You must be a loged user to know your affinity with lavidadelreves
Críticas ordenadas por utilidad
Movie added to list
Movie removed from list
An error occurred

7,1
68.692
9
13 de junio de 2013
13 de junio de 2013
4 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
La única forma posible de conocer las motivaciones, el estado de ánimo o cómo interpreta lo visto un ser humano, es tener acceso a su conciencia. Cualquier filtro (incluido el lenguaje) que aparezca, entre él y quien quiere saber, hace que la información pierda su pureza y obligue (no ya a creer) a una interpretación más o menos inexacta.
En cine o en literatura, el registro que nos lleva a ese pensamiento ordenado es el monólogo interior. Si escuchamos o leemos lo que un personaje se cuenta a sí mismo, podemos saber de él lo que ve, cómo lo ve, qué significado tiene, la razón por lo que hace una cosa u otra. Y lo más importante de todo, sabremos interpretar eso que dice en un diálogo poco después, un gesto que sin esa información sería uno más y, sin embargo, ahora es relevante.
El monólogo interior es lo que dibuja de forma definitiva al personaje, es lo que nos permite conocer el mundo de otro sin tener que trazar líneas que no nos corresponden.
Terrence Malick, después de una largas vacaciones que duraron veinte años, dirigió una película bélica a finales de los años noventa que sorprendió a todos por su calidad narrativa, por los registros utilizados, por el nivel técnico a todos los niveles y por la forma de presentar algo tan terrible como es una batalla. Cuando pensamos en la guerra pensamos, inevitablemente, en los ejércitos, en las armas, en las estrategias estudiadas y perfectas, en las tácticas militares de combate. Pensamos en algo ajeno y lejano a lo que el hombre es en sí (al menos debería). Sin embargo, nos olvidamos de las personas, las motivaciones que les llevaron a un campo de batalla o a no abandonarlo, sus sentimientos (sólo hablamos de valentía o coraje o miedo atroz. Sólo nos compadecemos de los soldados). Y olvidamos, también, un entorno que siempre está para dar o quitar con brutalidad. Con guerra o sin ella.
Malick intentó proponer una nueva poética (si es que existe) de la guerra; una nueva estética de la guerra (esa sí que existe). Eso es algo al alcance de muy pocos. Sólo lo consiguen los que saben que cualquier manifestación artística debe añadir al mundo una nueva forma de mirarlo. El resto repite, una y mil veces, un mundo ya conocido, sin aportar gran cosa o nada.
Hombres que se mueven gracias a su ambición personal, sin dudar un instante al enviar a cientos de personas hacia una sepultura llena de metralla que soporta la ambición personal. Hombres capaces de ver más allá del terror descubriendo que el mundo (desde que suena el primer disparo) mantiene una zona original que se separa del que vivimos guerreando y a la que pertenecemos aunque la abandonemos una y otra vez. Hombres convertidos en bestias salvajes. Hombres aturdidos, miedosos, enloquecidos. Hombres que viven agarrados a un mundo idealizado (el que dejaron al marchar) tan destructivo como el campo de batalla, tan cruel como el estallido de un obús. Hombres moviéndose por un escenario poderoso, hostil, invencible.
Un gran todo formado por cosas pequeñas, casi insignificantes.
¿Cómo consigue Malick que la percepción del espectador no sea la misma de siempre, cómo consigue que sobresalgan las cosas pequeñas? El hecho de poder escuchar unos versos de Walt Whitman no es suficiente. No deja de ser un detalle. Son los monólogos interiores, las voces construidas desde el pensamiento de cada personaje, y los constantes cambios en el punto de vista a medida que se desarrolla la trama. Eso es lo fundamental. Durante todo el metraje iremos viendo la guerra desde uno u otro personaje; aparecerán matices que convertirán la misma cosa en un cataclismo personal y colectivo o en el milagro de la vida de las plantas; la guerra podrá reducirse a un error personal que lleve a la muerte o al sufrimiento que produce ver morir un pájaro.
(Sigue en spoiler por falta de espacio)
En cine o en literatura, el registro que nos lleva a ese pensamiento ordenado es el monólogo interior. Si escuchamos o leemos lo que un personaje se cuenta a sí mismo, podemos saber de él lo que ve, cómo lo ve, qué significado tiene, la razón por lo que hace una cosa u otra. Y lo más importante de todo, sabremos interpretar eso que dice en un diálogo poco después, un gesto que sin esa información sería uno más y, sin embargo, ahora es relevante.
El monólogo interior es lo que dibuja de forma definitiva al personaje, es lo que nos permite conocer el mundo de otro sin tener que trazar líneas que no nos corresponden.
Terrence Malick, después de una largas vacaciones que duraron veinte años, dirigió una película bélica a finales de los años noventa que sorprendió a todos por su calidad narrativa, por los registros utilizados, por el nivel técnico a todos los niveles y por la forma de presentar algo tan terrible como es una batalla. Cuando pensamos en la guerra pensamos, inevitablemente, en los ejércitos, en las armas, en las estrategias estudiadas y perfectas, en las tácticas militares de combate. Pensamos en algo ajeno y lejano a lo que el hombre es en sí (al menos debería). Sin embargo, nos olvidamos de las personas, las motivaciones que les llevaron a un campo de batalla o a no abandonarlo, sus sentimientos (sólo hablamos de valentía o coraje o miedo atroz. Sólo nos compadecemos de los soldados). Y olvidamos, también, un entorno que siempre está para dar o quitar con brutalidad. Con guerra o sin ella.
