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8
2 de agosto de 2020
2 de agosto de 2020
2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
ARGUMENTO:
Siglo XIX, Francia. Marianne, una pintora de talento en aquel mundo tan dominado por los hombres, recibe un encargo muy peculiar: una condesa le contrata para que simule ser la dama de compañía de su hija Heloise, y pueda así observarla para componer un retrato de ella que será enviado al posible marido milanés de la chica; si le gusta lo que ve en cuadro, se casará con ella. Por supuesto, lo que opine Heloise al respecto a nadie le importa…
VALORACIÓN:
Cuando mi interés por lo puramente narrativo de una película flaquea, rarísimamente obtengo una buena experiencia. Cierto es que con el paso del tiempo he ido aprendiendo a valorar otros aspectos al margen de la pura trama; y también que me he esforzado para que mi paladar cinéfilo sepa saborear historias sutiles, austeras o extrañas, yendo más allá del fast food. Pero sigo necesitando que el hilo argumental me estimule, o termino aburriéndome por mucho arte que rodee a la narración.
Por eso, valoro enormemente lo que ‘Retrato de una mujer en llamas’ ha conseguido conmigo: la trama no me irrita, desde luego, ni siquiera la considero aburrida, pero tampoco me inflama, ni mucho menos, simplemente me pilla muy de refilón; así las cosas, la huella que esta película habría dejado en mi recuerdo debería ser prácticamente imperceptible… pero perdurará gracias a cómo está contada, al estilo fílmico y puramente visual. No quepo en mí de gozo por semejante novedad.
En lo narrativo, insisto, no encuentro grandes protestas que emitir. De hecho, me parece muy bien hilado el tramo introductorio, cómo se nos plantea el asunto, con esa Heloise recién sacada del convento para heredar el futuro que en principio le estaba reservado a su hermana saltimbanqui. En todo caso, estaba claro que el conflicto planteado (chica que no se quiere dejar retratar, pintora que se tiene que buscar la vida) no podía sustentar dos horas de metraje. Los derroteros tenían que tirar en otra dirección, y así lo hacen. Y la relación que se establece entre los dos bellísimos personajes protagonistas es lo que no me molesta en absoluto, nunca me chirría, considero que está muy bien narrado… pero no me apasiona. Per se, esta historia habría dejado fría mi temperatura, pese a algunas derivadas interesantes que se plantean, como la asunción madura y doliente de ambas de la imposibilidad de variar el curso prefijado de los acontecimientos, por muy fuertes que sean las pulsiones que les alientan.
El talento de la autora se pone de manifiesto en la construcción de los personajes, en la credibilidad de sus comportamientos, en la dirección actoral, en el pulso narrativo… Todo está muy bien hecho, pero el planteamiento no es suficiente para emocionarme. Le daría, simplemente, un aplauso frío, tendría mi admiración pero no mi candor.
Sin embargo, he apuntado con mayúsculas el nombre de Celine Sciamma, cuyos trabajos previos no he visto, para seguirle de cerca de aquí en adelante (ya he repasado cuáles de sus películas tengo en Filmin, y he seleccionado un par para mis listas). De hecho, la consideraré como la directora que desvirgó definitivamente mi capacidad de disfrute cinematográfico extranarrativo. Ya había gozado de ciertos escarceos en ese ámbito, incluso me habían metido la puntita. Pero hasta el fondo, como ha hecho Celine, no me la habían clavado hasta ahora si no era con pleno acompañamiento de la trama.
En lo puramente visual, constantemente me han estado golpeando, para bien, dos elementos muy relacionados con el espíritu de la cinta: lo pictórico, por su protagonismo narrativo; y lo pirómano, reflejado en el título. Y es que constantemente me hacía imágenes mentales de fotogramas que perfectamente podrían adornar las paredes de mi salón, enmarcados y barnizados, y no creo que sea una mera paja mental mía, sino algo buscado por la directora y su equipo, cuyo esfuerzo creativo es capaz de convertir numerosas imágenes cinematográficas en puros lienzos. Al mismo tiempo, la utilización de las luces y las sombras merced al influjo de las llamas (sean de la chimenea, de las velas, de la hoguera de la fiesta) tiene un protagonismo visual constante a lo largo de la proyección, y sumamente gozoso.
No sé, quizá me haya venido arriba autoconsiderándome capaz de sacar partido a más y más facetas de una película; o quizá haya influido que la propia narración, sin aburrirme, no me absorbía; pero pocas veces con anterioridad he valorado tanto en directo, en un primer visionado sin pauses ni análisis, el estilo cinematográfico de una película. Además de la ya referida belleza cromática y visual, me ha encantado el empleo constante de Sciamma de los planos duraderos, sostenidos, con la cámara quieta, basados en el encuadre y la planificación de los movimientos de las actrices. Todo era armónico, todo estaba en su sitio, todo fluía coherente con el propio ritmo narrativo y con la peculiar atmósfera de la historia. Incluso la música, escasa a lo largo del metraje, posee en un par de momentos una tremenda potencia sensorial, tanto en la escena de la reunión playera como en el abrumador plano final de la cara de Adele Haenel al son de los violines de las cuatro estaciones de Vivaldi.
