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Críticas 85
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
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24 de febrero de 2020 Sé el primero en valorar esta crítica
En una ciudad en ruinas, una mujer cuya única identidad radica en un número tatuado en el antebrazo deambula como un fantasma en busca de su pasado. El rostro que le devuelve el espejo no es el suyo y la voz con la que antes se ganaba la vida junto a su marido pianista suena apagada. Él ya no está, y cuentan que la traicionó para salvarse de los nazis, condenándola a un infierno en un campo de concentración y tratando después de robar su herencia. Pero ella lo necesita. Necesita volver a sentirse amada para recuperar su sitio en el mundo y sus ganas de seguir adelante en una sociedad que no sabe pedir perdón en voz alta. Ese es el escenario que Christian Petzold recrea para acercarse de nuevo al pueblo alemán que tuvo que reinventarse tras el fin del nazismo: envuelto en culpa y sin espacios definidos para aquellos que regresaron de las tinieblas con tan solo un número tatuado en el antebrazo.
La última película del director alemán arranca en la frontera con Suiza. Una mujer con la cara destrozada por heridas de bala se dirige hacia un Berlín devastado en donde la espera un cirujano, un nuevo rostro y la esperanza de recuperar su vida. En su intento de hallar a su esposo, este no la reconoce e incluso la convence para que se haga pasar por su mujer, a la que cree muerta, y así hacerse con el dinero de toda su familia, que cayó víctima del Holocausto.
Con el mismo ritmo pausado y el afecto por la intriga que demostró en 'Bárbara' -su anterior filme-, Petzold debe saltar un inmenso socavón para que el espectador entre en su mundo de profundas estocadas emocionales. La irrealidad de que un marido no se dé cuenta de que está frente a su esposa puede dinamitar la trama, pero, si se acepta el atajo argumental, el resultado habrá merecido la pena. En un juego de silencios y miradas cargadas de mensaje, la historia fluye mientras se adentra en el interior de la protagonista, en cómo se va encontrando a sí misma a medida que su presente acepta todo el sufrimiento que hasta entonces había intentado obviar. En una analogía sutilmente exportada por el realizador, la cinta sirve para arrojar luz sobre un punto de vista abordado antes en el cine, pero no tan manido: el regreso al hogar cuando este es solo polvo y ruinas, y un sentimiento de culpa y reproche sacia el aire. La decisión de centrarse en muy pocos personajes confiere además al guion la capacidad para ahondar mucho más en la evolución de la mujer, que estalla en una secuencia final de una belleza cautivadora y que sintetiza a la perfección la amargura y el dolor contenidos hasta ese instante, junto con el brillo que anuncia el nuevo día ante un camino por recorrer.
Los resultados de contar otra vez delante de las cámaras con la pareja formada por Ronald Zehrfeld y Nina Hoss son incontestables, aunque la maestría desplegada por la actriz alemana sea la que en verdad da alas a la película. A través de una actuación serena y comedida, y con los ojos más grandes y más profundos que uno pueda imaginar, Hoss prescinde de diálogos para hacer aflorar lo que padece en su interior. Hasta que empieza a cantar, ya que entonces toda la farsa se desmorona, la ilusión comienza a construirse de nuevo y Petzold demuestra lo que realmente significa pasar página y renacer de las cenizas.

Diario de Navarra / La séptima mirada
24 de febrero de 2020 Sé el primero en valorar esta crítica
La traición es sangrante. Pero buena culpa de dejarse engañar la tendrá el espectador que acuda a ver 'Caza al asesino'. Porque Pierre Morel ya lo dejó claro con Liam Neeson en 'Venganza' y John Travolta en 'Desde París con amor'. ¿Acaso se pensaba Sean Penn que sus dos Óscar le iban a salvar de la quema? Quizá creyó que participando en el guion podría resaltar la denuncia a las grandes multinacionales que expolian los recursos naturales de África mientras dinamitan su estructura social. A lo mejor lo convencieron las ínfulas de 'thriller' político, pese a que estas se diluyen entre disparos y cuellos rotos. ¿Y el histrionismo de Bardem? ¿Y esa trama romántica abandonada a su suerte por recrearse en más tiros y peleas? Hollywood impone su ley para escribir en renglones bien definidos una máxima inquebrantable: la acción da dinero. Suficiente premisa para Morel, que la ejecuta con discutible maestría y se olvida de todo lo demás, ya que las palomitas harán el resto. Pero el cineasta francés se ensaña con el público a través de un final digno de esas películas de serie B que se ríen de ellas mismas. Aunque aquí vaya en serio. Tan en serio que prende fuego a las fortalezas que pudiera albergar la cinta y a esos primeros compases de filme comprometido, argumento sólido, intriga interesante, cine diferente... Cómo no sentirse traicionado.
