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9
29 de febrero de 2012
29 de febrero de 2012
12 de 13 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hace ya tiempo que Martin Scorsese tiene ese raro privilegio de ser un clásico en vida. En su dilatada trayectoria se encuentran obras que otorgan inmortalidad al creador y madurez al espectador como “Toro salvaje”. Con setenta años cumplidos sorprende con un nuevo registro. Liberado de angustia creativa, Scorsese incorpora a su faceta de cineasta la de mago, exhibiéndose como un experto ilusionista capaz de manejar todos los recursos que la técnica pone a su servicio para provocar la fascinación y el asombro en los espectadores, demostrando ser un digno sucesor de Georges Méliès.
Unos segundos, el tiempo que dura el poderoso plano inicial, bastan para subyugar, atrapar y sumergir al espectador de lleno en una película que gira en torno a dos ejes que acabarán por enlazarse: el primero es un cuento al más puro estilo Dickens, una historia de supervivencia y superación de un niño huérfano desamparado. El segundo es un sentido homenaje a Georges Méliès, al forjador de sueños, al visionario que fue capaz de vislumbrar el cinematógrafo como un invento maravilloso generador de ilusiones y a los pioneros del cine. Es en este tramo donde la película adquiere un nuevo sentido y alcanza todo su esplendor. Con evidente cariño y enorme sabiduría Scorsese inunda la pantalla de insólitas y hermosas imágenes que recrean el impresionante proceso creativo de un nuevo medio, una auténtica fábrica de sueños, puesta en marcha, desde la nada, por Georges Méliès. Con un tratamiento visual de exquisita belleza, de una luminosidad envolvente, que se alza sobre cualquier otro elemento, Scorsese nos muestra el legado de Georges Méliès y la revisión que de él hace utilizando la tecnología del 3D con un extraordinario talento, algo que ya justifica por sí solo la existencia de esta película.
La estación de Montparnasse es el inicio de un viaje por el que transitaremos de la soledad al cariño solidario, de la virtuosa creación artesana de complejos engranajes a la fantasía ilusoria del simple decorado de cartón piedra, de la realidad al sueño. Un viaje mágico en el tiempo capaz de capturar y transmitir las sensaciones de los primeros espectadores de los cines de feria. El cine se ha convertido en el medio más complejo para narrar historias, pero también en refugio –algo necesario en estos tiempos difíciles tan poco dados a la lírica- el medio ideal para evadirse y llegar a mundos fascinantes… y esta vez el billete hay que adquirirlo en las taquillas de la estación de Montparnasse.
Unos segundos, el tiempo que dura el poderoso plano inicial, bastan para subyugar, atrapar y sumergir al espectador de lleno en una película que gira en torno a dos ejes que acabarán por enlazarse: el primero es un cuento al más puro estilo Dickens, una historia de supervivencia y superación de un niño huérfano desamparado. El segundo es un sentido homenaje a Georges Méliès, al forjador de sueños, al visionario que fue capaz de vislumbrar el cinematógrafo como un invento maravilloso generador de ilusiones y a los pioneros del cine. Es en este tramo donde la película adquiere un nuevo sentido y alcanza todo su esplendor. Con evidente cariño y enorme sabiduría Scorsese inunda la pantalla de insólitas y hermosas imágenes que recrean el impresionante proceso creativo de un nuevo medio, una auténtica fábrica de sueños, puesta en marcha, desde la nada, por Georges Méliès. Con un tratamiento visual de exquisita belleza, de una luminosidad envolvente, que se alza sobre cualquier otro elemento, Scorsese nos muestra el legado de Georges Méliès y la revisión que de él hace utilizando la tecnología del 3D con un extraordinario talento, algo que ya justifica por sí solo la existencia de esta película.
La estación de Montparnasse es el inicio de un viaje por el que transitaremos de la soledad al cariño solidario, de la virtuosa creación artesana de complejos engranajes a la fantasía ilusoria del simple decorado de cartón piedra, de la realidad al sueño. Un viaje mágico en el tiempo capaz de capturar y transmitir las sensaciones de los primeros espectadores de los cines de feria. El cine se ha convertido en el medio más complejo para narrar historias, pero también en refugio –algo necesario en estos tiempos difíciles tan poco dados a la lírica- el medio ideal para evadirse y llegar a mundos fascinantes… y esta vez el billete hay que adquirirlo en las taquillas de la estación de Montparnasse.

