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Críticas 75
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
10
1 de noviembre de 2014
21 de 24 usuarios han encontrado esta crítica útil
Como es sabido, la pintura es una de las fuentes esenciales de inspiración de Sokurov, y «Madre e hijo» es, desde luego, una de sus obras más «pictóricas». Aquí, una referencia en particular se eleva por encima de las demás: la gran figura del Romanticismo alemán, Caspar David Friedrich, el artista que supo llevar al lienzo tal vez como ningún otro en Occidente la dimensión cósmica y sagrada de la naturaleza. Las afinidades entre los dos son tan manifiestas que casi podría decirse que el encuentro era inevitable. Y ese encuentro es «Madre e hijo».

El tema del film es —una vez más— la ubicación del hombre en el cosmos y esa clave decisiva para desentrañar su misterio, que es la muerte; pero la muerte no se nos presenta solo en su lado sombrío y destructor; por supuesto, está su dimensión trágica, el dolor ante la desaparición de un ser querido, pero eso parece ser aceptado aquí en su inevitabilidad con un cierto estoicismo, actitud que, a mi entender, no se había mostrado hasta ese momento en el cine de Sokurov; y está también su dimensión de luz: la muerte como esperanza de resurrección, igualmente inhabitual en su obra; puede decirse, pues, que la película ofrece una perspectiva, hasta cierto punto, al menos, inusualmente esperanzada en el conjunto de su filmografía, y en ese sentido —pero solo en ese— es casi el reverso de su precedente obra de ficción, «Whispering pages».

Un paralelismo bastante exacto de esa doble dimensión, a la vez trágica y confiada, lo encontramos también en la pintura de Friedrich, el hombre que «descubrió la dimensión trágica del paisaje» (según la frase de su amigo David d’Angers) pero en cuyos lienzos se puede ver, de forma aparentemente paradójica, una «paz omnipresente» (1) [referencias al final]. Para Boris Asvárisch, «toda la obra de Friedrich está impregnada de la idea de indestructible unidad entre el mundo de la naturaleza y el mundo interior o espiritual del hombre» (2), mientras que, muy al contrario, para Rafael Argullol, «el gran motivo que cruza la pintura de Friedrich... es la escisión entre el hombre y la naturaleza» (3). Y es que tanto Friedrich como Sokurov parecen compartir esa misma dualidad, esa misma escisión en el alma, perpetuamente suspendidos, uno y otro, entre la inaprehensibilidad de Dios y la ininteligibilidad del mundo, por un lado, y la incuestionable belleza teofánica que reconocen en la creación, por otro. Dos verdaderas «almas gemelas», pues, destinadas a dialogar, por encima de las convencionales barreras del tiempo y el espacio, sobre el enigma radical de la existencia.

Tanto o más que la muerte como tránsito hacia la transcendencia, está en el film el tema de la dialéctica de la inmanencia entre el paso del tiempo y su suspensión esencial (también en Friedrich: piénsese, por ejemplo, en las múltiples ruinas y cementerios, «eternalizados», que pueblan sus cuadros). No habiendo aquí espacio para extenderme en ello, prefiero simplemente llamar la atención sobre una escena: me refiero al plano en que el protagonista contempla el paso de un tren que, en la distancia, surge por el lado derecho de la imagen, cruza humeante la pantalla y desaparece por la izquierda. No voy a comentarlo; hay que verlo. Toda la soledad y el abandono del ser humano ante el cosmos, todo el misterio insondable del tiempo, todo el peso abrumador de la vida, parecen misteriosamente concentrados en los dos minutos que dura ese plano fijo, sencillo y sublime.

Sokurov no «copia» la pintura de Friedrich, como por ejemplo han hecho más recientemente Gustav Deutsch, con la de Hopper, en «Shirley» o, de otra forma, más afortunada, Leck Majewski, con la de Brueghel, en «El molino y la cruz». Es cierto que hay un par de planos fijos que enlazan de forma muy directa con unas sepias de Friedrich (4). Es en esos dos momentos donde me parece percibir un acercamiento más literal, más formal, de Sokurov al pintor de Dresde, pero, en general, podríamos hablar, más bien, de una comunión en el alma que genera de forma natural una cierta convergencia en las formas de expresión.

