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España España · El Puerto de Santa María
Críticas de Jesus Gonzalez
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Críticas 79
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
7
1 de septiembre de 2016
5 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
Woody Allen sigue siendo un genio por pura inercia. Desde la magnífica Match Point (2005), el neoyorquino nos ha regalado una irregular colección de películas que, aun estando por encima de la imaginativa del Hollywood actual, no alcanza en ningún caso la excelencia, convirtiéndose, cada una de las obras que la componen, en “la nueva película de Woody Allen” y perdiendo, de algún modo, su valor intrínseco más allá de la autoría del que las concibe.

Por momentos, Café Society cae en el tedio parsimonioso de la narrativa del Woody Allen más relajado y ligero, ese que parece dejarse llevar por la autoimpuesta necesidad de hacer una película cada año (desde finales de los 60 no concibe faltar a su cita con el cine). Y lo hace a pesar de contar con una ambientación sensacional de los años 30, gracias al eminente trabajo de Santo Loquasto, su fiel diseñador de producción; y a la bellísima fotografía de Vittorio Storaro, que encaja a la perfección con el tono que imprime Allen en la dirección, a ratos cálida, a ratos fría, siempre cautivante y preciosista.

Posteriormente, en su segunda mitad, una melancolía agridulce comienza a invadir el film, a sus protagonistas e, inevitablemente, a los espectadores. Aparece en escena una terrible aflicción, esa que implacable, se dedica a atraparnos mediante embustes y recuerdos emborronados por el tiempo, volviéndonos incapaces de vivir sin dejar de aferrarnos a la sospecha de que nuestras vidas, por algún u otro motivo, podrían ser diferentes, ser mejores. No es la primera vez que Woody Allen ironiza con la errónea creencia de que todo tiempo pasado fue mejor (véase el discurso entre líneas de la anteriormente mencionada Midnight in París), pero sí la vez que le imprime mayor realismo.

Todo en la película va ganando enteros, aunque tardíamente: las completas interpretaciones de Jesse Eisenberg y Kristen Stewart, que van adquiriendo matices conforme sus personajes evolucionan en el tiempo; el ritmo, aderezado con gratas elipsis y simpáticas subtramas de gánsteres; y el interés de la historia, sencilla pero gratamente clásica, hasta desembocar en un fascinante final, de los más tristes que recuerdo en la filmografía de su director (que ya es decir).

Una película que destaca por su inusitada belleza, que sutiliza su mordacidad, tenue e inteligente, para hablar sobre los efectos imperceptibles e inesperados que produce el tiempo, las secuelas de pertenencia a uno u otro estamento social, y el desgaste de los sueños de la juventud. Temas que, por otro lado, suelen ser recurrentes en la filmografía del director, asentado en la comodidad del que explora tierras más que conocidas. En definitiva, y espero que esto se entienda más como cumplido que como crítica, creo que Woody Allen ha realizado una película que podría haberse proyectado en blanco y negro en algún cine de Hollywood en los años 30 y haber cumplido su mágico cometido sin desentonar en absoluto con la cartelera de la época.
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Jesus Gonzalez
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6
25 de agosto de 2016
2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
El ser humano es el único organismo conocido que realiza reflexiones sobre la lógica y a la vez abandona todo rastro de ella en sus acciones. Se olvida de que hay que mirar para poder ver. En demasiadas ocasiones nos abandonamos al egoísmo y a la indiferencia, pasando por alto nuestro inconmensurable y fascinante alrededor, incluyendo todo lo que en él habita. Somos ciegos hacia fuera; escépticos empecinados y compulsivos; y no nos basta con ver la llaga sangrar frente a nuestros ojos, necesitamos palparla con los dedos.

Tanto he tardado en mirar, hacia atrás en esta ocasión, que casi no rescato el recuerdo de un niño y su amigo, un dragón verde de alas rosadas. Hablo de Pedro y el Dragón Elliot (1977) el clásico de Disney que David Lowery ha recuperado en su Peter y el Dragón (2016), construyendo un “remake” que apuesta por la emoción sincera, el realismo visual más atronador y la parquedad estructural propia de las historias más sencillas del estudio.