Siglo XIX, Francia. Marianne, una pintora de talento en aquel mundo tan dominado por los hombres, recibe un encargo muy peculiar: una condesa le contrata para que simule ser la dama de compañía de su hija Heloise, y pueda así observarla para componer un retrato de ella que será enviado al posible marido milanés de la chica; si le gusta lo que ve en cuadro, se casará con ella. Por supuesto, lo que opine Heloise al respecto a nadie le importa…
VALORACIÓN:
Cuando mi interés por lo puramente narrativo de una película flaquea, rarísimamente obtengo una buena experiencia. Cierto es que con el paso del tiempo he ido aprendiendo a valorar otros aspectos al margen de la pura trama; y también que me he esforzado para que mi paladar cinéfilo sepa saborear historias sutiles, austeras o extrañas, yendo más allá del fast food. Pero sigo necesitando que el hilo argumental me estimule, o termino aburriéndome por mucho arte que rodee a la narración.
Por eso, valoro enormemente lo que ‘Retrato de una mujer en llamas’ ha conseguido conmigo: la trama no me irrita, desde luego, ni siquiera la considero aburrida, pero tampoco me inflama, ni mucho menos, simplemente me pilla muy de refilón; así las cosas, la huella que esta película habría dejado en mi recuerdo debería ser prácticamente imperceptible… pero perdurará gracias a cómo está contada, al estilo fílmico y puramente visual. No quepo en mí de gozo por semejante novedad.
En lo narrativo, insisto, no encuentro grandes protestas que emitir. De hecho, me parece muy bien hilado el tramo introductorio, cómo se nos plantea el asunto, con esa Heloise recién sacada del convento para heredar el futuro que en principio le estaba reservado a su hermana saltimbanqui. En todo caso, estaba claro que el conflicto planteado (chica que no se quiere dejar retratar, pintora que se tiene que buscar la vida) no podía sustentar dos horas de metraje. Los derroteros tenían que tirar en otra dirección, y así lo hacen. Y la relación que se establece entre los dos bellísimos personajes protagonistas es lo que no me molesta en absoluto, nunca me chirría, considero que está muy bien narrado… pero no me apasiona. Per se, esta historia habría dejado fría mi temperatura, pese a algunas derivadas interesantes que se plantean, como la asunción madura y doliente de ambas de la imposibilidad de variar el curso prefijado de los acontecimientos, por muy fuertes que sean las pulsiones que les alientan.
El talento de la autora se pone de manifiesto en la construcción de los personajes, en la credibilidad de sus comportamientos, en la dirección actoral, en el pulso narrativo… Todo está muy bien hecho, pero el planteamiento no es suficiente para emocionarme. Le daría, simplemente, un aplauso frío, tendría mi admiración pero no mi candor.
Sin embargo, he apuntado con mayúsculas el nombre de Celine Sciamma, cuyos trabajos previos no he visto, para seguirle de cerca de aquí en adelante (ya he repasado cuáles de sus películas tengo en Filmin, y he seleccionado un par para mis listas). De hecho, la consideraré como la directora que desvirgó definitivamente mi capacidad de disfrute cinematográfico extranarrativo. Ya había gozado de ciertos escarceos en ese ámbito, incluso me habían metido la puntita. Pero hasta el fondo, como ha hecho Celine, no me la habían clavado hasta ahora si no era con pleno acompañamiento de la trama.
En lo puramente visual, constantemente me han estado golpeando, para bien, dos elementos muy relacionados con el espíritu de la cinta: lo pictórico, por su protagonismo narrativo; y lo pirómano, reflejado en el título. Y es que constantemente me hacía imágenes mentales de fotogramas que perfectamente podrían adornar las paredes de mi salón, enmarcados y barnizados, y no creo que sea una mera paja mental mía, sino algo buscado por la directora y su equipo, cuyo esfuerzo creativo es capaz de convertir numerosas imágenes cinematográficas en puros lienzos. Al mismo tiempo, la utilización de las luces y las sombras merced al influjo de las llamas (sean de la chimenea, de las velas, de la hoguera de la fiesta) tiene un protagonismo visual constante a lo largo de la proyección, y sumamente gozoso.
No sé, quizá me haya venido arriba autoconsiderándome capaz de sacar partido a más y más facetas de una película; o quizá haya influido que la propia narración, sin aburrirme, no me absorbía; pero pocas veces con anterioridad he valorado tanto en directo, en un primer visionado sin pauses ni análisis, el estilo cinematográfico de una película. Además de la ya referida belleza cromática y visual, me ha encantado el empleo constante de Sciamma de los planos duraderos, sostenidos, con la cámara quieta, basados en el encuadre y la planificación de los movimientos de las actrices. Todo era armónico, todo estaba en su sitio, todo fluía coherente con el propio ritmo narrativo y con la peculiar atmósfera de la historia. Incluso la música, escasa a lo largo del metraje, posee en un par de momentos una tremenda potencia sensorial, tanto en la escena de la reunión playera como en el abrumador plano final de la cara de Adele Haenel al son de los violines de las cuatro estaciones de Vivaldi.
8
27 de febrero de 2022
27 de febrero de 2022
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
ARGUMENTO
Conocemos la historia de Amin, nombre ficticio de un hombre real. Es un refugiado afgano que llegó a Dinamarca contando que vio morir a toda su familia siendo un niño y escapó solo hasta llegar a Copenhague. Es, por tanto, un documental ficcionado, en el que la apuesta por la animación responde a cuestiones de salvaguardar el anonimato del autor del testimonio.
