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8
7 de diciembre de 2017
7 de diciembre de 2017
2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Es posible que The Young Pope sea la serie que la Iglesia Católica no quisiera que vieras, a pesar de que describe a una figura cuya fe, moralidad y forma de actuar se acercan más a lo que supuestamente la Iglesia es, o debería ser. Jude Law se mete en la piel de Lenny Balardo, el primer papa norteamericano que se acuña el nombre de Pío XIII para iniciar su particular revolución en el Vaticano ante la sorpresa de cardenales y fieles. Un Papa irreverente, santo y provocador, que bebe coca-cola light y fuma, cuyo discurso inicial nos presentará a un personaje que, aunque ultraconservador, tiene ideales poco corrientes para su función (o al menos lo que la Iglesia pretende que sea). Un Papa que se comporta como una estrella del rock, como dice el mismo protagonista en un momento de la serie; que debe mantenerse oculto y a la vez hacerse escuchar.
Creada, escrita y dirigida en su totalidad por Paolo Sorrentino, aquél que nos maravilló con La Gran Belleza (2013), nos trae diez capítulos donde vuelve a demostrar su buen hacer tras la cámara. The Young Popecomienza como una sátira hacia la Iglesia que, poco a poco se va relajando sin perder calidad, para convertirse en una oda a la espiritualidad. Sorrentino no se conforma con hacer una dura crítica al funcionamiento del Vaticano sino que pretende además mostrarnos, sin tapujos, lo que debería ser aquello que tras una gruesa capa de hipocresía nos ha vendido la institución bajo la palabra fe.
Con una cabecera que mezcla luces de neón, música electrónica y el barroquismo católico, guiño del protagonista rompiendo la cuarta pared para hacernos cómplices de la historia. Una serie llena de simbolismo, en ocasiones con toques surrealistas que recuerdan a películas del maestro Fellini; un cocktail de imágenes que remarcan el estilo del director italiano. Destaca además, en cuanto al guion, la forma que tiene de retratar las contradicciones humanas, con exquisito surrealismo e incorrección política.
Una serie que cuenta con grandes interpretaciones por parte del resto del reparto, donde encontramos el regreso a la primera línea de fuego de Diane Keaton, dando vida a Maria, una monja consejera del joven papa. Por su parte, Silvio Orlando interpreta al cardenal Voiello, quien encarna el lado más oscuro y conservador de la Iglesia. Un Javier Cámara, desenvolviéndose a gran nivel como actor internacional, como el bondadoso cardenal Gutiérrez. El mítico secundario James Cromwell como el cardenal Spencer. Cécile De France como la responsable de marketing del Vaticano. Y, por último, Ludivine Sagnier, uno de los personajes mejor detallados, como Esther, una auténtica y convencida católica.
Todo ello conforma una serie que, a pesar de estar coproducida por Sky, HBO, Canal+ y Mediapro, está pasando más desapercibida de lo que merece. A pesar de ello, es una obra de obligado visionado para seriéfilos, cinéfilos, ateos, agnósticos y, por supuesto, católicos.
Creada, escrita y dirigida en su totalidad por Paolo Sorrentino, aquél que nos maravilló con La Gran Belleza (2013), nos trae diez capítulos donde vuelve a demostrar su buen hacer tras la cámara. The Young Popecomienza como una sátira hacia la Iglesia que, poco a poco se va relajando sin perder calidad, para convertirse en una oda a la espiritualidad. Sorrentino no se conforma con hacer una dura crítica al funcionamiento del Vaticano sino que pretende además mostrarnos, sin tapujos, lo que debería ser aquello que tras una gruesa capa de hipocresía nos ha vendido la institución bajo la palabra fe.
Con una cabecera que mezcla luces de neón, música electrónica y el barroquismo católico, guiño del protagonista rompiendo la cuarta pared para hacernos cómplices de la historia. Una serie llena de simbolismo, en ocasiones con toques surrealistas que recuerdan a películas del maestro Fellini; un cocktail de imágenes que remarcan el estilo del director italiano. Destaca además, en cuanto al guion, la forma que tiene de retratar las contradicciones humanas, con exquisito surrealismo e incorrección política.
