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Críticas 100
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
8
3 de julio de 2019 2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Es de sentido común pensar que cuando se dan los primeros pasos en una disciplina (artística o no) los resultados de esos experimentos suelan basarse en intentos tímidos o dubitativos, especialmente cuando dicha disciplina requiere del empleo de una tecnología apenas descubierta o, en el peor de los casos, aún por descubrir. Quizá sea este razonamiento el que me lleve a la sorpresa cuando contemplo obras tan audaces y arrojadas como «Viaje a la luna», aventura iniciática y fundacional donde las haya emprendida por el mago Méliès, un hombre que no solo se atrevió a desafiar las posibles limitaciones de los materiales que manejaba, sino también a plantar el estandarte de la imaginación en un medio de comunicación que hasta ese momento solo se había restringido a mostrarnos la realidad en veinticuatro fotogramas, lo cual, hay que decirlo, para la sociedad del momento era ya demasiado.

Pues bien, lo cierto es que Méliès se atrevió además a introducir el factor narrativo, la posibilidad de llevar el medio visual que dominaba al terreno de la ficción… Y no conforme con eso, ¡se arrojó de cabeza sobre una historia de ciencia-ficción! Basándose en una obra literaria de otro gran visionario, su compatriota Verne, Méliès narra en este impresionante cortometraje la aventura de un grupo de astronautas abocados a una misión tan imposible y quimérica como la de contar un viaje espacial a través del cinematógrafo: una visita a la superficie lunar.

La magia del cine se vuelve evidente en el paralelismo de las dos epopeyas. La ficticia nos cuenta la historia de ese grupo de aventureros espaciales que, montados en un cohete, alunizan sobre el ojo del satélite y deben enfrentar a los hostiles habitantes que los reciben de muy mala gana. La proeza real nos narra el periplo de un cineasta (palabra que bien puede haberse acuñado por primera vez para referirse con ella a Méliès antes que a ningún otro) que se propuso contar algo que estaba entre las páginas de un libro, y no apelando a la imaginación de los lectores sino mostrándoselo en una pantalla, valiéndose para eso de ese invento maravilloso que por entonces estaba en boca de todos. Ambas aventuras acaban de la mejor manera; quien vea el corto puede enterarse del destino de los astronautas. La gesta de Méliès no solo no ha terminado aún, sino que puede que nunca lo haga. Su legado, en todo caso, resulta inmarcesible.

«Viaje a la luna» apostilla el nacimiento del cine como tal, el florecimiento de una idea que ya nunca moriría: la de contarnos una historia a través de ese aparatito tan original que enlaza veinticuatro imágenes por segundo y gracias al cual, y con la imaginación como estandarte, genios como Méliès descubrieron que un nuevo universo era posible.

Notable.
8 de enero de 2019 2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hubo un tiempo en el que el cine se separaba por series, y en el que a películas como «Ultimátum a la Tierra» se la conocía como «serie B». Todo eso pertenece a un pasado remoto y terminó un buen día o, mejor dicho, un mal día. El día en el que el dominio de la técnica visual fue tan grande que ya no importó la historia, que ya no pesaron ni el argumento ni el valor del guion. Un día en el que se volvió más importante el cómo se mostraba una cosa que la cosa en sí. Fue entonces cuando comprendimos cuán glorioso era el supuesto cine de «serie B», ese cine en el que los efectos especiales estaban al servicio de una buena historia y no al revés. Ese cine que se valía de sus limitaciones (la mayoría de las veces presupuestarias) para hacerse fuerte en la idea y reforzarla a base de talento. Ese cine en el que la frase de Robert Bresson cobraba más importancia que nunca: «La facultad de aprovechar bien mis recursos disminuye cuando su número aumenta». Fue entonces cuando dejamos de llamarlo cine de «serie B» y cuando por fin comprendimos que aquel cine era simplemente cine o, en todo caso, un cine fuera de serie.