DESDE MI PUNTO DE VISTA
Interesantísima película, a la que otorgaría buena valoración incluso si todo fuese una ficción ideada por su autor. Por supuesto, su condición de estar basada en hechos reales incrementa su atractivo. Y, para colmo, haberla visto justo en la semana que se ha desatado una guerra que propiciará oleadas de refugiados le ha dado el toque definitivo de oportunidad que ha cerrado el círculo de mi disfrute.
Amin, como si estuviera en un diván de original tapizado, arranca la película anunciando, en plan busto parlante de documental, que nos va a contar su historia. Desde entonces, la promesa va a cumplirse siguiendo varias fórmulas, y no de un modo lineal, sino con saltos adelante y atrás que tienen la virtud de engarzar perfectamente la narración. De ese modo, además de ponernos en los zapatos de Amin tanto en su Kabul natal como en las diferentes etapas de su exilio forzado, conocemos la intrahistoria de la película, en una suerte de meta-cine que nos narra la relación entre el autor y el protagonista, y ciertas vicisitudes de la vida actual de éste.
En mi aproximación previa, me había quedado con la sensación de que iba a tener bastante peso en la estructura de la película la condición homosexual del protagonista. Y no es así en absoluto. Es uno más de los planos de su vida que Amin comparte, pero no es ni mucho menos decisivo. Lo nuclear es su experiencia como refugiado, cómo las circunstancias políticas de su país trastocaron su vida desde que era muy niño, haciéndole dejar atrás su casa en Kabul para adentrarse en un laberinto de dificultades por tierra y mar. ‘Flee’ se convierte así en una especie de docu-thriller, valioso como documento histórico al mismo tiempo que capaz de absorber nuestra atención y brindarnos hora y media de entretenimiento del nivel de una buena ficción.
¿Transmite mensaje político la película? Obviamente, sí, desde el momento en que pone sobre la mesa una realidad muy común en nuestro tiempo, y a la que las sociedades occidentales están respondiendo arrastrando los pies, dicho con magnánima benevolencia. Sin embargo, no me parece en absoluto una obra panfletaria, escorada o que abuse del subrayado. Es incisiva, sí, pero por su propio valor documental, no por cómo está narrada o compuesta. Ver ‘Flee’ cuando arranca una guerra en Europa predispone a la acogida de quienes escapen de Ucrania. Veremos cómo responden nuestras sociedades a este desafío, aunque he de adelantar que la papeleta es envenenada: si quienes huyen del conflicto se topan con situaciones tan duras como la de Amin, se nos debería caer la cara de vergüenza; y si las puertas se abren más que nunca, cabrá indignarse por establecer categorías entre refugiados de primera (europeos) y de segunda (los procedentes de África, de Siria, de Libia, por cuya contención pagamos a Turquía o felamos a Marruecos).
Por último, tratándose de una película de animación, es imperativo aludir a qué aporta esta técnica a la narración y la ornamentación. El hecho de que dibujar al protagonista en vez de filmarlo tenga una explicación protectora ya predispone a enjuiciar con benevolencia la consecuencia subsiguiente. Y sea por eso, o sea porque realmente me gusta, diré que siento comodidad espectadora ante el formato. No estamos ante una película que haga especial uso de las posibilidades que ofrece la animación y a las que es imposible llegar de otra manera, pero sí sabe jugar a menudo con la contraposición entre escenas animadas e imágenes históricas reales, y consigue que el plano narrativo no se vea penalizado por que debamos empatizar con un monigote, en vez de con un actor.
https://alliayeraquiahora.wordpress.com/2022/02/27/critica-de-cine-flee/
Conocemos la historia de Amin, nombre ficticio de un hombre real. Es un refugiado afgano que llegó a Dinamarca contando que vio morir a toda su familia siendo un niño y escapó solo hasta llegar a Copenhague. Es, por tanto, un documental ficcionado, en el que la apuesta por la animación responde a cuestiones de salvaguardar el anonimato del autor del testimonio.
DESDE MI PUNTO DE VISTA
Interesantísima película, a la que otorgaría buena valoración incluso si todo fuese una ficción ideada por su autor. Por supuesto, su condición de estar basada en hechos reales incrementa su atractivo. Y, para colmo, haberla visto justo en la semana que se ha desatado una guerra que propiciará oleadas de refugiados le ha dado el toque definitivo de oportunidad que ha cerrado el círculo de mi disfrute.
Amin, como si estuviera en un diván de original tapizado, arranca la película anunciando, en plan busto parlante de documental, que nos va a contar su historia. Desde entonces, la promesa va a cumplirse siguiendo varias fórmulas, y no de un modo lineal, sino con saltos adelante y atrás que tienen la virtud de engarzar perfectamente la narración. De ese modo, además de ponernos en los zapatos de Amin tanto en su Kabul natal como en las diferentes etapas de su exilio forzado, conocemos la intrahistoria de la película, en una suerte de meta-cine que nos narra la relación entre el autor y el protagonista, y ciertas vicisitudes de la vida actual de éste.
En mi aproximación previa, me había quedado con la sensación de que iba a tener bastante peso en la estructura de la película la condición homosexual del protagonista. Y no es así en absoluto. Es uno más de los planos de su vida que Amin comparte, pero no es ni mucho menos decisivo. Lo nuclear es su experiencia como refugiado, cómo las circunstancias políticas de su país trastocaron su vida desde que era muy niño, haciéndole dejar atrás su casa en Kabul para adentrarse en un laberinto de dificultades por tierra y mar. ‘Flee’ se convierte así en una especie de docu-thriller, valioso como documento histórico al mismo tiempo que capaz de absorber nuestra atención y brindarnos hora y media de entretenimiento del nivel de una buena ficción.
