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Críticas 96
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
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3 de noviembre de 2009 3 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
La comedia romántica es un subproducto. Pero como todo subproducto puede dignificarse. Notting Hill, El cielo abierto y Antes del Atardecer han sido de los pocos en los últimos años que lo han conseguido.
La receta para dignificarla está muy clara. Pasa por alguna de estas tres cosas. La primera es conseguir hilaridad en la comedia, hacer reír hasta olvidarse de la endeblez de lo que se ve. La segunda es la profundidad del romance, hacer llorar con tanta sinceridad como filosofía. La tercera es la originalidad, optar por caminos nada transitados que saquen a la comedia romántica de la ruta al estercolero.
500 días juntos busca denodadamente por alcanzar su dignidad. Y lo hace por los tres medios.
Primero busca la originalidad. Toma decisiones aparentemente arriesgadas en la estructura no cronológica, en las imágenes pictóricas, en la aceleración del paso del tiempo. Pero no se atreve a arriesgarse del todo.
Luego prueba la hilaridad de la comedia. Y durante algún segmento lo consigue. Gracias a la empatía con el protagonista y a una cierta mirada irónica, logra risas durante 30 minutos muy agradecibles de su metraje. Pero de repente, le da miedo seguir por esa línea, continuar su apuesta por la corrosión.
Y entonces pasa a la última de las probabilidades, a buscar la profundidad en el romance. Y ahí quiere alejarse de los tópicos fáciles, del chico recupera chica, del final de Hollywood, de la parte dura del amor, de la droga de autoengaño en que puede convertirse. Pero lo hace sin convicción, sin ofrecer más filosofía que un artículo de revista.
Por eso, entre fotos llamativas, gracietas de test y reflexiones autoirónicas, acaba pareciéndose más al Cosmopolitan que a El graduado. Y es que, igual que el protagonista, el director también hace una mala revisión de la película germen de la comedia romántica moderna. En la acumulación, Webb olvida las recetas que Buck Henry y Mike Nichols encontraron.
La dignidad no está en la apariencia, está en la esencia. Si se quiere contar algo especial, si se cuenta desde las tripas, ya hay la materia prima para la comedia romántica. Lo demás está en la elaboración: en sumarle risas, en proporcionarle profundidad, en encontrar la voz original.
500 días juntos se preocupa por la elaboración, pero no tiene materia prima.
1 de septiembre de 2009 3 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hay directores que sabes que algún día harán una obra maestra. Son directores cuyo talento se aprecia en cada uno de los granos de las imágenes. Puede que todavía no hayan hecho una gran película, puede que sí la hayan hecho, pero sabes que llegará el momento donde alcancen la intemporalidad. Tom McCarthy es de éstos.
Su descomunal don no es un talento llamativo. No se aprecia en grandes angulares o en planos-secuencia que llamen la atención sobre sí mismos. Se ve en cosas mucho más simples, mucho más definitivas. Se nota en su forma de encontrar simetría en el caos, de ver almas donde sólo había individuos, de captar las relaciones, de entender qué es lo reseñable, de identificar la felicidad más como un momento que como un estado. Se nota en su forma de crear magia a partir de lo cotidiano.
Todo eso sale a la luz en la magistral primera media hora de The Visitor. Es tan palpable, tan gozosa que la audiencia comienza a recrearse y se mete dentro de una película que no es la que va a ver. Esa media hora vale por el 99,9% del cine de este año. Lo que viene después no es peor. Pero no es lo que hemos visto.
Lo que viene después es cine de mensaje, es cine de denuncia. Un cine que podría haber hecho cualquiera. Es verdad que en manos de McCarthy es un cine mejor. Sabe evitar los tópicos, sabe no recurrir a los excesos, sabe evitar el melodrama, sabe mantener el atractivo de las relaciones. Pero donde en la primera parte no había buenos ni malos, no había discursos ni partes, no había fuentes ni fines, en la segunda aparece todo eso bajo la forma de un tipo de cine más serio, menos perdurable.
Creo que a McCarthy le ha podido su compromiso con el mundo. Es un pecado venial, sí, pero no deja de ser un pecado. Si vuelve a las vías de The Station Agent con la madurez y el dominio de la puesta en escena que aquí muestra, pronto, muy pronto tendremos su obra maestra, su paso a la posteridad.
27 de agosto de 2009 3 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Michael Mann es incapaz de hacer una película mala. Enemigos públicos va a ser lo más cerca que va a estar de conseguirlo.
Es incapaz de hacer una película mala porque es capaz de huir de los tópicos, porque rueda de forma excelente, porque sabe generar intriga, porque sabe montar y porque hace cine comercial en el que se implica personalmente. Todas estas virtudes aparecen en Enemigos públicos. Pero no aparece ninguna más.
Como casi siempre, todo nace del guión. Y ahí aparece la primera ausencia. Falta Eric Roth, el hombre que ha sido capaz de convertir cada escena en un conflicto ético en la magistral El dilema. Pues donde en ésta, o en Collateral, había profundidad en cada plano, aquí no hay más que acción. Donde en ésta, o en Collateral, había personajes y relaciones apasionantes entre ellos, aquí no hay más que meros vehículos para contar secuencias. Donde en ésta, o en Collateral, había foco en un momento concreto de sus vidas, aquí no hay más que dispersión. Donde en ésta, o en Collateral, se mostraba de forma inteligente los dos lados del conflicto, aquí se elige mal el conflicto: sobran polis y mafiosos y falta el verdadero juez, el pueblo.
Y todo esto acaba lastrando los 14o minutos de Enemigos públicos. No lastra tanto como para aburrir, porque este hombre es incapaz de aburrir. Pero no lo hace apasionante. Tampoco colabora una fotografía digital con errores notables. Ni una banda sonora que se mueve entre la banalidad y la reiteración. Ni un reparto de secundarios sin personajes que defender.
Todo colabora para que Enemigos públicos sea la peor película de Michael Mann. Sí, no es una película mala, pero sí lo más cerca que va a estar de serlo.
5 de diciembre de 2008 3 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Woody Allen nunca se queda quieto. No sólo es que haga una película por año. Es que además en cada peli trata de probar algo nuevo. Unas veces lo prueba con saltos de cámara (Desmontando a Harry), otras te hace saltar al otro lado de la pantalla (La rosa púrpura de El Cairo) otras te mete un coro griego (Poderosa Afrodita) o uno postmortem (Scoop), otras trata de devenir Fellini (Recuerdos) y otras Bergman (Susurros y sombras). Esta vez ha decidido volverse Rohmer.