El polifacético Robert Wise encara esta historia de invasión alienígena desde una perspectiva que empuja a la concientización de la humanidad acerca del peligro nuclear y el absurdo de la guerra. Como la importancia de su concepto radica en el mensaje, no se molesta en crear un alienígena humanoide sino que inocula su personalidad directamente en la figura de un ser humano capaz de mezclarse e infiltrarse entre la población de Washington sin llamar la atención. Klaatu (gélido y magistral Michael Rennie) se desliza entre diversos grupos humanos para familiarizarse con esa raza con la que ha de entablar una negociación final, un ultimátum. Pero lo cierto es que Klaatu está muy lejos de casa y no tarda en darse cuenta no sólo de que será imposible que esa raza se seres extraños que puebla el planeta comprenda las exigencias que trae allende las estrellas, sino que ni siquiera logrará que se pongan de acuerdo respecto al sitio de la reunión. Atraído por la personalidad de un niño intentará, a través de un famoso científico, apelar a la racionalidad para conseguir el cónclave. Pero la obstinación humana y su afán por destruir se convertirán en un grave obstáculo.

Creo que la principal característica de «Ultimátum a la Tierra» radica en su capacidad de evidenciar los contrastes y en la forma en la que consigue que empaticemos con su protagonista. Klattu entable relaciones con el pequeño Bobby Benson y con Helen, su madre, una mujer de enorme inteligencia y gran sensibilidad. También hace buenas migas con el profesor Jacob Barnhardt (Jaffe), un hombre de ciencias, un racionalista convencido dispuesto al diálogo. Pero el espectador sabe que estas pocas personas representan tan sólo un oasis en medio de la gran e insensata masa humana que pronto rodea al protagonista. El novio de Helen, sin ir más lejos, se convertirá en una de las principales amenazas debido a su necio afán de gloria y popularidad. La presencia de Gort, el magnífico robot blindado humanoide que resulta casi la única referencia física a la llamada «ciencia-ficción», cumple en pantalla la función de la amenaza constante, de ese poder destructor que Klaatu trae consigo y al que se refiere no pocas veces mientras intenta negociar con el obtuso representante de la Casa Blanca.

Como todas las grandes películas de ciencia-ficción, «Ultimátum a la Tierra» funciona a la perfección en sus dos vertientes: por un lado promueve y estimula una reflexión seria sobre nuestra condición como parte de un universo que apenas podemos comprender y sobre nuestra esencia predatoria y destructiva; por otro, representa un entretenimiento magnífico y una reliquia cinematográfica de muchísima entidad.

En el Spoiler, uno de los grandes aciertos del film…
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
La forma en la que los intentos de diálogo pacifista de Klaatu fracasan una y otra vez y la constante amenaza que Gort supone para nuestro planeta preparan al espectador para una catástrofe inevitable, especialmente cuando descubrimos, hacia el final, que la estupidez humana acaba con la vida de Klaatu. Pese a que Helen posee la famosa combinación de palabras que puede evitar el cataclismo («Klaatu Barada Nikto»), tenemos el convencimiento de que no será capaz de pronunciarlas cuando Gort se apodere de ella. Es entonces cuando Wise sorprende y resuelve la encrucijada de la forma más inesperada posible. Helen consigue aplacar la ira del robot y acto seguido asistimos a la resurrección de Klaatu mediante un proceso algo provisional que ha pasado a ser del dominio de esta raza superior. La película termina con el mensaje pacifista de advertencia, con ese ultimátum que ha sostenido hasta entonces las bases argumentales y dejándonos, una vez más, con la sensación de que nos gusta presenciar muerte y destrucción y que, de hecho, esperábamos ambas cosas en el desenlace.
8 de enero de 2019 2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Tras el espectáculo sin precedentes que supuso la irrupción del inclasificable Volumen 1, Tarantino opta por bajar unas cuantas revoluciones y centrarse un poco más en la trama, amenizando la velada con pinceladas de un cine notable y redondeando un díptico que, a juzgar por el tono general y la continuidad conceptual, no me cabe ninguna duda que él ideó como una sola película. Tal vez la extensión demasiado inflada de todo el metraje, más el agudo contraste en el tono y el ritmo de ambas partes le llevó a dividirla en dos, y creo que termina siendo una sabia decisión. El resultado es una película (dos películas) con empaque y enjundia en la que, en mi opinión, la primera entrega sobresale algún peldaño por sobre esta que nos ocupa.

El volumen 2 afronta la continuidad de la venganza de la novia sangrienta contras los tres miembros del escuadrón que no se encargó de liquidar en el pintoresco baño de sangre del volumen 1. Uno de ellos es Bill, un maravilloso y autoparódico David Carradine. Los caminos tortuosos del film conducen irremediablemente al encuentro entre la protagonista y Bill, algo que podemos intuir tan sólo leyendo el título en el cartel. El acierto de Tarantino consiste en convertir el camino hacia la venganza en una carrera de obstáculos donde el azar y los imprevistos tendrán mucha importancia, y donde la evolución del personaje principal acabará jalonando cada una de las acciones que emprenda.