Una serie que cuenta con grandes interpretaciones por parte del resto del reparto, donde encontramos el regreso a la primera línea de fuego de Diane Keaton, dando vida a Maria, una monja consejera del joven papa. Por su parte, Silvio Orlando interpreta al cardenal Voiello, quien encarna el lado más oscuro y conservador de la Iglesia. Un Javier Cámara, desenvolviéndose a gran nivel como actor internacional, como el bondadoso cardenal Gutiérrez. El mítico secundario James Cromwell como el cardenal Spencer. Cécile De France como la responsable de marketing del Vaticano. Y, por último, Ludivine Sagnier, uno de los personajes mejor detallados, como Esther, una auténtica y convencida católica.
Todo ello conforma una serie que, a pesar de estar coproducida por Sky, HBO, Canal+ y Mediapro, está pasando más desapercibida de lo que merece. A pesar de ello, es una obra de obligado visionado para seriéfilos, cinéfilos, ateos, agnósticos y, por supuesto, católicos.

5,9
881
5
29 de octubre de 2015
29 de octubre de 2015
2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Pocos meses después del inicio de la Primera Guerra Mundial se perpetraba en el antiguo Imperio Otomano el primer genocidio de la historia moderna. Un hecho no reconocido como tal por la actual Turquía pero en el que fueron masacrados más de un millón y medio de civiles armenios.
Sobre este acontecimiento histórico se centra el relato de un herrero que es separado de su familia y, tras conseguir sobrevivir a la guerra, inicia un viaje por medio mundo para reencontrarse con sus hijas.
Una película que comienza de modo impactante, a buen ritmo, y mostrando parte del problema armenio y el odio turco, movido principalmente por una de las grandes trabas de la Humanidad, venga de donde venga: la religión, que lejos de ser una creencia libre e individual acaba por convertirse en un arma con la que someter al pueblo, y al “enemigo”. A partir de ahí, la cinta se diluye: The Cut pretende abarcar demasiado hasta que se pierde en una simple historia de búsqueda y sufrimiento sin ahondar en las motivaciones de personajes secundarios que podrían haber dado mucho más de sí.
El cine de Fatih Akin, que nos ha deleitado con intensos dramas sociales libres de clichés, como Contra la pared (2004) o Al otro lado (2007), se transforma aquí en cine épico europeo que, quizás por querer acercarse al americano, cae en el error del victimismo y la miseria en lugar de intentar contar el trasfondo de una historia. De ese modo, la película se nutre de largos y excesivos planos de sufrimiento que aportan más bien poco a un relato que de por sí es trágico.
Una tragedia que, por otra parte, queda en numerosas ocasiones enmarcada en una fotografía casi perfecta, y, si se puede decir, preciosa. Escenas terribles que sin embargo se nos hacen armoniosas y, en cierto sentido, bellas gracias al enorme trabajo en la composición de imágenes de Rainer Klausmann, habitual en las películas del director alemán. Este aspecto, junto con la música de Alexander Hacke que las acompañan son los dos aspectos más sobresalientes (de verdad sobresalientes) de la cinta.
Sin embargo, el desarrollo de la película se hace cada vez más denso, debido en gran parte a la construcción de un personaje protagonista que apenas sufre evolución a lo largo de su viaje. Un recorrido lleno de lugares comunes y situaciones límite avocadas a un más que predecible desenlace.
Sobre este acontecimiento histórico se centra el relato de un herrero que es separado de su familia y, tras conseguir sobrevivir a la guerra, inicia un viaje por medio mundo para reencontrarse con sus hijas.
Una película que comienza de modo impactante, a buen ritmo, y mostrando parte del problema armenio y el odio turco, movido principalmente por una de las grandes trabas de la Humanidad, venga de donde venga: la religión, que lejos de ser una creencia libre e individual acaba por convertirse en un arma con la que someter al pueblo, y al “enemigo”. A partir de ahí, la cinta se diluye: The Cut pretende abarcar demasiado hasta que se pierde en una simple historia de búsqueda y sufrimiento sin ahondar en las motivaciones de personajes secundarios que podrían haber dado mucho más de sí.
