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Críticas ordenadas por utilidad
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6,9
48.921
9
29 de agosto de 2021
29 de agosto de 2021
4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Cuando se estrenó The Full Monty en 1997 yo era un preadolescente y poco pude entender de una cinta donde sus protagonistas tenían una serie de problemas como el desempleo —y todo lo que lleva aparejado— o los divorcios con hijos de por medio. El tiempo pasa y casi veinticinco años después son problemas que ya no me resultan tan ajenos.
No cabe duda de que fue una película icónica en su día. A partir de su estreno cualquier equipo de regional preferente se sentía habilitado para salir en algún calendario con sus torsos semidesnudos, ante la atónita mirada de sus vecinos, con el loable propósito de recaudar fondos para algún fin filantrópico.
Vista en 2021 creo que, lamentablemente, los temas de fondo de la película preocupan cada vez menos a la sociedad. A pesar de las terribles tasas de desempleo que sufrimos, el foco está puesto en otro tipo de asuntos de naturaleza más global como la emergencia climática o el machismo que sirven para explicar de forma impostada cualquiera de los fenómenos que vivimos a diario. Y lo peor es que son asuntos para los que no exigimos resultados a nuestros dirigentes.
Y aquí tenemos a estos hijos sanos del heteropatriarcado disfrutando de sus privilegios de hombres blancos opresores tras el cierre de la fábrica de acero de Sheffield. En el contexto actual todos tenemos claro que ya no necesitamos fábricas: son sucias, contaminan, hacen ruido y, al final, el acero lo podemos importar de cualquier país que contamine diez veces más. Ojos que no ven…
Entonces a Gaz Schofield (Robert Carlyle), que es un hombre que tiene cierta aversión al trabajo y prefiere buscar el camino fácil, se le ocurre una idea. La idea es un disparate, pero provoca un extraño efecto en todos ellos: arriman el hombro, ayudan al compañero que peor lo está pasando en cada momento y juntos hacen frente a sus miedos y a sus complejos.
Mención especial para Gerald Arthur Cooper (Tom Wilkinson), el antiguo supervisor de la fábrica, que ve como su nivel de vida cae en picado tras el cierre de la fábrica y dispone todos sus medios humanos y materiales para que esa banda de indocumentados sea capaz de mover sus pies con un poco de ritmo.
A fin de cuentas, ¿quién querría verlos bailar?
No cabe duda de que fue una película icónica en su día. A partir de su estreno cualquier equipo de regional preferente se sentía habilitado para salir en algún calendario con sus torsos semidesnudos, ante la atónita mirada de sus vecinos, con el loable propósito de recaudar fondos para algún fin filantrópico.
Vista en 2021 creo que, lamentablemente, los temas de fondo de la película preocupan cada vez menos a la sociedad. A pesar de las terribles tasas de desempleo que sufrimos, el foco está puesto en otro tipo de asuntos de naturaleza más global como la emergencia climática o el machismo que sirven para explicar de forma impostada cualquiera de los fenómenos que vivimos a diario. Y lo peor es que son asuntos para los que no exigimos resultados a nuestros dirigentes.
Y aquí tenemos a estos hijos sanos del heteropatriarcado disfrutando de sus privilegios de hombres blancos opresores tras el cierre de la fábrica de acero de Sheffield. En el contexto actual todos tenemos claro que ya no necesitamos fábricas: son sucias, contaminan, hacen ruido y, al final, el acero lo podemos importar de cualquier país que contamine diez veces más. Ojos que no ven…
Entonces a Gaz Schofield (Robert Carlyle), que es un hombre que tiene cierta aversión al trabajo y prefiere buscar el camino fácil, se le ocurre una idea. La idea es un disparate, pero provoca un extraño efecto en todos ellos: arriman el hombro, ayudan al compañero que peor lo está pasando en cada momento y juntos hacen frente a sus miedos y a sus complejos.
