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9
12 de febrero de 2023
12 de febrero de 2023
4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Un lugar en la cumbre (A room at the top, 1959), inspirada opera prima de Jack Clayton, adaptación de la espléndida novela de John Brayne, es el relato de una desaparición, de una derrota. Comienza con la llegada, en tren, de Joe (Laurence Harvey) a la tierra de la realización de los sueños, Warnley, ese mundo que miraba desde la distancia, o desde abajo, desde su población, Dafton. Finaliza con su alejamiento, de sí mismo, ya cautivo de aquello a lo que aspiraba, alcanzar un lugar en la cumbre, gracias a la boda que acaba de realizar con la hija del hombre más pudiente de Warnley, con quien se aleja en coche. Pero sus lágrimas revelan que se ha perdido ya a sí mismo en el trayecto. Quisiera retroceder, pero no sabe ya cómo. Mirar hacia atrás es mirar hacia las huellas de sus errores, al reguero de sangre de lo que ha atropellado. Un lugar en la cumbre no es el relato de un arribista. O sí pero no. Joe es alguien escindido, o vacilante, del mismo modo que oscila entre dos mujeres. Una, Susan (Heather Sears), representa la aspiración del logro material, esa realidad soñada que contemplaba desde las penurias que habitaba, realidad de ruinas, tanto la de las bombas de la guerra recién finalizada dos años atrás, como la de la pobreza. Susan representa lo que quisiera ser porque no quiere verse relegado a su condición, a un determinismo que es una imposición, cada uno en su lugar, de acuerdo a su clase, sin pretensiones de querer romper el cerco y aspirar a una posición no permitida (y que los que detentan una posición de privilegio no dejan de remarcar). Joe quiere liberarse de su pasado, de su estigma, y conformar su futuro como si ese pasado no hubiera existido. Susan es un cuerpo pero ante todo es un símbolo, es una figura en la distancia, un objetivo, una representación. Cuando visita su pueblo, su tía remarca que cuando le pregunta por la chica que le gusta, Joe sólo habla de su padre y del dinero que tiene.
Alice, en cambio, representa lo que es, representa lo que podría ser, no por posición sino por carácter. Alice es cuerpo, con Alice él es, no finge, no se esfuerza. Con Alice no hay simulaciones, no hay representaciones, son cuerpos desnudos, emociones expuestas, silencios cómplices. Aunque, en alguna ocasión, la juventud arrase con su intemperancia, con su aún ofuscada indefinición, como cuando no asume, precisamente, que Alice posara desnuda para un pintor en el pasado. Joe, que si por algo se define es por su susceptibilidad que pronto torna en ira, se deja llevar por la bestia que prioriza el valor de imagen como cree ver un reflejo de lo que no le gusta de él, o de lo que no logra encajar que hay que realizar para alcanzar las cumbres, lo que se desea, es decir, venderse. No asume, en principio, que aquella relación con el pintor pudiera no ser un intercambio de intereses. No puede entender que en una mirada sólo pudiera haber admiración, la de un artista, como se supone que hay en él cuando admira su desnudez. Joe, oscila, confuso, entre reflejos, que no dejan de estar cerca del lodo, y reincide en el cortejo de Susan, como un escenario que debe dominar (aunque tras lograr que ella ceda, y permita la relación sexual, él evidenciará, de modo manifiesto, su decepción, y decida retornar a Alice). De hecho, a ambas mujeres las ve por primera vez sobre un escenario, juntas, cuando actúan en una representación teatral, en una compañía de aficionados de la que formará parte. Como Joe se ha integrado en el escenario de la empresa, en el que también actúa, ya que cada uno se ajusta a su posición.
Alice, en cambio, representa lo que es, representa lo que podría ser, no por posición sino por carácter. Alice es cuerpo, con Alice él es, no finge, no se esfuerza. Con Alice no hay simulaciones, no hay representaciones, son cuerpos desnudos, emociones expuestas, silencios cómplices. Aunque, en alguna ocasión, la juventud arrase con su intemperancia, con su aún ofuscada indefinición, como cuando no asume, precisamente, que Alice posara desnuda para un pintor en el pasado. Joe, que si por algo se define es por su susceptibilidad que pronto torna en ira, se deja llevar por la bestia que prioriza el valor de imagen como cree ver un reflejo de lo que no le gusta de él, o de lo que no logra encajar que hay que realizar para alcanzar las cumbres, lo que se desea, es decir, venderse. No asume, en principio, que aquella relación con el pintor pudiera no ser un intercambio de intereses. No puede entender que en una mirada sólo pudiera haber admiración, la de un artista, como se supone que hay en él cuando admira su desnudez. Joe, oscila, confuso, entre reflejos, que no dejan de estar cerca del lodo, y reincide en el cortejo de Susan, como un escenario que debe dominar (aunque tras lograr que ella ceda, y permita la relación sexual, él evidenciará, de modo manifiesto, su decepción, y decida retornar a Alice). De hecho, a ambas mujeres las ve por primera vez sobre un escenario, juntas, cuando actúan en una representación teatral, en una compañía de aficionados de la que formará parte. Como Joe se ha integrado en el escenario de la empresa, en el que también actúa, ya que cada uno se ajusta a su posición.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Joe también se enfrentará a otro escenario, el del matrimonio de Alice, una pantalla de conveniencias por la que el marido negará la posibilidad de una realización, negando la posibilidad del divorcio, porque prefiere el orgullo de la imagen. Del mismo modo que el padre de Susan también la negará, en principio, de acuerdo a su no idónea condición de vasallo, hasta que Joe salta la verja, o sea, deje embarazada a Susan. Uno le impide la materialización de lo que desea, y él otro le propone un acuerdo, el matrimonio por un cargo directivo, que sí le posibilita la consecución la posición privilegiada. Escenarios, pantallas, proyecciones, vacilaciones. Ser apariencia o exponerse. La pantalla tiembla porque no sabe dónde enfocar. Joe logra hacer el amor con Susan, pero su expresión delata la sensación de un vacío. Los cuerpos no son símbolos. Los cuerpos se alejan de la cámara, desaparecen del encuadre, mientras se escucha a Susan preguntar una y otra vez si la ve distinta, sin que ella advierta en la expresión de Joe cómo algo ha cambiado radicalmente en él. En la siguiente secuencia Joe se abalanza sobre un teléfono público, para llamar a Alice. Sentir su cuerpo, es sentirse, porque sino desaparece. Y así será en el plano final, cuando el coche en el que él y Susan marchan tras casarse, se aleje en la distancia. Como ha desaparecido, irrevocablemente, por un accidente de coche, el cuerpo de Alice. Como ha desaparecido él en los reflejos, como en un charco había arrojado una colilla que difumina su imagen tras que comprenda que el padre de Susan ha movido los hilos para que le ofrezcan un empleo en una empresa de Dufton para alejarle de su hija, o como en la orilla del río yace tras ser golpeado por quienes ya le ven como representación de los privilegiados. En la boda, cuando él dice sí al matrimonio, la cámara encuadra su nuca. Joe ya no está presente. Las lágrimas de Joe son las lágrimas de quien sabe que también se ha matado a sí mismo.
Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com

6,1
2.114
10
23 de junio de 2022
23 de junio de 2022
4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Sin miedo a la vida (1993), de Peter Weir, adaptación de la novela Fearless de Rafael Yglesias, es una cautivadora obra que hace cuerpo, atmósfera, sensación, de la transfiguración de la percepción de la realidad, del modo de habitarla, o cómo se siente a flor de piel cuando se abandona la inercial condición de pasajero de la (superficie) de la vida. En su primera imagen, Max Kline (Jeff Bridges) surge, como una aparición, entre el humo de un maizal, con un bebé en sus brazos, y guiando a otras personas. La alteración distorsionada, amortiguada, del sonido imprime la sensación de que estuviéramos en otra realidad, como si se hubiera cruzado un umbral. Es una imagen enigmática, que inmediatamente se contextualizará (desvelará) cuando la cámara se alce y revele que son los supervivientes de un accidente de aviación. Pero Max, tras propiciar el reencuentro del bebé con su madre, que lloraba desconsolada, desaparece del lugar de los hechos, como si él no tuviera que ver con el accidente, como si meramente fuera un salvador. Y entra en deriva, aunque él sienta que ha recobrado un sentido de dirección auténtica en su vida. Porque, para sí mismo, es un aparecido. Palpa, su cuerpo tras ducharse, palpa la saliva en la arena del desierto, o siente el viento azotando su rostro cuando saca la cabeza por la ventanilla del coche, inclinándola, mientras surca ese espacio abierto y amplio. Palpa la realidad, porque de repente se siente presente. Está inflamado de sensaciones que había olvidado o descuidado, o quizás nunca advertido. De cuerpo presente, la realidad se abre a ángulos que le sustraen de nuestra inercial condición de autómatas, como construcciones inerciales. Visita a una amiga del pasado que no veía en años (el autómata recupera la noción del tiempo, de que hay un pasado detrás que descuidó, y orilló en el olvido, indiferente, como si él no fuera un ser en formación, sino una forma encasquillada, como una construcción que no posee el potencial de modificación) y tienta a la muerte comiendo las fresas a las que es alérgico. Siente la vida más cercana como si sus nervios sintieran cada instante, y siente que puede ser invulnerable. La amiga comparte cómo no hay nada que celebrar en su vida, cómo ha sido una sucesión de decepciones. Su realidad no se corresponde con las que eran sus expectativas veinte años atrás. En cambio Max piensa que es afortunada, porque está viva, y estar viva es estar expuesta a lo posible.
Max es arquitecto, pero no es hasta estar en contacto con la posibilidad de la muerte, cuando comienza a edificar su vida, a habitarla de un modo más presente, consciente de su provisionalidad y de su potencial. Pero, en el proceso, su estado de consciencia se enmaraña con la enajenación de sentirse invulnerable, como si no solo hubiera vencido a la muerte en esa circunstancia concreta del accidente sino que incluso fuera capaz de sortearla cuando quiera, por eso prueba las fresas. Su afirmación de vida se enmaraña con la negación de la descarnada experiencia vivida, como si solo hubiera sido una experiencia positiva, como muda vital. La muda se encasquilla con una coraza. Se conjugan en él tanto un impulso de exponerse a la vida, como una descontrolada atracción al vacío, un reencuentro consigo mismo como una fuga por el impacto emocional sufrido por un accidente en el que le ha rozado la posibilidad de la muerte. Ha podido morir. Su socio y amigo murió mientras que él ha sobrevivido. Podría haber sido él. Ha sobrevivido por una cuestión de azar. No hubiera sobrevivido si no se hubiera decidido a cambiarse de sitio para apoyar y reconfortar a un niño que estaba solo. Todo dependía de la colocación en el avión. Nada es estable, nada es firme, todo es aleatorio. Siente un pánico inconsciente ante tal constatación de su vulnerabilidad que busca sentirse invulnerable, sea comiendo las fresas, sea cruzando una calle con intenso tráfico sin ser atropellado por ningún coche, o alzándose sobre el vacío en el borde de la azotea de un rascacielos, en suma, retando a la muerte. Se siente arrojado, como si se propulsara, pero es una coraza con la que se protege.
A la vez, Max es incapaz de mentir, no puede aceptar las convenciones, el tráfico de mentiras y falsedades. Le parecen concesiones, como si transigiera con las conveniencias. Todo debe ser claro y directo, aunque duela, algo que atenta a las dinámicas sociales. Es un arquitecto que participaba con su función social dentro de una pautada realidad, un diseño de vida, una estructura y construcción sostenida sobre los cimientos de las conveniencias, los intercambios interesados y los auto/engaños. Cumplía su función, sus frases, su posición, se ajustaba a la dinámica de sus relaciones. El accidente quiebra lo que de inercial ficción de vida tenía, precipitándose en un impulso de acción de palpar la vida en sus entrañas, y a la vez gritando el miedo de sentirse en esa intemperie, porque exponerse, desnudar la realidad accidental, quebradiza, conlleva vivir los momentos y a los demás más intensamente, momentos verdaderos, sensaciones verdaderas. Pero cruzar ese umbral implica asumir la vulnerabilidad implícita. Somos frágiles, no dioses ni entes virtuales en una realidad codificada que vivimos de modo abstracto entre proyecciones (el espectáculo de rutinas y costumbres protagonizado por el supuestamente hombre verdadero corriente que realmente vive, habita, una ficción, hasta que un día cae un foco, como se expondrá en El show de Truman). Max descubre que su vida, o realidad, estaba construida, edificada, sobre cimientos ilusorios. Su clarividencia tiene algo de funambulista que se sostiene sobre el vacío. Pero para lograr esa transformación, tiene que enfrentarse al propio vacío, y a su propia negación. Porque corre el riesgo de convertirse en un cruzado o iluminado que se quede atrapado en la ficción protésica con la que se protege. No puede vivir fuera de la realidad. Porta como pasajero a su mortalidad.