Malick intentó proponer una nueva poética (si es que existe) de la guerra; una nueva estética de la guerra (esa sí que existe). Eso es algo al alcance de muy pocos. Sólo lo consiguen los que saben que cualquier manifestación artística debe añadir al mundo una nueva forma de mirarlo. El resto repite, una y mil veces, un mundo ya conocido, sin aportar gran cosa o nada.
Hombres que se mueven gracias a su ambición personal, sin dudar un instante al enviar a cientos de personas hacia una sepultura llena de metralla que soporta la ambición personal. Hombres capaces de ver más allá del terror descubriendo que el mundo (desde que suena el primer disparo) mantiene una zona original que se separa del que vivimos guerreando y a la que pertenecemos aunque la abandonemos una y otra vez. Hombres convertidos en bestias salvajes. Hombres aturdidos, miedosos, enloquecidos. Hombres que viven agarrados a un mundo idealizado (el que dejaron al marchar) tan destructivo como el campo de batalla, tan cruel como el estallido de un obús. Hombres moviéndose por un escenario poderoso, hostil, invencible.
Un gran todo formado por cosas pequeñas, casi insignificantes.
¿Cómo consigue Malick que la percepción del espectador no sea la misma de siempre, cómo consigue que sobresalgan las cosas pequeñas? El hecho de poder escuchar unos versos de Walt Whitman no es suficiente. No deja de ser un detalle. Son los monólogos interiores, las voces construidas desde el pensamiento de cada personaje, y los constantes cambios en el punto de vista a medida que se desarrolla la trama. Eso es lo fundamental. Durante todo el metraje iremos viendo la guerra desde uno u otro personaje; aparecerán matices que convertirán la misma cosa en un cataclismo personal y colectivo o en el milagro de la vida de las plantas; la guerra podrá reducirse a un error personal que lleve a la muerte o al sufrimiento que produce ver morir un pájaro.
(Sigue en spoiler por falta de espacio)
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Malick acompaña todo esto con un guión (firmado por él mismo) magnífico. Cada frase hace que el personaje crezca. Lo acompaña con la partitura de Hans Zimmer acompasada con la acción desde la distancia precisa para no perder comba o sobresalir en exceso, sin alterar la imagen, sin perderse en tierra de nadie. Acompaña la fotografía de John Toll. Inmensa, majestuosa, elegante, profunda (de lo mejor de la película). Y, por su puesto, acompaña la dirección de actores (un grupo extraordinario) con la que logra resultados más que buenos. Adrien Brody es el que consigue una interpretación más discreta; Sean Penn está solvente y creíble; Ben Chaplin muy correcto; Nick nolte da una lección de contención a pesar de la histeria de su personaje; Elias Koteas interpreta el personaje más difícil de todos por estar alejado del cliché militar y lo hace muy bien; y Jim Caviezel se apoya bien en una interpretación tranquila, apoyada en los diálogos y la voz en off del monólogo. Además de estos, aparece John Travolta con un papel de poca importancia (está más para que crezca el de Nolte que para otra cosa). Y aparece George Clooney. En una sola escena, lo que le llevó a pedir que anulasen todo el material en el que aparecía y quitasen su nombre de los créditos. Había rodado mucho más material que en el montaje pago el pato de lo que fuera (ese pato es desconocido para mí). Por supuesto, no hicieron caso al bueno de George.
Creo que es de especial importancia el vestuario de la película. Generalmente, cuando pensamos en un film bélico pensamos en la sencillez del vestuario. Todos visten igual. Y puede ser verdad, no lo discuto. Pero en esta la cosa cambia. Es justo al revés. Todos parecen distintos. No porque los uniformes sean distintos sino porque la personalidad al vestirlo lo hace diferente.
Los personajes desembarcan en Guadalcanal, quieren ganar la batalla. Pero sobre todo quieren entender qué es lo que pasa a su alrededor. Malick les hace recorrer un camino terrible arrastrando el bien y el mal; el miedo, la locura, la idea de Dios. Les hace transitar un camino oscuro que les lleva hasta ellos mismos. Terminan sabiendo más de ellos. Terminamos sabiendo más del hombre y de nosotros mismos.
Una obra maestra.
Creo que es de especial importancia el vestuario de la película. Generalmente, cuando pensamos en un film bélico pensamos en la sencillez del vestuario. Todos visten igual. Y puede ser verdad, no lo discuto. Pero en esta la cosa cambia. Es justo al revés. Todos parecen distintos. No porque los uniformes sean distintos sino porque la personalidad al vestirlo lo hace diferente.
Los personajes desembarcan en Guadalcanal, quieren ganar la batalla. Pero sobre todo quieren entender qué es lo que pasa a su alrededor. Malick les hace recorrer un camino terrible arrastrando el bien y el mal; el miedo, la locura, la idea de Dios. Les hace transitar un camino oscuro que les lleva hasta ellos mismos. Terminan sabiendo más de ellos. Terminamos sabiendo más del hombre y de nosotros mismos.