El cine de Fatih Akin, que nos ha deleitado con intensos dramas sociales libres de clichés, como Contra la pared (2004) o Al otro lado (2007), se transforma aquí en cine épico europeo que, quizás por querer acercarse al americano, cae en el error del victimismo y la miseria en lugar de intentar contar el trasfondo de una historia. De ese modo, la película se nutre de largos y excesivos planos de sufrimiento que aportan más bien poco a un relato que de por sí es trágico.
Una tragedia que, por otra parte, queda en numerosas ocasiones enmarcada en una fotografía casi perfecta, y, si se puede decir, preciosa. Escenas terribles que sin embargo se nos hacen armoniosas y, en cierto sentido, bellas gracias al enorme trabajo en la composición de imágenes de Rainer Klausmann, habitual en las películas del director alemán. Este aspecto, junto con la música de Alexander Hacke que las acompañan son los dos aspectos más sobresalientes (de verdad sobresalientes) de la cinta.
Sin embargo, el desarrollo de la película se hace cada vez más denso, debido en gran parte a la construcción de un personaje protagonista que apenas sufre evolución a lo largo de su viaje. Un recorrido lleno de lugares comunes y situaciones límite avocadas a un más que predecible desenlace.
6
23 de octubre de 2015
23 de octubre de 2015
2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Isabel Coixet es de esa clase de cineastas cuyo número de fieles seguidores es equivalente al de sus más acérrimos detractores. No hay, a primera vista, término medio para una directora que, estés del lado que estés, se le ha de reconocer como a una autora de carácter, capaz de salirse de los cánones impuestos y dejando su sello personal, para bien o para mal, en cada obra. Además, quizás debido a sus inicios en publicidad, su estilo tiene ciertos matices universales con los que ha podido llegar a un público internacional sin perder su esencia.
En esta ocasión, la directora catalana nos presenta una comedia sobre el amor y el matrimonio desde dos puntos de vista, culturalmente opuestos, occidental y oriental, ambos con sus luces y sus sombras pero siempre desde el humor y sin caer en la obviedad. Un choque de culturas donde los personajes intercambian sus virtudes y defectos evitando regocijarse en el drama, que a pesar de que existe no aparece subrayado. Algo a lo que ayuda en gran medida las interpretaciones de los protagonistas.
Por un lado, un siempre eficaz Ben Kingsley, que interpreta a un profesor de autoescuela hindú de tono tranquilo y alma caritativa, consigue transmitir los valores de un personaje cuya cultura puede parecernos ajena. Por otro, Patricia Clarkson, acostumbrados a verla en papeles secundarios, toma aquí el timón tirando de su buen saber hacer como actriz y nos brinda una interpretación de mujer neurótica pero siempre manteniendo la compostura.
Con el escenario de la ciudad de Nueva York, paradigma de la mezcla cultural, como lugar de encuentro con sus típicos paisajes entre Manhattan y Queens, la película fluye a ritmo armonioso, sin ninguna prisa por llegar al final ni a una conclusión irrevocable. Todo desprende naturalidad gracias a una cuidada puesta en escena.
Coixet consigue hacer suyo el guión de Sarah Kernochan, recalcando su figura como autora, su faceta de crear dramas íntimos y personales queda en esta cinta apartado y, sin embargo, las pinceladas de su estilo permanecen expuestas con la misma personalidad.
En esta ocasión, la directora catalana nos presenta una comedia sobre el amor y el matrimonio desde dos puntos de vista, culturalmente opuestos, occidental y oriental, ambos con sus luces y sus sombras pero siempre desde el humor y sin caer en la obviedad. Un choque de culturas donde los personajes intercambian sus virtudes y defectos evitando regocijarse en el drama, que a pesar de que existe no aparece subrayado. Algo a lo que ayuda en gran medida las interpretaciones de los protagonistas.
