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8,0
9.342
9
4 de enero de 2019
4 de enero de 2019
3 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Más que una película, una utopía. Más que una utopía, un sueño. Más que un sueño, la concreción de una manera de pensar y de sentir, una manera de transmitir convertida en pieza cinematográfica. Han pasado muchos años desde su estreno, un buen puñado de décadas, pero tras volver a verla me sigue resultando alucinante que existiendo películas como «Vive como quieras» siga siendo mayoría la gente que piensa que el dinero y los bienes materiales son lo más importante de nuestra vida. Parece mentira que hayamos aprendido tan poco y que hayamos retorcido tanto el camino de la existencia aun teniendo a mano piezas sublimes como esta cinta del maestro Capra. Sé que no se trata de caer en lecciones vitales o de analizar de manera superficial un dilema de tan profundo calado, y menos mediante una pieza de filmografía, pero sigue resultando desalentadora la ceguera en la que ha caído el género humano, incluso habiendo artistas que han demostrado el verdadero sentido de la vida de forma tan cristalina como lo hace Capra con esta película.
«Vive como quieras» supone una de las cumbres de la comedia clásica. Hablamos de ese tipo de comedia inteligente y sutil salpicada de algún toque surrealista que, de un momento a otro, produce un quiebre drástico con la realidad y la hace volar por los aires, originando el disparate que despatarra las líneas argumentales y expone ante el espectador un caos ilusorio. Ilusorio porque tras la apariencia de desbarajuste y desconcierto se encuentra una máquina de relojería perfectamente planificada y ejecutada. En este caso, Capra hace volar los cimientos de la película junto con una reserva de pólvora y fuegos artificiales. He aquí el punto de quiebre, la eclosión definitiva del argumento, la erupción de las diferentes cargas emocionales que han ido acumulándose hasta ese momento de la proyección. Y entonces a intentar reconstruir ambos mundos (el real: rígido, estirado, prepotente, pretencioso, codicioso, hipócrita y clasista; el utópico: lúdico, despreocupado, creativo, honesto, sincero, bienhechor, tolerante), a reconstruirlos, decía, desde una celda repleta de gente como tú y como yo. Gente que se ha emborrachado, que ha ocasionado algún disturbio o que fue a parar a aquella jaula de grillos ocasional por algún dislate de bajo calibre. Se perciben buenas vibraciones entre esos reos de gesto bonachón y esas meretrices que aconsejan y admiran la piel de nutria. Entre ellos, Martin Vanderhof, a quien todos conocen como «el abuelo», el patriarca del alocado clan Sycamore. El impulsor de esta propuesta de «haz lo que te dé la gana». Un hombre lleno de amigos que están dispuestos a dar la camisa por él. Amigos de verdad. ¿Quién necesita abogados, juntas de accionistas, sorbos de bicarbonato y reuniones rastreras con los poderes fácticos cuando lo único que se necesita para ser feliz es una armónica y un buen manojo de amigos verdaderos?
Capra nunca va a renunciar a invitarnos a la actividad primordial: pensar. La película, pese a su aire alocado y a su lugar en la estantería de las comedias, posee un espacio amplio y especulativo para la reflexión. La milimétrica dirección del italiano le permite introducir algunos silencios que resultan conmovedores. Uno de ellos se da cuando Tony y Alice están hablando en el parque, por la noche, en los momentos previos al maravilloso baile con los niños. El otro se produce durante la conversación entre Tony y su padre en el suntuoso despacho. Son apenas unos segundos fugaces en los que los personajes parecen reconcentrados en sus reflexiones, pero durante los que el espectador no puede evitar involucrarse, hacer un balance de lo que ha visto y de cómo esto puede, de alguna forma, afectar su realidad más allá de la proyección. Capra apela a nuestro sentido quijotesco, a nuestro grito de utopía, ese que siempre queda atrapado en el alma y cautivo de las normas sociales que nos ahogan. La similitud con el héroe cervantino es clarísima: los miembros de la familia Sycamore actúan aparentemente de forma irracional, insensata y disparatada… Tal y como hiciera el famoso hidalgo. Llegan los «cuerdos», llega la «civilización», se produce el contraste de opiniones y actividades, y entonces… ¿quién está realmente loco? La conversación con el funcionario de Hacienda es el ejemplo más claro de esta encrucijada ideológica que comento. Según el funcionario, hay que pagar los impuestos porque sólo así es posible el comercio interestatal, sólo así podrán trasladarse bienes de un estado a otro. «¿Por qué? ―pregunta Vanderhof― ¿Acaso han levantado vallas?».
