al morbo que tanto se repite en este tipo de cine.
El film no aporta ninguna novedad al género y se ve muy influenciado por otras películas del mismo tema, como la magistral “Deliverance” (1972) o una pequeña joya desconocida para el gran público como es “I spit on your grave” (1978), traducida inexplicablemente al español como “La violencia del sexo”.
Pero por suerte, “Lake Eden” va de menos a más. Durante los primeros veinte minutos nos encontramos con una historia vacía, donde, a parte de una buena fotografía que se mantiene durante todo el metraje, los diálogos y las interpretaciones resultan fallidos y las ganas de pulsar el botón cuadrado del mando se hacen cada vez más grandes.
En cambio, pasados esos minutos vemos algo mucho más serio e interesante, con escenas muy bien rodadas que reflejan a la perfección la angustia de los protagonistas, interpretados por Nelly Reilly, que comienza de forma muy regular, casi irritante, pero acaba de manera bastante convincente recordando en ocasiones, y guardando algún metro de distancia, a la Beatrix Kiddo de Kill Bill; y Michael Fassbender, que comienza como un actor de segunda y finalmente demuestra estar a la altura de las retorcidas circunstancias. En cuanto a los jóvenes cabroncetes todos ellos están bastante correctos, destacando a Jack O’Connell y Thomas Turgoose, vistos en la gran “This is England” (2006).
Una película valiente, no tanto por el tema que trata, nada original, sino por sus formas no convencionales que, pese a tener detalles cogidos con pinzas sin los cuales, por otra parte, la cinta no sería tal, recrean una atmósfera agobiante cuyas escenas de violencia son todo lo crudas que deben ser sin llegar a la gratuidad ni al morbo que tanto se repite en este tipo de cine.
The Beatles: Eight Days a Week - The Touring Years
The Beatles: Eight Days a Week - The Touring Years
Documental

7,2
2.992
7
7 de diciembre de 2017
7 de diciembre de 2017
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Caras desencajadas del público femenino mientras sobre el escenario McCartney, tocando el bajo a mano izquierda, canta el “Can’t buy me love”: una imagen que retrata a la perfección el fenómeno fan creado a partir de la consagración de una de las bandas, o La Banda, más influyente de la música del siglo XX. Así es como Ron Howard ha querido plasmar, desde un punto de vista más norteamericano que el debido, los inicios del cuarteto de Liverpool más conocido como The Beatles.
Un recorrido desde sus primeras actuaciones en The Cavern Club en su ciudad de origen hasta su último concierto en el Candlestick Park de San Francisco, donde no sólo nos muestra el griterío y la locura desinhibida que causaban entre el público sino las propias impresiones de los protagonistas, marcadas por cierta incredulidad humilde y mucha ironía. Gente sencilla que quería hacer su música y poco más, como comenta Paul McCartney al decir que si supiesen porqué gustan sus canciones serían managers.
Un documental que muestra esa parte de la historia estadounidense de los años 60 marcada por el asesinato de Kennedy, la guerra de Vietnam y la segregación racial de algunos estados del sur; una sociedad a la que se le acusa el cambio en buena parte al ritmo beatle con su contribución a la apertura y la paz. Así se cuenta en el documental como se negaron a actuar en Jacksonville (Florida), donde por entonces los negros no tenían permitido compartir espacio con los blancos.
El fenómeno fan desde dentro, con la aparición de Whoopi Goldberg rindiendo tributo a sus “ídolos blancos”, o Sigourney Weaver recordando sus años adolescentes de enamorada de Lennon, junto con imágenes inéditas del conjunto, que nos muestra además a unos Beatles más íntimos y cercanos, sus relaciones entre ellos a partir de entrevistas con Paul McCartney y Ringo Starr, que comparten la visión actual que tienen del grupo, e imágenes de archivo de John Lennon y George Harrison. En este aspecto, el trabajo de documentación, incluido el conseguir grabaciones de fans de los conciertos y tratamiento de las imágenes, es impecable.
Es un documental contundente, bien estructurado y con muy buen ritmo, nunca mejor dicho, que emocionará a fans, sobre todo los que hayan podido disfrutarla en la gran pantalla donde se pueden ver 30 minutos del concierto que tuvo lugar en el Shea Stadium de Nueva York en 1965. Sin embargo, no es una obra arriesgada, ni cuenta nada nuevo, algo que tampoco es fácil hablando de un grupo del que nunca se deja, ni dejará, de hablar. Ron Howard firma un trabajo tan convencional, aunque efectivo, como el resto de su filmografía.