Max es arquitecto, pero no es hasta estar en contacto con la posibilidad de la muerte, cuando comienza a edificar su vida, a habitarla de un modo más presente, consciente de su provisionalidad y de su potencial. Pero, en el proceso, su estado de consciencia se enmaraña con la enajenación de sentirse invulnerable, como si no solo hubiera vencido a la muerte en esa circunstancia concreta del accidente sino que incluso fuera capaz de sortearla cuando quiera, por eso prueba las fresas. Su afirmación de vida se enmaraña con la negación de la descarnada experiencia vivida, como si solo hubiera sido una experiencia positiva, como muda vital. La muda se encasquilla con una coraza. Se conjugan en él tanto un impulso de exponerse a la vida, como una descontrolada atracción al vacío, un reencuentro consigo mismo como una fuga por el impacto emocional sufrido por un accidente en el que le ha rozado la posibilidad de la muerte. Ha podido morir. Su socio y amigo murió mientras que él ha sobrevivido. Podría haber sido él. Ha sobrevivido por una cuestión de azar. No hubiera sobrevivido si no se hubiera decidido a cambiarse de sitio para apoyar y reconfortar a un niño que estaba solo. Todo dependía de la colocación en el avión. Nada es estable, nada es firme, todo es aleatorio. Siente un pánico inconsciente ante tal constatación de su vulnerabilidad que busca sentirse invulnerable, sea comiendo las fresas, sea cruzando una calle con intenso tráfico sin ser atropellado por ningún coche, o alzándose sobre el vacío en el borde de la azotea de un rascacielos, en suma, retando a la muerte. Se siente arrojado, como si se propulsara, pero es una coraza con la que se protege.
A la vez, Max es incapaz de mentir, no puede aceptar las convenciones, el tráfico de mentiras y falsedades. Le parecen concesiones, como si transigiera con las conveniencias. Todo debe ser claro y directo, aunque duela, algo que atenta a las dinámicas sociales. Es un arquitecto que participaba con su función social dentro de una pautada realidad, un diseño de vida, una estructura y construcción sostenida sobre los cimientos de las conveniencias, los intercambios interesados y los auto/engaños. Cumplía su función, sus frases, su posición, se ajustaba a la dinámica de sus relaciones. El accidente quiebra lo que de inercial ficción de vida tenía, precipitándose en un impulso de acción de palpar la vida en sus entrañas, y a la vez gritando el miedo de sentirse en esa intemperie, porque exponerse, desnudar la realidad accidental, quebradiza, conlleva vivir los momentos y a los demás más intensamente, momentos verdaderos, sensaciones verdaderas. Pero cruzar ese umbral implica asumir la vulnerabilidad implícita. Somos frágiles, no dioses ni entes virtuales en una realidad codificada que vivimos de modo abstracto entre proyecciones (el espectáculo de rutinas y costumbres protagonizado por el supuestamente hombre verdadero corriente que realmente vive, habita, una ficción, hasta que un día cae un foco, como se expondrá en El show de Truman). Max descubre que su vida, o realidad, estaba construida, edificada, sobre cimientos ilusorios. Su clarividencia tiene algo de funambulista que se sostiene sobre el vacío. Pero para lograr esa transformación, tiene que enfrentarse al propio vacío, y a su propia negación. Porque corre el riesgo de convertirse en un cruzado o iluminado que se quede atrapado en la ficción protésica con la que se protege. No puede vivir fuera de la realidad. Porta como pasajero a su mortalidad.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
En un momento dado (en una de las más conmovedoras secuencias que ha dado el cine, al soN de Where the streets have no name, de U2), ayuda a Carla (Rosie Perez), la mujer que se ha sumido en la desolada mudez por perder a su bebé en el accidente, y que se autoinculpa de su muerte por no haberle sostenido con fuerza. Su forma de ayudarla es extrema pero efectiva. Coloca en sus manos una caja de herramientas, y la coloca de pasajero en la parte de atrás en su coche, sujeta con el cinturón de seguridad, y entonces Max conduce el coche a toda velocidad hasta que se estrella contra un muro (en el que destaca el graffiti de un corazón y de un ojo que representa a la instancia demiúrgica divina) para que ella compruebe que por muy fuertemente que lo hubiera agarrado no podría haber evitado que saliera despedido con el impacto. No podemos controlarlo todo, los accidentes son consustanciales a la vida. Eso mismo debe asumir él, no es invulnerable, aunque viva ahora a flor de piel, expuesto, pero como si fuera inmune. Sentirse en las alturas, cual funambulista, es asumir los riesgos de la vida, pero también que uno no es inmune a la quebradiza constitución del suelo de la realidad. La negación es un peligroso abismo (aunque se viva como un luminoso escenario de salvación, como ese idílico mural tras él en el hospital, duranta su convalecencia de las heridas de la colisión del coche contra el muro). Sobrevivió al accidente de aviación, pero pudiera haber muerto, como su amigo. Fue cuestión de suerte y aleatoriedad. Como la imagen sublimada de Sukarno en las alturas, en El año en que vivimos peligrosamente (1981), sentir que uno está en las alturas puede hacerte sentir que estás fuera de la realidad, que la controlas y dominas. Aunque ya no habite la vida inercialmente, como un mecanismo reflejo, como casi todos los que le rodean, por su ya despierta sensibilidad, que le hace discernir lo real, la vida, desde otro ángulo, más próximo (y despojado de cinturones de seguridad de la inercias y presunciones de certeza cotidianas), no deja de ser uno de ellos, tan vulnerable como cualquiera de ellos, expuesto a cualquier accidente e imprevisto en el tráfico de la vida. Es un hombre mundano que ha abierto los ojos, esa es su distinción. Pero no puede negar su condición mortal y vulnerable.