¿Transmite mensaje político la película? Obviamente, sí, desde el momento en que pone sobre la mesa una realidad muy común en nuestro tiempo, y a la que las sociedades occidentales están respondiendo arrastrando los pies, dicho con magnánima benevolencia. Sin embargo, no me parece en absoluto una obra panfletaria, escorada o que abuse del subrayado. Es incisiva, sí, pero por su propio valor documental, no por cómo está narrada o compuesta. Ver ‘Flee’ cuando arranca una guerra en Europa predispone a la acogida de quienes escapen de Ucrania. Veremos cómo responden nuestras sociedades a este desafío, aunque he de adelantar que la papeleta es envenenada: si quienes huyen del conflicto se topan con situaciones tan duras como la de Amin, se nos debería caer la cara de vergüenza; y si las puertas se abren más que nunca, cabrá indignarse por establecer categorías entre refugiados de primera (europeos) y de segunda (los procedentes de África, de Siria, de Libia, por cuya contención pagamos a Turquía o felamos a Marruecos).
Por último, tratándose de una película de animación, es imperativo aludir a qué aporta esta técnica a la narración y la ornamentación. El hecho de que dibujar al protagonista en vez de filmarlo tenga una explicación protectora ya predispone a enjuiciar con benevolencia la consecuencia subsiguiente. Y sea por eso, o sea porque realmente me gusta, diré que siento comodidad espectadora ante el formato. No estamos ante una película que haga especial uso de las posibilidades que ofrece la animación y a las que es imposible llegar de otra manera, pero sí sabe jugar a menudo con la contraposición entre escenas animadas e imágenes históricas reales, y consigue que el plano narrativo no se vea penalizado por que debamos empatizar con un monigote, en vez de con un actor.
https://alliayeraquiahora.wordpress.com/2022/02/27/critica-de-cine-flee/

5,8
4.923
5
31 de julio de 2021
31 de julio de 2021
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Mi única experiencia con Terence Davis había sido ‘Sunset song’, que me dejó buen sabor de boca, así que ante la ardua cartelera de estos tiempos, me alegré mucho al ver que programaban esta famosa película en la Filmoteca de Catalunya.
Tras someterme durante hora y media a los desvelos de la pobre Rachel Weisz, mi balance es muy decepcionante. Es de esas veces en que no casa un análisis objetivo de los elementos con la experiencia espectadora vivida.
Así, no me atrevería en absoluto a desdeñar los aspectos cinematográficos de esta obra: tanto Rachel como sus replicantes masculinos se afanan en dotar de intensidad a sus personajes; la ambientación de un Londres aún asolado por la Segunda Guerra Mundial está muy trabajada, y la lúgubre fotografía es perfecto complemento a los dramátricos sucesos que se nos narran; el guión es profuso es riqueza expresiva, como cabía esperar de un texto adaptado de un éxito teatral… Todo rezume calidad cinéfila, y me daba perfecta cuenta de ello mientras transcurría el metraje.
Pero qué le vamos a hacer, yo no formo parte del público al que se dirige el señor Davis. Me gustan más las películas pausadas que las espídicas, las que priorizan los sentimientos que las que apelan a las vísceras o los puños… pero en este caso concreto me he aburrido bastante, creo que el freno de mano se le queda echado al director, y no hay manera de que me enganche al curso de la cinta. Además, me asalta constantemente la sensación de que no estoy en manos de un cineasta, sino de un dramaturgo, porque me sobra la afectación de los personajes, su dicción exacerbada, su teatralidad engolada. En ningún momento empatizo con los sufrimientos de ella (¿por que quería suicidarse?), y tampoco me cae especialmente bien el señor Page. Al final, con el que hago mejores migas es con el estirado magistrado, y no creo que ésa fuera la intención del autor…
Si lo llego a saber, me voy al Grec en vez de a la filmoteca…
Tras someterme durante hora y media a los desvelos de la pobre Rachel Weisz, mi balance es muy decepcionante. Es de esas veces en que no casa un análisis objetivo de los elementos con la experiencia espectadora vivida.
Así, no me atrevería en absoluto a desdeñar los aspectos cinematográficos de esta obra: tanto Rachel como sus replicantes masculinos se afanan en dotar de intensidad a sus personajes; la ambientación de un Londres aún asolado por la Segunda Guerra Mundial está muy trabajada, y la lúgubre fotografía es perfecto complemento a los dramátricos sucesos que se nos narran; el guión es profuso es riqueza expresiva, como cabía esperar de un texto adaptado de un éxito teatral… Todo rezume calidad cinéfila, y me daba perfecta cuenta de ello mientras transcurría el metraje.