Una obra maestra.

8,1
22.196
10
13 de junio de 2013
13 de junio de 2013
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
¿Qué es lo que importa de una vida? ¿Qué es lo que queda de ella cuando esta se va acabando? ¿Es el recuerdo lo que nos hace o somos nosotros los que fabricamos ese recuerdo para dar sentido a la existencia? ¿Acaso lo tiene? ¿Es Dios más que nuestra propia razón? ¿Es el amor de un joven tan grande como el de un anciano? Preguntas y más preguntas. Ni una sola respuesta. Y si alguien las busca en la película de Ingmar Bergman, Fresas Salvajes, quedará decepcionado. Este hombre sabía muy bien que las buenas preguntas son las que llevan a otras. Siempre que hablo de esto recuerdo a Santo Tomás de Aquino y sus cinco vías para demostrar la existencia de Dios. Son vías, no soluciones. Él las plantea y, a partir de ahí, cada cual debe hacer su camino. Los grandes funcionan así.
Bergman rodó está película el año 1957. Aunque sólo fuera por ello, mereció la pena que ese año apareciera en el calendario.
El personaje principal, Isak Borg (Victor Sjöström), realiza un viaje en automóvil junto a su nuera Marianne (Ingrid Thulin). Irán de Estocolmo a Lund donde la universidad erigirá al viejo Isak como doctor honoris causa. Antes de partir, escuchamos decir a Isak que ha renunciado a la vida social porque eso se reduce al comentario y censura de otros. Buena declaración de principios. Y le vemos atemorizado por un sueño que ha tenido. Siente la muerte cerca. Un reloj sin manillas (el tiempo ya no tiene sentido porque esta a punto de acabar), su propio cadáver agarrándose a él mismo como último recurso ante la muerte, un mundo vacío e inexplicable. Como anécdota diré que vemos un coche fúnebre tirado por caballos que es un homenaje a la película del actor Sjöström (La carreta fantasma) más conocido por su dirección de películas que por esta interpretación. Comienza el trayecto. La distancia entre nuera y suegro es abismal. Ella le llama egoísta, le recuerda el odio que su hijo siente por él. En fin, una maravilla. Bergman usa la cámara de forma magistral durante este diálogo. Vemos cómo va de un rostro a otro pasando por ese espacio que hay entre conductor y acompañante, casi un desierto, para acabar centrando el foco en la expresión de cada uno. A lo largo de la película eso irá modificándose a medida que la distancia se acorta. Hacen una parada en la antigua casa de verano de la familia Borg. Hasta aquí la presentación de la trama. Porque es en el lugar de las fresas (smultronstället) donde comienza a desarrollarse un segundo viaje (íntimo) que deberá hacer Isak. Las fresas en Suecia son un fruto extraño, muy delicado, que sólo se encuentra durante la primavera y por pocos días. Algo exquisito que pasa rápido por delante nuestra. Como la infancia y juventud que pasó Isak allí. Recuerda a Sara (Bibi Andersson) que terminará casada con su propio hermano puesto que él ya dedica buena parte del tiempo a la filosofía, a ver todo desde lo racional. Recuerda a la familia entera que se mueve por un escenario idílico, lleno de luz, de armonía, de inocencia. No hace falta decir que el punto de vista que utiliza Bergman es el de Isak. De regreso a la realidad se encuentra con otra Sara (también interpretada por Bibi Andersson) que, junto a Anders y Viktor (dos muchachos que rivalizan por el amor de Sara y que representan dos formas opuestas de ver el mundo; lo transcendente y lo racional) se une en el viaje. Las dos Saras. Una el recuerdo. La otra la realidad. Isak enamorado de ambas. Tenemos la oportunidad de ver a otros dos matrimonios por el camino. Uno ideal. Otro patético. Sabremos el motivo por el que Marianne viaja junto a su suegro. Pero, ante todo, seremos testigos de un cambio radical en el anciano. En otro sueño se le acusa de ser culpable de culpabilidad, de perder a su mujer sin inmutarse. En esa exploración de la vida entera, ante una muerte cercana que se convierte en la única razón por la que un hombre se plantea la zona más profunda de la existencia, el anciano comprende que el único camino para morir bien no pasa por recuperar un tiempo perdido para siempre, sino por mirar a los lados en los que encuentra a su hijo, a su nuera, a su ama de llaves, a un grupo de jóvenes llenos de vida e inocencia. Deja de mirarse a sí mismo, a su trabajo, a sus conocimientos. Y así llega a reconciliarse con su pasado.
Bergman utiliza la iluminación de forma magistral dependiendo del estado de ánimo del personaje. El montaje es exquisito y sorprende lo moderno que parece. Hace una dirección de actores perfecta. Suegro y nuera son interpretados con una solvencia y credibilidad pasmosas. Quizás, eso es verdad, no termina de encontrar un vínculo preciso entre sueño, recuerdos y realidad. Muy bruscos los cambios (a veces). Artificiales otras.