6,0
13.073
5
19 de marzo de 2013
19 de marzo de 2013
10 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
Joe Wright apuesta por una lisérgica adaptación teatral de Anna Karenina. Su objetivo es alucinar al espectador y desde el primer instante, con desmedido atrevimiento, lo somete a una exuberante cascada visual fruto de una lujosa producción artística. Antes de llegar a la media hora de metraje, el público está exhausto y la película agotada. Incapaz de mantener el ritmo, y una vez diluido el efecto sorpresa del arranque, todo queda en manos de unos personajes perdidos (o engullidos) en una sucesión sin fin de decorados. Los diálogos, a base de frases lapidarias y sentenciosas, terminan con las pocas posibilidades de profundizar en ellos. Esta prevalencia de la estética del cartón-piedra sobre los actores convierte la historia en algo intrascendente y desapasionado, pasando la película a ser puro paisaje de museo; se agradecen, pues, los numerosos momentos de congelación y ralentización de la acción, que permiten explayar la mirada con la comodidad que la propuesta requiere. En definitiva: la superioridad del pictograma sobre el fotograma.
Tolstoi forma parte de un grupo de grandes novelistas decimonónicos –Dickens, Balzac, Dostoievski, entre otros-. Forenses de la condición humana, nos dejaron personajes inmortales; perspicaces cronistas, retrataron la sociedad de su época. Traicionadas esas metas en aras de la belleza superficial, se nos ofrece a cambio unos personajes distantes y lánguidos, fácilmente olvidables -excepción hecha de Karenin sobriamente interpretado por Jude Law-. Mención aparte merece el desconcertante tratamiento patológico dado a la protagonista principal, una Anna Karenina más cerca de la neurosis que victima de la pasión y de la rígida moral imperante. La cuestión social, tan importante en la novela del siglo XIX, ni siquiera se esboza: ¿Quién diría, al finalizar la película, que todo sucede al borde del abismo de la historia y que estaba en ciernes el estallido revolucionario?
Tolstoi forma parte de un grupo de grandes novelistas decimonónicos –Dickens, Balzac, Dostoievski, entre otros-. Forenses de la condición humana, nos dejaron personajes inmortales; perspicaces cronistas, retrataron la sociedad de su época. Traicionadas esas metas en aras de la belleza superficial, se nos ofrece a cambio unos personajes distantes y lánguidos, fácilmente olvidables -excepción hecha de Karenin sobriamente interpretado por Jude Law-. Mención aparte merece el desconcertante tratamiento patológico dado a la protagonista principal, una Anna Karenina más cerca de la neurosis que victima de la pasión y de la rígida moral imperante. La cuestión social, tan importante en la novela del siglo XIX, ni siquiera se esboza: ¿Quién diría, al finalizar la película, que todo sucede al borde del abismo de la historia y que estaba en ciernes el estallido revolucionario?

4,1
7.130
1
3 de septiembre de 2011
3 de septiembre de 2011
20 de 31 usuarios han encontrado esta crítica útil
¡Dios mío Nicolas Cage! ¿Pero cuanto alcohol te hizo beber Mike Figgis, durante el rodaje de Leaving Las Vegas, para que te hayas quedado en ese estado semivegetativo?¿No te das cuenta que con esa expresión solo estás para el “antes” de un anuncio de laxantes?
Y otra cosa, pide cita con el estilista de Bruce Willis, con la edad uno se queda sin pelo y no pasa nada. Lo que si trae consecuencias es ponerse un estropajo por boina, darle mechas para quedar “fashion” y tratar de pedir un crédito. Claro así no hay manera, y te ves en la necesidad de hacer engendro tras engendro.
En cuanto a lo demás, solo resta decir que hay gente de buena fe que le da por llamar a esto película, a mi solo se me ocurren improperios. ¡Ah!, esta vez por exigencias del guión tenían que encontrar atractivo al bueno de Nicolas.
Y otra cosa, pide cita con el estilista de Bruce Willis, con la edad uno se queda sin pelo y no pasa nada. Lo que si trae consecuencias es ponerse un estropajo por boina, darle mechas para quedar “fashion” y tratar de pedir un crédito. Claro así no hay manera, y te ves en la necesidad de hacer engendro tras engendro.
En cuanto a lo demás, solo resta decir que hay gente de buena fe que le da por llamar a esto película, a mi solo se me ocurren improperios. ¡Ah!, esta vez por exigencias del guión tenían que encontrar atractivo al bueno de Nicolas.