Pero qué le vamos a hacer, yo no formo parte del público al que se dirige el señor Davis. Me gustan más las películas pausadas que las espídicas, las que priorizan los sentimientos que las que apelan a las vísceras o los puños… pero en este caso concreto me he aburrido bastante, creo que el freno de mano se le queda echado al director, y no hay manera de que me enganche al curso de la cinta. Además, me asalta constantemente la sensación de que no estoy en manos de un cineasta, sino de un dramaturgo, porque me sobra la afectación de los personajes, su dicción exacerbada, su teatralidad engolada. En ningún momento empatizo con los sufrimientos de ella (¿por que quería suicidarse?), y tampoco me cae especialmente bien el señor Page. Al final, con el que hago mejores migas es con el estirado magistrado, y no creo que ésa fuera la intención del autor…
Si lo llego a saber, me voy al Grec en vez de a la filmoteca…

7,0
1.277
6
11 de agosto de 2019
11 de agosto de 2019
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Argumento
Sinan ha completado con éxito sus estudios universitarios para maestro de primaria, y vuelve a su casa familiar en Çanakkale, en la Turquía profunda, a la espera de dar el siguiente paso en su vida, bien obteniendo alguna de las disputadísimas plazas de maestro estatal, o bien convirtiéndose, como ambiciona, en escritor. Lo que sea, habrá de empezar a labrárselo en un contexto familiar muy complicado, merced a los desmanes de su ludópata padre.
Sobre lo narrativo
En cierto sentido, puedo afirmar que “El peral salvaje”, pese a sus 188 minutos de duración, se me hizo corta. Me refiero a que acaba cuando mayor es mi implicación con la trama, más intensa está siendo mi conexión con lo que cuenta el director. En ese aspecto, llega el ‘The end’ y me quedo con ganas de más… Pero, aclaro, eso no significa que la película se me haya pasado en un suspiro. Antes al contrario, hay una fase inicial en la que no me interesa mucho lo que está desfilando ante mis ojos, e incluso ciertos momentos en que se me hace bola.
Nada más poner Sinan pie en Çanakkale, un vecino le espeta la primera queja relacionada con las deudas pendientes que ha contraído Idris, su padre. A partir de ahí, vamos descubriendo poco a poco (ir al grano no está entre las características narrativas de Ceylan) los estragos que la afición de Idris por apostar en las carreras de caballos ha generado sobre la familia. Tenemos ahí el vector más consistente de la historia, el hilo conductor más protagónico dentro de un guión que fluctúa por caminos muy diversos, que va y viene, que no tiene ninguna timidez para incluir elementos tangenciales de toda índole, algunos de ellos sumamente duraderos. Sinan jamás desaparece de escena, participa en todas y cada una de las secuencias, pero nos lleva por múltiples temáticas, hasta el punto de que por momentos resulta difícil pisar suelo firme. Al menos yo, alternaba entre fases en las que sentía que seguía el hilo que marcaba el cineasta, y otras en que me había extraviado totalmente.
Una cosa está clara: Ceylan goza de gran predicamento entre sus productores, ya que es de cajón que hay escenas, sub-tramas y vericuetos que podían haber sido carne de tijera para dejar el metraje en unas proporciones mucho más comerciales. Lejos de ello, la película se permite chapuzones en todo tipo de reflexiones, siempre con Sinan involucrado en ellas. El protagonista participa así en extensivas conversaciones sobre literatura (el exitoso escritor local demuestra tener una paciencia tan admirable como finita), sobre la ciudad de Çanakkale (las visiones del alcalde y el empresario arenero sobre la trascendencia actual del Caballo de Troya están muy alejadas de la de Sinan), sobre el amor (apetecería que el personaje de Hatice tuviera alguna otra presencia en pantalla después del mordisco), sobre la fe y la religión (se me hizo insoportablemente larga la perorata con los dos imames)…
Pero, entre tanto vaivén, el centro de gravedad de la historia es la relación entre el protagonista y su padre. Se puede entender cierta dosis de resquemor en Sinan ante las turbulencias que la adicción de Idris ha causado en las vidas del resto de la familia, con esa madre tan perjudicada como terca en defender a su marido. Pero el propio Sinan muestra actitudes y comportamientos sumamente mezquinos, lo cual va a provocarnos urticaria cuando le escuchemos proferir expresiones de supremacismo moral sobre su padre. Seguramente es por eso por lo que el último tramo de la película, cuando vemos a Sinan volver de la mili y encontrarse con una nueva realidad, atrapa mi atención de forma más entregada. Me parece de justicia poética ver cómo la balanza de éxitos-fracasos de padre e hijo se equilibrada por mor de la gratificación de uno y el fracaso comercial del otro, y siento una oleada de gusto cuando intuyo que la escena que estoy viendo sería un perfecto final, y efectivamente emergen los títulos de crédito. Ceylan consigue de ese modo diluir los momentos de cierto aburrimiento que he experimentado, e incluso la irritación que me ha alterado durante las interminables disquisiciones metafísicas y sepulcrales de los cansinos imames.
Sobre lo artístico
Cualquier película de más de tres horas de duración corre el riesgo intrínseco de saturar al público, más aún en estos tiempos actuales de inmediatez y obvios déficits de atención. Ceylan, además, se permite el lujo de narrar en un tiempo tan desmesurado una historia no especialmente entretenida, ni llena de giros y sobresaltos narrativos. “El peral salvaje” compra, pues, muchos boletos para ganar el premio al tostón.
Sin embargo, e incluso admitiendo que en determinados momentos mi atención se resiente (digámoslo claro, algún bostezo cayó), cuando acaba la proyección no se me ha hecho larga, no he sentido la tentación de mirar el reloj a ver cuánto falta. Buscando una explicación artística para ello, tengo claro que las reservas con que salgo del visionado del Ceylan “narrador” se convierten en pura admiración hacia el Ceylan “pintor”. Y es que la cinta es una auténtica colección de planos sobrecogedores, de imágenes bellísimas, de estimulantes juegos de luz, de paisajes que piden a gritos un poco de óleo y un buen marco… Por mi parte, los excesos de metraje del director quedan perdonados ante semejante homenaje visual.