Bergman descarga su existencialismo en la pantalla con claridad. Un existencialismo que le llega de la convicción de que para ser hay que existir primero. Digo esto porque la gente confunde las churras con las merinas y mete en el mismo saco a Bergman y Sartre, por ejemplo, cuando las distancias entre ambos son descomunales.
Y todo esto da como resultado una película inolvidable. Un viaje de todos hasta nosotros mismos, un viaje por las vidas que llenamos de lo insustancial.
Dicen que el gran problema de Bergman era él mismo, su afán por lo trascendente que le llevaba a cometer errores de enfoque en sus películas. A mí lo que me parece es que todos somos el gran problema de nosotros mismos y que este director (cuestiones técnicas aparte) nos lo ponía enfrente con genialidad.
Peliculón.
inventodeldemonio.es/blog
Bergman rodó está película el año 1957. Aunque sólo fuera por ello, mereció la pena que ese año apareciera en el calendario.
El personaje principal, Isak Borg (Victor Sjöström), realiza un viaje en automóvil junto a su nuera Marianne (Ingrid Thulin). Irán de Estocolmo a Lund donde la universidad erigirá al viejo Isak como doctor honoris causa. Antes de partir, escuchamos decir a Isak que ha renunciado a la vida social porque eso se reduce al comentario y censura de otros. Buena declaración de principios. Y le vemos atemorizado por un sueño que ha tenido. Siente la muerte cerca. Un reloj sin manillas (el tiempo ya no tiene sentido porque esta a punto de acabar), su propio cadáver agarrándose a él mismo como último recurso ante la muerte, un mundo vacío e inexplicable. Como anécdota diré que vemos un coche fúnebre tirado por caballos que es un homenaje a la película del actor Sjöström (La carreta fantasma) más conocido por su dirección de películas que por esta interpretación. Comienza el trayecto. La distancia entre nuera y suegro es abismal. Ella le llama egoísta, le recuerda el odio que su hijo siente por él. En fin, una maravilla. Bergman usa la cámara de forma magistral durante este diálogo. Vemos cómo va de un rostro a otro pasando por ese espacio que hay entre conductor y acompañante, casi un desierto, para acabar centrando el foco en la expresión de cada uno. A lo largo de la película eso irá modificándose a medida que la distancia se acorta. Hacen una parada en la antigua casa de verano de la familia Borg. Hasta aquí la presentación de la trama. Porque es en el lugar de las fresas (smultronstället) donde comienza a desarrollarse un segundo viaje (íntimo) que deberá hacer Isak. Las fresas en Suecia son un fruto extraño, muy delicado, que sólo se encuentra durante la primavera y por pocos días. Algo exquisito que pasa rápido por delante nuestra. Como la infancia y juventud que pasó Isak allí. Recuerda a Sara (Bibi Andersson) que terminará casada con su propio hermano puesto que él ya dedica buena parte del tiempo a la filosofía, a ver todo desde lo racional. Recuerda a la familia entera que se mueve por un escenario idílico, lleno de luz, de armonía, de inocencia. No hace falta decir que el punto de vista que utiliza Bergman es el de Isak. De regreso a la realidad se encuentra con otra Sara (también interpretada por Bibi Andersson) que, junto a Anders y Viktor (dos muchachos que rivalizan por el amor de Sara y que representan dos formas opuestas de ver el mundo; lo transcendente y lo racional) se une en el viaje. Las dos Saras. Una el recuerdo. La otra la realidad. Isak enamorado de ambas. Tenemos la oportunidad de ver a otros dos matrimonios por el camino. Uno ideal. Otro patético. Sabremos el motivo por el que Marianne viaja junto a su suegro. Pero, ante todo, seremos testigos de un cambio radical en el anciano. En otro sueño se le acusa de ser culpable de culpabilidad, de perder a su mujer sin inmutarse. En esa exploración de la vida entera, ante una muerte cercana que se convierte en la única razón por la que un hombre se plantea la zona más profunda de la existencia, el anciano comprende que el único camino para morir bien no pasa por recuperar un tiempo perdido para siempre, sino por mirar a los lados en los que encuentra a su hijo, a su nuera, a su ama de llaves, a un grupo de jóvenes llenos de vida e inocencia. Deja de mirarse a sí mismo, a su trabajo, a sus conocimientos. Y así llega a reconciliarse con su pasado.
Bergman utiliza la iluminación de forma magistral dependiendo del estado de ánimo del personaje. El montaje es exquisito y sorprende lo moderno que parece. Hace una dirección de actores perfecta. Suegro y nuera son interpretados con una solvencia y credibilidad pasmosas. Quizás, eso es verdad, no termina de encontrar un vínculo preciso entre sueño, recuerdos y realidad. Muy bruscos los cambios (a veces). Artificiales otras.
Bergman descarga su existencialismo en la pantalla con claridad. Un existencialismo que le llega de la convicción de que para ser hay que existir primero. Digo esto porque la gente confunde las churras con las merinas y mete en el mismo saco a Bergman y Sartre, por ejemplo, cuando las distancias entre ambos son descomunales.
Y todo esto da como resultado una película inolvidable. Un viaje de todos hasta nosotros mismos, un viaje por las vidas que llenamos de lo insustancial.