Mención especial para Gerald Arthur Cooper (Tom Wilkinson), el antiguo supervisor de la fábrica, que ve como su nivel de vida cae en picado tras el cierre de la fábrica y dispone todos sus medios humanos y materiales para que esa banda de indocumentados sea capaz de mover sus pies con un poco de ritmo.
A fin de cuentas, ¿quién querría verlos bailar?

7,8
36.940
9
3 de abril de 2025
3 de abril de 2025
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Un tipo ingenuo como yo tiende a esperar días soleados en Madrid durante el mes de abril, pero la vida te da una bofetada tras otra y, en lugar de sol, te envía otro día lluvioso. Así las cosas, decidí ir anoche al cine a ver Paris, Texas (Wim Wenders, 1984), que, después de 40 años y una restauración en 4K, bien merecía un nuevo visionado.
Y es que la vida funciona un poco así: tienes una idea, trazas un plan, esperas que todo avance en línea recta, que la primavera sea primavera… Pero rara vez esos planes se respetan. Hay factores que escapan a nuestro control, momentos en los que lo que parecía un camino seguro se convierte en un terreno incierto, en una búsqueda sin rumbo… y vuelve a llover.
En Paris, Texas, Travis (Harry Dean Stanton) tenía una idea: un terreno donde construir un hogar, una familia, un futuro. Pero su vida tomó otro rumbo. Cuando lo encontramos por primera vez, camina errante por el desierto de Mojave, mudo, desvinculado del mundo, acechado tanto por los buitres como por su propio pasado. Ha desaparecido durante cuatro años y ya no queda nada de aquel hombre y de esa visión de futuro.
El viaje de Travis es, en esencia, un viaje de reconstrucción. Primero, con su hermano Walt, quien lo recibe con una mezcla de alivio y desconcierto, intentando recomponer también su historia. Luego, con su hijo Hunter, que apenas lo recuerda. Es a través de estos vínculos de sangre que Travis empieza a recuperar su humanidad y encontrar razones para seguir adelante. La familia es una fuerza capaz de perdonar lo imperdonable.
En el otro extremo está Jane (Nastassja Kinski). No hay certeza de reencuentro ni garantía de que lo roto pueda repararse. Son dos personas que alguna vez lo fueron todo y que ahora apenas pueden mirarse a través de una mampara.
Wim Wenders construye la película en base a una serie de metáforas. El desierto de Mojave, vasto y árido, refleja la soledad y desconexión de Travis; el terreno en Paris (Texas) encapsula una vida que nunca llegó a ser; y la carretera se convierte en la única manera de enfrentarse al pasado. Pero quizá la imagen más potente sea la distancia entre Travis y Jane, separada por una mampara que no solo divide el espacio, sino también lo que fueron y lo que ya no pueden ser.
Cuando Travis termina su viaje, ya no es el mismo hombre errante del comienzo. Su camino no ha sido en vano. Y quizá esa sea la gran verdad que encierra la película: la vida no siempre nos lleva por donde planeábamos, pero eso no significa que no estemos llegando a algún destino.
Y es que la vida funciona un poco así: tienes una idea, trazas un plan, esperas que todo avance en línea recta, que la primavera sea primavera… Pero rara vez esos planes se respetan. Hay factores que escapan a nuestro control, momentos en los que lo que parecía un camino seguro se convierte en un terreno incierto, en una búsqueda sin rumbo… y vuelve a llover.
En Paris, Texas, Travis (Harry Dean Stanton) tenía una idea: un terreno donde construir un hogar, una familia, un futuro. Pero su vida tomó otro rumbo. Cuando lo encontramos por primera vez, camina errante por el desierto de Mojave, mudo, desvinculado del mundo, acechado tanto por los buitres como por su propio pasado. Ha desaparecido durante cuatro años y ya no queda nada de aquel hombre y de esa visión de futuro.
El viaje de Travis es, en esencia, un viaje de reconstrucción. Primero, con su hermano Walt, quien lo recibe con una mezcla de alivio y desconcierto, intentando recomponer también su historia. Luego, con su hijo Hunter, que apenas lo recuerda. Es a través de estos vínculos de sangre que Travis empieza a recuperar su humanidad y encontrar razones para seguir adelante. La familia es una fuerza capaz de perdonar lo imperdonable.