No quiero extenderme mucho más. Tan sólo añadir que es muy difícil verla sin reír como un poseso pero, al mismo tiempo, sin que asomen lágrimas a los ojos en esos momentos en los que comprendemos cuán importante, cuán vital es hacer lo que a uno realmente le da la gana. Frank Capra, ese cineasta genial que dibuja el espíritu humano a golpe de fábulas con forma y sabor a buen cine, nos invita con «Vive como quieras» a atravesar el umbral de la felicidad, a vivir, a ser sinceros con nosotros mismos, ya que esta es la mejor forma de ser sinceros con nuestros semejantes. Porque aunque el mensaje del film se sustente sobre una utopía, sobre un guion de ensueño construido en base a un sueño mismo, todos sabemos que merece la pena hacer oídos sordos a las voces de los monstruos e instalarnos allí, donde más nos gusta, donde realmente podemos sonreír.
Capra lo sabía. Y además, sabía convertir esa sabiduría en cine como ningún otro.
Impresionante obra maestra. Terapéutica, saludable, bienintencionada, etérea, sutil, comprensiva.
Humana.
«Vive como quieras» supone una de las cumbres de la comedia clásica. Hablamos de ese tipo de comedia inteligente y sutil salpicada de algún toque surrealista que, de un momento a otro, produce un quiebre drástico con la realidad y la hace volar por los aires, originando el disparate que despatarra las líneas argumentales y expone ante el espectador un caos ilusorio. Ilusorio porque tras la apariencia de desbarajuste y desconcierto se encuentra una máquina de relojería perfectamente planificada y ejecutada. En este caso, Capra hace volar los cimientos de la película junto con una reserva de pólvora y fuegos artificiales. He aquí el punto de quiebre, la eclosión definitiva del argumento, la erupción de las diferentes cargas emocionales que han ido acumulándose hasta ese momento de la proyección. Y entonces a intentar reconstruir ambos mundos (el real: rígido, estirado, prepotente, pretencioso, codicioso, hipócrita y clasista; el utópico: lúdico, despreocupado, creativo, honesto, sincero, bienhechor, tolerante), a reconstruirlos, decía, desde una celda repleta de gente como tú y como yo. Gente que se ha emborrachado, que ha ocasionado algún disturbio o que fue a parar a aquella jaula de grillos ocasional por algún dislate de bajo calibre. Se perciben buenas vibraciones entre esos reos de gesto bonachón y esas meretrices que aconsejan y admiran la piel de nutria. Entre ellos, Martin Vanderhof, a quien todos conocen como «el abuelo», el patriarca del alocado clan Sycamore. El impulsor de esta propuesta de «haz lo que te dé la gana». Un hombre lleno de amigos que están dispuestos a dar la camisa por él. Amigos de verdad. ¿Quién necesita abogados, juntas de accionistas, sorbos de bicarbonato y reuniones rastreras con los poderes fácticos cuando lo único que se necesita para ser feliz es una armónica y un buen manojo de amigos verdaderos?