La potencia expresiva del cine de Peter Weir nos rapta para apreciar la realidad desde una perspectiva que es un deslizamiento en un territorio donde se abre una fisura que nos señala que la realidad puede mirarse y sentirse desde otros ángulos.. Nos hace cruzar el espejo, nos envuelve con un extrañamiento, despierta nuestros sentidos en un ceremonial al que sucederán las preguntas. Qué es lo real, qué es lo que sentimos, qué podemos ver, qué podemos sentir. Y nos hace interrogarnos sobre lo que es posible, y, es a la vez, aunque parezca una paradoja, un camino de regreso, traducción de Camino a la libertad. El regreso a la propia singularidad y autenticidad, como la inmersión en el espacio negro de la puerta por la que desaparece, aunque más bien por fin aparece (o se aparece a sí mismo) Truman cuando abandona el espacio de ficción que era su vida para internarse en las incógnitas de lo real. Ese regreso que es nueva puesta en movimiento en la conclusión de Master and commander, porque para la mirada inquieta siempre será estímulo el impulso de acción de las búsquedas y la experiencia de nuevos asombros, la interrogante en continuo desplazamiento. En la conclusión de Sin miedo a la vida, Max vuelve a la vida como un ser mortal que es consciente de que puede morir, por una mera fresa. Es un regreso a su consciencia de ser vivo que es una miriada de posibilidades, no una construcción de un yo inmutable, como una identidad que es ya meta alcanzada, sino un potencial de posibles construcciones del yo según las circunstancias, las experiencias y las conexiones con la diversidad de ángulos y perspectivas.
Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
La potencia expresiva del cine de Peter Weir nos rapta para apreciar la realidad desde una perspectiva que es un deslizamiento en un territorio donde se abre una fisura que nos señala que la realidad puede mirarse y sentirse desde otros ángulos.. Nos hace cruzar el espejo, nos envuelve con un extrañamiento, despierta nuestros sentidos en un ceremonial al que sucederán las preguntas. Qué es lo real, qué es lo que sentimos, qué podemos ver, qué podemos sentir. Y nos hace interrogarnos sobre lo que es posible, y, es a la vez, aunque parezca una paradoja, un camino de regreso, traducción de Camino a la libertad. El regreso a la propia singularidad y autenticidad, como la inmersión en el espacio negro de la puerta por la que desaparece, aunque más bien por fin aparece (o se aparece a sí mismo) Truman cuando abandona el espacio de ficción que era su vida para internarse en las incógnitas de lo real. Ese regreso que es nueva puesta en movimiento en la conclusión de Master and commander, porque para la mirada inquieta siempre será estímulo el impulso de acción de las búsquedas y la experiencia de nuevos asombros, la interrogante en continuo desplazamiento. En la conclusión de Sin miedo a la vida, Max vuelve a la vida como un ser mortal que es consciente de que puede morir, por una mera fresa. Es un regreso a su consciencia de ser vivo que es una miriada de posibilidades, no una construcción de un yo inmutable, como una identidad que es ya meta alcanzada, sino un potencial de posibles construcciones del yo según las circunstancias, las experiencias y las conexiones con la diversidad de ángulos y perspectivas.
Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com

7,8
945
9
27 de febrero de 2022
27 de febrero de 2022
4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
¿Se puede amar a un hombre que ha atropellado, aun accidentalmente, al hombre que amabas? Es con lo que se confronta Yumiko (Yôko Tsukasa) con respecto a Mishima (Yûzô Kayama), en la hermosísima Nubes dispersas (Midaregumo, 1967),de Mikio Naruse, una de las más sublimes cotas del melodrama. El talento de este poco (re)conocido cineasta japonés se ejemplifica en el siguiente plano: Yumiko abre las puertas correderas de su habitación, pero se queda vacilante en el umbral, en el amago de un gesto indefinido que no finaliza, sin entrar ni volver a salir, convirtiendo el plano en una interrogante que pone en cuestión su misma interrogante, y que además corporeiza el forcejeo que ha palpitado (como brasa contenida) en su interior durante buena parte de la narración. Y, elocuentemente, en la siguiente secuencia, su relación con Mishima dará un giro (significativamente, en un entorno natural, de esplendoroso verde) que parecerá radical, porque quedará en amago, ya que sus forcejeos interiores, el peso de sus fantasmas (de dolor) seguirán interfierendo en la realización. Hasta ese momento, ya superado el ecuador de la narración, el azar parecía desafiar continuamente a su dolor, a su ansía de olvido (que realmente implicaba el empecinado intento de mantener hibernada o embalsmada en su interior una pena que no se sabía superar o afrontar o de la que no se esforzaba en desprenderse, obcecación que imposibilitaba que se rehiciera). El azar parecía retar su inclinación a esconder la cabeza (mente) en un hoyo, al no dejar de sucederse encuentros casuales con Mishima, el hombre al que culpaba de la muerte de su marido, en vez de afrontar que quizá meramente era una cuestión de nefasto azar. El desquiciamiento de esa obcecada negación queda evidenciado en cómo no sólo le pide que deje de suministrarle dinero cada mes para romper cualquier vínculo, sino en que se traslade a otro lugar para evitar que coincidan en ningún lugar. Vano intento (el azar sigue trastocando su voluntad y pondrá en cuestión sus mismos sentimientos).