Dicen que el gran problema de Bergman era él mismo, su afán por lo trascendente que le llevaba a cometer errores de enfoque en sus películas. A mí lo que me parece es que todos somos el gran problema de nosotros mismos y que este director (cuestiones técnicas aparte) nos lo ponía enfrente con genialidad.
Peliculón.
inventodeldemonio.es/blog

7,4
17.135
7
10 de junio de 2013
10 de junio de 2013
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
El mundo es una cosa grandiosa que se complica cada día más. El ser humano avanza y lo hace a base de complicarse la existencia. Para que ese progreso tome forma es necesario que las desigualdades sean desproporcionadas, que el individuo se sienta solo, que un paso adelante en la construcción del cosmos signifique otro atrás en el proyecto del hombre (la meta es llegar a ser tan persona como sea posible y parece que lo hacemos en dirección contraria). Quizás los tiempos pasados no fueron mejores, pero seguro que fueron más fáciles, más simpáticos y dejaban más espacio al ser humano).
Algo parecido a esto es lo que plantea Woody Allen en su película Días de Radio. No es la mejor de sus comedias. No lo es, ni mucho menos. Aunque es agradable, entrañable y divertida. Ni destacan las interpretaciones de ninguno de los actores o actrices (Woody Allen pone en movimiento a Diane Keaton, Mia Farrow, Julie Kavner y Danny Aiello entre otros (a sí mismo también) como pequeñas partículas que configuran un todo y los papeles no tienen la grandeza suficiente como para sobrevivir por sí solos), ni se trata de un guión especialmente brillante. Pero el conjunto se percibe como una obra deliciosa en la que se recrea un mundo dibujado como germen de lo que somos (los decorados y el vestuario son notables). El presente no deja de ser el producto del pasado.
La radio es el nexo entre las personas, es la excusa para seguir un camino o buscar una alternativa, es un sentimiento común que modela a los individuos por igual. El mundo se narra desde un micrófono a través de historias inconexas que suman para que el hombre pueda moverse. Porque desde la ficción todo se hace comprensible. Leyendas absurdas, ventrílocuos (¡¡en la radio!!), ataques interestelares, jóvenes enamorados; todo está en la radio de los años 40. Cada persona se integra, la integra en su existencia. Las melodías representan a alguien o a algo, trasladan de un lugar o a un tiempo distinto del vivido. Cada cual busca en la radio la carencias que soporta en su realidad.
Allen se plantea una pregunta: ¿Qué es la vida sino lo que queremos que suceda? La imaginación tiene un lugar privilegiado en cada uno de sus personajes y es por ello por lo que evolucionan. Esto nos lo muestra el director encadenando gags que, entre cómicos y entrañables, dibujan un universo sencillo que si no fuera por ciertas personas sería maravilloso.
Lo que sí destaca es la banda sonora de la película. La selección de partituras es magnífica (jazz y música de cabaret). La vida se escucha y se desarrolla al ritmo de esa música que va resonando en el interior del sujeto. Buena música. Buena de verdad.
Pero Allen, también, deja un mensaje terrible: Con el paso del tiempo todo se olvida. Da igual si algo fue fundamental. Termina siendo poco o nada. Aparece la idea, finalmente, envuelta con las obsesiones recurrentes de este director (la existencia de Dios, el sexo, la relación entre adultos, la destrucción de la pareja y esas cosas a las que Allen nos tiene acostumbrados).
Buena película que se ha valorado muy poco. Allen en estado puro. Ya saben que, alguna vez, recomiendo ver las películas de las que hablo con los más jovencitos de cada casa. Esta será mejor que la vean los adultos a solas. A pesar de su inocencia, plantea algo que no corresponde a un joven o a un niño pequeño. Ya tendrán tiempo los muchachos de mirar atrás. Ahora les toca mirar justo en dirección contraria. Y, además, creo que se aburrirían. No dejen de disfrutar los ochenta y cinco minutos de pasado. Del de cualquier adulto. Les encantará.
inventodeldemonio.es/blog
Algo parecido a esto es lo que plantea Woody Allen en su película Días de Radio. No es la mejor de sus comedias. No lo es, ni mucho menos. Aunque es agradable, entrañable y divertida. Ni destacan las interpretaciones de ninguno de los actores o actrices (Woody Allen pone en movimiento a Diane Keaton, Mia Farrow, Julie Kavner y Danny Aiello entre otros (a sí mismo también) como pequeñas partículas que configuran un todo y los papeles no tienen la grandeza suficiente como para sobrevivir por sí solos), ni se trata de un guión especialmente brillante. Pero el conjunto se percibe como una obra deliciosa en la que se recrea un mundo dibujado como germen de lo que somos (los decorados y el vestuario son notables). El presente no deja de ser el producto del pasado.
La radio es el nexo entre las personas, es la excusa para seguir un camino o buscar una alternativa, es un sentimiento común que modela a los individuos por igual. El mundo se narra desde un micrófono a través de historias inconexas que suman para que el hombre pueda moverse. Porque desde la ficción todo se hace comprensible. Leyendas absurdas, ventrílocuos (¡¡en la radio!!), ataques interestelares, jóvenes enamorados; todo está en la radio de los años 40. Cada persona se integra, la integra en su existencia. Las melodías representan a alguien o a algo, trasladan de un lugar o a un tiempo distinto del vivido. Cada cual busca en la radio la carencias que soporta en su realidad.