La historia que nos concierne tiene comienzo cuando Pete, huérfano repentino, se adentra en lo más profundo del bosque de Portland para conocer al que será su protector, amigo y única familia durante los 6 años siguientes: un enorme y peludo dragón verde de aspecto bonachón. Tras todo ese tiempo viviendo en el bosque, Pete tendrá un encontronazo con la mirada esmeralda e inocente de Grace (Bryce Dallas Howard), lo que supondrá su inmersión en la realidad de la civilización y la ruptura con lo que, hasta el momento, consideraba su mundo y su hogar.

Nadie quiere creer a Pete cuando dibuja a su amigo Elliot. “¿Es un amigo imaginario?” pregunta la joven Natalie (Oona Laurance). Tan solo Meacham (Robert Redford), el padre de Grace, reconoce en Elliot al dragón que protagoniza sus recurridas historias, convertidas en leyendas con el implacable paso del tiempo. Es justo ahí, sobre la delgada línea en la que convergen fantasía y realidad, donde aparece la magia, el salto de fe hacia la cálida credulidad del que por fin mira y ve.

Pese a todo, en la simplicidad ingenua de Peter y el Dragón es donde encuentro más problemas a la hora de lanzarme hacia el entusiasmo con el que seguro saldrán los más pequeños de la sala. En su total falta de complejidad emocional y tensión narrativa; en el vacío en el que se encuentran los supuestos villanos de la historia, y en la falta de valentía de una obra que se auto-concede continuamente la medalla de ser valiente, a pesar de sus intentos por reivindicar elementos tan loables como el amor por la familia o el respeto por la naturaleza. Todo lo contrario a lo que sí consiguió Brad Bird en 1999 con su obra maestra y claro referente: El Gigante de Hierro.
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Jesus Gonzalez
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4
11 de agosto de 2016
2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
El universo cinematográfico que está construyendo DC necesitaba de una pieza que aligerase de algún modo ese tono denso y oscuro que estaban adquiriendo las películas de sus héroes, y qué mejor manera de hacerlo que adaptando una de las historias del Escuadrón Suicida, un grupo de villanos (o mejor dicho, anti-héroes) obligados por el gobierno de los Estados Unidos a trabajar en misiones secretas de peligrosidad extraordinaria.

A pesar de lo propicio de la propuesta, el resultado final ha sido un auténtico fracaso. Para comprender mejor los motivos de este fiasco, debemos conocer el contexto de pánico que ha rodeado en todo momento la producción de la película, y por tanto, la calamitosa sucesión de malas decisiones que han desembocado en lo malogrado de la misma. Gracias al reportaje publicado recientemente por The Hollywood Reporter, podemos dilucidar los motivos por los que Suicide Squad estaba prácticamente abocada al desastre, y no me queda más remedio que deducir que los verdaderos villanos de Suicide Squad no llegan a aparecer en pantalla, pero sí que dejan su hedionda huella en prácticamente todas sus escenas. Me refiero, claro está, a esos villanos que moran los despachos de DC Entertainment y de la Warner Bros; a los que se dedican a violar la cohesión, la coherencia y el tono en oscuras salas de montaje; a los mismos que dan más importancia a una inamovible fecha de estreno que al correcto desarrollo del guion; y a aquellos que deciden hacer varias versiones de una obra que acaba huérfana de autor, o peor aún, con superávit de ellos.