En el Congo, un grupo de paramilitares protege el trabajo de las ONG ocultando que, al mismo tiempo, recibe contratos de empresas para asesinar a líderes que frenan su enriquecimiento. Tras una misión, uno de sus tiradores deberá abandonar el continente y a su novia, pero, años después, su pasado lo perseguirá para ajustar cuentas.
El director de 'Distrito 13' trata de convertir a Penn en el nuevo Neeson siguiendo a rajatabla el manual del género. Olvida por completo que se basó en una novela de Jean-Patrick Manchette y que cuenta con un trío de actores extraordinario para deleitarse a sí mismo con lo que mejor sabe hacer: rodar escenas de acción con un montaje acelerado y una alarmante capacidad de despreciar el desarrollo de personajes. A la vez, tortura la profundidad de la historia al convertirla en un mero apunte circunstancial con el que encuadrar los tiroteos en un tiempo y lugar. Aporta un par de secuencias magnéticas y lleva el ritmo con acierto, pero, a medida que pasan los minutos, queda patente que las páginas del guion solo se utilizaron para limpiar la sangre de los rostros de los protagonistas. Y el clímax en la Monumental de Barcelona reclama que algún dios griego le inflija una de esas condenas eternas. La trama ya se había desecho en pedazos llegado ese momento, pero semejante insulto a la inteligencia del espectador reclama venganza.
En el reparto, Sean Penn juega con una intensidad de la que no goza el tipo al que encarna, aunque su trabajo sea lo único rescatable del cúmulo de despropósitos. El más clamoroso es haber dado alas a las exageraciones de un Bardem que pide a gritos que alguien lo serene. Por su parte, Jasmine Trinca no sabe muy bien qué hacer con su personaje -no es enteramente su culpa, porque el libreto la maltrata- y el talento de Idris Elba apenas se emplea para un cameo. Todos estos sinsentidos destierran las premisas que había generado el inicio del filme y lo lastran de tal modo que incluso le impiden alcanzar los estándares mínimos de calidad exigibles para una película de acción.

Diario de Navarra / La séptima mirada
14 de enero de 2020 Sé el primero en valorar esta crítica
Es la historia más triste que habrá visto en mucho tiempo. En la esquina de una habitación, cuatro ancianos con guantes de látex para no dejar huellas observan en silencio cómo una mujer graba ante una cámara un mensaje de despedida. A su lado, sentado en la cama que desde hace años se convirtió en su mundo, su marido llora por dentro y la besa por última vez. Él la ayudó a cumplir su deseo de no permitir que la vida le robara la muerte. Y los cuatro ancianos le abrieron las puertas de ese trayecto. En un maletín, dos frascos, un pulsador y un sistema de engranajes para que, al apretar el botón, un minuto separe al enfermo del sueño que pondrá fin a su sufrimiento. Una máquina con la que apagar la luz sin dejar manos ejecutoras en un país sin libertad para morir dignamente. Pero 'La fiesta de despedida' no es un alegato, no trata de abrir debates sobre la eutanasia ni sentar cátedra sobre el derecho de cada cual a elegir su camino... Tampoco es una película sentimentaloide ni recurre al melodrama para buscar la lágrima fácil. Es filmar cómo un viejo agotado pasa la noche sentado en un banco frente a la casa de los que pueden ayudar a su mujer a abandonar el infierno. Una historia triste.
La trama se centra en un grupo de amigos que viven juntos en un complejo de pisos para personas de la tercera edad. Uno de ellos, cansado de las cadenas de una cama de hospital y de romper la noche con alaridos de dolor, les implora que lo dejen partir. Para escamotear la máscara del verdugo, construyen un pequeño aparato con el que el propio moribundo se inyecte el suero y cierre los ojos. Pero su secreto corre como la pólvora en la residencia y más enfermos terminales les reclaman que les asistan de igual forma, despertando en ellos el dilema moral de convertirse en dioses con el poder de decidir quién vive y quién muere.