Allen se plantea una pregunta: ¿Qué es la vida sino lo que queremos que suceda? La imaginación tiene un lugar privilegiado en cada uno de sus personajes y es por ello por lo que evolucionan. Esto nos lo muestra el director encadenando gags que, entre cómicos y entrañables, dibujan un universo sencillo que si no fuera por ciertas personas sería maravilloso.
Lo que sí destaca es la banda sonora de la película. La selección de partituras es magnífica (jazz y música de cabaret). La vida se escucha y se desarrolla al ritmo de esa música que va resonando en el interior del sujeto. Buena música. Buena de verdad.
Pero Allen, también, deja un mensaje terrible: Con el paso del tiempo todo se olvida. Da igual si algo fue fundamental. Termina siendo poco o nada. Aparece la idea, finalmente, envuelta con las obsesiones recurrentes de este director (la existencia de Dios, el sexo, la relación entre adultos, la destrucción de la pareja y esas cosas a las que Allen nos tiene acostumbrados).
Buena película que se ha valorado muy poco. Allen en estado puro. Ya saben que, alguna vez, recomiendo ver las películas de las que hablo con los más jovencitos de cada casa. Esta será mejor que la vean los adultos a solas. A pesar de su inocencia, plantea algo que no corresponde a un joven o a un niño pequeño. Ya tendrán tiempo los muchachos de mirar atrás. Ahora les toca mirar justo en dirección contraria. Y, además, creo que se aburrirían. No dejen de disfrutar los ochenta y cinco minutos de pasado. Del de cualquier adulto. Les encantará.
inventodeldemonio.es/blog
10 de junio de 2013
10 de junio de 2013
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
La relación entre adultos -la relación de pareja- es uno de los asuntos recurrentes de la obra de Woody Allen. La rutina, ese no tener nada que decir porque no pasa nada de lo que se pueda hablar, se presenta como la causa de desencuentros entre maridos y esposas que intentan convertir la fragilidad de su relación en algo sin la menor importancia. Y esto es lo que mueve la máquina creativa de Allen en cierta medida.
Misterioso Asesinato en Manhattan es una comedia que trata, desde el enredo, el problema de la pareja. Un hecho extraordinario convierte el día a día en algo, también, extraordinario. Carol es ama de casa (Dane Keaton). Larry, su marido es editor (Woody Allen). Carol tiene un amigo escritor que está dispuesto a ayudarla en la investigación de lo que parece un asesinato (es Alan Alda). Larry tiene una amiga escritora que quiere ligar con él (aunque Larry quiere que lo haga con el amigo de su esposa Carol para quitárselo de encima puesto que siente celos y cree que su relación peligra). La mujer termina involucrada en la investigación delirante del crimen (Anjelica Huston). El acontecimiento sirve para activar emociones olvidadas, para hacer que la vida de todos se acelere de forma súbita.
El guión de la película es muy divertido, muy ágil y queda bien rematado. Le acompaña una banda sonora que, si bien no es la mejor de las que Allen ha elegido para sus películas, no desentona con la trama. Nada destaca de forma especial, pero el conjunto funciona con eficacia. Tal vez lo que más sobresale es esa trama en la que no hay espacio para reflexiones profundas ni para las obsesiones que el director cuela en cada uno de sus trabajos.
Uno de los ejes de Misterioso Asesinato en Manhattan (esas obsesiones de Allen se limitan a esta) es la tensión sexual entre los personajes que se resuelve con maestría desde la contención y la insinuación constante que escapa de lo evidente y tanto desmejora el esfuerzo narrativo que muchos piensan aún como lo fundamental de eso que llamamos contar historias. De este modo, los personajes progresan para llegar completos hasta el final del trabajo. Esa tensión sexual viaja acompañando a cada uno de los que aparecen en la película y se desvanece mientras que Carol, Larry y sus amigos quedan colocados en el lugar exacto. Por supuesto, las escenas divertidas llenas de frases ocurrentes salpican cada minuto de proyección.
Misterioso Asesinato en Manhattan se queda a medio camino entre las primeras comedias de Allen y su cine más reflexivo y profundo. Este Allen que busca el divertimento en el cine para el espectador es más que agradable.
Pues si quieren saber lo que significa una novedad excitante en sus vidas matrimoniales ya saben lo que tienen que hacer. Estoy seguro de que disfrutarán de lo lindo.
inventodeldemonio.es/blog
Misterioso Asesinato en Manhattan es una comedia que trata, desde el enredo, el problema de la pareja. Un hecho extraordinario convierte el día a día en algo, también, extraordinario. Carol es ama de casa (Dane Keaton). Larry, su marido es editor (Woody Allen). Carol tiene un amigo escritor que está dispuesto a ayudarla en la investigación de lo que parece un asesinato (es Alan Alda). Larry tiene una amiga escritora que quiere ligar con él (aunque Larry quiere que lo haga con el amigo de su esposa Carol para quitárselo de encima puesto que siente celos y cree que su relación peligra). La mujer termina involucrada en la investigación delirante del crimen (Anjelica Huston). El acontecimiento sirve para activar emociones olvidadas, para hacer que la vida de todos se acelere de forma súbita.