Por un lado, un siempre eficaz Ben Kingsley, que interpreta a un profesor de autoescuela hindú de tono tranquilo y alma caritativa, consigue transmitir los valores de un personaje cuya cultura puede parecernos ajena. Por otro, Patricia Clarkson, acostumbrados a verla en papeles secundarios, toma aquí el timón tirando de su buen saber hacer como actriz y nos brinda una interpretación de mujer neurótica pero siempre manteniendo la compostura.
Con el escenario de la ciudad de Nueva York, paradigma de la mezcla cultural, como lugar de encuentro con sus típicos paisajes entre Manhattan y Queens, la película fluye a ritmo armonioso, sin ninguna prisa por llegar al final ni a una conclusión irrevocable. Todo desprende naturalidad gracias a una cuidada puesta en escena.
Coixet consigue hacer suyo el guión de Sarah Kernochan, recalcando su figura como autora, su faceta de crear dramas íntimos y personales queda en esta cinta apartado y, sin embargo, las pinceladas de su estilo permanecen expuestas con la misma personalidad.

6,0
13.030
8
6 de julio de 2015
6 de julio de 2015
2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Al más puro estilo del cine negro ahogado en psicodelia de los años ’70, Paul Thomas Anderson nos sumerge en una historia lo suficientemente enrevesada para que funcione como obra propia del género. Además de contar con una galería de personajes de un submundo californiano puestos hasta las cejas.
Desde la entrada en pantalla de la femme fatale de turno, interpretada por Katherine Waterston, vista en La desaparición de Eleanor Rigby (Ned Benson, 2014), y un detective venido a menos, cervecero, fumeta y lo que le echen, con el rostro de Joaquin Phoenix, que tras un gran diálogo que sirve como un prólogo, cerrado con un poderoso plano secuencia, nos mete de lleno en la historia. Narrada deliciosamente con la voz en off de la cantante Joanna Newsom, que interpreta a la amiga de confianza del protagonista. Una historia de la que no querremos escapar pese a encontrarnos en varias ocasiones tan perdidos como el detective.
Basada en la novela de Thomas Pynchon, Inheret Vice, traducida al castellano como Vicio propio (2009), la película cumple con los requisitos de la novela negra, desde los tiempos escritos por Raymond Chandler y protagonizados por Robert Mitchum. Un punto de partida aparentemente sencillo hasta que comienzan a aparecer una innumerable serie de personajes con sus rocambolescas relaciones que conforman una gran tela de araña sin un dibujo definido. Ese es el juego, dejarte llevar por el desarrollo de la historia de tal forma que la propia historia se convierte en el fin. No importa cómo comenzó, y no importará cómo termine.
Por pantalla aparecen policías con pretensiones interpretativas, bajo el aspecto de un Josh Brolin tan malhumorado como divertido en un papel que le viene hecho a medida. Panteras negras, hermandades arias, prostitutas asiáticas, hippies y dentistas narcotraficantes, con el regreso de Martin Short muy pasado de rosca. Además, Reese Witherspoon aparece de nuevo junto a Phoenix tras En la cuerda floja (James Mangold, 2005), como ayudante del fiscal y amante particular. Benicio Del Toro en un pequeño papel de abogado. Owen Wilson, más serio de lo habitual. Michael K. Williams como un miembro de los Panteras Negras. Jena Malone como una yonki rehabilitada. O Eric Roberts, como el magnate inmobiliario desaparecido. Todos ellos, entre otros, conforman ese universo californiano por el que nos lleva el protagonista.
El estado de abstracción que tiene la cinta, ayudado por una banda sonora bien acompasada y una gran fotografía de colores vivos, convierte a Anderson en uno de los principales transgresores de las estructuras narrativas del cine actual, como ya demostró con Boogie Nights (1997) o Magnolia (1999).
Todo ello, como no podría ser de otra forma, con humor, un humor a veces exagerado cercano a El Gran Lebowski (Joel y Ethan Coen, 1998), y crítico en cierta medida con eso que a los estadounidenses les llena el alma con sólo nombrarlo: el sueño americano.
