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Críticas 1.746
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
10
25 de agosto de 2008
91 de 106 usuarios han encontrado esta crítica útil
Louis Malle consiguió plasmar en la pantalla uno de los grandes dramas románticos de los noventa, surgido a partir de la novela homónima de Josephine Hart.
Rezumando un tórrido erotismo y una sensualidad desbordante, una tristeza ilimitada, una aplastante culpa y una desolación abrasadora, este drama acerca de lo inevitable arrastra, abofetea y golpea.
Nos coloca delante de los ojos una verdad que tanto nos cuesta asumir: no podemos controlar casi nada. Nos empeñamos en organizarnos, en planificar el futuro, en fabricar nuestro mundo propio, y creemos ilusoriamente que ejercemos el control de las variables. A menudo vivimos en un castillo de cristal construido en el aire, confiados y seguros del porvenir. No queremos percatarnos de que todo eso no es más que humo atrapado en una botella, y es una botella muy frágil. Basta un leve golpe para romperla y dejar escapar el humo que hay dentro.
Y ese humo somos nosotros. Todo lo que somos y lo que que construimos.
Nunca deberíamos olvidarlo.
Pero lo olvidamos continuamente.
Stephen Fleming es un político de prestigio, tiene una familia adorable, vive confortablemente en una casa magnífica. Su vida está perfectamente encauzada. Marido y padre atento (pero un poco distante y demasiado formal), brillante en su carrera política. Ordenado e intachable.
Hasta que aparece la novia de su hijo Martyn. Una Juliette Binoche que derretiría hasta las piedras. Hermosa, sensual, con un magnetismo animal que atrae sin remedio al hasta entonces comedido Stephen.
Ella es oscura y porta heridas incurables. Melancólica, silenciosa, enigmática. Ardiente e insaciable. Entre ella y Stephen el calor se puede cortar. En Martyn, ella busca un hogar, amor duradero, estabilidad. Stephen es su lado más primitivo y salvaje, es la sexualidad extrema y desenfrenada, su desfogue, como ella lo es también para él. Con Martyn, Anna trata de huir de sus fantasmas. Con Stephen, se los encuentra cara a cara y disfruta dolorosamente del placer prohibido.
Porque nadie puede huir de sus fantasmas.
Para Stephen, Anna es la pasión desbocada que descubre por primera vez. Es obsesión, enfermedad, contagio, veneno, placer infinito, culpa y condena. Como la marea contra la que no se puede luchar. Incluso aunque lo intente. No puede.
Una inexorable caída repleta de tensión sexual, de actos culpables, de sufrimiento y de disimulos, en la que se huelen y se palpan la amenaza y la fatalidad.
Tremenda, desgarradora, impactante e inolvidable historia de una pasión desgraciada, que se cobra su elevado precio.
Porque a veces perdemos la cabeza y los sentidos por completo y lo arriesgamos todo a la carta prohibida.
Incluso aunque sepamos que podríamos perderlo todo. O quizás no queremos ser conscientes de ello. Cerramos los ojos por un instante de placer supremo y olvidamos todo lo demás.
Sin querer pensar en lo que viene después.
16 de marzo de 2011
81 de 86 usuarios han encontrado esta crítica útil
Delon conoció a Schneider cuando andaba por los veintitrés, y ella por los veinte. Ahí comenzó un amor apasionado e imposible. Alain dio fin al romance con un ramo de rosas y unas palabras escritas en un papel. Apostaría que fue el acto del que más tuvo que arrepentirse. Todavía hoy, cuando el viejo actor rememora a la mujer de su vida, la mirada se le empaña sin disimulo aunque esté ante una cámara de televisión. Debió de quererla una barbaridad. Pero la dejó en la plenitud. La excusa que se puso a sí mismo fue que el intenso amor que se profesaban era incompatible con sus carreras en auge.
Imagino cómo lo lamentaría después, cuando ya era tarde. Cuando cada uno siguió derroteros diferentes y él recibió el golpe de la pronta muerte de ella.
En “La piscina”, su ruptura quedaba ya lejana. Él se había casado, tenía un hijo y se hallaba más o menos en el trámite del divorcio. Ella también estaba casada y era madre.