Un recorrido desde sus primeras actuaciones en The Cavern Club en su ciudad de origen hasta su último concierto en el Candlestick Park de San Francisco, donde no sólo nos muestra el griterío y la locura desinhibida que causaban entre el público sino las propias impresiones de los protagonistas, marcadas por cierta incredulidad humilde y mucha ironía. Gente sencilla que quería hacer su música y poco más, como comenta Paul McCartney al decir que si supiesen porqué gustan sus canciones serían managers.
Un documental que muestra esa parte de la historia estadounidense de los años 60 marcada por el asesinato de Kennedy, la guerra de Vietnam y la segregación racial de algunos estados del sur; una sociedad a la que se le acusa el cambio en buena parte al ritmo beatle con su contribución a la apertura y la paz. Así se cuenta en el documental como se negaron a actuar en Jacksonville (Florida), donde por entonces los negros no tenían permitido compartir espacio con los blancos.
El fenómeno fan desde dentro, con la aparición de Whoopi Goldberg rindiendo tributo a sus “ídolos blancos”, o Sigourney Weaver recordando sus años adolescentes de enamorada de Lennon, junto con imágenes inéditas del conjunto, que nos muestra además a unos Beatles más íntimos y cercanos, sus relaciones entre ellos a partir de entrevistas con Paul McCartney y Ringo Starr, que comparten la visión actual que tienen del grupo, e imágenes de archivo de John Lennon y George Harrison. En este aspecto, el trabajo de documentación, incluido el conseguir grabaciones de fans de los conciertos y tratamiento de las imágenes, es impecable.
Es un documental contundente, bien estructurado y con muy buen ritmo, nunca mejor dicho, que emocionará a fans, sobre todo los que hayan podido disfrutarla en la gran pantalla donde se pueden ver 30 minutos del concierto que tuvo lugar en el Shea Stadium de Nueva York en 1965. Sin embargo, no es una obra arriesgada, ni cuenta nada nuevo, algo que tampoco es fácil hablando de un grupo del que nunca se deja, ni dejará, de hablar. Ron Howard firma un trabajo tan convencional, aunque efectivo, como el resto de su filmografía.
6
7 de diciembre de 2017
7 de diciembre de 2017
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Tras una tercera temporada en la que parecía que la serie no daba más de sí, nos llega una cuarta donde los guionistas han sabido volver a encauzar una historia que parecía muerta. La siempre complicada mezcla entre la comedia mordaz, irónica y negra con el drama más duro que tan buenos resultados dio con la anterior creación de Jenji Kohan, Weeds, parecía estancarse por culpa de un problema de base y compleja solución, que no es otra cosa que la protagonista de la serie, Piper Chapman. Y no porque la actriz que la interpreta, Tylor Schilling, no de la talla, sino porque su personaje es demasiado inverosímil, nunca termina de encajar en una serie carcelaria donde las secundarias (y secundarios) le roban todo el protagonismo. La desaparición de Stella Carlin (Ruby Rose), personaje que parecía hecho para mayor gloria de la protagonista y que hacía las delicias de gran parte del público femenino (y masculino también), era señal de que algo comenzaba a cambiar.
Suerte que su historia familiar se ha ido diluyendo, y cada vez más su propio papel, culminando en una tercera temporada en la que asistíamos una especie de intento ridículo de ser Al Capone completamente innecesario. En esta cuarta se consigue, en la mejor medida posible, salvar la situación introduciendo historias más consistentes y nuevos personajes más atractivos, que dejarán a la rubita en segundo plano. Y es que el sueño americano en una serie indie no pinta demasiado; con el transcurso de los capítulos da sensación de que los guionistas se estaban confundiendo y han conseguido de forma eficaz e inteligente reconstruir la serie, evitando caer de nuevo en ese error a pesar de que, en ocasiones, e inevitablemente, siendo ella aún protagonista la tienen que meter en algún sitio.
