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Críticas ordenadas por utilidad
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4,9
6.187
5
29 de septiembre de 2017
29 de septiembre de 2017
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
El popular cine de artes marciales y el spaghetti western compartían una pasión por la violencia trivializada a través de unas imágenes cocinadas a base de mamporros y tiros en las que el héroe de la función, casi siempre actuando en solitario, era capaz de deshacerse de una legión de villanos, gracias a unas inacabables habilidades saltarinas y a unas pistolas de carga inagotable. Bruce Lee y Sergio Leone dotaron a aquellas películas de unas señas de identidad claramente reconocibles para el gran público, y cuya influencia se puede rastrear en muchos films de acción, pero ha sido el director Quentin Tarantino el mejor compilador de las esencias de ambos géneros, con su particular culto a una estética envuelta en fotogramas rojos salpicados de sangre, sus diálogos ingeniosos cargados de humor impúdico y su música recuperada para integrarla sin estridencias.
El cine actual sufre una corriente de personajes casi sexagenarios dotados de unas habilidades demoledoras para deshacerse de una caterva infinita de enemigos, y que permite a pasadas estrellas encabezar de nuevo el reparto de este tipo producciones. La veda la abrió el norirlandés Liam Neeson (61 años), que ha tenido dos ocasiones para vengarse de las bandas de albano-kosovares que osaron secuestrar a su hija; el último en incorporarse será Denzel Washington (59), que a las órdenes de Antoine Fuqua dará cuenta de las mafias rusas dedicadas al tráfico de mujeres en The ecualizer: El protector a partir de septiembre. Las dos entregas de Venganza protagonizadas por Neeson estaban producidas por el padrino del cine francés Luc Besson, que con la primera obtuvo unos beneficios impensables al multiplicar por diez la recaudación con respecto a lo que costó. El negocio estaba montado para hacer la misma cesta cambiando sólo el tono de los mimbres. El resultado se titula Tres días para matar, protagonizada por un achacoso Kevin Costner (59) al borde de la jubilación como un agente de acción de la CIA aquejado de una enfermedad terminal.
Además de productor, Besson es coautor de un guión que repite muchos de los esquemas argumentales, al tiempo que trata de incorporar algunos toques de humor con efectos desiguales (aquí el toque Tarantino se antoja del todo inaccesible). En este caso la historia se desarrolla íntegramente en la ciudad de París, donde el agente interpretado por Costner trata de recuperar el tiempo perdido con su hija y su esposa durante los años que estuvo dedicado en cuerpo y alma a las misiones de la Agencia de Inteligencia Americana. Al tiempo que atiende a su hija se ve obligado a cumplir la última misión que consiste en deshacerse de una peligrosa banda dedicada al contrabando de potentes armas (el macguffin de la película), procedentes de los desmantelados arsenales de las antiguas repúblicas soviéticas. Al contrario de lo que cabía suponer, el final de la Guerra Fría y la caída del Muro de Berlín no han supuesto, en absoluto, el final de los argumentos en la procedencia de los villanos de la función, siempre pintados de rostros angulosos y acentos delatores.
En cualquier caso, los Tres días para matar de los que dispone Ethan (Costner) serán suficientes para demostrarnos la capacidad del veterano agente para deshacerse de varias decenas de sicarios sin apenas sufrir un rasguño. Claro que el director McQ (cuyo mejor crédito hasta la fecha es la última entrega de la saga Terminator) no se me antoja un epígono especialmente destacado de Tarantino, ni mucho menos.
El cine actual sufre una corriente de personajes casi sexagenarios dotados de unas habilidades demoledoras para deshacerse de una caterva infinita de enemigos, y que permite a pasadas estrellas encabezar de nuevo el reparto de este tipo producciones. La veda la abrió el norirlandés Liam Neeson (61 años), que ha tenido dos ocasiones para vengarse de las bandas de albano-kosovares que osaron secuestrar a su hija; el último en incorporarse será Denzel Washington (59), que a las órdenes de Antoine Fuqua dará cuenta de las mafias rusas dedicadas al tráfico de mujeres en The ecualizer: El protector a partir de septiembre. Las dos entregas de Venganza protagonizadas por Neeson estaban producidas por el padrino del cine francés Luc Besson, que con la primera obtuvo unos beneficios impensables al multiplicar por diez la recaudación con respecto a lo que costó. El negocio estaba montado para hacer la misma cesta cambiando sólo el tono de los mimbres. El resultado se titula Tres días para matar, protagonizada por un achacoso Kevin Costner (59) al borde de la jubilación como un agente de acción de la CIA aquejado de una enfermedad terminal.