En el otro extremo está Jane (Nastassja Kinski). No hay certeza de reencuentro ni garantía de que lo roto pueda repararse. Son dos personas que alguna vez lo fueron todo y que ahora apenas pueden mirarse a través de una mampara.
Wim Wenders construye la película en base a una serie de metáforas. El desierto de Mojave, vasto y árido, refleja la soledad y desconexión de Travis; el terreno en Paris (Texas) encapsula una vida que nunca llegó a ser; y la carretera se convierte en la única manera de enfrentarse al pasado. Pero quizá la imagen más potente sea la distancia entre Travis y Jane, separada por una mampara que no solo divide el espacio, sino también lo que fueron y lo que ya no pueden ser.
Cuando Travis termina su viaje, ya no es el mismo hombre errante del comienzo. Su camino no ha sido en vano. Y quizá esa sea la gran verdad que encierra la película: la vida no siempre nos lleva por donde planeábamos, pero eso no significa que no estemos llegando a algún destino.

7,2
5.653
7
10 de enero de 2025
10 de enero de 2025
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
El orden y el caos son conceptos clave en la obra de Jordan Peterson, especialmente en su libro «12 reglas para vivir: un antídoto al caos». Peterson utiliza el orden y el caos como metáforas simbólicas para describir dos fuerzas fundamentales de la existencia humana:
- El orden: Representa lo conocido, lo estructurado y lo predecible. Es necesario para crear estabilidad, pero llevado al extremo puede volverse rígido, estancado o incluso tiránico.
- El caos: Encierra lo desconocido, lo impredecible y lo incierto. Es aterrador, pero también el lugar donde nacen la innovación y el crecimiento.
Estas ideas resuenan especialmente bien en «Noises Off!» («¡Qué ruina de función!», Peter Bogdanovich, 1992), una brillante comedia que explora la fina línea entre el orden y el caos a través de una compañía teatral que intenta montar una obra mientras enfrenta un torbellino de problemas en el escenario y detrás de él.
Al principio de la película, todo gira en torno al orden. Los actores ensayan una obra que, para funcionar, depende de que cada cosa esté en su sitio: el plato de sardinas, el vestido, el bolso… y, por supuesto, las puertas. Todo debe estar en el lugar correcto en el momento justo. Un error, y la estructura colapsa como un castillo de naipes.
Pero ahí está el truco: el caos siempre encuentra una manera de colarse. Los actores olvidan líneas, entran por la puerta equivocada o se ven atrapados en triángulos amorosos que terminan llevándose al escenario.
La película también muestra cómo, cuando el caos se extiende sin control, puede convertirse en un desastre insostenible. Pero lo fascinante de «Noises Off!» es cómo logra encontrar ese delicado equilibrio entre el orden y el caos para convertir el desastre en comedia pura.
Es un recordatorio de que en la vida, como en el teatro, el caos no solo es inevitable, sino que a veces es necesario. Porque, cuando lo aceptamos, puede ser lo que hace que todo funcione… o al menos que sea divertidísimo de ver.
Además de la risa y el caos, Noises Off! tiene un extra para los amantes del cine: el siempre complicado «cine dentro del cine» o «teatro dentro del teatro». Este tipo de películas requieren un nivel adicional de precisión y trabajo actoral, y aquí todos lo superan con nota.
Es interesante ver a Christopher Reeve, quien da vida a un actor inseguro, blandengue y torpón, un papel que está muy lejos de su imagen icónica como Superman, pero que interpreta con una maestría que te hace olvidar por completo la capa roja.
Lo curioso es que, al final, tanto hablar de orden y caos y yo ni siquiera he sido capaz de lograr el equilibrio en este post. Qué ruina, de verdad…
- El orden: Representa lo conocido, lo estructurado y lo predecible. Es necesario para crear estabilidad, pero llevado al extremo puede volverse rígido, estancado o incluso tiránico.