Resulta admirable cómo Naruse introduce la película a través de movimientos de personajes: Yumiko saliendo de casa, y del hospital al que ha acudido a la consulta ginelogógica (solo se ve cómo sale del despacho), o su marido saliendo del edificio donde trabaja dirigiéndose a su encuentro; ambos personajes, que se encuentran en un restaurante, planean irse al extranjero, asentarse en Estados Unidos: el montaje secuencial elípitico, y las específicas elipsis; son elocuentes, como anticipo de una sustracción vital, o cómo Yumiko no logrará quebrar (salirse de la) la cerrazón de su dolor, aunque intente fugazmente superarlo. En esas primeras secuencias, un niño pequeño, su sobrino, dice a Yumiko una expresion televisiva de despedida, premonición de la muerte de su esposo, y de una mujer que no sabrá despedirse de su pena (que permanecerá en irresoluble estado de despedida y de no saber decir hola a la vida); un tren cruza el encuadre, en el que viaja Yumiko jugando sonriente con un bebé (ella está embarazada)
Resulta admirable cómo Naruse introduce la película a través de movimientos de personajes: Yumiko saliendo de casa, y del hospital al que ha acudido a la consulta ginelogógica (solo se ve cómo sale del despacho), o su marido saliendo del edificio donde trabaja dirigiéndose a su encuentro; ambos personajes, que se encuentran en un restaurante, planean irse al extranjero, asentarse en Estados Unidos: el montaje secuencial elípitico, y las específicas elipsis; son elocuentes, como anticipo de una sustracción vital, o cómo Yumiko no logrará quebrar (salirse de la) la cerrazón de su dolor, aunque intente fugazmente superarlo. En esas primeras secuencias, un niño pequeño, su sobrino, dice a Yumiko una expresion televisiva de despedida, premonición de la muerte de su esposo, y de una mujer que no sabrá despedirse de su pena (que permanecerá en irresoluble estado de despedida y de no saber decir hola a la vida); un tren cruza el encuadre, en el que viaja Yumiko jugando sonriente con un bebé (ella está embarazada)
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spoiler:
en las secuencias finales, en una magistral secuencia, con el cruce de otro tren, mientras espera el coche detenido en el que viajan Yumiko y Mishima, se hace sentir cómo lo posible se detiene en la realización de su relación, ya que parecían decididos a materializar su amor, pero a través de gestos, miradas, asociaciones, ya se sugiere cómo su impulso volverá a retraerse.
Esa es la sutilidad y la delicadeza de Naruse, como cineasta. Su estilo me recuerda a las pinceladas de un pintor impresionista; así es cada plano (con proverbial sentido de la composición), que conjuga un conjunto de conmovedora y esplendorosa armonía, como sus mismos intersticios (cómo respira lo no dicho, lo no asumido, lo suspenso, lo anhelado). Su narración es sintética, elíptica, alternando las evoluciones de ambos personajes con precisos planos en escuetas secuencias, haciendo sentir el transcurrir del tiempo entre planos, como la parálisis o detención emocional, anclada en el pasado, de Yumiko, y la agitación y desesperación de Mishima, que quiere lo mejor para ella, a la vez que se va enamorando, y quiere dotar de sonrisa a un rostro, de gesto paralizado, enmudecido que ya no sonríe. Durante un corto periodo de tiempo parece que ella vive la necesaria muda y transformación vital. La mujer que achacaba a Mishima la responsabilidad de la muerte de su marido, le cuida durante una noche cuando él sufre un episodio de elevada fiebra; elocuente que él se sienta indispuesto cuando están paseando en un bote en el lago, como si cargara con la congestión emocional de ella; anticipo también parece otro detalle relacionado con la materia líquida, la metáfora de las emociones: cuando le comunican que le trasladarán a otra empresa, en Pakistán (porque ella previamente le había dicho que se alejará lo más posible de ella), él observa a una polilla forcejear en el agua. Los fantasmas emocionales serán más poderosos, como refleja, para Yumiko, la visión, primero, en el hotel, de la recuperación de los cuerpos de una pareja suicida en el lago, y después, desde el coche en el que viaja con Mishima, de otro accidente de coche (y posteriormente, al hombre herido transportado en una camilla, seguido por su llorosa pareja). Yumiko no sabe zarpar de nuevo en su vida, como indica el bellísimo plano final, un plano general de ella ante un muelle, perdida en la misma distancia que no logra superar en su interior
Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
Esa es la sutilidad y la delicadeza de Naruse, como cineasta. Su estilo me recuerda a las pinceladas de un pintor impresionista; así es cada plano (con proverbial sentido de la composición), que conjuga un conjunto de conmovedora y esplendorosa armonía, como sus mismos intersticios (cómo respira lo no dicho, lo no asumido, lo suspenso, lo anhelado). Su narración es sintética, elíptica, alternando las evoluciones de ambos personajes con precisos planos en escuetas secuencias, haciendo sentir el transcurrir del tiempo entre planos, como la parálisis o detención emocional, anclada en el pasado, de Yumiko, y la agitación y desesperación de Mishima, que quiere lo mejor para ella, a la vez que se va enamorando, y quiere dotar de sonrisa a un rostro, de gesto paralizado, enmudecido que ya no sonríe. Durante un corto periodo de tiempo parece que ella vive la necesaria muda y transformación vital. La mujer que achacaba a Mishima la responsabilidad de la muerte de su marido, le cuida durante una noche cuando él sufre un episodio de elevada fiebra; elocuente que él se sienta indispuesto cuando están paseando en un bote en el lago, como si cargara con la congestión emocional de ella; anticipo también parece otro detalle relacionado con la materia líquida, la metáfora de las emociones: cuando le comunican que le trasladarán a otra empresa, en Pakistán (porque ella previamente le había dicho que se alejará lo más posible de ella), él observa a una polilla forcejear en el agua. Los fantasmas emocionales serán más poderosos, como refleja, para Yumiko, la visión, primero, en el hotel, de la recuperación de los cuerpos de una pareja suicida en el lago, y después, desde el coche en el que viaja con Mishima, de otro accidente de coche (y posteriormente, al hombre herido transportado en una camilla, seguido por su llorosa pareja). Yumiko no sabe zarpar de nuevo en su vida, como indica el bellísimo plano final, un plano general de ella ante un muelle, perdida en la misma distancia que no logra superar en su interior
Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com

6,6
4.353
7
2 de enero de 2021
2 de enero de 2021