Sinan ha completado con éxito sus estudios universitarios para maestro de primaria, y vuelve a su casa familiar en Çanakkale, en la Turquía profunda, a la espera de dar el siguiente paso en su vida, bien obteniendo alguna de las disputadísimas plazas de maestro estatal, o bien convirtiéndose, como ambiciona, en escritor. Lo que sea, habrá de empezar a labrárselo en un contexto familiar muy complicado, merced a los desmanes de su ludópata padre.
Sobre lo narrativo
En cierto sentido, puedo afirmar que “El peral salvaje”, pese a sus 188 minutos de duración, se me hizo corta. Me refiero a que acaba cuando mayor es mi implicación con la trama, más intensa está siendo mi conexión con lo que cuenta el director. En ese aspecto, llega el ‘The end’ y me quedo con ganas de más… Pero, aclaro, eso no significa que la película se me haya pasado en un suspiro. Antes al contrario, hay una fase inicial en la que no me interesa mucho lo que está desfilando ante mis ojos, e incluso ciertos momentos en que se me hace bola.
Nada más poner Sinan pie en Çanakkale, un vecino le espeta la primera queja relacionada con las deudas pendientes que ha contraído Idris, su padre. A partir de ahí, vamos descubriendo poco a poco (ir al grano no está entre las características narrativas de Ceylan) los estragos que la afición de Idris por apostar en las carreras de caballos ha generado sobre la familia. Tenemos ahí el vector más consistente de la historia, el hilo conductor más protagónico dentro de un guión que fluctúa por caminos muy diversos, que va y viene, que no tiene ninguna timidez para incluir elementos tangenciales de toda índole, algunos de ellos sumamente duraderos. Sinan jamás desaparece de escena, participa en todas y cada una de las secuencias, pero nos lleva por múltiples temáticas, hasta el punto de que por momentos resulta difícil pisar suelo firme. Al menos yo, alternaba entre fases en las que sentía que seguía el hilo que marcaba el cineasta, y otras en que me había extraviado totalmente.
Una cosa está clara: Ceylan goza de gran predicamento entre sus productores, ya que es de cajón que hay escenas, sub-tramas y vericuetos que podían haber sido carne de tijera para dejar el metraje en unas proporciones mucho más comerciales. Lejos de ello, la película se permite chapuzones en todo tipo de reflexiones, siempre con Sinan involucrado en ellas. El protagonista participa así en extensivas conversaciones sobre literatura (el exitoso escritor local demuestra tener una paciencia tan admirable como finita), sobre la ciudad de Çanakkale (las visiones del alcalde y el empresario arenero sobre la trascendencia actual del Caballo de Troya están muy alejadas de la de Sinan), sobre el amor (apetecería que el personaje de Hatice tuviera alguna otra presencia en pantalla después del mordisco), sobre la fe y la religión (se me hizo insoportablemente larga la perorata con los dos imames)…
Pero, entre tanto vaivén, el centro de gravedad de la historia es la relación entre el protagonista y su padre. Se puede entender cierta dosis de resquemor en Sinan ante las turbulencias que la adicción de Idris ha causado en las vidas del resto de la familia, con esa madre tan perjudicada como terca en defender a su marido. Pero el propio Sinan muestra actitudes y comportamientos sumamente mezquinos, lo cual va a provocarnos urticaria cuando le escuchemos proferir expresiones de supremacismo moral sobre su padre. Seguramente es por eso por lo que el último tramo de la película, cuando vemos a Sinan volver de la mili y encontrarse con una nueva realidad, atrapa mi atención de forma más entregada. Me parece de justicia poética ver cómo la balanza de éxitos-fracasos de padre e hijo se equilibrada por mor de la gratificación de uno y el fracaso comercial del otro, y siento una oleada de gusto cuando intuyo que la escena que estoy viendo sería un perfecto final, y efectivamente emergen los títulos de crédito. Ceylan consigue de ese modo diluir los momentos de cierto aburrimiento que he experimentado, e incluso la irritación que me ha alterado durante las interminables disquisiciones metafísicas y sepulcrales de los cansinos imames.
Sobre lo artístico
Cualquier película de más de tres horas de duración corre el riesgo intrínseco de saturar al público, más aún en estos tiempos actuales de inmediatez y obvios déficits de atención. Ceylan, además, se permite el lujo de narrar en un tiempo tan desmesurado una historia no especialmente entretenida, ni llena de giros y sobresaltos narrativos. “El peral salvaje” compra, pues, muchos boletos para ganar el premio al tostón.
Sin embargo, e incluso admitiendo que en determinados momentos mi atención se resiente (digámoslo claro, algún bostezo cayó), cuando acaba la proyección no se me ha hecho larga, no he sentido la tentación de mirar el reloj a ver cuánto falta. Buscando una explicación artística para ello, tengo claro que las reservas con que salgo del visionado del Ceylan “narrador” se convierten en pura admiración hacia el Ceylan “pintor”. Y es que la cinta es una auténtica colección de planos sobrecogedores, de imágenes bellísimas, de estimulantes juegos de luz, de paisajes que piden a gritos un poco de óleo y un buen marco… Por mi parte, los excesos de metraje del director quedan perdonados ante semejante homenaje visual.