El guión de la película es muy divertido, muy ágil y queda bien rematado. Le acompaña una banda sonora que, si bien no es la mejor de las que Allen ha elegido para sus películas, no desentona con la trama. Nada destaca de forma especial, pero el conjunto funciona con eficacia. Tal vez lo que más sobresale es esa trama en la que no hay espacio para reflexiones profundas ni para las obsesiones que el director cuela en cada uno de sus trabajos.
Uno de los ejes de Misterioso Asesinato en Manhattan (esas obsesiones de Allen se limitan a esta) es la tensión sexual entre los personajes que se resuelve con maestría desde la contención y la insinuación constante que escapa de lo evidente y tanto desmejora el esfuerzo narrativo que muchos piensan aún como lo fundamental de eso que llamamos contar historias. De este modo, los personajes progresan para llegar completos hasta el final del trabajo. Esa tensión sexual viaja acompañando a cada uno de los que aparecen en la película y se desvanece mientras que Carol, Larry y sus amigos quedan colocados en el lugar exacto. Por supuesto, las escenas divertidas llenas de frases ocurrentes salpican cada minuto de proyección.
Misterioso Asesinato en Manhattan se queda a medio camino entre las primeras comedias de Allen y su cine más reflexivo y profundo. Este Allen que busca el divertimento en el cine para el espectador es más que agradable.
Pues si quieren saber lo que significa una novedad excitante en sus vidas matrimoniales ya saben lo que tienen que hacer. Estoy seguro de que disfrutarán de lo lindo.
inventodeldemonio.es/blog

7,3
81.847
6
10 de junio de 2013
10 de junio de 2013
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Y empezamos con el habitual recurso de Woody Allen de la voz en off en boca del protagonista de este bohemio cuento de hadas, Gil (Owen Wilson), evocando nostálgicamente al París de los años 20. Y con la prometida pija poniéndole los pies en la tierra, porque ni loca se mudaría de California a París. Y como colofón a la introducción de la película, una serie de postales de París en su mayor esplendor.
Cuando se empezó a comentar que Midnight In Paris, la nueva de Allen, era la mejor película desde Match Point, apenas esperé dos días para ir al cine a verla, expectante y con muchas ganas de comprobar que el director por fin había superado esa racha de medias tintas que últimamente le venía caracterizando; pero, eso sí, sin saber absolutamente nada del argumento, y de casualidad que había visto el póster en algunas marquesinas.
Con esta expectación e incertidumbre no me pareció que la película comenzara muy bien, pero poco a poco, y porque los tópicos Woodyalienses enganchan, va cogiendo ritmo: Nunca nos aburriremos de ver la historia de la familia adinerada obsesionada por las compras, cenas y demás eventos y actividades de la clase alta, cuya hija está prometida con el antagónico novio, exitoso guionista de Hollywood, pero a la vez bohemio y resignado a vivir en el siglo XXI, que ve París como posible inspiración para su primera novela, cuyo protagonista trabaja, curiosamente, en una tienda de nostalgias. El contraste es obvio, y no huele nada bien; la situación es cómica y se acentúa cuando la pareja se encuentra con un matrimonio amigo de Inez, también californiano, dispuestos a acelerar el ritmo de viaje propio de la alta sociedad, en la que Gil se convierte en el cuarto en discordia. Por eso, la noche en que su prometida Inez y la otra pareja se van a bailar, Gil decide regresar caminando al hotel para reflexionar sobre su libro y acaba perdido en las escaleras de una iglesia en la que las campanas comienzan a tocar la medianoche.
Es entonces cuando comienza el cuento de hadas para Gil, que es invitado a subir a un coche antiguo y transportado hasta sus añorados años 20. En su primera noche, y para su asombro conocerá al mismísimo Scott Fitzgerald y su mujer Zelda, y a Hemmingway entre otros, porque a esa mágica noche le seguirán otras varias donde conocerá a los diversos personajes que convertían en esa época a París en la capital mundial de la cultura. Y por las mañanas despertará en su hotel de cinco estrellas del siglo XXI tan desconcertado y sorprendido como el propio espectador, cuestionándose el presente, el pasado y el futuro, reafirmando su amor por la capital francesa del siglo pasado, deseando que vuelvan a tocar las campanadas. Y es que ésta no es una historia de príncipes y princesas: es una fábula en toda regla, con los enredos propios de cualquier época, en la que el arte y la literatura, el charlestone y las cortinas de humo, no son más que adornos (bien conseguidos) del eterno inconformismo que vive el hombre en el día de hoy, de la melancolía por el pasado, de cuestionarse la identidad de uno mismo en los momentos que le ha tocado vivir.