4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Si por algo han destacado las más conspicuas y genuinas obras del cine de aventuras es por su dominio de los contrastes. Son los que sustentan, y propulsan, el alcance de sus resonancias, y la dinámica del pulso narrativo (en el cuál, como si fuera el curso del rio, hay meandros y accidentes de diversa índole hasta llegar al mar). Contrastes de actitudes, espacios, costumbres. Contraste de Miradas.. Y una de sus más señeras muestras fue 20.000 leguas de viaje submarino (1954), de Richard Fleischer, ya manifiesto en aquel gran ventanal que asemejaba a un ojo en el interior del submarino del capitán Nemo. De algo de su espíritu está influenciada otra obra 'submarina' del mismo Fleischer, Viaje alucinante (Fantastic voyage, 1966), que linda con la ciencia ficción, y no es de extrañar que fuera un proyecto en el que el propio cineasta se implicara especialmente desde su inicio. Lo insólito de la propuesta, ya de entrada, es que el viaje submarino se realiza en el interior del cuerpo humano. El motivo de la misión, a contrarreloj, ya que sólo disponen de una hora, antes de recobrar su tamaño normal los cinco integrantes de la expedición, es la cura del hematoma en el cerebro del científico que, precisamente, ha logrado resolver cómo miniaturizar cualquier forma (humana o no). Posibilidad, por consecuencia, que le ha puesto en el objetivo de las dos predominantes potencias (estamos en la época aún candente de la guerra fría entre los dos bloques) para aplicar, como arma militar, su descubrimiento. De nuevo, la relatividad de la mirada, la diversidad o multiplicidad de posibles ángulos, perspectivas o escalas. En cierto momento, el coronel Reid (Arthur O’Connell), al advertir que el general Carter (Edmond O’Brien) cambia de parecer y no aplasta una hormiga sobre el azúcar, señala que quizá está adoptando una perspectiva hindú de la vida, no hay nada pequeño ni grande, por tanto inferior o superior, todo merece la misma consideración. En la resolución, los supervivientes del viaje submarino por el cuerpo humano, salen por los conductos lacrimales del ojo.
Sería interesante hoy en día ver cómo las susceptibles mentes inquisitoriales sacarían punta a la secuencia en la que los anticuerpos atacan el cuerpo de Raquel Welch, y los cuatro tripulantes masculinos se esfuerzan en liberar los anticuerpos, que han cristalizado, y por lo tanto la asfixian y estrangulan, adheridos a su anatomía, lo que determina el inevitable contacto. Solo en cierto momento se alude a su condición femenina. Antes de iniciarse la misión, el coronel Reid señala que no considera adecuada la participación de una mujer en la misión, pero el doctor Duval, quien tendrá que encargarse de la operación quirúrgica del hematoma, disiente. Para Duval es irrelevante si es mujer u hombre, para él lo importante es cuán competente sea su asistente, y ella lo es. En cuanto a la utilización de los contornos corporales de la actriz, quedan remarcados, por el atuendo ajustado de buzo, de la misma manera que los personajes masculinos. El protagonista fundamental es el interior del cuerpo humano. Y es su personaje, Cora, quien muestra de modo más manifiesto el asombro por lo que no habían contemplado nunca desde ese ángulo o escala, mientras que Duval se caracteriza por sus máximas sobre lo humano y lo divino, lo finito y lo infinito, y el doctor Michaels (Donald Pleasence) por su erudito suministro de información cual guía médico robótico, aunque en los primeros pasajes de la reducción a escala microscópica sufra un ataque de ansiedad al evocar los dos días que estuvo atrapado en una ruinas durante la segunda guerra mundial. Grant (Stephen Boyd), por su parte, es el cuerpo extraño, el responsable de seguridad que acepta la misión con reticencia, pero se comporta en todo momento acorde a su condición de resorte o agente funcional, pero siempre de modo templado y cabal. El capitán Owens (William Redfield) es meramente el conductor.
Sería interesante hoy en día ver cómo las susceptibles mentes inquisitoriales sacarían punta a la secuencia en la que los anticuerpos atacan el cuerpo de Raquel Welch, y los cuatro tripulantes masculinos se esfuerzan en liberar los anticuerpos, que han cristalizado, y por lo tanto la asfixian y estrangulan, adheridos a su anatomía, lo que determina el inevitable contacto. Solo en cierto momento se alude a su condición femenina. Antes de iniciarse la misión, el coronel Reid señala que no considera adecuada la participación de una mujer en la misión, pero el doctor Duval, quien tendrá que encargarse de la operación quirúrgica del hematoma, disiente. Para Duval es irrelevante si es mujer u hombre, para él lo importante es cuán competente sea su asistente, y ella lo es. En cuanto a la utilización de los contornos corporales de la actriz, quedan remarcados, por el atuendo ajustado de buzo, de la misma manera que los personajes masculinos. El protagonista fundamental es el interior del cuerpo humano. Y es su personaje, Cora, quien muestra de modo más manifiesto el asombro por lo que no habían contemplado nunca desde ese ángulo o escala, mientras que Duval se caracteriza por sus máximas sobre lo humano y lo divino, lo finito y lo infinito, y el doctor Michaels (Donald Pleasence) por su erudito suministro de información cual guía médico robótico, aunque en los primeros pasajes de la reducción a escala microscópica sufra un ataque de ansiedad al evocar los dos días que estuvo atrapado en una ruinas durante la segunda guerra mundial. Grant (Stephen Boyd), por su parte, es el cuerpo extraño, el responsable de seguridad que acepta la misión con reticencia, pero se comporta en todo momento acorde a su condición de resorte o agente funcional, pero siempre de modo templado y cabal. El capitán Owens (William Redfield) es meramente el conductor.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Sí se considera cómo ha evolucionado la tecnología, es patente su condición rudimentaria. Pero, por un lado, posee ese encanto del que en ocasiones carece el prodigio infográfico o digital en su afán de simular lo real o conseguir el efecto realidad de lo increíble. Dispone de una cualidad pictórica, evocadora que, aun conscientes del artificio, nos hace sentir el asombro ante lo insólito. De ahí, fascinantes pasajes como aquel en el que la nave cruza ante el tímpano, su tránsito por las cavidades del corazón, o los primeros compases en el interior de las arterias y venas, con las figuras flotantes que representan los componentes de la sangre, y que inspira a Duval establecer un símil entre el espacio interior y exterior, dos infinitos equiparables. Esta lograda atmósfera de lo insólito y el asombro, se logra, en buena medida, a la afinada pericia narrativa de Fleischer que sabe crear esa sensación de suspensión, de entrada a otro mundo, y de tensión, ante lo impredecible, en las diversas situaciones de apuro que viven. Por ejemplo, cuando son atacados por los anticuerpos, o cuando, en el interior del oído, desprenden del exterior de la nave las fibras que han quedado adheridas, y en el exterior todos, los cirujanos y enfermeras, deben permanecer quietos y en silencio (hasta que una enfermera, al coger una gasa para quitar el sudor de un médico, provoca que unas tijeras caigan, con el estrépito consiguiente que crea la conmoción en el interior del oído).