- El caos: Encierra lo desconocido, lo impredecible y lo incierto. Es aterrador, pero también el lugar donde nacen la innovación y el crecimiento.
Estas ideas resuenan especialmente bien en «Noises Off!» («¡Qué ruina de función!», Peter Bogdanovich, 1992), una brillante comedia que explora la fina línea entre el orden y el caos a través de una compañía teatral que intenta montar una obra mientras enfrenta un torbellino de problemas en el escenario y detrás de él.
Al principio de la película, todo gira en torno al orden. Los actores ensayan una obra que, para funcionar, depende de que cada cosa esté en su sitio: el plato de sardinas, el vestido, el bolso… y, por supuesto, las puertas. Todo debe estar en el lugar correcto en el momento justo. Un error, y la estructura colapsa como un castillo de naipes.
Pero ahí está el truco: el caos siempre encuentra una manera de colarse. Los actores olvidan líneas, entran por la puerta equivocada o se ven atrapados en triángulos amorosos que terminan llevándose al escenario.
La película también muestra cómo, cuando el caos se extiende sin control, puede convertirse en un desastre insostenible. Pero lo fascinante de «Noises Off!» es cómo logra encontrar ese delicado equilibrio entre el orden y el caos para convertir el desastre en comedia pura.
Es un recordatorio de que en la vida, como en el teatro, el caos no solo es inevitable, sino que a veces es necesario. Porque, cuando lo aceptamos, puede ser lo que hace que todo funcione… o al menos que sea divertidísimo de ver.
Además de la risa y el caos, Noises Off! tiene un extra para los amantes del cine: el siempre complicado «cine dentro del cine» o «teatro dentro del teatro». Este tipo de películas requieren un nivel adicional de precisión y trabajo actoral, y aquí todos lo superan con nota.
Es interesante ver a Christopher Reeve, quien da vida a un actor inseguro, blandengue y torpón, un papel que está muy lejos de su imagen icónica como Superman, pero que interpreta con una maestría que te hace olvidar por completo la capa roja.
Lo curioso es que, al final, tanto hablar de orden y caos y yo ni siquiera he sido capaz de lograr el equilibrio en este post. Qué ruina, de verdad…

5,6
2.062
7
1 de mayo de 2025
1 de mayo de 2025
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
En la era digital, donde todo está en la nube, la música y el cine han dejado de depender de soportes físicos. Las citas se concretan con un simple swipe, llevamos cámaras en nuestros bolsillos, y los videojuegos, en ocasiones, se presentan en cajas vacías con un código de descarga.
No hay objeto. No hay huella. Lo ilimitado se parece peligrosamente al olvido.
En Empire Records (Allan Moyle. 1995), uno de los empleados le dice a una clienta, con tono filosófico: «Un disco es como la vida… da vueltas y vueltas». Y, en aquel entonces, algo de verdad había en eso.
Porque sí, la vida se parecía más a un vinilo: tenía un principio, un final, rayones, pausas, momentos en los que había que darle la vuelta. Escuchabas el álbum entero, incluso cuando no te gustaban todas las canciones. Y por eso lo recordabas. Además, tenías un presupuesto limitado: a veces necesitabas ir a casa de un amigo para escuchar un disco o jugar un videojuego. Quizá por eso todo se sentía más personal.
Lo que intento describir es una sensación generacional: la pérdida de anclajes tangibles. Lo físico ofrecía una forma de relación con el mundo que lo digital ha ido diluyendo.
La inmediatez nos ha robado pequeñas epopeyas. Antes, quedarse atascado en un videojuego podía significar días de ensayo y error, hasta que alguien encontraba la solución o aparecía una guía en papel. Ahora todo está al alcance del bolsillo. Se ha perdido parte del misterio, del esfuerzo… incluso de la decepción.
En Empire Records, los personajes no están menos perdidos que los jóvenes de hoy. Pero el lugar donde se pierden —y se encuentran— tiene forma: la tienda, los vinilos, los pósters, los turnos de trabajo, el dinero en una caja metálica.