Además de productor, Besson es coautor de un guión que repite muchos de los esquemas argumentales, al tiempo que trata de incorporar algunos toques de humor con efectos desiguales (aquí el toque Tarantino se antoja del todo inaccesible). En este caso la historia se desarrolla íntegramente en la ciudad de París, donde el agente interpretado por Costner trata de recuperar el tiempo perdido con su hija y su esposa durante los años que estuvo dedicado en cuerpo y alma a las misiones de la Agencia de Inteligencia Americana. Al tiempo que atiende a su hija se ve obligado a cumplir la última misión que consiste en deshacerse de una peligrosa banda dedicada al contrabando de potentes armas (el macguffin de la película), procedentes de los desmantelados arsenales de las antiguas repúblicas soviéticas. Al contrario de lo que cabía suponer, el final de la Guerra Fría y la caída del Muro de Berlín no han supuesto, en absoluto, el final de los argumentos en la procedencia de los villanos de la función, siempre pintados de rostros angulosos y acentos delatores.
En cualquier caso, los Tres días para matar de los que dispone Ethan (Costner) serán suficientes para demostrarnos la capacidad del veterano agente para deshacerse de varias decenas de sicarios sin apenas sufrir un rasguño. Claro que el director McQ (cuyo mejor crédito hasta la fecha es la última entrega de la saga Terminator) no se me antoja un epígono especialmente destacado de Tarantino, ni mucho menos.

5,4
4.173
7
29 de septiembre de 2017
29 de septiembre de 2017
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
No hace tantos años el cine de animación conformaba una porción mínima entre la avalancha de estrenos que cada temporada llegaba a las pantallas, tanto a nuestro país como al resto de este cada vez más globalizado mundo. Además, aquella pequeña parte del pastel estaba reservada en exclusiva para las periódicas entregas procedentes de la factoría creada por una especie demiurgo llamado Walt Disney, que había dejado un influyente legado casi intratable.
El imparable desarrollo de las técnicas de animación digital ha provocado una eclosión de artistas, muchos de ellos surgidos de los estudios Disney, que conformaron pequeñas compañías cuyo éxito, a su vez, ocasionó que fueran fagocitadas por la gran industria, nunca dispuesta a compartir su monopolio industrial. Este fue el periplo de Blue Sky Studios, adquiridos por la Fox en el año 1997, y que le ha reportado incontestables éxitos como La Edad de Hielo, Robots y Río. Detrás de todos estos títulos figura un genio de origen brasileño llamado Carlos Saldanha, verdadero taumaturgo en la plasmación fílmica de los sueños y las fantasías más alucinantes e imaginativas.
El incontestable éxito de la historia de un guacamayo azul que se cree el último de su especie le permitió regresar a sus orígenes brasileños, hasta Río de Janeiro. Y de ahí a la selva amazónica en esta segunda entrega titulada miméticamente Río 2. El gran acierto de Saldanha consiste en articular un cuento pleno de colorido y ritmo con un virtuosismo narrativo al servicio de una historia no exenta de tópicos argumentales que se quedan en segundo plano. Es difícil sustraerse a las temáticas ecologistas (simplistas) más trilladas cuando se trata de la selva amazónica, y los personajes humanos son precisamente los que resultan menos sugerentes, pero el resto de fauna pajarera, por otra parte ejemplares reconocibles del carácter de las personas, destilan imaginación a raudales. Asimismo, la selva se transforma en un protagonista fascinante, monumental y de singular belleza para colorear la pantalla.
Aparte de la historia, los personajes, la riqueza visual y el ritmo narrativo, el otro pilar que sustenta y envuelve de manera relucida la segunda entrega de Río es la ambientación musical. Desde la primera escena, ambientada la fiesta de Nochevieja en Copacabana, el barrio más famoso de Rio de Janeiro, los ritmos tropicales, servidos por los compases de John Powell (quien repite tras el Óscar por la partitura de la primera entrega), Sergio Mendes y Carlinhos Brown, atrapan inevitablemente a los espectadores en un limbo de imágenes y sonido, donde no faltan las referencias más populares, como esa simpática versión del éxito I will survive, que popularizara la gran Gloria Gaynor hace treinta y cinco años. La música se completa con unas vertiginosas coreografías que beben indisimuladamente en las fuentes más clásicas del gran musical, precisamente en los orígenes del primer coreógrafo recordado por el público, Busby Berkeley, creador de unos efectos caleidoscópicos que en su momento supusieron un avance que sólo buscaba el efecto visual en la retina del espectador. Una recomendación: si es posible no dejen de ver la película en 3D; en este caso, está más que justificado recrearse en unos efectos tridimensionales convenientemente plasmados, el único peligro (virtual) es que algún pájaro picudo pueda sacarnos un ojo.