Otra referencia pictórica me parece también perceptible en el film y especialmente destacable por lo inhabitual: me refiero a Munch (es conocido el rechazo radical de Sokurov a la plástica contemporánea), un Munch «espiritualizado», discernible sobre todo en los veinte primeros minutos y también, quizá especialmente, en ese «grito» —verdadero momento cenital de la película— que profiere el hijo ante la evidencia de la muerte de la madre. Aparte, y como siempre, referencias visuales a El Greco, Rembrandt, tal vez Millet en este caso, los prerrafaelistas (cuando el hijo alimenta con un biberón a la madre), etc.

Más, quizá, que en el resto de sus films, Sokurov recurre aquí a la anamorfosis: diversos medios técnicos son utilizados para ello a fin de otorgar a la imagen cinematográfica la bidimensionalidad de la imagen pictórica. Tema complejo y discutible que no se resolverá en unas líneas. En contra de Sokurov, podría argumentarse que el propio Friedrich respetaba (aunque a veces pueda parecer que un poco a regañadientes) las leyes de la perspectiva, y que la imagen cinematográfica genera, por su propio origen tecnológico, la ilusión de la tridimensionalidad. En este sentido, Sokurov nunca ha dejado de pelearse contra la propia naturaleza del medio. ¿Tiene sentido tratar de recrear en cine una especie de aperspectivismo visual prerrenacentista? ¿No hay otras vías, más afines a su naturaleza, para evitar el literalismo que, con su mimetismo representacional, propicia un realismo a ras de tierra y obstaculiza la función propia del arte: revelar lo invisible? ¿Respeta, en general, Sokurov sus propias reglas? Muchas preguntas podrían plantearse con relación a la postura radical, arriesgada, «imposible» a veces, del genial director ruso.

[acabo en el spoiler]
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
También se puede, por supuesto, estar de acuerdo globalmente con la visión de Sokurov sin que ello implique necesariamente tener que compartir plenamente algunos de sus problemáticos postulados. Pero, por encima de todo eso, al margen de los múltiples debates teóricos a que la revolución sokuroviana podría dar lugar, está la evidencia enmudecedora de una serie de obras maestras —entre ellas «Madre e hijo»— que dejan a ese mismo debate en una situación embarazosa. E pur si muove...

Por último, quiero hacer referencia al texto de Fran Benavente, «Iconostasio», que acompaña a la edición del DVD de Intermedio: solo tres páginas, pero absolutamente depuradas, precisas, sin una palabra de más, abriendo las fundamentales vías de acercamiento a la que me parece quizá el opus magnum de un artista tan complejo como esencial.

Quisiera terminar con una cita de Henry Corbin, que me parece especialmente pertinente: «Una sola cosa importa en la oscuridad que envuelve nuestra vida humana: que crezca ese destello, esa incandescencia, que permite reconocer la Tierra Prometida». Yo creo que a Sokurov le importa poco el cine, no tiene la menor voluntad de contar una historia, no le interesa en absoluto la psicología ni la sociología, le deja indiferente que muchos bostecen ante sus películas y, por supuesto, le aburriría —y supongo que le alarmaría— tener que dedicarse a recoger las alabanzas de los «cinéfilos». Y me parece que todo esto —con todo lo que implica— no siempre se entiende. Lo único que a Sokurov le importa es descubrir en su alma y mostrar a los demás los destellos que permiten «volver a casa». Hay que agradacérselo.

Notas
(1) G. Dufour-Kowalska, «Caspar David Friedrich. Aux sources de l’imaginaire romantique», Lausana, 1992, p. 83.
(2) Boris Asvárisch, «Maestros de la pintura mundial en los museos de la URSS: C. D. Friedrich», Leningrado, 1980, p. 7.
(3) Rafael Argullol, «El ojo espiritual» en El País, 10-10-1992.
(4) Minutos 6 y 60.
Asentamiento
Documental
Rusia2002
7,2
55
Documental
9
12 de marzo de 2013
18 de 18 usuarios han encontrado esta crítica útil
La extremada sencillez del cine de Loznitsa es la razón misma de su dificultad; paradoja aparente que hunde sus raíces en la esencia misma de lo real: la perpetua ocultación de lo que es, tras el deslumbrante espectáculo de su superficial visibilidad. La realidad se esconde. Pero ¿qué es lo real? Pregunta básica, ineludible, cuya evitación reduce a polvo cualquier sistema, convirtiendo todo discurso en verborrea y cualquier convicción en prejuicio.