En esta temporada el mayor interés se lo lleva la turbia historia que tiene a Lolly Whitehill, interpretada por Lory Petty, y Alex Vause (Laura Prepon), quien al fin es tan protagonista como merece, en el punto de mira. Además de otro personaje que había pasado desapercibido hasta ahora como es la dominicana Maria Ruiz (Jessica Pimentel), que cobra un protagonismo esencial en la trama, esta vez bien hilada, si no fuese por las imprudencias tanto de la Srta. Chapman como del intento de darle una fuerza que no puede tener, resulta de lo más interesante junto con la aparición de una especia de hermandad aria encabezadas por una cara nueva, Kasey Sankey (Kelly Karbacz). Además, un nuevo e implacable funcionario del correccional, Desi Piscatella (Brad William Henke), o el ingreso de una estrella televisiva, Judy King (Blair Brown), que se cree más que el resto, serán otras de las novedades más destacadas de la serie.
Regresan los flashbacks que nos retrotraen a las vidas anteriores de los protagonistas y de cómo pudieron llegar a su encierro. Destacando el de Lolly, quien parecía que iba a ser un personaje fugaz y han logrado construir una de las sorpresas de esta temporada. Al igual que la ya mencionada Maria Ruiz, encontramos (del lado de las latinas) a Blanca Flores (Laura Gomez) quien bajo su desaliñado y sucio aspecto se convierte en símbolo de rebeldía. Sin olvidar a Suzanne “ojos locos” Warren (Uzo Aduba), descubriremos nuevos detalles de la vida de uno de los personajes más ovacionados por el público y que, por suerte, los responsables han evitado caer en la tentación de sobreexplotarla y que seguirá sufriendo su mal de amores con Maureen Kukudio (Emily Althaus). La infancia del consejero de la prisión, Sam Healy (Michael J. Harney) que nos hará entender un poco más su comportamiento actual. El talento innato de Matrizia Ramos (Diane Guerrero), quien aporta el toque más feminista de la temporada. Por su parte, uno de los personajes más queridos de la serie, Poussey Washington (Samira Wiley), tendrá un especial protagonismo, además de hacer evolucionar al personaje de Brook Soso (Kimiko Glenn), haciéndola más soportable que en las temporadas anteriores.
En cuanto al resto de los habituales, el bueno de Caputo (Nick Sandow) llevará su lucha moral entre la empatía con las presas contra las órdenes que le llegan desde arriba, aderezado con la relación con una de sus nuevas jefas, Linda Ferguson (Beth Dover). Además del destino de la interna Sophie Burset (Laverne Cox), que nos mantendrá en vilo durante toda la temporada.
Continúan a gran nivel, Galina “Red” Reznikova (Kate Mulgrew), las latinas Gloria Mendoza (Selenys Leiva) y Aleida Diaz (Elizabeth Rodriguez), además de la hija de ésta, Dayanara Diaz (Dascha Polanco) quién evolucionará más de lo habitual. Nicky Nichols (Natascha Lyonne), aunque menos protagonista, algo que es una pena, sigue aportando los mejores momentos, y por su parte podemos ir apreciando el deterioro de la pin-up de la serie, Lorna Morello (Yael Stone).
Una temporada que ha mantenido el interés durante todos los capítulos, sin apenas altibajos. Destaca la forma en la que se tocan los temas raciales, siempre desde una perspectiva irónica y fulminando los tópicos. “Si vas a ser racista, al menos aprende un poco” o “Tú pensaste durante dos años que yo era venezolana”, frases contundentes que se han escuchado a lo largo de los 13 capítulos. Eso con la mezcla del deporte como punto de unión de los patriotas, o la creación de una banda anti-bandas para una supuesta protección del bien común, ponen de manifiesto la crítica mordaz y constructiva que se hace de la sociedad. Así como la inútil necesidad del ser humano por buscarse enemigos en los lugares equivocados. Todo ese drama es resuelto con humor; un humor negro, necesario y que toca conciencias. Se puede decir que esta temporada ha reconvertido la serie o al menos la ha puesto en el nivel que merece.
Suerte que su historia familiar se ha ido diluyendo, y cada vez más su propio papel, culminando en una tercera temporada en la que asistíamos una especie de intento ridículo de ser Al Capone completamente innecesario. En esta cuarta se consigue, en la mejor medida posible, salvar la situación introduciendo historias más consistentes y nuevos personajes más atractivos, que dejarán a la rubita en segundo plano. Y es que el sueño americano en una serie indie no pinta demasiado; con el transcurso de los capítulos da sensación de que los guionistas se estaban confundiendo y han conseguido de forma eficaz e inteligente reconstruir la serie, evitando caer de nuevo en ese error a pesar de que, en ocasiones, e inevitablemente, siendo ella aún protagonista la tienen que meter en algún sitio.