Finalmente, se hace necesario romper una lanza a favor del cine de animación, donde últimamente parece haberse refugiado la mayor parte del genio narrativo de la industria de Hollywood, debido a las ilimitadas posibilidades de un género que atraviesa el mejor momento de su historia. Debemos superar los prejuicios y las etiquetas de “cine infantil” o “cine familiar” que en demasiadas ocasiones adherimos a este tipo de películas, y que un tanto injustamente condicionan la posibilidad de disfrutar de una historia por encima de cualquier formulismo simplista. No en vano, la animación anida masivamente en todas las películas de acción repletas de superficiales escenas creadas por la división de efectos especiales. ¡Puro cine de dibujos animados!
El imparable desarrollo de las técnicas de animación digital ha provocado una eclosión de artistas, muchos de ellos surgidos de los estudios Disney, que conformaron pequeñas compañías cuyo éxito, a su vez, ocasionó que fueran fagocitadas por la gran industria, nunca dispuesta a compartir su monopolio industrial. Este fue el periplo de Blue Sky Studios, adquiridos por la Fox en el año 1997, y que le ha reportado incontestables éxitos como La Edad de Hielo, Robots y Río. Detrás de todos estos títulos figura un genio de origen brasileño llamado Carlos Saldanha, verdadero taumaturgo en la plasmación fílmica de los sueños y las fantasías más alucinantes e imaginativas.
El incontestable éxito de la historia de un guacamayo azul que se cree el último de su especie le permitió regresar a sus orígenes brasileños, hasta Río de Janeiro. Y de ahí a la selva amazónica en esta segunda entrega titulada miméticamente Río 2. El gran acierto de Saldanha consiste en articular un cuento pleno de colorido y ritmo con un virtuosismo narrativo al servicio de una historia no exenta de tópicos argumentales que se quedan en segundo plano. Es difícil sustraerse a las temáticas ecologistas (simplistas) más trilladas cuando se trata de la selva amazónica, y los personajes humanos son precisamente los que resultan menos sugerentes, pero el resto de fauna pajarera, por otra parte ejemplares reconocibles del carácter de las personas, destilan imaginación a raudales. Asimismo, la selva se transforma en un protagonista fascinante, monumental y de singular belleza para colorear la pantalla.
Aparte de la historia, los personajes, la riqueza visual y el ritmo narrativo, el otro pilar que sustenta y envuelve de manera relucida la segunda entrega de Río es la ambientación musical. Desde la primera escena, ambientada la fiesta de Nochevieja en Copacabana, el barrio más famoso de Rio de Janeiro, los ritmos tropicales, servidos por los compases de John Powell (quien repite tras el Óscar por la partitura de la primera entrega), Sergio Mendes y Carlinhos Brown, atrapan inevitablemente a los espectadores en un limbo de imágenes y sonido, donde no faltan las referencias más populares, como esa simpática versión del éxito I will survive, que popularizara la gran Gloria Gaynor hace treinta y cinco años. La música se completa con unas vertiginosas coreografías que beben indisimuladamente en las fuentes más clásicas del gran musical, precisamente en los orígenes del primer coreógrafo recordado por el público, Busby Berkeley, creador de unos efectos caleidoscópicos que en su momento supusieron un avance que sólo buscaba el efecto visual en la retina del espectador. Una recomendación: si es posible no dejen de ver la película en 3D; en este caso, está más que justificado recrearse en unos efectos tridimensionales convenientemente plasmados, el único peligro (virtual) es que algún pájaro picudo pueda sacarnos un ojo.