En el juego de espejos deformantes de lo que Debord llamó con acierto “la sociedad del espectáculo”, la corrupción generalizada de la imagen es a la vez causa y consecuencia de la corrupción de la mirada: diabólico círculo que sólo podría ser roto, si acaso, por un ejercicio de purificación radical, generador de un mirar sin referencias que recuperando la inocencia fuese capaz de penetrar en el abismo que se abre en todo lo visible o, lo que es igual, de sumirse en las honduras del alma. Mirada tal vez en última instancia inalcanzable, mas no por ello menos necesaria; pues sea o no viable, el esfuerzo por ver a través de la imagen sensorial resulta condición inapelable para, sencillamente, comprender. Esa mirada limpia y penetrante es, en definitiva, el propósito que late en los magníficos documentales de Loznitsa, y ésa es la tarea, ingente en su simplicidad, que el cineasta ucraniano propone al espectador.

En realidad estas líneas podrían ir dedicadas a cualquiera de sus documentales. Elijo “Poselenie” (“La colonia”) porque me parece quizás el más trabajado y, ¿por qué no?, el más inquietante. Loznitsa asume en él un riesgo añadido: un espacio reducido de aparente felicidad acaba revelándose como un establecimiento para enfermos mentales. Aunque en principio no lo parezca, todos están locos. ¿No es ésa la imagen más cruda, más real, y más escondida por su propia obviedad, del mundo en que vivimos? No creo que nadie se atreva a acusar a Loznitsa de demagogia, como podría sugerir el carácter primario y contundente de esa asimilación colonia-mundo (que, por lo demás, es mía y no necesariamente suya), pues si algo caracteriza su cine es precisamente la pureza, en un doble sentido: pureza técnica que expurga las imágenes de toda contaminación residual, con la esencialidad clara y transparente de la más extrema sencillez. Y pureza ética, también, por su honradez intransigente e impecable que, renunciando a todo poder de manipulación, deja en libertad absoluta e incondicionada al que contempla. En las antípodas de lo que ahora se lleva --ese cine que responde a las demandas de un espectador masivamente “mediatizado”, que juzga “lento” todo lo que no se ajusta al descabellado ritmo de su galopante neurosis, que quiere emociones fuertes, sensaciones excitantes, tensiones primarias, y que los cineastas satisfacen complacientemente con imágenes opacas, deslumbrantes efectos especiales, ritmo desatado, viveza de color, montaje frenético, sonido atronador, zooms intempestivos, historietas impactantes y pueriles trucos narrativos de toda condición, que le saquen del sopor socializado para consolarle con la ficticia sensación de no estar del todo muerto--, frente a todo eso, decía, Loznitsa, mediante unas imágenes de austeridad monacal, vaciadas de todo artificio, propone algo tan simple como dirigir una mirada contemplativa a lo real.

No es el único en su línea. Se observa en algunos directores actuales un intento por recuperar un cierto realismo que, sustraído a las estrecheces miopes del naturalismo, liberado de psicologizaciones y socializaciones, se eleve a una condición superior: realismo ontológico, podríamos decir, del que Tarr es, a mi entender, maestro indiscutible y en el que, a su manera, diferente, también se mueve Loznitsa. No se trata de un fácil concordismo para contentar por igual a prosaicos y espiritualistas, sino de algo que más bien dejará descontentos a unos y a otros: una aprehensión integral de lo real, que, sin desdeñar su dimensión física inmediata, su visualidad, recupere al tiempo su inseparable profundidad metafísica sobre la base de que físico y meta-físico son diferenciaciones conceptuales más que dimensiones o atributos reales del ser. Mostrar eso puede resultar relativamente fácil en literatura (pues la palabra puede transmitir por igual una realidad tanto material como inmaterial), pero es complicado en cine, habida cuenta de la rigurosa adecuación a la fisicidad que caracteriza a la imagen cinematográfica. Esta circunstancia, aparte de colocar al cine en eterna dependencia de la literatura (dependencia de la que tanto y con tanta razón se quejaba Tarkovsky), siempre hizo sospechosas las pretensiones del cine de ser un arte, y un arte autónomo, y ha terminado por expulsarlo en la consideración oficial, con la colaboración de la inmensa mayoría, al ámbito del espectáculo. Hablar de arte con relación al cine parece hoy algo de mal gusto, algo así como hablar de revolución con relación a la política.