Capra nunca va a renunciar a invitarnos a la actividad primordial: pensar. La película, pese a su aire alocado y a su lugar en la estantería de las comedias, posee un espacio amplio y especulativo para la reflexión. La milimétrica dirección del italiano le permite introducir algunos silencios que resultan conmovedores. Uno de ellos se da cuando Tony y Alice están hablando en el parque, por la noche, en los momentos previos al maravilloso baile con los niños. El otro se produce durante la conversación entre Tony y su padre en el suntuoso despacho. Son apenas unos segundos fugaces en los que los personajes parecen reconcentrados en sus reflexiones, pero durante los que el espectador no puede evitar involucrarse, hacer un balance de lo que ha visto y de cómo esto puede, de alguna forma, afectar su realidad más allá de la proyección. Capra apela a nuestro sentido quijotesco, a nuestro grito de utopía, ese que siempre queda atrapado en el alma y cautivo de las normas sociales que nos ahogan. La similitud con el héroe cervantino es clarísima: los miembros de la familia Sycamore actúan aparentemente de forma irracional, insensata y disparatada… Tal y como hiciera el famoso hidalgo. Llegan los «cuerdos», llega la «civilización», se produce el contraste de opiniones y actividades, y entonces… ¿quién está realmente loco? La conversación con el funcionario de Hacienda es el ejemplo más claro de esta encrucijada ideológica que comento. Según el funcionario, hay que pagar los impuestos porque sólo así es posible el comercio interestatal, sólo así podrán trasladarse bienes de un estado a otro. «¿Por qué? ―pregunta Vanderhof― ¿Acaso han levantado vallas?».
No quiero extenderme mucho más. Tan sólo añadir que es muy difícil verla sin reír como un poseso pero, al mismo tiempo, sin que asomen lágrimas a los ojos en esos momentos en los que comprendemos cuán importante, cuán vital es hacer lo que a uno realmente le da la gana. Frank Capra, ese cineasta genial que dibuja el espíritu humano a golpe de fábulas con forma y sabor a buen cine, nos invita con «Vive como quieras» a atravesar el umbral de la felicidad, a vivir, a ser sinceros con nosotros mismos, ya que esta es la mejor forma de ser sinceros con nuestros semejantes. Porque aunque el mensaje del film se sustente sobre una utopía, sobre un guion de ensueño construido en base a un sueño mismo, todos sabemos que merece la pena hacer oídos sordos a las voces de los monstruos e instalarnos allí, donde más nos gusta, donde realmente podemos sonreír.
Capra lo sabía. Y además, sabía convertir esa sabiduría en cine como ningún otro.
Impresionante obra maestra. Terapéutica, saludable, bienintencionada, etérea, sutil, comprensiva.
Humana.

6,1
18.696
5
4 de enero de 2019
4 de enero de 2019
3 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Protocomedia descafeinada de Woody Allen, quien desde la magistral «Match Point» parece haber caído en una alarmante irregularidad, alumbrando obras meritorias y de interés como «Blue Jasmine» o «Medianoche en París» junto con productos faltos de chicha y autocomplacientes como «Irrational Man» o la que nos ocupa. En este caso mezcla churros con merinas y nos lleva al eterno debate entre racionalidad y espiritualidad, pero revolviéndolo con una insustancial trama de nigromantes y supercherías espiritistas que me sonó un poco descolgada. El truco final, visible a la legua, consiste en intentar hacernos creer que no hay magia más genuina e inexplicable que la del amor, que asaetea a nuestro cínico protagonista y derriba no sólo buena parte de sus convicciones empíricas, sino también los prejuicios sociales que con muy poco disimulo se exponen en el guion.
Alcanza el aprobado porque, como es lógico, el octogenario realizador tira de oficio para salvar el producto, y de esto anda sobrado. El magnífico acompañamiento musical beethoveniano y una ambientación más que conseguida la vuelven algo agradable. La materia de reflexión, no obstante, disminuye y flojea como un globo desinflado.
Pasable.
Alcanza el aprobado porque, como es lógico, el octogenario realizador tira de oficio para salvar el producto, y de esto anda sobrado. El magnífico acompañamiento musical beethoveniano y una ambientación más que conseguida la vuelven algo agradable. La materia de reflexión, no obstante, disminuye y flojea como un globo desinflado.
Pasable.