Hay una materialidad que los contiene, que actúa como refugio, que da soporte a sus crisis. Y eso importa. Hoy, ese espacio se ha desmaterializado: son píxeles, perfiles, notificaciones. Todo está en todas partes… y al mismo tiempo, en ninguna.
Lo analógico tenía límites. Y en esos límites, uno se encontraba. El disco se rayaba, se acababa la cinta, el carrete tenía 36 fotos, la consola funcionaba con un cartucho.
Esas finitudes no eran fallos: eran la estructura sobre la que se construían las experiencias.
Esto no pretende ser un canto nostálgico ni una cruzada contra la tecnología, pero a veces dan ganas de recuperar algo de aquel mundo con peso, textura y límites. Comprar una cámara de usar y tirar y llevarla de viaje. Mandar una postal a tu crush. Volver, aunque sea por un instante, a esos anclajes tangibles que nos recordaban que las cosas tenían principio y fin.
Una pequeña insurrección analógica… que ojalá fuera voluntaria, y no forzada a golpe de apagones y caos por una clase política incapaz de garantizar lo básico y que esta semana nos ha tenido —literalmente— aferrados a un transistor a pilas.
Eso sí, será mucho más fácil ver Empire Records desde una plataforma de streaming, propiedad de una de esas grandes corporaciones de las que, precisamente, trata de escapar la película.
Bonus track:
Cada 8 de abril se celebra el Rex Manning Day. Y quizá sea esa celebración —mitad irónica, mitad nostálgica— la que ha convertido Empire Records en una película de culto. Porque, aunque parezca caótica, tiene un núcleo puro: la defensa de lo auténtico, de lo raro, de lo que no encaja en una franquicia.
Es un grito contra la homogeneización, contra el algoritmo, contra el «Music Town» que todos llevamos dentro.Y sí, Rex Manning es un meme con laca, pero también es un símbolo: una caricatura que señala el vacío. Un recordatorio de que lo real, lo que importa, no se promociona. Se defiende.
El 8 de abril, mientras algunos celebran a un ídolo ficticio venido a menos, otros recuerdan a Kurt Cobain. Dos caras de una misma moneda: una parodia del pop; la otra, el emblema de una generación que creyó en la autenticidad como forma de resistencia.
No hay objeto. No hay huella. Lo ilimitado se parece peligrosamente al olvido.
En Empire Records (Allan Moyle. 1995), uno de los empleados le dice a una clienta, con tono filosófico: «Un disco es como la vida… da vueltas y vueltas». Y, en aquel entonces, algo de verdad había en eso.
Porque sí, la vida se parecía más a un vinilo: tenía un principio, un final, rayones, pausas, momentos en los que había que darle la vuelta. Escuchabas el álbum entero, incluso cuando no te gustaban todas las canciones. Y por eso lo recordabas. Además, tenías un presupuesto limitado: a veces necesitabas ir a casa de un amigo para escuchar un disco o jugar un videojuego. Quizá por eso todo se sentía más personal.
Lo que intento describir es una sensación generacional: la pérdida de anclajes tangibles. Lo físico ofrecía una forma de relación con el mundo que lo digital ha ido diluyendo.
La inmediatez nos ha robado pequeñas epopeyas. Antes, quedarse atascado en un videojuego podía significar días de ensayo y error, hasta que alguien encontraba la solución o aparecía una guía en papel. Ahora todo está al alcance del bolsillo. Se ha perdido parte del misterio, del esfuerzo… incluso de la decepción.
En Empire Records, los personajes no están menos perdidos que los jóvenes de hoy. Pero el lugar donde se pierden —y se encuentran— tiene forma: la tienda, los vinilos, los pósters, los turnos de trabajo, el dinero en una caja metálica.
Hay una materialidad que los contiene, que actúa como refugio, que da soporte a sus crisis. Y eso importa. Hoy, ese espacio se ha desmaterializado: son píxeles, perfiles, notificaciones. Todo está en todas partes… y al mismo tiempo, en ninguna.