Fecunda podría ser, yo creo, la comparación detallada --pero aquí no hay espacio-- de esa forma de entender la confluencia de perspectivas o planos de lo real con otras formas de documentalismo, por ejemplo, el de Pelechian, o incluso el de Val del Omar, mucho más “vertovianos” ambos, lo que es tanto como decir más tecnologizados, y, por ende, más superficiales, por más que su brillantez, sobre todo la del ruso, puedan deslumbrar en ocasiones. O con el documentalismo experimentalista de Benning (comparar por ejemplo “Polustanok” y “Portret” con “10 Skies” y “13 Lakes”), para constatar el infranqueable abismo que separa el genio del ingenio (por no hablar de los engendros de Warhol, sin entidad suficiente para tomárselos en serio).

Loznitsa, Tarr, Sokurov... Son pocos pero son, que decía Vallejo. Que Dios los guarde. Su existencia es, al menos, un destello de esperanza en el autosatisfecho panorama de la cultura contemporánea.
15 de marzo de 2008
41 de 65 usuarios han encontrado esta crítica útil
Si esta historia, en lugar de a dos hombres homosexuales tuviera como protagonistas a un hombre y una mujer, probablemente parecería un relato más bien insubstancial, mil veces contado, de amores devoradores, posesiones destructivas, celos, etc.: algo que la narrativa del siglo XX ha repetido hasta el aburrimiento. Pero el problema no es la repetición —pues, antes de que surgiera la neurótica manía de la novedad, el arte ha repetido siempre modelos fijados, lo que no ha impedido la aparición de grandes obras maestras—, sino la modalidad de la repetición, la reiteración de actitudes, situaciones y personajes cerrados sobre su propia singularidad, limitados a su más estrecha concreción, y que no reflejan ni proyectan nada que vaya más allá del nivel del suceso, de lo que ocurre aquí y ahora.

Y difícilmente podría ser de otro modo, dado el lenguaje utilizado: planos cortos, movimientos de cámara abundantes y rápidos, contrastes cortantes, ritmo fragmentador: formalmente, estamos ante una mezcla de realismo naturalista y estética del videoclip, dos planteamientos formales aparentemente lejanos entre sí, pero que se refuerzan mutuamente en su tendencia a encerrar cada acontecimiento en su temporalidad específica, en la clausura de toda transcendencia simbolizadora, convirtiendo así cada acontecimiento en anécdota. Una estética violenta y un tanto neurótica que, como un niño impertinente o un adulto inmaduro, reclama constantemente nuestra atención para no decirnos, en definitiva, casi nada. Y el impacto visual, la conmoción del instante, está aquí, como suele ser habitual, en relación inversa con la capacidad de «impregnación»: la película, que se pretende novedosa pero que en el fondo es harto convencional, se olvida al día siguiente de verla para no recordarla más...

Todo esto no quiere decir que el director no tenga «oficio», que ciertamente lo tiene, pero eso no significa mucho: hasta el bombardeo de una ciudad puede realizarse con oficio y de forma técnicamente impecable.