Quiero destacar la escena del ataúd (con su «flashback» incluido) como una de las más complejas y magistrales de toda la filmografía del cineasta, lo mismo que el enfrentamiento entre las dos rubias en la destartalada e incuriosa caravana. Nuevamente la banda sonora resulta acertadísima, y el cineasta se permite algunas filigranas visuales (planos secuencia y cierta colocación de la cámara) que le permiten colarse entre los directores visualmente más dotados del panorama. Michael Madsen, como siempre, hace de Michael Madsen, lo cual es de agradecer, y la atmósfera sucia y escabrosa de muchas de las escenas sirve como contrapunto al sanguinario glamur de la primera entrega.

Tarantino efectúa una trayectoria circular que le permite reconducir los caminos de su cine en el final de la película, donde sorprendentemente le vemos reencontrarse consigo mismo: los diálogos postreros entre la protagonista y Bill se elevan a esas cumbres discursivas que el cineasta había demostrado alcanzar el películas anteriores (y posteriores), logrando finalmente cerrar el círculo y fusionar, entre ambos films, una notable combinación entre lenguaje y estética.

Notable película que, si bien a mí me resulta inferior a su predecesora, cierra el díptico con la jerarquía requerida y con la sensación de haber presenciado un proyecto cinematográfico tan atípico como arriesgado, tan audaz como satisfactorio.

Genial.
8 de enero de 2019 2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Pocas películas ofrecen un esquema y una estructura argumental tan básica y minimalista como «Raíces profundas», cuyo contenido se cimenta en las bases más elementales del más primordial de todos los géneros. Como bien sabemos, complicado y hasta utópico resulta encontrar originalidad en un Western, y los méritos de películas clásicas como la que nos ocupa muchas veces se sustentan en una cualidad a veces intangible y etérea, llamémosla en este caso «magia» o «mística». Pero lo cierto es que el film de Stevens atesora un elemento que resulta impagable y que lo transforma, a fin de cuentas, en un producto excelente: la esencia misma de lo que es una película del Oeste.

Un forastero de turbio pasado (un pasado que sólo se intuye) arriba a las tierras de un campesino en el estado de Wyoming. El conflicto quedará planteado a los pocos minutos, cuando este campesino reciba la visita del terrateniente más poderoso de la región, quien le exige destempladamente que se marche para poder expandir su imperio ganadero. El héroe, atento a los resabios de la disputa, decide quedarse en la zona. Dibujado tan escuetamente el esquema argumental, a partir de entonces será la absoluta regularidad narrativa y el poder de las imágenes lo que haga el resto. Es decir: conducir la historia desde el punto A hasta el B, y de ahí hasta el Z, haciendo gala el realizador de un pulso narrativo y de un empleo de las emociones realmente admirable.

Un contenido Alan Ladd (una elección que en principio puede parecer dudosa, pero que resulta muy acertada) interpreta a Shane, un semidiós sin apellido que encarna el modelo de idealización del héroe a los ojos del pequeño Joey (impresionante Brandon De Wilde). La figura emblemática de este héroe sin duda forma parte de la iconografía clásica del Western, y encuentra en el silencioso Shane las cualidades del pistolero infalible y veloz que busca por todos los medios no desenfundar su arma. Porque si existe una particularidad distintiva en «Raíces profundas» es el hecho de que nadie dispara su arma a menos que sea extremadamente necesario. El halo de civilización y diálogo destila en muchos de los parlamentos de los personajes, que no hacen sino referirse a una «nueva ley» que veta los enfrentamientos armados. Es por eso que la irrupción de Jack Wilson (escalofriante Jack Palance) destruye la tensa armonía y la ilusoria sensación de negociación pacífica que parece prevalecer desde el comienzo. Cabe destacar no sólo la esencia de Wilson como encarnación del sicario a sueldo o pistolero encargado de «allanar» el terreno a Ryker, el inescrupuloso terrateniente, sino la dicotomía radical que establecerá con Shane nada más aparecer.