Lo analógico tenía límites. Y en esos límites, uno se encontraba. El disco se rayaba, se acababa la cinta, el carrete tenía 36 fotos, la consola funcionaba con un cartucho.
Esas finitudes no eran fallos: eran la estructura sobre la que se construían las experiencias.
Esto no pretende ser un canto nostálgico ni una cruzada contra la tecnología, pero a veces dan ganas de recuperar algo de aquel mundo con peso, textura y límites. Comprar una cámara de usar y tirar y llevarla de viaje. Mandar una postal a tu crush. Volver, aunque sea por un instante, a esos anclajes tangibles que nos recordaban que las cosas tenían principio y fin.
Una pequeña insurrección analógica… que ojalá fuera voluntaria, y no forzada a golpe de apagones y caos por una clase política incapaz de garantizar lo básico y que esta semana nos ha tenido —literalmente— aferrados a un transistor a pilas.
Eso sí, será mucho más fácil ver Empire Records desde una plataforma de streaming, propiedad de una de esas grandes corporaciones de las que, precisamente, trata de escapar la película.
Bonus track:
Cada 8 de abril se celebra el Rex Manning Day. Y quizá sea esa celebración —mitad irónica, mitad nostálgica— la que ha convertido Empire Records en una película de culto. Porque, aunque parezca caótica, tiene un núcleo puro: la defensa de lo auténtico, de lo raro, de lo que no encaja en una franquicia.
Es un grito contra la homogeneización, contra el algoritmo, contra el «Music Town» que todos llevamos dentro.Y sí, Rex Manning es un meme con laca, pero también es un símbolo: una caricatura que señala el vacío. Un recordatorio de que lo real, lo que importa, no se promociona. Se defiende.
El 8 de abril, mientras algunos celebran a un ídolo ficticio venido a menos, otros recuerdan a Kurt Cobain. Dos caras de una misma moneda: una parodia del pop; la otra, el emblema de una generación que creyó en la autenticidad como forma de resistencia.

7,2
4.748
8
16 de mayo de 2025
16 de mayo de 2025
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«La tranquilidad es lo que más se busca»
— Álvaro de Fuentecerrada, segundos antes de ofender a varios colectivos
Resulta imprescindible invocar al panteón de los grandes iconos piscineros nacionales —aunque en este caso las proporciones no sean apolíneas— y recordar esa frase, pronunciada desde una tranquila piscina de Teruel, para hablar de El nadador (The Swimmer. Frank Perry / Sydney Pollack. 1968).
En esta película inclasificable nos encontramos con Ned Merrill, interpretado por un Burt Lancaster maduro y sorprendentemente atlético, que aparece caminando errante por los bosques de un suburbio acomodado, vestido únicamente con un bañador azul marino y la energía despreocupada de quien parece no tener problemas... o de quien ha decidido no verlos.
En su primera parada, se lanza a la piscina de unos amigos y, allí, imbuido por el cloro y el alcohol, le llega una revelación:
¿y si pudiera volver a casa nadando, piscina a piscina, atravesando todo el vecindario?
Una idea absurda, sí. Pero también profundamente simbólica. Y Ned no duda en lanzarse.
Lo que empieza como un paseo chill veraniego se va torciendo.
Cada piscina que Ned cruza no lo acerca a casa, sino que lo aleja de sí mismo.
Los vecinos, al principio acogedores, se vuelven más distantes, más incómodos. Algunos, directamente hostiles.
Y lo que parecía una travesía bucólica se convierte en una escalada hacia el vacío emocional, una confrontación con su pasado, su mentira, su decadencia.
A medida que avanza, vemos cómo ese cuerpo bronceado y perfecto se deteriora, igual que su autoimagen.
Dirigida originalmente por Frank Perry, pero parcialmente regrabada por Sydney Pollack tras conflictos con el estudio, The Swimmer es una película con un aura extraña, casi onírica.
El montaje es discontinuo y el tono nunca termina de asentarse del todo.
Pero justo por eso funciona: parece una fantasía en ruinas, una alucinación sostenida por el último hilo de dignidad de su protagonista.