Es de lamentar que los cineastas orientales hayan renunciado a toda integración de su propia tradición cultural con algo tan ajeno —y probablemente tan contrario, es cierto— como el cine. El proyecto era extremadamente difícil por la disparidad de las realidades que había que conjugar, pero eso mismo lo hacía interesante, y algunos directores japoneses como Ozu, Mizoguchi o Kobayashi lo intentaron en su momento con resultados diversos pero en general interesantes. Parece que, por el contrario, nada semejante se ha llevado a cabo desde el cine chino, que se mueve entre el exotismo de bazar pasado por Hollywood —al estilo Zang Yimou y su «Maldición de la flor dorada»— y la adopción de los criterios más característicamente occidentales en el fondo y en la forma, como en el caso de esta película.
21 de enero de 2008
24 de 31 usuarios han encontrado esta crítica útil
Historia extremadamente «literaria» —en el peor sentido del término— y notablemente convencional de aniquilamiento y destrucción entre unos personajes más o menos marginales, de esos que el cine y la literatura del siglo pasado han explotado hasta el aburrimiento y que uno tiene la sensación de haber visto y leído ya en innumerables ocasiones. Cierto que el personaje protagonista, Harrer, tiene su profundidad y su encanto, pero eso no salva a la historia de su tono general harto mediocre. Por su parte, el personaje de la mujer rubia que anda por bares de mala muerte recitando de memoria pasajes de media página de apocalíptica bíblica resulta tan pretencioso, esperpéntico y ridículo que se diría sacado de una película de Win Wenders.

Lo que salva todo esto y justifica la nota que atribuyo a la película es, por supuesto, la capacidad cinematográfica de Béla Tarr, que probablemente es capaz de hacer una película apasionante con cualquier cosa que caiga en sus manos. Tarr está aquí un tanto contagiado —tal vez obligado por el tema— de esa «estética de lo sórdido» que tan progresista pareció a algunos en un principio y que llegaría a convertirse con el tiempo en una manifestación perfectamente académica del arte más oficial de la modernidad en las últimas décadas, pero en cualquier caso la belleza de sus imágenes me parece difícilmente cuestionable. Nadie, desde Tarkovski, había tenido, en mi opinión, tal sentido de la imagen cinematográfica. La secuencia de la canción en el bar, por ejemplo (al cuarto de hora de comenzar la película), es sencillamente inolvidable, y varias más se podrían señalar que no le andan a la zaga.

Una película, en suma, para olvidarse de la historia y dedicarse a contemplarla como una sucesión de imágenes en movimiento. Vista así sería casi una obra maestra; claro que, se podrá decir —y sin duda con razón—, una película también es un guión.

En cualquier caso, Tarr iría depurando su cine para ofrecernos unos años después, en su ascendente trayectoria, la magnífica «Sátántangó» y posteriormente, y sobre todo, esa joya incomparable que es «Armonías de Werckmeister». Es quizás a la luz de esa trayectoria como debe ser valorada «La condena», por lo que significa de anuncio de lo que entonces estaba todavía por venir.
4 de julio de 2017
22 de 27 usuarios han encontrado esta crítica útil
Dios, la muerte y el sentido de la existencia es el tema de esta película de Bergman. El protagonista, Antonius Block, cree —o quiere creer— en Dios, pero tiene dudas, y su razón busca certezas. Pretende que Dios se le muestre, quiere verlo, oírlo y hasta tocarlo. Actitud idolátrica, pues, si Dios es algo, es quizá una fuerza misteriosa, inasible, incomprensible, en el fondo de cada uno; una fuerza sin rostro que, a lo sumo, promueve una cierta orientación de la vida, evoca vagamente alguna forma superior de realidad y sugiere, de forma negativa, lo que no debe ser. El caballero no lo entiende así, y muere implorando en vano a su Dios-ídolo, ante la recriminación de su escudero por no ser capaz de afrontar el momento decisivo con la necesaria entereza. Hay que reconocerle, en todo caso, la honradez para vivir con sus dudas sin ceder a la tranquilizadora creencia, fabricada a tal fin.

El escudero, racionalista, pragmático, vive al margen de la creencia religiosa; es un humanista, se rebela contra el fanatismo, la superstición y la injusticia. Cree tener respuestas claras para todo, pero su propia claridad lo hace sospechoso. Como tantos ateos modernos, hace de la increencia su creencia, agarrado a su ateísmo como otros se agarran a su Dios; ahora bien, es consecuente cuando la muerte llega. La aceptación estoica del final indica que al menos alguna verdad hay en su contemplación de la vida sub especie mortis. Frente a la muerte, Jöns pone de manifiesto un cierto grado de autenticidad. Queda por saber si ese heideggeriano ser-libre-para-la-muerte puede ser o no trascendido por un ser-libre-para-más-allá-de-la-muerte, que acaso haría posible una experiencia superior.