Finalmente, se hace necesario romper una lanza a favor del cine de animación, donde últimamente parece haberse refugiado la mayor parte del genio narrativo de la industria de Hollywood, debido a las ilimitadas posibilidades de un género que atraviesa el mejor momento de su historia. Debemos superar los prejuicios y las etiquetas de “cine infantil” o “cine familiar” que en demasiadas ocasiones adherimos a este tipo de películas, y que un tanto injustamente condicionan la posibilidad de disfrutar de una historia por encima de cualquier formulismo simplista. No en vano, la animación anida masivamente en todas las películas de acción repletas de superficiales escenas creadas por la división de efectos especiales. ¡Puro cine de dibujos animados!

7,6
105.957
9
29 de septiembre de 2017
29 de septiembre de 2017
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hay infinitas variables que confluyen en el resultado de una obra cinematográfica tan necesaria como fundamental en estos primeros devenires del siglo veintiuno. Los gustos personales de cada espectador están conformados por cada uno de los posos de nuestras experiencias vitales, sociales y culturales; por ello las películas que reflejan desde cualquier punto de vista los valores o las miserias de este mundo, a veces perturbador y en ocasiones quimérico pero siempre sorprendente, conforman el ámbito de las obras maestras que nos ha legado el séptimo arte.
La última película de Martin Scorsese es una certera radiografía que nos acerca a los valores que impulsan a la sociedad actual, donde el único objetivo es ganar dinero, muchísimo dinero, de la manera que sea, sin ambages morales. Subirnos a esa especie de tobogán portentoso que el director nos propone supone acceder a un mundo poblado de personajes tan grotescos como creíbles, tan desalmados como reales. La gran pena es que esas criaturas, magníficamente personificadas por Leonardo DiCaprio, Jonah Hill, Matthew McConaughey o Jean Dujardin, entre otros, no son caricaturas, son la perfecta encarnación de la estulticia moral implantada por nuestra vergonzante sociedad; este planeta donde las 85 personas más ricas aglutinan tanto patrimonio como la mitad de la población mundial más pobre, es decir, 3.570 millones de personas. Dicho de otra manera, la mitad de la riqueza mundial está en manos del 1 por ciento de la población, que encima la tiene custodiada en paraísos fiscales.
La acción de El lobo de Wall Street se desarrolla en Estados Unidos durante la última década del siglo XX, cuando un grupo de jóvenes ambiciosos y sin escrúpulos capitaneados por Jordan Belfort engañan a pequeños ahorradores vendiéndoles valores que no valen ni el papel que acredita su posesión. Sabían perfectamente lo que hacían y por qué no le colocaban esta basura a los grandes inversores o a las corporaciones importantes, como queda patente en un momento de la historia. En nuestro país estos bonos se llamaron eufemísticamente “preferentes”, y esa quizás sea la mayor diferencia entre ambas mercaderías; bueno, también que Belfort montó su chiringuito al margen de las instituciones y que al final acabó condenado a devolver unas decenas de millones y en la cárcel. Pero las analogías son mucho más próximas como atestigua el gusto por los coches de lujo (Ferrari o Lamborghini), los placeres caros (caviar o coca) o las estrambóticas monterías (de caza o de sexo). Por lo demás, y según parece, una parte del capital usurpado acabó barcenizado desde algún banco de Suiza.
La película está basada en las memorias del propio Belfort, lo que permite a Scorsese, con el asenso del extraordinario (solo en alguna ocasión algo desmedido) guión de Terence Winter, buscar la aquiescencia del espectador a través de la mirada a cámara de su protagonista, en un intento por acercar algo de empatía a su desvergüenza, lo que por otra parte no atenúa su carácter emético. Este es uno de los múltiples recursos narrativos desarrollados por el realizador italo-americano para transformar un film de tres horas de duración en un vigoroso caudal visual al servicio de una historia de nuestro tiempo, vigente, actual y real como la vida misma, aunque se trate de la vida de ese uno por ciento de la humanidad, deshumanizado por efecto de la droga más potente que al parecer existe.
La última película de Martin Scorsese es una certera radiografía que nos acerca a los valores que impulsan a la sociedad actual, donde el único objetivo es ganar dinero, muchísimo dinero, de la manera que sea, sin ambages morales. Subirnos a esa especie de tobogán portentoso que el director nos propone supone acceder a un mundo poblado de personajes tan grotescos como creíbles, tan desalmados como reales. La gran pena es que esas criaturas, magníficamente personificadas por Leonardo DiCaprio, Jonah Hill, Matthew McConaughey o Jean Dujardin, entre otros, no son caricaturas, son la perfecta encarnación de la estulticia moral implantada por nuestra vergonzante sociedad; este planeta donde las 85 personas más ricas aglutinan tanto patrimonio como la mitad de la población mundial más pobre, es decir, 3.570 millones de personas. Dicho de otra manera, la mitad de la riqueza mundial está en manos del 1 por ciento de la población, que encima la tiene custodiada en paraísos fiscales.