7,8
5.025
9
17 de marzo de 2025
17 de marzo de 2025
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
El artista de verdad convierte su decaimiento espiritual y su quebranto emocional en materia estética. Su lírica cambia de tono y puede transmitir, incluso con mayor hondura, todo aquello que lo atormenta. Como reflejo de estos sentimientos de añoranza y desconsuelo surge en la filmografía de Tarkovsky "Nostalgia", un film desde la distancia, una obra que resuena como el grito lejano de un hombre que se encuentra muy lejos de sí mismo, en el exilio forzoso e indeseado que separa a la persona física de todo aquello que representa su esencia y que estaba tan firmemente arraigado al terruño natal. Tarkovsky intentando ser ruso en una Toscana difusa, cargada de neblina, ruinosa y alicaída. Tarkovsky procurando encontrarse en un territorio que definitivamente no le pertenece.
El cineasta busca su espejo en Gorchakov, el poeta de ánimo descompuesto que fermenta en su interior el sentimiento patógeno de una nostalgia insuperable. Su comportamiento perturba a su bella acompañante, sumida en dudas acerca del tipo de relación que mantiene con el poeta y confusa por el impacto de las manifestaciones de fe que contempla entre las ruinas de la catedral de San Galgano. El contrapunto lo representa Doménico (genial Josephson), un revolucionario de palabra a quienes los locales, con ánimo de chismorreo venenoso disfrazado de intelectualidad folclórica, tildan de demente incorregible. Encuentra su revelación crítica en el trance catártico final, junto a la estatua ecuestre de Marco Aurelio, desenlace impactante y difícilmente olvidable. Nuestro poeta, a todo esto, se enfrenta a un extraño acto litúrgico de connotaciones trascendentales: atravesar la piscina de un balneario con una vela encendida. ¿Símbolo de la fragilidad de la esencia humana? ¿Analogía de la debilidad y el raquitismo de esa llama (la esencia humana) ante la menor brisa, esa brisa silenciosa que esparcirá nuestra condición física pulverizada cuando no seamos más que cenizas? La trascendencia, como siempre en Tarkovsky, de la mano de un ritual pausado y visualmente lánguido, que invoca a la desesperación del alma.
Un alma con hendiduras, con goteras, casi tan grandes como las que filtra el interminable diluvio tarkovskiano a través de esos techos derruidos. Un espíritu encharcado por las lluvias del exilio forzoso, aguas turbias y emponzoñadas por una realidad que, asumimos, el cineasta apenas puede asimilar. La poesía continúa en movimiento y el director demuestra que, en ese mosaico de tiempo que fue elevando película tras película, se perfilan molduras interiores opacas y enlutadas.
"Nostalgia" es una obra que deviene en lamento cinematográfico no exento de belleza, aunque en la destilación de su perfección formal se filtran las aguas de la angustia, goteando con parsimonia a través de la corteza permeable de un alma llena de hendiduras.
El cineasta busca su espejo en Gorchakov, el poeta de ánimo descompuesto que fermenta en su interior el sentimiento patógeno de una nostalgia insuperable. Su comportamiento perturba a su bella acompañante, sumida en dudas acerca del tipo de relación que mantiene con el poeta y confusa por el impacto de las manifestaciones de fe que contempla entre las ruinas de la catedral de San Galgano. El contrapunto lo representa Doménico (genial Josephson), un revolucionario de palabra a quienes los locales, con ánimo de chismorreo venenoso disfrazado de intelectualidad folclórica, tildan de demente incorregible. Encuentra su revelación crítica en el trance catártico final, junto a la estatua ecuestre de Marco Aurelio, desenlace impactante y difícilmente olvidable. Nuestro poeta, a todo esto, se enfrenta a un extraño acto litúrgico de connotaciones trascendentales: atravesar la piscina de un balneario con una vela encendida. ¿Símbolo de la fragilidad de la esencia humana? ¿Analogía de la debilidad y el raquitismo de esa llama (la esencia humana) ante la menor brisa, esa brisa silenciosa que esparcirá nuestra condición física pulverizada cuando no seamos más que cenizas? La trascendencia, como siempre en Tarkovsky, de la mano de un ritual pausado y visualmente lánguido, que invoca a la desesperación del alma.