The Swimmer se inscribe con orgullo en eso que podríamos llamar —si me permiten la broma— drama piscinero: películas donde el agua no es solo para nadar, sino para reflejar traumas y todo tipo de tensiones.
Películas tan hipnóticas y precisas en su simbolismo que bien podrían conformar un subgénero propio, como:
- La Piscina (Jacques Deray, 1969), con Alain Delon, Romy Schneider y Jane Birkin: deseo, celos y crimen bajo el sol de la Riviera.
- Swimming Pool (François Ozon, 2003), donde una escritora y una joven inquietante juegan a borrar las fronteras entre ficción, deseo y realidad.
The Swimmer es una película sobre el autoengaño, y puede que también sobre eso que se ha dado en llamar masculinidad frágil. Sobre lo que ocurre cuando el cuerpo sigue avanzando… pero la mente se quedó atrás.
Y sí, la tranquilidad es lo que más se busca,
pero a veces no hay suficiente cloro en el mundo para limpiar lo que uno es.
— Álvaro de Fuentecerrada, segundos antes de ofender a varios colectivos
Resulta imprescindible invocar al panteón de los grandes iconos piscineros nacionales —aunque en este caso las proporciones no sean apolíneas— y recordar esa frase, pronunciada desde una tranquila piscina de Teruel, para hablar de El nadador (The Swimmer. Frank Perry / Sydney Pollack. 1968).
En esta película inclasificable nos encontramos con Ned Merrill, interpretado por un Burt Lancaster maduro y sorprendentemente atlético, que aparece caminando errante por los bosques de un suburbio acomodado, vestido únicamente con un bañador azul marino y la energía despreocupada de quien parece no tener problemas... o de quien ha decidido no verlos.
En su primera parada, se lanza a la piscina de unos amigos y, allí, imbuido por el cloro y el alcohol, le llega una revelación:
¿y si pudiera volver a casa nadando, piscina a piscina, atravesando todo el vecindario?
Una idea absurda, sí. Pero también profundamente simbólica. Y Ned no duda en lanzarse.
Lo que empieza como un paseo chill veraniego se va torciendo.
Cada piscina que Ned cruza no lo acerca a casa, sino que lo aleja de sí mismo.
Los vecinos, al principio acogedores, se vuelven más distantes, más incómodos. Algunos, directamente hostiles.
Y lo que parecía una travesía bucólica se convierte en una escalada hacia el vacío emocional, una confrontación con su pasado, su mentira, su decadencia.
A medida que avanza, vemos cómo ese cuerpo bronceado y perfecto se deteriora, igual que su autoimagen.
Dirigida originalmente por Frank Perry, pero parcialmente regrabada por Sydney Pollack tras conflictos con el estudio, The Swimmer es una película con un aura extraña, casi onírica.
El montaje es discontinuo y el tono nunca termina de asentarse del todo.
Pero justo por eso funciona: parece una fantasía en ruinas, una alucinación sostenida por el último hilo de dignidad de su protagonista.
The Swimmer se inscribe con orgullo en eso que podríamos llamar —si me permiten la broma— drama piscinero: películas donde el agua no es solo para nadar, sino para reflejar traumas y todo tipo de tensiones.
Películas tan hipnóticas y precisas en su simbolismo que bien podrían conformar un subgénero propio, como:
- La Piscina (Jacques Deray, 1969), con Alain Delon, Romy Schneider y Jane Birkin: deseo, celos y crimen bajo el sol de la Riviera.
- Swimming Pool (François Ozon, 2003), donde una escritora y una joven inquietante juegan a borrar las fronteras entre ficción, deseo y realidad.
The Swimmer es una película sobre el autoengaño, y puede que también sobre eso que se ha dado en llamar masculinidad frágil. Sobre lo que ocurre cuando el cuerpo sigue avanzando… pero la mente se quedó atrás.
Y sí, la tranquilidad es lo que más se busca,
pero a veces no hay suficiente cloro en el mundo para limpiar lo que uno es.
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