Fleischer, por otro lado, aplica dos distintas formas de trabajar el sonido, o, más bien, la música en las dos partes del film. En la primera, en los pasajes fuera del cuerpo del científico, no hay música, y tiene un aire casi documental, tanto el segmento del atentado al científico (un portento de cortante precisión) como el de la preparación y miniaturización de los viajeros. Ya en el interior del cuerpo, la música, obra de Leonard Rosenman, hace acto de presencia (estamos en el territorio de lo maravilloso), pero sin abrumar, sabiendo cuando dar primacía al silencio (no sólo en la citada secuencia del oído, sino cuando cruzan el corazón, ya que tienen sólo un minuto para hacerlo antes de reanimar al científico, y de nuevo sentir el estruendo de los latidos del corazón). Si la acción está definida por la presión de realizar la misión en un tiempo determinado, Fleischer logra hacer del tiempo narrativo, de la modulación del mismo, de su dilatación o exasperación, la principal virtud de esta obra que no carece de algo que parece casi perdido en este género, la capacidad de asombro.
Alexander Zárate
http://elcinedesolaris.blogspot.com/
Fleischer, por otro lado, aplica dos distintas formas de trabajar el sonido, o, más bien, la música en las dos partes del film. En la primera, en los pasajes fuera del cuerpo del científico, no hay música, y tiene un aire casi documental, tanto el segmento del atentado al científico (un portento de cortante precisión) como el de la preparación y miniaturización de los viajeros. Ya en el interior del cuerpo, la música, obra de Leonard Rosenman, hace acto de presencia (estamos en el territorio de lo maravilloso), pero sin abrumar, sabiendo cuando dar primacía al silencio (no sólo en la citada secuencia del oído, sino cuando cruzan el corazón, ya que tienen sólo un minuto para hacerlo antes de reanimar al científico, y de nuevo sentir el estruendo de los latidos del corazón). Si la acción está definida por la presión de realizar la misión en un tiempo determinado, Fleischer logra hacer del tiempo narrativo, de la modulación del mismo, de su dilatación o exasperación, la principal virtud de esta obra que no carece de algo que parece casi perdido en este género, la capacidad de asombro.
Alexander Zárate
http://elcinedesolaris.blogspot.com/

7,5
4.261
8
14 de diciembre de 2020
14 de diciembre de 2020
4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Cuando la producción de Siete días de mayo comenzó a ponerse en marcha, por mediación de la productora de Kirk Douglas, el presidente Kennedy aún vivía. Mostró su apoyo al proyecto, a diferencia del Pentágono. Frankenheimer, que había trabajado para el presidente, había comprado los derechos de la novela homónima de Fletcher Knebel y Charles W Bailey II, escrita entre finales del 61 e inicios del 62, que fue adaptada por Rod Serling. Se inspiraba en la figura del general Edmund Walker, un feroz anticomunista que adoctrinaba a sus tropas con sus ideas. Retirado del ejército prosiguió con sus discursos beligerantes cuando aspiró al puesto de gobernador de Texas. En la misma narración de Siete días de mayo, el ficticio presidente Lyman (Fredric March) le califica como uno de los falsos profetas que se postulaban como líderes ideológicos y morales para la sociedad americana. Knevel y Bailey también se inspiraron en otro general, Curtis LeMay, quien había mostrado su disconformidad con la decisión del presidente Kennedy de no permitir el apoyo aéreo a los rebeldes cubanos durante la invasión de la Bahía de Cochinos. Ambos, Walker y LeMay fueron el molde con el que se diseñó la figura del general James Matton Scott (Burt Lancaster), el hombre que promueve un golpe de Estado para derrocar al presidente Lyman, quien ha firmado un acuerdo de desarme nuclear con la Unión Soviética.
Las primeras imágenes de Siete días de mayo, las referentes al enfrentamiento entre los dos grupos manifestantes, los que apoyan al presidente Lyman, y los que están en contra porque el acuerdo de desarme coloca al país en una posición vulnerable, tienen un aire de engañoso reportaje periodístico; está realizada con ese estilo de sincopado montaje como si estuviera realizado por una unidad de televisión; un introducción con el pálpito inmediato de un sentimiento de urgencia, una agitación, extrema y febril, que retrata a un país en el filo, una convulsión que nos hará sentir los desorbitados acontecimientos posteriores como algo posible. Todo es posible en la dimensión desconocida se decía en la introducción de la serie La dimensión desconocida (The twilight zone), creada por Rod Serling. El tratamiento de esta secuencia se desmarca del resto del desarrollo narrativo, sobrio, sustentado en las tensiones dentro del plano (a través de la disposición de los personajes en el encuadre), y unas aceradas y luminosas imágenes servidas por el director de fotografía Ellsworth Fredericks (dotadas de una inquietante patina naturalista o inmediata, que hace sentir de modo más eficaz las emponzoñadas turbulencias en juego), que gradualmente se va dotando de una atmósfera de alucinada ciencia ficción que desvela una realidad desquiciada. Porque lo que se nos narra son los esfuerzos para desactivar un golpe de estado militar, encabezado por un general, descrito como una mente calculadora que nunca se ha dejado dominar por las emociones, Scott, quien no acepta el citado acuerdo porque es un signo de debilidad que expone al país a perder su posición de fuerza, a quedar en manos del enemigo (en suma, encarna los residuos de la tensión vivida durante veinte años de enfrentamiento beligerante con la amenaza nuclear pendiendo como decisión final; en un momento dado es equiparado, por el presidente, al senador McCarthy, el cazador de comunistas). Scott es un personaje inquietante hasta cuando es encuadrado, significativamente en varias ocasiones, de espaldas (también le define, es empecinada determinación sin rostro, cual autómata).