Un alma con hendiduras, con goteras, casi tan grandes como las que filtra el interminable diluvio tarkovskiano a través de esos techos derruidos. Un espíritu encharcado por las lluvias del exilio forzoso, aguas turbias y emponzoñadas por una realidad que, asumimos, el cineasta apenas puede asimilar. La poesía continúa en movimiento y el director demuestra que, en ese mosaico de tiempo que fue elevando película tras película, se perfilan molduras interiores opacas y enlutadas.
"Nostalgia" es una obra que deviene en lamento cinematográfico no exento de belleza, aunque en la destilación de su perfección formal se filtran las aguas de la angustia, goteando con parsimonia a través de la corteza permeable de un alma llena de hendiduras.

7,6
5.252
10
26 de diciembre de 2019
26 de diciembre de 2019
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Después de unas cuantas películas de corte social, cercanas algunas de ellas al neorrealismo imperante, Antonioni mostró un significativo cambio de registro hacia una especie de existencialismo con «El grito», gran película de 1957 que sirve, de alguna manera, como prolegómeno a la trilogía informal que se inicia con «La aventura». El estreno de este film supuso un auténtico sacudón para el ambiente cinematográfico europeo de entonces, máxime si se tiene en cuenta que, ese mismo año, Fellini daba a conocer su «Dolce vita». Para la intelectualidad de la época resultó, quizá, demasiado para el cuerpo.
«La aventura» muestra una audacia estructural encomiable y un claro deseo de ruptura con las formas clásicas de narración, sin salirse, no obstante, de una compostura estética regular, esmerada y sumamente expresiva. Antonioni plantea el film como una serie de trampas discursivas que el espectador deberá ir sorteando a medida que se desarrolla el relato, intencionadamente alambicado y complejo, y llevado a cabo mediante un ritmo apático y una puesta en escena hipnótica que aprovecha la desolación de los islotes sicilianos que el grupo de burgueses que protagonizan el film visitan durante la travesía en barco. El escenario, no obstante, se mostrará muy pronto como una mera estación de paso, tanto en su aspecto físico como en el pozo emocional que deja en los personajes (en los que regresan de la isla, al menos).
La película puede causar irritación y disgusto tras un primer visionado, especialmente porque Antonioni nos muestra un retazo de historia sumamente interesante y fomenta unas expectativas de resolución que, con toda seguridad, los espectadores no verán satisfechas. No obstante, los sucesivos visionados van desvelando la multitud temática del film y su trasfondo de incomunicación, basado en este caso en la indolencia. La tragedia acaecida en la isla parece abrir una brecha emocional muy profunda en todos los presentes, pero el paso del tiempo y la atrofia sentimental de la casta a la que pertenecen llevan a Claudia (maravillosa Monica Vitti, en su primera colaboración con Antonioni) no solo a perder interés por lo ocurrido, sino a entregarse a la traición latente, que finalmente sale a la superficie. Hacia el final, Antonioni expone su propia indolencia ante los hechos y ante la conclusión misma de su ambiciosa estructura argumental, languideciendo y efectuando un letárgico goteo de secuencias hasta el fundido en negro…
Es digna de destacar la variedad escénica del film, el retrato de la frivolidad y las dificultades de comunicación de la burguesía y las no tan soterradas referencias sexuales, presentes en casi todos los entornos físicos de la película. Y también, por supuesto, la silenciosa y magnética belleza de su protagonista femenina.
Obra incomprendida y vilipendiada en su día, ha ganado prestigio como film de culto y como paradigma del mensaje de incomunicación que es la base del todo el mensaje cinematográfico de Antonioni.