Esta vez, Allen se mantiene constante en el desarrollo, incluso acelerado, según transcurre la película – como la vida misma – y consigue conectar con el espectador a través de un Owen que inspira ternura y mucha mucha empatía, que se ve atrapado en dos mundos, en cada uno de los cuales una mujer ocupa su corazón. En los años 20, una espléndida Marion Cotillard en el papel de Adriana (amante de pintores y escritores), tampoco se conforma con su época, y tras un par de encuentros con Gil, acaban una noche en la Belle Époque, de donde Adriana decide no regresar. Es entonces cuando nos damos cuenta de que ni siquiera nosotros estamos cómodos sentados en la butaca del cine, sonriendo como si nada ante esta nueva obra de Woody Allen, disfrutándola, pero llenos de insatisfacción cuando el cuento acaba y se encienden las luces.
Bien podría ser este un cursi relato, pero es el reflejo de todos aquellos que sentimos estar en el lugar equivocado en el momento equivocado, de los que nos gustaría que los aires que corrieran fueran diferentes, pero al final no queda más que la resignación y la lucha personal e individual por alcanzar metas, lejos de los llamados sueños, y por encima de todo, de tomar decisiones propias cuyas consecuencias pueden ser determinantes y, quién sabe, si tener un alcance a largo plazo gratificante y sorprendente.
inventodeldemonio.es/blog
Cuando se empezó a comentar que Midnight In Paris, la nueva de Allen, era la mejor película desde Match Point, apenas esperé dos días para ir al cine a verla, expectante y con muchas ganas de comprobar que el director por fin había superado esa racha de medias tintas que últimamente le venía caracterizando; pero, eso sí, sin saber absolutamente nada del argumento, y de casualidad que había visto el póster en algunas marquesinas.
Con esta expectación e incertidumbre no me pareció que la película comenzara muy bien, pero poco a poco, y porque los tópicos Woodyalienses enganchan, va cogiendo ritmo: Nunca nos aburriremos de ver la historia de la familia adinerada obsesionada por las compras, cenas y demás eventos y actividades de la clase alta, cuya hija está prometida con el antagónico novio, exitoso guionista de Hollywood, pero a la vez bohemio y resignado a vivir en el siglo XXI, que ve París como posible inspiración para su primera novela, cuyo protagonista trabaja, curiosamente, en una tienda de nostalgias. El contraste es obvio, y no huele nada bien; la situación es cómica y se acentúa cuando la pareja se encuentra con un matrimonio amigo de Inez, también californiano, dispuestos a acelerar el ritmo de viaje propio de la alta sociedad, en la que Gil se convierte en el cuarto en discordia. Por eso, la noche en que su prometida Inez y la otra pareja se van a bailar, Gil decide regresar caminando al hotel para reflexionar sobre su libro y acaba perdido en las escaleras de una iglesia en la que las campanas comienzan a tocar la medianoche.
Es entonces cuando comienza el cuento de hadas para Gil, que es invitado a subir a un coche antiguo y transportado hasta sus añorados años 20. En su primera noche, y para su asombro conocerá al mismísimo Scott Fitzgerald y su mujer Zelda, y a Hemmingway entre otros, porque a esa mágica noche le seguirán otras varias donde conocerá a los diversos personajes que convertían en esa época a París en la capital mundial de la cultura. Y por las mañanas despertará en su hotel de cinco estrellas del siglo XXI tan desconcertado y sorprendido como el propio espectador, cuestionándose el presente, el pasado y el futuro, reafirmando su amor por la capital francesa del siglo pasado, deseando que vuelvan a tocar las campanadas. Y es que ésta no es una historia de príncipes y princesas: es una fábula en toda regla, con los enredos propios de cualquier época, en la que el arte y la literatura, el charlestone y las cortinas de humo, no son más que adornos (bien conseguidos) del eterno inconformismo que vive el hombre en el día de hoy, de la melancolía por el pasado, de cuestionarse la identidad de uno mismo en los momentos que le ha tocado vivir.
Esta vez, Allen se mantiene constante en el desarrollo, incluso acelerado, según transcurre la película – como la vida misma – y consigue conectar con el espectador a través de un Owen que inspira ternura y mucha mucha empatía, que se ve atrapado en dos mundos, en cada uno de los cuales una mujer ocupa su corazón. En los años 20, una espléndida Marion Cotillard en el papel de Adriana (amante de pintores y escritores), tampoco se conforma con su época, y tras un par de encuentros con Gil, acaban una noche en la Belle Époque, de donde Adriana decide no regresar. Es entonces cuando nos damos cuenta de que ni siquiera nosotros estamos cómodos sentados en la butaca del cine, sonriendo como si nada ante esta nueva obra de Woody Allen, disfrutándola, pero llenos de insatisfacción cuando el cuento acaba y se encienden las luces.
Bien podría ser este un cursi relato, pero es el reflejo de todos aquellos que sentimos estar en el lugar equivocado en el momento equivocado, de los que nos gustaría que los aires que corrieran fueran diferentes, pero al final no queda más que la resignación y la lucha personal e individual por alcanzar metas, lejos de los llamados sueños, y por encima de todo, de tomar decisiones propias cuyas consecuencias pueden ser determinantes y, quién sabe, si tener un alcance a largo plazo gratificante y sorprendente.
inventodeldemonio.es/blog
Más sobre lavidadelreves
Cancelar
Limpiar
Aplicar
Filters & Sorts
You can change filter options and sorts from here