Parece como si los años de separación se hubieran esfumado como por encanto. La pareja destila tanta química que se tiene el pálpito de que seguían igual de enamorados. Como si el tiempo, el desengaño y todo lo que no fuera ellos dos se pudieran borrar. Volvieron a liberar su pasión siquiera en la ficción, aunque yo estoy convencida de que los besos, los abrazos y las sensuales caricias dictados por el guión se los prodigaron de verdad, con la tapadera de su profesionalidad, pero quizás fue una de las últimas ocasiones en que aprovecharon para tocarse, mirarse con fuego y amarse.
Los dos lucen pletóricos. En una treintena gloriosa, bronceados, con sus cuerpos esculpidos con un cincel muy cercano a la mayor armonía anatómica, sus iris claros destellando al azul de las aguas y bajo el dorado de los rayos del sol. Pura imagen del sensual hedonismo la que marca los compases de un drama cargado de electricidad.
La lentitud que se le achaca puede ser defecto para unos y virtud para otros. Yo me decanto por lo segundo, porque me permite recrearme en la placentera complicidad de la pareja, en el erotismo desbordado, en la pereza de un verano que promete un paraíso de ocio, en el juego de las miradas incendiadas, recelosas y finalmente lastradas. El relax del principio va dando paso a una tensión gradualmente cortante, desde que hace su aparición el otro par, la piedra que cae en la charca provocando olas en expansión.
Celos, morbo, despecho, deseos prohibidos y rencor que estallan en plena canícula, en la piscina, escenario de juegos, diversión y mucho más.
Agua de vida y agua de muerte. Tan invitadora, tan necesaria, tan peligrosa siempre.
Alain y Romy para el recuerdo.
18 de julio de 2007
81 de 86 usuarios han encontrado esta crítica útil
Ésta es una de esas sorprendentes y profundas historias que no se pueden definir simplemente como "comedias", porque son muchísimo más complejas que eso, y reducirlas a una simple etiqueta equivale a infravalorarlas.
Siempre he creído que Katharine Hepburn era con diferencia la mejor actriz de todos los tiempos, y tras ver maravillas como ésta, lo sigo creyendo.
Lo que presenciamos aquí es toda una minuciosa y crítica revisión del sueño americano y los laureles con los que pretende seducir a los incautos. En ese rasgo, la película no es original; ya se ha tratado innumerables veces en el cine ese tema. Pero en 1938, el tema poseía aún una gran frescura en el cine y en esta película en concreto se aborda directamente y sin tapujos.
Cuando el sueño americano consiste en entrar al club de las grandes familias de rancio abolengo, llevar una vida vacía en una gran casa-museo que es como una jaula de oro, tener amistades hipócritas que sólo se mueven por el olor del dinero, un empleo enchufado en una de las grandes empresas del suegro en el que uno no hace prácticamente nada aparte de rascarse las p... ehhh, las palmas, ir a aburridas e insulsas reuniones en el club social en las que todo el mundo se dedica a despellejar al prójimo y organizar fiestas en las que todo el mundo se dedica a lo mismo que en las reuniones del club social.
Pues bien, a nuestros protagonistas se les plantea la disyuntiva de tomarlo o dejarlo, de entrar al club y lograr el tan ansiado sueño americano, o darle la patada a todo y prescindir de ese sueño que, no por ser tan cacareado, es menos esclavizador, discriminatorio y contrario a la libertad individual.
Las grandes interpretaciones de Katharine Hepburn (Linda Seton), Cary Grant (Johnny Case) y también la de Lew Ayres (genial como el cínico pero sensible hermano de Julie y Linda, las protagonistas) y las de Jean Dixon y Edward Everett Horton (como los Potter, amigos de Johnny Case), hacen crecer por momentos la película hasta momentos de increíble vivacidad, ternura y profundidad psicológica, con unos diálogos extraordinarios en su intensidad, en su honestidad y a menudo en su sentido del humor.
Una joya de película que sigue reluciendo pese al tiempo transcurrido.