Con un pasado común de cortometrajes, los realizadores Tal Granit y Sharon Maymon escriben y dirigen un filme sencillo, sin alardes estilísticos ni ínfulas de adoctrinar en un tema tan escabroso como la eutanasia. Permitiendo que el guion sea el que lleve el peso de la cinta, recurren a pinceladas de humor negro -a veces, un tanto simple- para edulcorar en los primeros compases el trago de una píldora tan amarga. Sin embargo, a medida que avanza el metraje, se dejan llevar por la profunda emotividad de las escenas, firmando además un breve episodio musical que contagia al espectador de la misma pesadumbre que sufren los protagonistas. Cuando se camina al borde de un precipicio, existe el riesgo de caer en la tentación de alentar los sentimientos de desolación y desamparo, con el objetivo de incomodar al público y apresar su empatía, pero los dos cineastas tejen una urdimbre sólida y estanca, fundamentada en unos personajes de gran realismo y provistos de unas actitudes altamente comprensibles. De hecho, el reparto coral cumple con las exigencias de trasladar esa imagen de experiencia acumulada, alma juvenil y cuerpos maltrechos que comparte el grupo de amigos.
Pese al calado emocional de las secuencias, la película llega al final con dos deficiencias: el desarrollo impreciso y acelerado de uno de los protagonistas clave, y la invitación a criticar su apuesta argumental con un desenlace que dinamita la hasta entonces imparcial puesta en escena. Aun así, las bondades del filme merecen una oportunidad para salir del cine doliente de tristeza.

Diario de Navarra / La séptima mirada
14 de enero de 2020 Sé el primero en valorar esta crítica
Cuando la ambición y el dinero nublan la mente, la muerte de un ciclista solo supone un obstáculo más que superar. La codicia de empresarios y especuladores arribistas no se detiene por un accidente de tráfico. Con sangre en la carretera, dos familias unidas por el noviazgo de sus retoños miden sus escrúpulos por hallar la manera más sencilla de no ensuciarse las manos. Esta es la historia que presenta Paolo Virzì, que italianiza una novela de Stephen Amidon para afear la avaricia de aquellos que apostaron por el derrumbe de la economía y ganaron. Aunque eso conllevara que todos los demás perdiéramos.
La trama gira en torno a un clan de burgueses multimillonarios -con una casa en la colina, chófer y un vástago malcriado- y un aprovechado agente inmobiliario de clase media al que le brillan los ojos cuando huele opulencia. Gracias al romance de su hija con el futuro pez gordo, este último se introduce en ese ambiente de abundancia y derrocha los ahorros que no tiene en un fondo del que espera sacar unos beneficios que le abran las puertas de la élite. Y llega la noche en la que el todoterreno del joven, del que no se sabe quién lo conduce, atropella a un ciclista y sale huyendo.
El cineasta italiano construye la película a través de tres capítulos y un epílogo, en los que explora los puntos de vista de los personajes principales: el avaro promotor, la vacía mujer florero y la hija descarriada y confusa. La narrativa convierte la trama en un 'thriller' y sustenta con determinación el interés del espectador, que poco a poco va recopilando información sobre lo sucedido, a medida que el foco se posa en las diferentes vivencias de los protagonistas. Dos grandes aciertos bendicen el estilo y la puesta en escena del director de 'La prima cosa bella' o 'Todo el santo día': el ritmo, que acelera conforme avanzan los episodios y se van descubriendo aspectos sugestivos en las vidas de los miembros de ambas familias; y el trabajado desarrollo de los personajes, avalado además por una dirección de actores que logra que todos acierten al enfatizar sus respectivas caricaturas. Porque nadie se libra de recibir sonoros tortazos, pero el guion obliga a la cámara a colocar sobre ellos un halo de comprensión y afecto. Por esa razón chirría tanto el desenlace y la deriva romántica que contamina el tramo final del filme, un desvío que oscurece el carácter de la hija inmadura y que, en cualquier caso, no se merecía el resto de la cinta.