5,6
2.342
9
12 de mayo de 2024
12 de mayo de 2024
20 de 40 usuarios han encontrado esta crítica útil
ARGUMENTO
Nina abandonó su pueblo hace muchos años, siendo una adolescente, y jamás había regresado. Ni siquiera para despedirse de su padre enfermo. Pero ahora vuelve, y lleva consigo una escopeta, para evidenciar lo dispuesta que está a ajustar cuentas con su traumático pasado.
DESDE MI PUNTO DE VISTA
«¿Hubo otras niñas?», inquiere obsesivamente Nina, con un convincente artilugio en sus manos para persuadir al interpelado de que se tome en serio la pregunta. Y la pantalla deviene en rojo intenso, y tras 105 minutos con los ojos de par en par, la música de Zeltia Montes me envuelve una vez más, y se mezclan en mi ánimo sensaciones contrapuestas: honda satisfacción por lo que acabo de ver, y al mismo tiempo desasosiego por lo mucho que me ha sacudido.
Ya en la primera secuencia, oscura en todos los sentidos, cuando Nina pone por primera vez en su punto de mira a ese escritor autor de capítulos tan trascendentes de su vida, soy consciente de lo que me espera: muchas recompensas, porque sé que la directora otorga máxima importancia a cada fotograma, y al mismo tiempo la convicción de que voy a perderme cosas, de que se me van a escapar guiños, de que no voy a ser capaz de ponderar todo lo que va a desfilar ante mis ojos. Decido quitarme presión de encima: pillaré lo que pueda, celebraré cada hallazgo, y no me fustigaré por lo que se me escape. Hemos venido a disfrutar.
Una vez adoptada esa pragmática postura, logro efectivamente pasar una muy estimulante velada, en la que me cuesta incluso parpadear, pese a que no estemos ante una propuesta adrenalínica, ni plagada de resultones fogonazos. Lo que me conecta es la continuidad de la trama, su capacidad de involucrarme, de suscitar mi interés en por qué una actriz instalada en Madrid se convierte en semejante guiñapo emocional cuando vuelve a su pueblo.
Uno de los aspectos más reseñables de ‘Nina’ es cómo decide Andrea contarnos eso que sucedió en el pasado, tantos años atrás. La semana pasada vi ‘La casa’, otra estupenda película española que también alternaba pasado y presente, y si en aquella Álex Montoya tiraba de solvencia con el asunto de los flashbacks, en mi opinión es aún más osada, y redonda, la apuesta de la autora de ‘Nina’. No son saltos atrás al uso, sino que se busca una quirúrgica inclusión, que responda a criteros argumentales, espaciales y sensitivos. Hay un par de planos en los que no sé si estoy viendo la cara de Patricia López Arnaiz o los de Aina Picarolo, y solo puedo atribuirlo al talento narrativo de la cineasta. Por cierto, no puedo sino quitarme el sombrero ante las dos Ninas, la adulta y la jovenzuela. Deslumbrante Patricia, y muy bien también Aina.
Una buena prueba de lo mucho que disfruto de la película es que varias veces, sin estar yo pendiente de buscar paralelismos, me asaltan flashes en plan «esto me recuerda al cine de…». En la primera parte de la proyección, siento que estoy viendo una película de cine clásico, sin que en absoluto me resulte viejuno o acartonado, me refiero a la mejor acepción de clasicismo. Más adelante, creo ver elementos hitchcockianos (en la persecución a lo ‘Vértigo’, pero no solo), alguna conversación entre Blas y Nina me trae a la cabeza al Almodóvar más reciente, y los últimos momentos del metraje me conducen inexorablemente al universo tarantinesco. Quizá mi militancia me lleve demasiado lejos, pero incluso rebajando el tono, estamos ante una obra que desdibuja los patrones mentales en que encuadramos al exitoso cine femenino español de los últimos años. La propia directora ha reflexionado un poco sobre todo esto, cuando reclama que no se encasille a las mujeres cineastas para que hagan determinado tipo de película, pequeñita, sentimental, algo así como femenina. Lo dice desde el respeto más absoluto, sin la menor intención de minusvalorar ‘Alcarrás’ o ‘Cinco lobitos’. Y le compro el argumento, yo que tanto disfruté de las obras de Carla Simón y Alauda Ruiz de Azúa.
Hay otra cosa que le he leído a Andrea sobre su película: que es combativa y feminista, pero no panfletaria. Y es que, evidentemente, trata un asunto de ferviente actualidad, como es todo lo relacionado con el consentimiento. Y pone el acento en dos aspectos de gran interés. Por un lado, cuando Nina comprende que todo el pueblo «sabía lo que pasaba», aún se siente más humillada, más abandonada y desprotegida. Su amigo Blas se excusa diciendo que «eran otros tiempos», y dándole vueltas al concepto, no tengo claro si de verdad las cosas han cambiado lo suficiente, si hoy en día es imposible que se obvie algo así. Me consuelo pensando que, si al menos tengo dudas, significa que algo hemos debido avanzar. Aunque, evidentemente, falta mucho trecho.
Nina abandonó su pueblo hace muchos años, siendo una adolescente, y jamás había regresado. Ni siquiera para despedirse de su padre enfermo. Pero ahora vuelve, y lleva consigo una escopeta, para evidenciar lo dispuesta que está a ajustar cuentas con su traumático pasado.