8,3
6.333
10
13 de noviembre de 2011
13 de noviembre de 2011
11 de 13 usuarios han encontrado esta crítica útil
"Si una persona no siente la caridad, no es una persona” le dijo, y él, niño, lo repitió.
En su ausencia, una y mil veces lo musitaba, tantas, que se arropó con ese mantra.
Cuando el horror le alcanzó, son inútiles, se lamentaba, las palabras.
Primero mudo, se las calló. Luego sordo, al viento no escuchó.
Envilecido con el tiempo, una mañana, le espantó su reflejo en el agua.
Recordó palabras, las conjuró y la brisa le guió con retazos de canción.
Anhelante llegó a la orilla, el mar había dejado el consuelo de un alma exigua.
En su ausencia, una y mil veces lo musitaba, tantas, que se arropó con ese mantra.
Cuando el horror le alcanzó, son inútiles, se lamentaba, las palabras.
Primero mudo, se las calló. Luego sordo, al viento no escuchó.
Envilecido con el tiempo, una mañana, le espantó su reflejo en el agua.
Recordó palabras, las conjuró y la brisa le guió con retazos de canción.
Anhelante llegó a la orilla, el mar había dejado el consuelo de un alma exigua.

7,2
6.082
9
28 de marzo de 2013
28 de marzo de 2013
11 de 14 usuarios han encontrado esta crítica útil
Olvidada por el gran público “Ariane” es de esas películas que se hace inolvidable una vez vista. Precisamente la ligereza de fama que la envuelve, en contraste con otras cumbres del cine de Billy Wilder, la protege y añade al exquisito encanto que de por sí posee la película el placer del hallazgo inesperado.
La primera colaboración entre Wilder y Diamond es una elegante comedia romántica en claro homenaje de Wilder a su maestro Lubitsch. Varios indicios de ello encontramos en la película, unos más obvios como, por ejemplo, las secuencias en el pasillo del hotel donde los personajes (y el espectador) esperan delante de una puerta cerrada mientras la acción transcurre tras ella; o esa pequeña historia paralela del perro eternamente castigado sin motivo. Pero también, de forma más sutil, ese homenaje reside en la finura del humor tenue y delicado que recorre la película de principio a fin con precisión Suiza, en manifiesto contraste con el humor amargo, patético y melancólico que impregna la obra magna del romanticismo en Wilder: “El apartamento”.
La primera opción para el protagonista masculino fue Cary Grant, que hubiese proporcionado la ambigüedad que requiere el personaje, frente al rotundo empaque de Gary Cooper, que siempre destila rectitud y honestidad. Pero para limar cualquier imperfección está Audrey Hepburn, cuya interpretación, y sobre todo su mirada, transciende al personaje y llena la película de fascinación, no en vano el vals “fascinación” termina por convertirse en una vaporosa presencia que rivaliza en importancia con los protagonistas.
Por si todo fuera poco, aún nos queda un magnífico final, en una estación como no podría ser de otra forma y que termina por convertir la película en una obra imprescindible, una película destinada a sorprendernos desde la discreción que la acompaña.
La primera colaboración entre Wilder y Diamond es una elegante comedia romántica en claro homenaje de Wilder a su maestro Lubitsch. Varios indicios de ello encontramos en la película, unos más obvios como, por ejemplo, las secuencias en el pasillo del hotel donde los personajes (y el espectador) esperan delante de una puerta cerrada mientras la acción transcurre tras ella; o esa pequeña historia paralela del perro eternamente castigado sin motivo. Pero también, de forma más sutil, ese homenaje reside en la finura del humor tenue y delicado que recorre la película de principio a fin con precisión Suiza, en manifiesto contraste con el humor amargo, patético y melancólico que impregna la obra magna del romanticismo en Wilder: “El apartamento”.
La primera opción para el protagonista masculino fue Cary Grant, que hubiese proporcionado la ambigüedad que requiere el personaje, frente al rotundo empaque de Gary Cooper, que siempre destila rectitud y honestidad. Pero para limar cualquier imperfección está Audrey Hepburn, cuya interpretación, y sobre todo su mirada, transciende al personaje y llena la película de fascinación, no en vano el vals “fascinación” termina por convertirse en una vaporosa presencia que rivaliza en importancia con los protagonistas.
Por si todo fuera poco, aún nos queda un magnífico final, en una estación como no podría ser de otra forma y que termina por convertir la película en una obra imprescindible, una película destinada a sorprendernos desde la discreción que la acompaña.
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