La película se funde en un baño de humanidad y emociones a través de las reacciones del pequeño Joey, quien asiste a los actos de heroicidad de Shane con los mismos ojos cándidos y alucinados que el espectador. Uno de los máximos aciertos de Stevens consiste, de hecho, en enfocar muchas de las acometidas del héroe desde la perspectiva del muchacho, siempre agazapado en un rincón, presa de una fascinación que no puede controlar. Cabe destacar, desde luego, la impresionante trifulca a mamporro limpio que enfrenta a Shane y Starrett contra los esbirros de Ryker, y por supuesto el magnífico duelo final, donde finalmente las armas hacen aparición de manera ruidosa e impactante.

Un clásico magistral que, merced a su impecable ejecución y a una fotografía intensa y colorista, se cuela entre los iconos imprescindibles del más grande género cinematográfico. Un film inolvidable que busca y encuentra, dentro de su elemental esquema y su básica estructura argumental, la esencia primordial de las mejores películas del Oeste.
8 de enero de 2019 2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
No es sorprendente que muchos de los espectadores que contemplaron atónitos esta obra maestra de la serie B de los cincuenta hallaran muy evidentes connotaciones políticas entre los pliegues de su argumento, en apariencia una simple historia de ciencia-ficción acerca de unos invasores alienígenas que duplican la entidad física de los todos los habitantes de Santa Mira, una pueblecito de California. Y es que los ecos de la película de Don Siegel continúan vivos y palpables una vez que la proyección llega a su fin y nos empujan hacia reflexiones sociopolíticas de primer orden acerca del derecho a pensar diferente y de cómo los poderes fácticos luchan cotidianamente por conseguir una línea ideológica uniforme y desapasionada en las comunidades que padecen bajo su yugo. La película, personificando el mensaje en la desesperación del doctor Miles Benell, resulta un grito de reivindicación por la libertad de pensamiento y la independencia de la voluntad humana.

Como argumento de ciencia-ficción la película funciona perfectamente. Posee la cadencia justa para introducir al espectador en el corazón del misterio sin desvelar la monstruosa realidad de forma precipitada. El comienzo, con el doctor siendo interrogado en la clínica psiquiátrica, ya nos hace entrar en materia respecto a los resultados de su peripecia, pero la escena siguiente, en «flashback», nos ofrece un entorno casi idílico: un médico reclamado por sus pacientes que tiene que volver al agradable pueblecito de Santa Mira, donde todos le conocen y le respetan, y que se encuentra allí con un antiguo amor. Enseguida, un incidente en una calle cercana despierta su curiosidad y muy pronto las extrañas reacciones que percibe en sus vecinos le harán comprender que algo muy extraño ocurre en la comunidad. En este sentido el guion posiciona al espectador al mismo nivel que el protagonista, sin desvelarle más información que la que Benell va descubriendo. Esto hace que la película gane en interés conforme avanza y que las bases de la trama vayan configurando poco a poco el horror que subyace bajo las premisas argumentativas.

Cuando el pánico se desata por fin comprendemos las aterradoras consecuencias de la brutal alienación que están padeciendo los habitantes del pueblo y que esta peste, además, corre el riesgo de expandirse fuera de sus lindes, con consecuencias potencialmente apocalípticas. En entonces cuando la película plantea importantes dilemas respecto a nuestro derecho a elegir cómo pensar y cómo vivir. Pese a que los alienados aseguran que no padecen sufrimientos ni preocupaciones, así como tampoco son capaces de sentir amor ni afecto, los humanos que intentan escapar a la «invasión» se aferran a su facultad para experimentar sentimientos, aunque estos muchas veces les hagan padecer. La encrucijada nos habla de la forma en la que nos sujetamos a nuestra esencia humana, a nuestro núcleo ontológico, ese al que no estamos dispuestos a renunciar. Los alienados, sea como fuere, no otorgan ningún tipo de alternativa, haciendo que la uniformidad de pensamiento y la enajenación se vuelvan completamente imperativas, aunque para ello tengan que recurrir a la violencia o el asesinato.

«La invasión de los ladrones de cuerpos» es probablemente una de las cumbres de la llamada «serie B», una película magistral que no admite revisiones ni «remakes» porque la profundidad de su mensaje trasciende su sencillez formal, y se vale de una enorme inteligencia narrativa para sortear las posibles limitaciones de un presupuesto exiguo. Se hace fuerte en la contundencia de su guion y traslada su mensaje al espectador mediante un relato inquietante y sobrecogedor.
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