DESDE MI PUNTO DE VISTA
«¿Hubo otras niñas?», inquiere obsesivamente Nina, con un convincente artilugio en sus manos para persuadir al interpelado de que se tome en serio la pregunta. Y la pantalla deviene en rojo intenso, y tras 105 minutos con los ojos de par en par, la música de Zeltia Montes me envuelve una vez más, y se mezclan en mi ánimo sensaciones contrapuestas: honda satisfacción por lo que acabo de ver, y al mismo tiempo desasosiego por lo mucho que me ha sacudido.
Ya en la primera secuencia, oscura en todos los sentidos, cuando Nina pone por primera vez en su punto de mira a ese escritor autor de capítulos tan trascendentes de su vida, soy consciente de lo que me espera: muchas recompensas, porque sé que la directora otorga máxima importancia a cada fotograma, y al mismo tiempo la convicción de que voy a perderme cosas, de que se me van a escapar guiños, de que no voy a ser capaz de ponderar todo lo que va a desfilar ante mis ojos. Decido quitarme presión de encima: pillaré lo que pueda, celebraré cada hallazgo, y no me fustigaré por lo que se me escape. Hemos venido a disfrutar.
Una vez adoptada esa pragmática postura, logro efectivamente pasar una muy estimulante velada, en la que me cuesta incluso parpadear, pese a que no estemos ante una propuesta adrenalínica, ni plagada de resultones fogonazos. Lo que me conecta es la continuidad de la trama, su capacidad de involucrarme, de suscitar mi interés en por qué una actriz instalada en Madrid se convierte en semejante guiñapo emocional cuando vuelve a su pueblo.
Uno de los aspectos más reseñables de ‘Nina’ es cómo decide Andrea contarnos eso que sucedió en el pasado, tantos años atrás. La semana pasada vi ‘La casa’, otra estupenda película española que también alternaba pasado y presente, y si en aquella Álex Montoya tiraba de solvencia con el asunto de los flashbacks, en mi opinión es aún más osada, y redonda, la apuesta de la autora de ‘Nina’. No son saltos atrás al uso, sino que se busca una quirúrgica inclusión, que responda a criteros argumentales, espaciales y sensitivos. Hay un par de planos en los que no sé si estoy viendo la cara de Patricia López Arnaiz o los de Aina Picarolo, y solo puedo atribuirlo al talento narrativo de la cineasta. Por cierto, no puedo sino quitarme el sombrero ante las dos Ninas, la adulta y la jovenzuela. Deslumbrante Patricia, y muy bien también Aina.
Una buena prueba de lo mucho que disfruto de la película es que varias veces, sin estar yo pendiente de buscar paralelismos, me asaltan flashes en plan «esto me recuerda al cine de…». En la primera parte de la proyección, siento que estoy viendo una película de cine clásico, sin que en absoluto me resulte viejuno o acartonado, me refiero a la mejor acepción de clasicismo. Más adelante, creo ver elementos hitchcockianos (en la persecución a lo ‘Vértigo’, pero no solo), alguna conversación entre Blas y Nina me trae a la cabeza al Almodóvar más reciente, y los últimos momentos del metraje me conducen inexorablemente al universo tarantinesco. Quizá mi militancia me lleve demasiado lejos, pero incluso rebajando el tono, estamos ante una obra que desdibuja los patrones mentales en que encuadramos al exitoso cine femenino español de los últimos años. La propia directora ha reflexionado un poco sobre todo esto, cuando reclama que no se encasille a las mujeres cineastas para que hagan determinado tipo de película, pequeñita, sentimental, algo así como femenina. Lo dice desde el respeto más absoluto, sin la menor intención de minusvalorar ‘Alcarrás’ o ‘Cinco lobitos’. Y le compro el argumento, yo que tanto disfruté de las obras de Carla Simón y Alauda Ruiz de Azúa.
Hay otra cosa que le he leído a Andrea sobre su película: que es combativa y feminista, pero no panfletaria. Y es que, evidentemente, trata un asunto de ferviente actualidad, como es todo lo relacionado con el consentimiento. Y pone el acento en dos aspectos de gran interés. Por un lado, cuando Nina comprende que todo el pueblo «sabía lo que pasaba», aún se siente más humillada, más abandonada y desprotegida. Su amigo Blas se excusa diciendo que «eran otros tiempos», y dándole vueltas al concepto, no tengo claro si de verdad las cosas han cambiado lo suficiente, si hoy en día es imposible que se obvie algo así. Me consuelo pensando que, si al menos tengo dudas, significa que algo hemos debido avanzar. Aunque, evidentemente, falta mucho trecho.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
En todo caso, lo más revelador sobre esta cuestión es lo que el guión nos reserva para esa última y potentísima escena de la terraza. Darío Grandinetti representa en ese momento a tantos hombres… «Yo no te forcé a nada», «ambos queríamos que pasara». Ahí, exactamente ahí, está poniendo el dedo en la llaga. No se siente culpable; no es que escurra el bulto, que tire balones fuera. Es que, de verdad, piensa que no pasó nada malo. Incluso tiene la desfachatez de decir «lo siento» en vez de pedir perdón cuando no le queda más remedio que arrodillarse. Por eso, precisamente por eso, cuando Nina le obliga a abrir la boca, «confía en mí», se convierte en una auténtica diosa.
https://alliayeraquiahora.wordpress.com/2024/05/12/critica-de-cine-nina/
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