En esta temporada el mayor interés se lo lleva la turbia historia que tiene a Lolly Whitehill, interpretada por Lory Petty, y Alex Vause (Laura Prepon), quien al fin es tan protagonista como merece, en el punto de mira. Además de otro personaje que había pasado desapercibido hasta ahora como es la dominicana Maria Ruiz (Jessica Pimentel), que cobra un protagonismo esencial en la trama, esta vez bien hilada, si no fuese por las imprudencias tanto de la Srta. Chapman como del intento de darle una fuerza que no puede tener, resulta de lo más interesante junto con la aparición de una especia de hermandad aria encabezadas por una cara nueva, Kasey Sankey (Kelly Karbacz). Además, un nuevo e implacable funcionario del correccional, Desi Piscatella (Brad William Henke), o el ingreso de una estrella televisiva, Judy King (Blair Brown), que se cree más que el resto, serán otras de las novedades más destacadas de la serie.
Regresan los flashbacks que nos retrotraen a las vidas anteriores de los protagonistas y de cómo pudieron llegar a su encierro. Destacando el de Lolly, quien parecía que iba a ser un personaje fugaz y han logrado construir una de las sorpresas de esta temporada. Al igual que la ya mencionada Maria Ruiz, encontramos (del lado de las latinas) a Blanca Flores (Laura Gomez) quien bajo su desaliñado y sucio aspecto se convierte en símbolo de rebeldía. Sin olvidar a Suzanne “ojos locos” Warren (Uzo Aduba), descubriremos nuevos detalles de la vida de uno de los personajes más ovacionados por el público y que, por suerte, los responsables han evitado caer en la tentación de sobreexplotarla y que seguirá sufriendo su mal de amores con Maureen Kukudio (Emily Althaus). La infancia del consejero de la prisión, Sam Healy (Michael J. Harney) que nos hará entender un poco más su comportamiento actual. El talento innato de Matrizia Ramos (Diane Guerrero), quien aporta el toque más feminista de la temporada. Por su parte, uno de los personajes más queridos de la serie, Poussey Washington (Samira Wiley), tendrá un especial protagonismo, además de hacer evolucionar al personaje de Brook Soso (Kimiko Glenn), haciéndola más soportable que en las temporadas anteriores.
En cuanto al resto de los habituales, el bueno de Caputo (Nick Sandow) llevará su lucha moral entre la empatía con las presas contra las órdenes que le llegan desde arriba, aderezado con la relación con una de sus nuevas jefas, Linda Ferguson (Beth Dover). Además del destino de la interna Sophie Burset (Laverne Cox), que nos mantendrá en vilo durante toda la temporada.
Continúan a gran nivel, Galina “Red” Reznikova (Kate Mulgrew), las latinas Gloria Mendoza (Selenys Leiva) y Aleida Diaz (Elizabeth Rodriguez), además de la hija de ésta, Dayanara Diaz (Dascha Polanco) quién evolucionará más de lo habitual. Nicky Nichols (Natascha Lyonne), aunque menos protagonista, algo que es una pena, sigue aportando los mejores momentos, y por su parte podemos ir apreciando el deterioro de la pin-up de la serie, Lorna Morello (Yael Stone).
Una temporada que ha mantenido el interés durante todos los capítulos, sin apenas altibajos. Destaca la forma en la que se tocan los temas raciales, siempre desde una perspectiva irónica y fulminando los tópicos. “Si vas a ser racista, al menos aprende un poco” o “Tú pensaste durante dos años que yo era venezolana”, frases contundentes que se han escuchado a lo largo de los 13 capítulos. Eso con la mezcla del deporte como punto de unión de los patriotas, o la creación de una banda anti-bandas para una supuesta protección del bien común, ponen de manifiesto la crítica mordaz y constructiva que se hace de la sociedad. Así como la inútil necesidad del ser humano por buscarse enemigos en los lugares equivocados. Todo ese drama es resuelto con humor; un humor negro, necesario y que toca conciencias. Se puede decir que esta temporada ha reconvertido la serie o al menos la ha puesto en el nivel que merece.