«La aventura» muestra una audacia estructural encomiable y un claro deseo de ruptura con las formas clásicas de narración, sin salirse, no obstante, de una compostura estética regular, esmerada y sumamente expresiva. Antonioni plantea el film como una serie de trampas discursivas que el espectador deberá ir sorteando a medida que se desarrolla el relato, intencionadamente alambicado y complejo, y llevado a cabo mediante un ritmo apático y una puesta en escena hipnótica que aprovecha la desolación de los islotes sicilianos que el grupo de burgueses que protagonizan el film visitan durante la travesía en barco. El escenario, no obstante, se mostrará muy pronto como una mera estación de paso, tanto en su aspecto físico como en el pozo emocional que deja en los personajes (en los que regresan de la isla, al menos).
La película puede causar irritación y disgusto tras un primer visionado, especialmente porque Antonioni nos muestra un retazo de historia sumamente interesante y fomenta unas expectativas de resolución que, con toda seguridad, los espectadores no verán satisfechas. No obstante, los sucesivos visionados van desvelando la multitud temática del film y su trasfondo de incomunicación, basado en este caso en la indolencia. La tragedia acaecida en la isla parece abrir una brecha emocional muy profunda en todos los presentes, pero el paso del tiempo y la atrofia sentimental de la casta a la que pertenecen llevan a Claudia (maravillosa Monica Vitti, en su primera colaboración con Antonioni) no solo a perder interés por lo ocurrido, sino a entregarse a la traición latente, que finalmente sale a la superficie. Hacia el final, Antonioni expone su propia indolencia ante los hechos y ante la conclusión misma de su ambiciosa estructura argumental, languideciendo y efectuando un letárgico goteo de secuencias hasta el fundido en negro…
Es digna de destacar la variedad escénica del film, el retrato de la frivolidad y las dificultades de comunicación de la burguesía y las no tan soterradas referencias sexuales, presentes en casi todos los entornos físicos de la película. Y también, por supuesto, la silenciosa y magnética belleza de su protagonista femenina.
Obra incomprendida y vilipendiada en su día, ha ganado prestigio como film de culto y como paradigma del mensaje de incomunicación que es la base del todo el mensaje cinematográfico de Antonioni.
Cortometraje

6,9
6.626
8
4 de julio de 2019
4 de julio de 2019
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Los amantes del Western sin duda le tenemos un cariño muy especial a este maravilloso cortometraje de Edwin S. Porter. ¿Cómo no tenérselo, si supuso el pistoletazo de salida para ese género que tanto nos apasiona y que (al menos en mi caso) ha sido el sustento principal del amor que uno le tiene al cine? Cualquier podría pensar, y con toda razón, que la funcionalidad del cinematógrafo como tal pedía a gritos contar las historias de Jesse James, de Wyatt Earp, de Buffalo Bill, de Pat Garrett y Billy «The Kid» y de tantas y tantas leyendas del viejo Oeste. Y Porter fue el primero en verlo.
Quizá el punto más meritorio de este film sea su ambiciosa estructura narrativa, sobre todo teniendo en cuenta la fecha en el que fue rodado (1903) y los medios que se manejaban por ese entonces. Considerando que el cine mudo todavía no había adoptado la técnica de los rótulos para explicar todo aquello que no fuera susceptible de ser entendido solo mediante las imágenes, Porter demuestra una impresionante destreza narrativa a lo largo de la docena de escenas que componen el film, haciendo que todo lo que acontece ante la cámara sea perfectamente inteligible para el espectador.
Llama la atención el grado de violencia que muestra la película en algunos de sus pasajes. Se ha comentado mucho el asesinato a sangre fría del pasajero (más tarde conocido como el célebre Bronco Billy Anderson) durante el atraco a los ocupantes del tren, pero también durante el asalto a la caldera, donde el operario es brutalmente masacrado por uno de los malhechores. En esta secuencia también resulta admirable la colocación de la cámara sobre el tren en movimiento. También es digno de mención el primer baile a punta de pistola de la historia del género, algo que se repetiría largamente en el futuro. La persecución de la partida armada a los bandidos y el tiroteo final están rodados con sencillez, pero al mismo tiempo con una intensidad que no puede dejar de valorarse si se tiene en cuenta el tiempo narrativo total.