En los primeros pasajes narrativos es la figura del coronel Casey (Kirk Douglas), ayudante de Norton, la que domina y conduce el relato, a través de una impecable sucesión de secuencias en las que va entreviendo, por una cadena de indicios, los propósitos de Scott. Casey admira a Scott, pero es respetuoso con la Constitución, con los procesos democráticos de la República. Desde el momento en que comunica sus sospechas al presidente, este domina el relato con sus esfuerzos estratégicos para conseguir las pruebas que corroboren el inminente golpe de estado, y así imposibilitarlo (con el añadido de la urgencia: los siete días del título de que se dispone para conseguirlo). Es el corazón moral, a su vez, de la obra, la representación del sentido común
Las primeras imágenes de Siete días de mayo, las referentes al enfrentamiento entre los dos grupos manifestantes, los que apoyan al presidente Lyman, y los que están en contra porque el acuerdo de desarme coloca al país en una posición vulnerable, tienen un aire de engañoso reportaje periodístico; está realizada con ese estilo de sincopado montaje como si estuviera realizado por una unidad de televisión; un introducción con el pálpito inmediato de un sentimiento de urgencia, una agitación, extrema y febril, que retrata a un país en el filo, una convulsión que nos hará sentir los desorbitados acontecimientos posteriores como algo posible. Todo es posible en la dimensión desconocida se decía en la introducción de la serie La dimensión desconocida (The twilight zone), creada por Rod Serling. El tratamiento de esta secuencia se desmarca del resto del desarrollo narrativo, sobrio, sustentado en las tensiones dentro del plano (a través de la disposición de los personajes en el encuadre), y unas aceradas y luminosas imágenes servidas por el director de fotografía Ellsworth Fredericks (dotadas de una inquietante patina naturalista o inmediata, que hace sentir de modo más eficaz las emponzoñadas turbulencias en juego), que gradualmente se va dotando de una atmósfera de alucinada ciencia ficción que desvela una realidad desquiciada. Porque lo que se nos narra son los esfuerzos para desactivar un golpe de estado militar, encabezado por un general, descrito como una mente calculadora que nunca se ha dejado dominar por las emociones, Scott, quien no acepta el citado acuerdo porque es un signo de debilidad que expone al país a perder su posición de fuerza, a quedar en manos del enemigo (en suma, encarna los residuos de la tensión vivida durante veinte años de enfrentamiento beligerante con la amenaza nuclear pendiendo como decisión final; en un momento dado es equiparado, por el presidente, al senador McCarthy, el cazador de comunistas). Scott es un personaje inquietante hasta cuando es encuadrado, significativamente en varias ocasiones, de espaldas (también le define, es empecinada determinación sin rostro, cual autómata).
En los primeros pasajes narrativos es la figura del coronel Casey (Kirk Douglas), ayudante de Norton, la que domina y conduce el relato, a través de una impecable sucesión de secuencias en las que va entreviendo, por una cadena de indicios, los propósitos de Scott. Casey admira a Scott, pero es respetuoso con la Constitución, con los procesos democráticos de la República. Desde el momento en que comunica sus sospechas al presidente, este domina el relato con sus esfuerzos estratégicos para conseguir las pruebas que corroboren el inminente golpe de estado, y así imposibilitarlo (con el añadido de la urgencia: los siete días del título de que se dispone para conseguirlo). Es el corazón moral, a su vez, de la obra, la representación del sentido común
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
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La narración, o desarrollo dramático, de Siete días de mayo dispone de más capas. No sólo se revela que el enemigo está dentro, el afán beligerante y el fundamentalismo ideológico (aterrador el mitin de las facciones más beligerantes e inflexibles ideológicamente, en un estadio repleto de asistentes, militares veteranos), sino que se pone sobre el tapete otro dilema, cuáles son los medios a los que uno puede recurrir para evitar tal hecatombe que no puedan equipararse en cuanto misma falta de integridad que aquello que combaten. Hay personajes que se enfrentan al dilema de qué medios se es capaz de utilizar o no para combatir a la bestia y no sentir que actúa como ellos. Es el caso de Casey cuando se aprovecha de la atracción que despierta en Eleanor (Ava Gardner), y de su quebradiza vulnerabilidad ( lo que la hace apoyarse en la bebida), para conseguir las cartas de amor de Scott cuando fueron amantes años atrás. Decisión que a Casey le sume en un sórdido malestar. Pero no duda en buscar en una papelera para coger esas cartas, siendo sorprendido en tal acción por Eleanor. El mismo presidente, en cambio, pese a que algún consejero le anime a hacerlo, se muestra remiso a recurrir a tal recurso de presión para que Scott, casado, renuncie a su propósito de golpe de estado. La modélica secuencia del enfrentamiento entre ambos tiene dos bellos colofones. Al fondo del encuadre, Scott se dispone a abandonar el despacho oval; en primer término del encuadre vemos el brazo del presidente que vacila cuando saca las citadas cartas, pero decide guardarlas de nuevo. Al salir, a una gran sala, aparece en primer término del encuadre Casey, que se detiene porque se cruza con Scott. Ambos se miran sin cruzarse palabra. Casey ve que el presidente sale, al fondo, de su despacho, con las cartas en la mano. Manteniendo siempre el mismo encuadre, Casey se acerca hasta el presidente, que le dice que las puede devolver a Eleanor. Un admirable modo de asociar dilemas y personajes con las posiciones en el encuadre.
Alexander Zárate
http://elcinedesolaris.blogspot.com/
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