El reparto lo lidera claramente Valeria Bruni Tedeschi, que interpreta a la esposa ingenua que no sabe nada de los negocios del marido y que ocupa los días comprando bolsos, antigüedades y hasta un teatro para colmar sus sueños de juventud, en los que aspiraba a la fama como actriz. Pese a encarnar el personaje menos crucial -por ser el más ajeno al accidente-, los matices que aporta Bruni, desde su candidez hasta el desamparo de sentirse incomprendida y la rabia por ser un peón insignificante dentro de la estructura familiar, convierten su episodio en uno de los más estimulantes.
La crítica social del filme degüella incluso a la tercera pata del taburete sobre el que se asienta el argumento, un joven marginado que vive a espaldas del mundo y a la espera de un cambio que no llegará nunca. Un personaje usado como detonante para explicar el término que valora la muerte de una persona según su esperanza de vida y las relaciones con sus seres queridos. El capital humano.

Diario de Navarra / La séptima mirada
14 de enero de 2020 Sé el primero en valorar esta crítica
A mil kilómetros de distancia, en el norte desarrollado, dos hermanos de un clan de pastores cuentan billetes procedentes del narcotráfico. Dejaron atrás su pueblo en la región italiana de Calabria para afianzar su posición de capos y huir de la vergüenza de un tercer hermano, el primogénito, que reniega de los negocios turbios y que solo desea vivir entre sus cabras, falto del arrojo necesario para vengar la muerte de su padre asesinado. 'Almas negras' -el titulo original de la película y de la novela en la que se inspira- se introduce de lleno en las relaciones de una familia y en los códigos de honor de la ‘Ndrangheta. Pero no se sirve de los recursos con los que el cine abordó tradicionalmente el mundo de la mafia; la violencia, en este caso, no sacude la pantalla, no hay inspiradas sentencias ni diálogos brillantes, no aparecen personajes carismáticos... Todo es real, rudo, frío. Y ahí es donde reside la grandeza del filme, en conseguir con una ambientación precisa y una trama fuera de lo esperado atrapar la mirada del espectador, al que hiere sin piedad en un tercer acto demoledor.
Luciano, el hijo mayor, se muestra férreo en sus convicciones y en la creencia de que la familia rival lo dejará vivir en paz si repudia cualquier ánimo de venganza y se centra en sus quehaceres. Sin embargo, su hijo veinteañero ve en él a un ser cobarde y débil, y prefiere mirarse en el espejo de sus tíos, que representan el futuro al que aspira, una vida llena de riquezas y progreso en el norte, fuera del ambiente anquilosado de una aldea en ruinas. Será él quien desate la catástrofe en una acción irreflexiva y colmada de ira. A partir de ese momento, los hermanos se reunirán para defender el honor de los suyos y reclamar su verdadero puesto en esa comunidad de valores inquebrantables.
El tercer largometraje de Francesco Munzi destaca sobre todo en dos aspectos. Por un lado, recrea con un halo de documental las entrañas de una sociedad anclada varios siglos atrás, en la que las mujeres lloran a los muertos mientras los hombres se preparan para la guerra, en la que el intercambio de favores conlleva sangre y en la que el orgullo por mover los hilos e imponer el respeto entre sus congéneres lidera la lista de principios morales. Pero el mayor hallazgo se encuentra en el guion, ya que la película no cae en la deriva de contar las tan manidas luchas externas, sino que nunca escapa del ámbito familiar, en el que la tensión se mide con reproches lacerantes y actos instintivos. El director italiano encierra todo esto en una atmósfera oscura y claustrofóbica, dejando la violencia fuera de campo y subrayando las reacciones de los personajes. Le cuesta adoptar un ritmo estimulante, mas a cambio logra trasladar al público a ese pueblo perdido en las montañas e involucrarlo en las disputas familiares. Lo mete tan adentro que el impacto final duele como una puñalada seca en el estómago.
El reparto, formado tanto por actores profesionales como por aficionados, funciona notablemente para dejar en la boca ese regusto de realismo. Y, además, depara sorpresas prometedoras. Las discusiones y peleas entre Fabrizio Ferracane (Luciano) y Giuseppe Fumo (su hijo) siembran el metraje de angustia y desasosiego con una altísima fuerza interpretativa, que acrecienta el deseo de no perderles la pista y de que Munzi los vuelva a reunir en otro proyecto que deje al espectador tan tocado como este.

Diario de Navarra / La séptima mirada
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