1983.
Una España, todavía acomplejada, reniega muchas veces de sí misma y de su pasado, se enfrenta a retos enormes y vacila acerca de qué camino escoger porque la ceremonia de la confusión invade casi todo.
Por eso esta comedia resulta tan valiosa.
Rapidez de reflejos, desparpajo, derroche de ingenio entregado con generosidad, desenfado, soltura y juego de equívocos contribuyen al éxito de un largometraje de ritmo ajustado, vertiginoso sentido narrativo y una aventajada Lina Morgan que destaca con luz propia.

Sobresaliente hallazgo para la cinematografía española.
Aunque durante muchos años haya sido objeto de desprecio y minusvaloración.

Apenas en cuatro trazos se esboza el planteamiento de la película e, inmediatamente, la intriga se enseñorea de la pantalla.
Es lo que se espera de un buen trhiller.

Enseguida se entabla una pugna enconada porque la emoción y el misterio luchan por erigirse como protagonistas en el contexto de una historia que, no por conocida, resulta menos atractiva.
El guión es magnífico, la dirección cinematográfica irreprochable, el ritmo no ofrece lugar para la pausa y a la interpretación no cabe oponer reparo.

Norman Lloyd sabía hacer bien su trabajo.

Vittorio de Seta poseía un don natural para el reportaje cinematográfico y legó al mundo un testimonio que en nuestros días presenta los caracteres de un regalo impagable.

Su voluntad documental puesta al servicio de una realidad social concreta, su innegable calidad técnica y su facilidad para narrar con soltura en el lenguaje del celuloide convierten esta isla de fuego en un cortometraje de valor intemporal.

No requiere palabras, no necesita explicaciones y no necesita comentarios adicionales porque la película se justifica en sí misma.

Basta verla para comprenderlo.

Cuando el realismo fantástico deja su impronta en el celuloida con esa magia que obliga al espectador a aceptar su propuesta a pesar de transgredir cánones que parecen inmutables, podemos empezar a sospechar que nos encontramos ante una obra singular.

Minnelli convierte el tiempo en un concepto reversible, el espacio en una suerte de encantamiento y nos convence para que percibamos la realidad como una entidad de carácter dudoso.
Y lo hace con verosímil argumento.

Lo demás son teorías, discursos eruditos y ganas de enredar.

Las ucronías, las utopiás y los milagros sólo sirven para quienes saben exponerlos y para quienes saben entenderlos.
En el lenguaje cinematográfico, como en cualquier modo de comunicación, no importa sólo lo que se dice -que también- sino cómo se dice.

Estos tipos tan duros, tan arrogantes y siempre tan convencidos de lo que tienen que hacer y de cómo tienen que hacerlo, es el caldo de cultivo en el que se desarrolla con facilidad un género de western que ha gozado generalmente del agrado popular.

Si, además, la película está bien dirigida y bien interpretada, si los actores son creíbles e incluso humanos (a pesar de su dureza), si el argumento presenta verosimilitud y coherencia, si la banda sonora presta su concurso con soltura y si el ritmo es adecuado en todo momento, sólo cabe señalar que el resultado final raya a gran altura.

No se trata de una película más.
Estamos ante una película de las buenas.