Desde la entrada en pantalla de la femme fatale de turno, interpretada por Katherine Waterston, vista en La desaparición de Eleanor Rigby (Ned Benson, 2014), y un detective venido a menos, cervecero, fumeta y lo que le echen, con el rostro de Joaquin Phoenix, que tras un gran diálogo que sirve como un prólogo, cerrado con un poderoso plano secuencia, nos mete de lleno en la historia. Narrada deliciosamente con la voz en off de la cantante Joanna Newsom, que interpreta a la amiga de confianza del protagonista. Una historia de la que no querremos escapar pese a encontrarnos en varias ocasiones tan perdidos como el detective.
Basada en la novela de Thomas Pynchon, Inheret Vice, traducida al castellano como Vicio propio (2009), la película cumple con los requisitos de la novela negra, desde los tiempos escritos por Raymond Chandler y protagonizados por Robert Mitchum. Un punto de partida aparentemente sencillo hasta que comienzan a aparecer una innumerable serie de personajes con sus rocambolescas relaciones que conforman una gran tela de araña sin un dibujo definido. Ese es el juego, dejarte llevar por el desarrollo de la historia de tal forma que la propia historia se convierte en el fin. No importa cómo comenzó, y no importará cómo termine.
Por pantalla aparecen policías con pretensiones interpretativas, bajo el aspecto de un Josh Brolin tan malhumorado como divertido en un papel que le viene hecho a medida. Panteras negras, hermandades arias, prostitutas asiáticas, hippies y dentistas narcotraficantes, con el regreso de Martin Short muy pasado de rosca. Además, Reese Witherspoon aparece de nuevo junto a Phoenix tras En la cuerda floja (James Mangold, 2005), como ayudante del fiscal y amante particular. Benicio Del Toro en un pequeño papel de abogado. Owen Wilson, más serio de lo habitual. Michael K. Williams como un miembro de los Panteras Negras. Jena Malone como una yonki rehabilitada. O Eric Roberts, como el magnate inmobiliario desaparecido. Todos ellos, entre otros, conforman ese universo californiano por el que nos lleva el protagonista.
El estado de abstracción que tiene la cinta, ayudado por una banda sonora bien acompasada y una gran fotografía de colores vivos, convierte a Anderson en uno de los principales transgresores de las estructuras narrativas del cine actual, como ya demostró con Boogie Nights (1997) o Magnolia (1999).
Todo ello, como no podría ser de otra forma, con humor, un humor a veces exagerado cercano a El Gran Lebowski (Joel y Ethan Coen, 1998), y crítico en cierta medida con eso que a los estadounidenses les llena el alma con sólo nombrarlo: el sueño americano.
14 de abril de 2015
14 de abril de 2015
2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
De vez en cuando ocurre que encuentras un film donde aparece uno de esos intérpretes que no puedes ver ni en pintura y, sin embargo, te sorprendes viéndola como si el susodicho no estuviese ahí. Cosas que hacer en Denver cuando estás muerto es una buena película, con cierto aire neo-noir, protagonizada por Andy García. Sí, he escrito Andy García. Y es que, a pesar del carapalo con ínfulas de latin lover, el film cuenta con elementos suficientes para convertirlo en un producto muy interesante.
Bajo un título de lo más sugerente, y sin cagar la traducción, se nos plantea una historia de gángsters en clave de cine negro moderno que cuenta con todos los ingredientes del género alineados de forma atractiva. Así nos encontramos con un hampón retirado, conocido como “el Santo” (a.k.a. Señor Carapalo) cuyo personaje el menos creíble, al que su antiguo jefe, el gran Christopher Walken, “el hombre del plan”, macabro e irónico como él sólo sabe, le ofrece un trabajillo. A partir de aquí es donde aparece el punto fuerte del film: los secundarios, tanto por los actores como por sus personajes de marcado carácter.