Están también los flagelantes y quienes, sin valor suficiente para unirse a ellos, se identifican no obstante con su espíritu. Sometimiento absoluto de la razón a la creencia, que Bergman presenta esquemáticamente, tal vez porque no es una actitud que le interese en especial.

Como cuarta opción existencial, la familia de titiriteros encarna una vida de amor, sencillez y bondad, una religiosidad en apariencia inocente, despreocupada de las abstrusas complejidades de la mente. Como el caballero y su escudero, flagelantes y juglares están en una relación de polaridad recíproca, como queda patente cuando el canto alegre de los segundos es acallado por los cánticos amenazantes de los primeros y una representación es sustituida por la otra. En la pareja de juglares, una diferencia importante: Jof es un visionario, tiene capacidad de ver lo que ni su mujer ni los demás pueden ver.

Junto a otros personajes, menos definidos, está la muchacha sin nombre, supuestamente muda, aunque al final resulte no serlo —¿precedente de la Elizabeth Vogler de «Persona»?—, y que, curiosamente (no sé si significativamente) no forma parte de la famosa danza final de la Muerte. Quizá tipifica la actitud expectante de quien ni afirma ni niega, y, sabiendo que no sabe, conserva la serenidad sin hundirse en la angustia.

La reflexión sobre Dios queda abierta, pero el problema no está en su conclusión o inconclusión, sino en sus presupuestos. Bergman no va más allá de la idea de un Ente supremo, creador, regente y juez del universo, de marcado carácter extracósmico; en definitiva, un Dios institucional, primario, que no difiere mucho del de la religiosidad popular. Se diría que Bergman no pudo traspasar los límites de la convencional educación religiosa recibida en el seno familiar, y, cuando renuncie a su particular visión de Dios, renunciará también a Dios. Por eso sus reflexiones «teológicas» me parecen de un valor limitado y no creo que sea exactamente ahí donde hay que buscar el interés fundamental de su cine.

En este punto, es difícil evitar la comparación con «Sacrificio» de Tarkovski. La idea de Dios que ambos directores manejan en sus respectivas películas —dos excepcionales obras de arte, en mi opinión— es similarmente limitada: casi un Dios de catecismo. Pero Tarkovski se identifica con esa imagen, mientras que Bergman la cuestiona. Distanciamiento que generará en el cineasta sueco serias dudas sobre la posibilidad de conocer. Consciente de la dificultad, se mostrará cauto, y, en general, no formulará en sus films afirmaciones o negaciones demasiado rotundas sobre tan prolijas cuestiones.

El planteamiento de la muerte es igualmente discutible. No se puede plantear seriamente el tema partiendo de que se trata de algo inevitablemente «malo». La visión negativa de la muerte es perfectamente natural, pero nada más que eso: el resultado de un mero instinto biológico, reforzado ahora culturalmente por un vitalismo materialista para el que no hay más existencia que la conocida. Difícil sostener desde ahí un planteamiento espiritual serio. No hay quizá contradicción más chirriante que la lamentación de los creyentes de cualquier religión por la realidad ineludible de la muerte. Se diría que, para ellos, una muerte eterna reduce la vida eterna a la nada, convirtiendo al apocalipsis en mero escenario de terror, cuando se supone que debería ser —al menos con la misma intensidad— un motivo de esperanza.