Sí, porque cuando se inicia Vicky Cristina Barcelona, lo primero que sorprende en el maestro de los diálogos es la voz en off. No es un narrador típico de película de Hollywood, es un narrador robado directamente de los narradores de Eric Rohmer. Una voz que te cuenta literariamente cosas que no ves en pantalla y que dan mucha más información que la que la historia requiere. Esa figura tan poco cinematográfica se vuelve omnipresente, perenne. Quizás al principio parece que lastre la narración, pero cuando se vuelve hábito, llega a devenir estilo. Y como en Rohmer, eso le da fuerza, diferencia.


También Bardem podría ser un personaje del genio de la Nouvelle Vague. Su Juan Antonio parece la versión masculina de La coleccionista. Su obstinación nada futil en ligarse a todo bicho viviente, en manos de otro le habría convertido en un bon vivant. Pero en las manos del rohmeriano Allen, se vuelve un personaje torturado por tratar de hacer felices a los demás. Todo eso lo consigue gracias a su forma de narrar, pero sobre todo gracias a un excelso Bardem, que huye de su dominio de la interpretación cómica para centrarse en seguir explorando su catarata de recursos. Una vez más, Bardem vuelve a demostrar que es el único actor vivo capaz de no imitarse a sí mismo, de tener un millón de gestos distintos. No hay en su Juan Antonio nada de ninguno de sus personajes anteriores. Todo es reinvención, todo es invención.


Así, gracias a él, a Rohmer y a una Penélope Cruz en estado de gracia asistimos a una comedia que no lo es tanto, y a un drama que tampoco es tan profundo. Todo está a caballo entre lo ligero y lo profundo, entre lo emocional y lo anecdótico. Como casi siempre que obvia tener un claro alter ego, Allen no alcanza el esplendor de sus mejores obras. Pero sigue intentándolo. Y como el francés, lo intenta por caminos que le hacen parecer un viejo verde. Pero no le importa, él lo sigue intentando.


Lo que sí que no cambia es su mirada. Su mirada es tan turística como la que hizo sobre Londres o la que hace sobre Nueva York, es la de un artista empeñado en pintar el mundo exterior del modo más bonito posible para que luego contraste con el mundo interior, la de alguien con la eterna insatisfacción del que busca sabiendo que la felicidad está en no encontrarlo. Es esa búsqueda la que hace que Allen nunca se quede quieto. La que nos asegura que el próximo año volverá a intentar algo distinto.
25 de febrero de 2010 2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
¿Se puede sostener el estado del bienestar actuando de una forma que esté bien?
¿Consumir un canuto es hacer que un niño se condene a vender drogas?
¿Matar puede ser la mejor forma de salvar vidas?
Tropa de élite nos hace todas estas preguntas. Tropa de élite logra que nos planteemos todas las anteriormente verdades inmutables progres. Tropa de élite consigue que nos replanteemos gran parte de nuestra corrección política.
Lo hace gracias a su trama. Una trama tan atada a la realidad que se llega a confundir con ésta. Lo hace gracias a su punto de vista. Un punto de vista con tantas conexiones con el Travis Bickle de Taxi Driver que llega a confundirnos casi tanto como a él. Lo hace gracias a un espídico montaje, que agarra tu confort y lo lanza por los aires. Lo hace gracias a un guión con estructura en seis, que te mueve y te remueve hasta volcar tus principios.
Pero lo mejor no está en la forma. Lo mejor ni siquiera está en el fondo. Lo mejor es que puedas crear que te has tragado una peli de género. Lo mejor es que la reflexión parece estar en la superficie cuando está en el fondo. Lo mejor es que, sujeto a su acción, deja que seamos nosotros quienes respondamos a sus preguntas. Lo mejor es que todavía hoy, lejos del impacto, nos seguimos haciendo nuevas preguntas. Lo mejor es que hoy no somos ni seremos los mismos que ayer.
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