Christopher Lloyd, más conocido como Doc (trilogía de Regreso al futuro), es el inseparable hombre de confianza del protagonista. William Forsythe, visto en varias ocasiones como gángster judío (Érase una vez en América (1984), Dick Tracy (1990) o en la segunda y tercera temporada de Boardwalk Empire (2010-2014)), interpreta en esta ocasión a un exmatón reconvertido en hombre tranquilo y hogareño. Treat Williams (Marathon Man (1976), Érase una vez en América (1984) o la serie Everwood (2002-2006) es el salvaje del grupo. Y Bill Nunn (Haz lo que debas (1989) o la trilogía de Spiderman de Sam Raimi) como el hombre para todo.
Por otro lado, uno de los grandes secundarios de la historia del cine, Jack Warden (De aquí a la eternidad (1953), Justicia para todos (1979) o Balas sobre Broadway (1994)) actúa como narrador de la historia, y a la vez inmerso en ella, como un gánsgter jubilado que cuenta las hazañas del Santo en un bar donde se mezcla de vez en cuando con los protagonistas. Gabrille Anwar, la joven que se marca el tango con un invidente Al Pacino en Esencia de mujer (1992), es la chica de la película y, por desgracia, otro de los elementos que falla: resulta bastante sosa y la historia de amor con el protagonista es muy floja. En cambio, la desconocida Fairuza Balk, vista en pequeños papeles en American History X (1998), Casi famosos (2000) o Llamando a las puertas del cielo (2005), está muy convincente como prostituta atormentada, pese a que su personaje esté desaprovechado. Sin olvidar la breve, pero intensa, aparición de Steve Buscemi con un personaje que pone la carne de gallina.
No es ni mucho menos una película brillante, pero cumple su cometido. La música, la estética noventera, los secundarios y una correctísima narración salvan en gran medida el vacío del personaje principal y un final algo moñas.
Bajo un título de lo más sugerente, y sin cagar la traducción, se nos plantea una historia de gángsters en clave de cine negro moderno que cuenta con todos los ingredientes del género alineados de forma atractiva. Así nos encontramos con un hampón retirado, conocido como “el Santo” (a.k.a. Señor Carapalo) cuyo personaje el menos creíble, al que su antiguo jefe, el gran Christopher Walken, “el hombre del plan”, macabro e irónico como él sólo sabe, le ofrece un trabajillo. A partir de aquí es donde aparece el punto fuerte del film: los secundarios, tanto por los actores como por sus personajes de marcado carácter.
Christopher Lloyd, más conocido como Doc (trilogía de Regreso al futuro), es el inseparable hombre de confianza del protagonista. William Forsythe, visto en varias ocasiones como gángster judío (Érase una vez en América (1984), Dick Tracy (1990) o en la segunda y tercera temporada de Boardwalk Empire (2010-2014)), interpreta en esta ocasión a un exmatón reconvertido en hombre tranquilo y hogareño. Treat Williams (Marathon Man (1976), Érase una vez en América (1984) o la serie Everwood (2002-2006) es el salvaje del grupo. Y Bill Nunn (Haz lo que debas (1989) o la trilogía de Spiderman de Sam Raimi) como el hombre para todo.
Por otro lado, uno de los grandes secundarios de la historia del cine, Jack Warden (De aquí a la eternidad (1953), Justicia para todos (1979) o Balas sobre Broadway (1994)) actúa como narrador de la historia, y a la vez inmerso en ella, como un gánsgter jubilado que cuenta las hazañas del Santo en un bar donde se mezcla de vez en cuando con los protagonistas. Gabrille Anwar, la joven que se marca el tango con un invidente Al Pacino en Esencia de mujer (1992), es la chica de la película y, por desgracia, otro de los elementos que falla: resulta bastante sosa y la historia de amor con el protagonista es muy floja. En cambio, la desconocida Fairuza Balk, vista en pequeños papeles en American History X (1998), Casi famosos (2000) o Llamando a las puertas del cielo (2005), está muy convincente como prostituta atormentada, pese a que su personaje esté desaprovechado. Sin olvidar la breve, pero intensa, aparición de Steve Buscemi con un personaje que pone la carne de gallina.
No es ni mucho menos una película brillante, pero cumple su cometido. La música, la estética noventera, los secundarios y una correctísima narración salvan en gran medida el vacío del personaje principal y un final algo moñas.
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