15 de abril de 2008
101 de 127 usuarios han encontrado esta crítica útil
Una lámpara de prismas colgantes de cristal azul... Único recuerdo que Julie se lleva consigo tras dar carpetazo a su antigua vida.
Como si despertara de una ilusión, de un sueño teñido de azul... Todos los sueños tienen su fin. Su sueño de una familia, de un hogar con un marido y una hija y la vocación de la música... Terminó. ¿Qué le queda ahora?
Ahora no tiene más que una casa vacía que se le queda demasiado grande, poblada de recuerdos de los que quiere huir.
Y huye. Dejándolo todo atrás, o intentándolo. Cargando con un sufrimiento que suena con las notas de una sinfonía que llora sin concluir su llanto, quedando en el aire el interrogante de un final que no llegó.
Azul, sinfonía, fundido en negro, dolor, resurgimiento.
La imagen dice tantas cosas... Habla de una mujer que despierta brutalmente a la soledad. Que soporta un dolor que solamente halla consuelo cuando escucha las notas de la flauta de un mendigo. Cuando toma prestadas unas horas de la compañía de Olivier sobre un colchón solitario y atesorado. Cuando tiende una mano hacia Lucille, su vecina prostituta. Cuando descubre secretos sobre su marido muerto y decide perdonar y aceptar toda esa parte de él que nunca le perteneció. ¿Quién pertenece a quién, en realidad? ¿Quién es dueño de otra vida? Ella lo comprende con la lucidez de quien ya no tiene nada que perder, ni que esperar.
¿Es posible concluir la sinfonía que otra persona empezó? ¿Tiene derecho Olivier, lo tiene ella?Sería como pretender terminar una escultura que Miguel Ángel dejó a medias, o el Réquiem que Mozart dejó incompleto cuando lo sorprendió la muerte.
Nunca sería igual.
La banda sonora es puro sufrimiento hecho música, furia, impotencia que no para de sonar como un tormento en la mente de Julie.
Los cristales azules reflejándose como lágrimas en el rostro de ella, un café abandonado tristemente en su taza al son de una flauta, el brillo de unos ojos, una camada de ratoncitos recién nacidos que anidan en el trastero de Julie (ella teme a los ratones), las aguas azules de la piscina en la que ella desahoga sus opresiones, un caramelo azul que su hija nunca llegó a recibir...
Poesía fílmica, sinfonía dolorosa de imágenes y sonidos sugestivos que muestran los lamentos, y la lenta recomposición, de un mundo interior roto como el cristal.
12 de junio de 2009
82 de 89 usuarios han encontrado esta crítica útil
Es extraño ese tipo de amor que dura hasta la muerte, pero que no puede tener un final feliz, porque no está hecho para la convivencia.
Es doloroso amar con todas las fibras de tu ser a esa persona única, a la que miras con unos ojos con los que no mirarás a nadie más, y que esa persona sea el motor de tu corazón, y al mismo tiempo tener el pálpito de que nunca te pertenecerá, ni le pertenecerás por entero.
El pálpito de que lo vuestro es una atracción de opuestos que se buscan sin remedio, que chocan con estruendo, haciendo saltar chispas. Un mar raras veces tranquilo, con frecuencia sacudido por el oleaje de vuestras fuertes desavenencias. El fuego se aviva con furia hasta llegar a abrasar de tal forma que después sólo quedan brasas exhaustas, las cuáles otra vez se encienden y vuelven a consumirse en su propia pasión.
No es un amor hecho para envejecer en la armonía de un hogar bien avenido. Aunque sea el mayor que vayáis a experimentar, porque no podréis sentir algo semejante por ninguna otra persona.
Hay veces en que los amores más profundos no resisten la vida en común, y que en la separación son prácticamente una herida que no puede cicatrizar. Ni de una manera, ni de la otra, hallará su lugar, como esa fiera a medio domesticar que no aguanta mucho tiempo las cadenas del cautiverio, pero tampoco las de la plena libertad. Cuando está encerrada en su jaula, añora el espacio abierto. Y cuando está en espacio abierto, añora su jaula.
No sabrá donde está su sitio. Será de ambos lados y de ninguno.
Así son esos amores que nada puede extinguir, pero condenados a agonizar en la distancia.
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