Bergman participa de esa contradicción, y de forma, además, especialmente redundante: como si fuera posible escapar a la muerte, pretende «salvar» (?) de ella a los titiriteros. ¡Como si el aplazamiento de unos meses o unos años (y aun de siglos o milenios) significase algo ante la posible eternidad de la muerte! Se ha achacado a Bergman una cierta simpleza en el desenlace, por lo que tiene de alegato en pro de una fe primaria y una bondad ingenua. Pero no es ahí donde está el problema. La bondad sencilla como norma puede no ser una conclusión simplista, sobre todo si se accede a ella tras descartar como inviable todo intento de resolución racional. Además, no se puede olvidar que Jof es, como rasgo más determinante, un visionario, con una conciencia muy clara de sus visiones:
[→ spoiler]
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«Te digo que ha sido realidad; pero se trata de otra clase de realidad, muy distinta a la que tú ves a diario», le dice a su mujer; «otra clase de realidad» que aparece cuando el tiempo se detiene y la sucesión deja paso a la simultaneidad. Él lo sabe, de un modo u otro, y así lo expresa al formular el deseo sobre el futuro de su hijo, que será capaz de realizar «el único número imposible»: una de las bolas se quedará inmóvil en el aire; lo cual es tanto como decir que será capaz de detener el tiempo. Y es precisamente la capacidad visionaria de Jof, más que su bondad inocente, lo que «salva» a la familia de titiriteros, pues es la visión del caballero jugando al ajedrez con la muerte —que solo él percibe— lo que les incita a escapar.

Claro está, si la inocencia no salva de la muerte, tampoco lo hace la capacidad visionaria. ¿Existiría la posibilidad de entender esa muerte en un sentido metafórico, como mera «muerte espiritual»? Difícil, pues su presencia física —capa negra, capucha, imagen buscadamente arquetípica— es demasiado imponente, y además, no da la impresión de que el caballero —se comparta o no su postura— esté «espiritualmente muerto», como tampoco el escudero Jöns, lo que tornaría problemático ese desenlace.

No son la capacidad visionaria, la bondad y la inocencia las únicas cualidades que encontramos en el juglar. Jof tiene un conocimiento real, aunque no sea de orden erudito. Reconoce con humildad su insignificancia y la mediocridad de su arte, mientras que el caballero, en su arrogancia, no ve la estupidez de la empresa a la que ha dedicado diez años de su vida (que le será recordada por su escudero); conocimiento de sí y capacidad visionaria nos sitúan lejos de la «fe del carbonero». Aunque la idea de salvarlos de la muerte sea absurda, la preferencia de Bergman por los titiriteros no puede ser identificada, sin más, con un ingenuo naturalismo de corte rousseauniano.

En torno a ellos se desarrolla la única experiencia luminosa que vive el caballero a lo largo del film: la escena de las fresas, que señala una apertura hacia la trascendencia por una vía no religiosa. En torno a un cuenco de fresas silvestres y leche, Antonius Block, en comunión con la familia de juglares, el escudero y la muchacha muda, pronuncia estas palabras: «Siempre recordaré este día [...] me bastará este recuerdo, como una revelación». El caballero intuye que el recuerdo del presente puede desempeñar una función reveladora en el futuro; conoce la capacidad soteriológica del tiempo para crear y otorgar sentido, y celebra el presente, más que por lo que es, por lo que está llamado a ser, por su posibilidad de convertirse en recuerdo-icono, es decir, de eternizarse. Así, cuando se sienta arrastrado por la vorágine del tiempo destructor, ese recuerdo icónico podrá ofrecerle la experiencia salvadora del tiempo creador: modalidad intensiva del tiempo —que conduce a la eternidad—, frente a la modalidad lineal —que conduce a la muerte—, tema central de «Fresas salvajes», el siguiente film de Bergman.

Las observaciones críticas aquí contenidas no pretenden poner en cuestión la película en su condición de obra de arte, sino, antes bien, salvaguardarla. El arte es una cosa, y la filosofía, otra. Bach tiene cantatas excelsas con textos, al parecer, mediocres. «El séptimo sello» no es, ni puede ser, un ensayo filosófico. Es una película que nos plantea la experiencia de unos personajes con actitudes vitales diversas ante la muerte. No son sabios, y el suyo, por tanto, no es un discurso sapiencial, pero evoca aspectos de la condición humana que son parte necesaria de nuestra experiencia. Es la capacidad del film para romper sus límites y abrir un espacio más allá de las fronteras del texto, un espacio no verbal, capaz de servir de matriz a posibilidades no expresadas, y que a cada espectador corresponde cultivar, lo que constituye su magia, su misterio, y lo convierte en una excepcional obra de arte.
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