Es obvio que la brevísima duración del corto no deja mucho espacio para un comentario más amplio, pero creo que es justo reconocer los méritos de este pequeño gran film como aventura iniciática, como el primer viaje del cinematógrafo hacia esas tierras mágicas del Oeste americano (aunque la película se haya filmado en Nueva Jersey). A partir de entonces el cine comenzará su expansión, pero tras el disparo del forajido a cámara (una de las escenas más míticas de la historia del Western, pese a su desligamiento narrativo con el resto de la película) se sucederían muchos más disparos, muchas más persecuciones a caballo, peleas a puñetazo limpio en cantinas y saloons, explosiones, tiroteos entre indios y vaqueros… Con «Asalto y robo de un tren» nació el Western y todos nosotros, los que siempre soñamos con calzarnos un sombrero y con empuñar un revólver de seis balas, fuimos invitados a un banquete cinematográfico sin igual. El cine había encontrado su género por excelencia y lo mejor, desde luego, estaba aún por venir. Por allí, en algún lugar, comenzaban a sonar algunos nombres, como susurros entre el polvo del desierto... (Ford, Hawks, Wayne, Peckinpah, Leone, Sturges, Eastwood, Mann, Daves...)
Notable.
Quizá el punto más meritorio de este film sea su ambiciosa estructura narrativa, sobre todo teniendo en cuenta la fecha en el que fue rodado (1903) y los medios que se manejaban por ese entonces. Considerando que el cine mudo todavía no había adoptado la técnica de los rótulos para explicar todo aquello que no fuera susceptible de ser entendido solo mediante las imágenes, Porter demuestra una impresionante destreza narrativa a lo largo de la docena de escenas que componen el film, haciendo que todo lo que acontece ante la cámara sea perfectamente inteligible para el espectador.
Llama la atención el grado de violencia que muestra la película en algunos de sus pasajes. Se ha comentado mucho el asesinato a sangre fría del pasajero (más tarde conocido como el célebre Bronco Billy Anderson) durante el atraco a los ocupantes del tren, pero también durante el asalto a la caldera, donde el operario es brutalmente masacrado por uno de los malhechores. En esta secuencia también resulta admirable la colocación de la cámara sobre el tren en movimiento. También es digno de mención el primer baile a punta de pistola de la historia del género, algo que se repetiría largamente en el futuro. La persecución de la partida armada a los bandidos y el tiroteo final están rodados con sencillez, pero al mismo tiempo con una intensidad que no puede dejar de valorarse si se tiene en cuenta el tiempo narrativo total.
Es obvio que la brevísima duración del corto no deja mucho espacio para un comentario más amplio, pero creo que es justo reconocer los méritos de este pequeño gran film como aventura iniciática, como el primer viaje del cinematógrafo hacia esas tierras mágicas del Oeste americano (aunque la película se haya filmado en Nueva Jersey). A partir de entonces el cine comenzará su expansión, pero tras el disparo del forajido a cámara (una de las escenas más míticas de la historia del Western, pese a su desligamiento narrativo con el resto de la película) se sucederían muchos más disparos, muchas más persecuciones a caballo, peleas a puñetazo limpio en cantinas y saloons, explosiones, tiroteos entre indios y vaqueros… Con «Asalto y robo de un tren» nació el Western y todos nosotros, los que siempre soñamos con calzarnos un sombrero y con empuñar un revólver de seis balas, fuimos invitados a un banquete cinematográfico sin igual. El cine había encontrado su género por excelencia y lo mejor, desde luego, estaba aún por venir. Por allí, en algún lugar, comenzaban a sonar algunos nombres, como susurros entre el polvo del desierto... (Ford, Hawks, Wayne, Peckinpah, Leone, Sturges, Eastwood, Mann, Daves...)
Notable.
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