Documental

7,0
2.962
8
7 de diciembre de 2017
7 de diciembre de 2017
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
A estas alturas de la película se hace complicado imaginar que haya alguien a quien Hitchcock le pueda parecer un directorucho de segunda. Sin embargo, hubo un tiempo en el que las películas del maestro inglés eran denigradas y catalogadas como simples entretenimientos, sobre todo en Hollywood, que todos sabemos cómo se las gastan los ejecutivos de La Meca del cine cuando aparece alguien que quiere innovar y salirse de los cánones establecidos, valga el ejemplo de un tal (y autóctono) Orson Welles que, al igual que Hitchcock nunca llegó a ser reconocido.
Fue un joven francés llamado François Truffaut, quien tras una entrevista en 1962 y la posterior publicación del libro El cine según Hitchcock en 1966, quiso hacer ver que el inglés era el mejor director del mundo, tal y como lo había afirmado años atrás en la revista Cahiers du Cinema, en la que defendía a ciertos directores hollywoodienses como verdaderos autores, entre los que se encontraban, además del propio Hitchcock, Robert Aldrich, Fritz Lang, Nicholas Ray o Howard Hawks.
Con este punto de partida, el crítico y escritor de cine Kent Jones nos trae en su cuarto documental el relato de los ocho días que duró la entrevista entre los dos cineastas, y de cómo la publicación del libro influyó en generaciones posteriores. Así, mezclando fotografías tomadas del encuentro, grabaciones de las conversaciones donde encontramos al Hitchcock más íntimo e irónico, fragmentos de las películas y declaraciones de directores actuales, el film cuenta cómo se fue elaborando el libro. Martin Scorsese, colaborador habitual en los trabajos de Jones, Wes Anderson, Olivier Assayas, James Gray, Peter Bogdanovich, David Fincher, Kiyoshi Kurosawa y Richard Linklater, nos dan su punto de vista sobre el libro y el director de Los pájaros y sobre cómo ha influido en sus carreras.
Así se van desgranando varios films del maestro del suspense, haciendo especial hincapié en Vértigo y Psicosis, que revelan a Hitchcock como un genio en la puesta en escena y dirección de actores. Llama la atención en ese aspecto la profunda admiración que siente Truffaut, uno de los impulsores de la Nouvelle Vague donde la improvisación era casi obligatoria, por un director tan opuesto al él, enfermizamente calculador, y con el que consigue una gran empatía.
Un documental obligatorio para cualquier amante del séptimo arte, que no sólo vale como homenaje a Alfred Hitchcock, sino al mismo cine, al propio Truffaut y como lección de vida en cuanto a aprender a mirar un poco más allá de lo que la cámara nos muestra.
Fue un joven francés llamado François Truffaut, quien tras una entrevista en 1962 y la posterior publicación del libro El cine según Hitchcock en 1966, quiso hacer ver que el inglés era el mejor director del mundo, tal y como lo había afirmado años atrás en la revista Cahiers du Cinema, en la que defendía a ciertos directores hollywoodienses como verdaderos autores, entre los que se encontraban, además del propio Hitchcock, Robert Aldrich, Fritz Lang, Nicholas Ray o Howard Hawks.
Con este punto de partida, el crítico y escritor de cine Kent Jones nos trae en su cuarto documental el relato de los ocho días que duró la entrevista entre los dos cineastas, y de cómo la publicación del libro influyó en generaciones posteriores. Así, mezclando fotografías tomadas del encuentro, grabaciones de las conversaciones donde encontramos al Hitchcock más íntimo e irónico, fragmentos de las películas y declaraciones de directores actuales, el film cuenta cómo se fue elaborando el libro. Martin Scorsese, colaborador habitual en los trabajos de Jones, Wes Anderson, Olivier Assayas, James Gray, Peter Bogdanovich, David Fincher, Kiyoshi Kurosawa y Richard Linklater, nos dan su punto de vista sobre el libro y el director de Los pájaros y sobre cómo ha influido en sus carreras.
Así se van desgranando varios films del maestro del suspense, haciendo especial hincapié en Vértigo y Psicosis, que revelan a Hitchcock como un genio en la puesta en escena y dirección de actores. Llama la atención en ese aspecto la profunda admiración que siente Truffaut, uno de los impulsores de la Nouvelle Vague donde la improvisación era casi obligatoria, por un director tan opuesto al él, enfermizamente calculador, y con el que consigue una gran empatía.
Un documental obligatorio para cualquier amante del séptimo arte, que no sólo vale como homenaje a Alfred Hitchcock, sino al mismo cine, al propio Truffaut y como lección de vida en cuanto a aprender a mirar un poco más allá de lo que la cámara nos muestra.
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