La acción de El lobo de Wall Street se desarrolla en Estados Unidos durante la última década del siglo XX, cuando un grupo de jóvenes ambiciosos y sin escrúpulos capitaneados por Jordan Belfort engañan a pequeños ahorradores vendiéndoles valores que no valen ni el papel que acredita su posesión. Sabían perfectamente lo que hacían y por qué no le colocaban esta basura a los grandes inversores o a las corporaciones importantes, como queda patente en un momento de la historia. En nuestro país estos bonos se llamaron eufemísticamente “preferentes”, y esa quizás sea la mayor diferencia entre ambas mercaderías; bueno, también que Belfort montó su chiringuito al margen de las instituciones y que al final acabó condenado a devolver unas decenas de millones y en la cárcel. Pero las analogías son mucho más próximas como atestigua el gusto por los coches de lujo (Ferrari o Lamborghini), los placeres caros (caviar o coca) o las estrambóticas monterías (de caza o de sexo). Por lo demás, y según parece, una parte del capital usurpado acabó barcenizado desde algún banco de Suiza.
La película está basada en las memorias del propio Belfort, lo que permite a Scorsese, con el asenso del extraordinario (solo en alguna ocasión algo desmedido) guión de Terence Winter, buscar la aquiescencia del espectador a través de la mirada a cámara de su protagonista, en un intento por acercar algo de empatía a su desvergüenza, lo que por otra parte no atenúa su carácter emético. Este es uno de los múltiples recursos narrativos desarrollados por el realizador italo-americano para transformar un film de tres horas de duración en un vigoroso caudal visual al servicio de una historia de nuestro tiempo, vigente, actual y real como la vida misma, aunque se trate de la vida de ese uno por ciento de la humanidad, deshumanizado por efecto de la droga más potente que al parecer existe.

6,3
23.481
7
4 de septiembre de 2017
4 de septiembre de 2017
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
El terror no es uno de mis géneros favoritos, pero reconozco el acierto del director Paco Plaza, un especialista en adentrarnos en nuestros temores más cercanos y cotidianos, al recrear ciertos aspectos "oscuros" de la sociedad española de hace veinticinco años. La película empieza como un relato social, sin apenas necesitar el uso de elementos fantásticos, en la presentación de los personajes y en planteamiento argumental, con alguna pequeña laguna narrativa, que acaba recuperando el interés de los espectadores en la parte final, consiguiendo un resultado sorprendente con tan limitados mimbres. Recomendable.
Sorprendentes las creaciones de los niños, especialmente la madurez que demuestra la principal protagonista Sandra Escacena. Habrá que estar atentos a esta niña.
Sorprendentes las creaciones de los niños, especialmente la madurez que demuestra la principal protagonista Sandra Escacena. Habrá que estar atentos a esta niña.

5,3
8.664
6
24 de agosto de 2017
24 de agosto de 2017
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Tras la singular revisión del cuento de Blancanieves, con algunos momentos fascinantes en su re-lectura adaptada a nuestros tópicos, esperaba esta nueva película de Pablo Berger con una cierta expectación que sin duda ha incrementado mi decepción. El director demuestra que conoce el oficio y sabe contar una historia. El principal problema es que en esta ocasión el guion que sustenta la historia se va desinflando progresivamente y no acaba de recuperar la atención. Y eso que el comienzo, con la presentación de unos personajes de tintes berlanguianos, resulta cuando menos esperanzador, pero cuando el toque social, irónico y crítico, deriva hacia unos derroteros más cargados de un aura fantástica la película dilapida definitivamente el interés para terminar confundiendo al espectador que acaba sin entender lo que se está intentando contar. Al menos yo (tampoco Blanca) he conseguido entrever la posible magia que destila la palabra "Abracadabra".
Definitivamente, no puedo comprender cómo la Academia de Cine española ha podido elegir este título entre los tres mejores del año para competir por el Óscar.
Definitivamente, no puedo comprender cómo la Academia de Cine española ha podido elegir este título entre los tres mejores del año para competir por el Óscar.
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