La versión final de la cinta, una amalgama de tonos que ni siquiera sabe lo que quiere ser, se puede dividir en tres actos fácilmente identificables: un primer acto repleto de escenas de presentación de personajes excesivamente largas y expositivas; un segundo acto, más acorde a la visión que tuviese el propio Ayer sobre su obra, que intenta ahondar de alguna manera en los personajes que conforman el grupo; y un tercer acto que desemboca en un nefasto clímax, reiterado hasta el infinito en el género y protagonizado por unos villanos huecos, triviales y estériles (Cara Delevigne deja mucho que desear interpretando a Enchanteresse, pero peor aún es lo de su “hermano”).

La película, divertida solo a ratos, no posee alma ni rumbo, y eso se palpa en el irregular e irrelevante desarrollo de la historia; en el desastroso montaje visual y su nada acertado acompañamiento musical; y hasta en la caracterización de algunos actores, como es el caso de Joel Kinnaman (Rick Flag), cuyo peinado varía entre rapado y largo de una escena a otra, debido a las regrabaciones anteriormente comentadas. También cabe destacar la cantidad de metraje inédito que ha quedado finalmente fuera del film, como ha demandado el actor Jared Leto tras comprobar las escasas apariciones que finalmente posee su personaje, una versión macarra y mafiosa del Joker que queda muy lejos de la anterior interpretación del personaje ofrecida por Heath Ledger en The Dark Knight (2008).

Se intuye, por otro lado, cierto esfuerzo poético por parte de algunos componentes de este Escuadrón Suicida, con el propio David Ayer a la cabeza intentando recrear sin éxito las aventuras de Snake Plissken en Escape from New York (1981), a la vez que realiza una revisión de su anterior película, Sabotage (2014); Margot Robbie (Harley Quinn) demostrando inútilmente que maneja facetas dramáticas y cómicas en un mismo personaje, a mi parecer, el más interesante y divertido de toda la película; Jai Courtney (Boomerang) dejando un muy agradecido toque de humor socarrón en cada una de sus apariciones, así como Jay Hernandez (Diablo) haciendo lo propio pero desde una vertiente mucho más dramática; y Will Smith (Deadshot) salvando, en cierto modo, el difuso arco evolutivo de todo el grupo. Poco más se puede arañar de una película dominada en todo momento por la cobardía de sus villanos, los que a la hora de la verdad, no se han atrevido a ser valientes.
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Jesus Gonzalez
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8
4 de agosto de 2016
6 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
Jason Bourne lo recuerda todo, pero sigue necesitando respuestas. Catorce años atrás, este agente especial de la CIA fruto del programa Treadstone, se movía por las ciudades más exóticas del panorama mundial empujado por la necesidad de desentrañar los secretos que le apartaban de su propia identidad, a pesar de que al otro lado de las sombras le esperase el reflejo de un asesino frente al espejo.

Paul Greengrass toma los elementos más primarios de El Caso Bourne (2002) de Doug Liman y continua explorando los entresijos de la mente del espía norteamericano a la par que pone en entredicho ciertos métodos de defensa de su país, basados en la usurpación de la identidad del individuo en favor de la protección del colectivo. Tras el parón que supuso El Legado de Bourne (2012), Greengrass y Matt Damon vuelven a la carga con Jason Bourne, que sin abandonar el estilo natural de la saga, se convierte en la más elemental de la misma.

Lo cierto es que es imposible concebir a Jason Bourne sin Matt Damon, puro carisma andante cuya mirada sigue mostrando tormento a pesar de que su personaje haya recuperado la memoria por completo, o quizá son estos recuerdos los que provocan precisamente esa vaguedad emocional, esa incapacidad, intrínseca a estas alturas, de confiar en nadie y abandonar la soledad, más aún cuando esta vez se trata un conflicto mucho más personal. Su enfrentamiento con el agente interpretado por Vincent Cassel, y el alzamiento de su silueta, recortada por la luz que proviene del final de un túnel, se convierte en una de las secuencias más efectivas a nivel metafórico y visual de toda la saga.

Del otro lado, los miembros de la CIA interpretados por Tommy Lee Jones (soberbio y mezquino) y Alicia Vikander (álgida y astuta) intentarán acorralar a Bourne, persiguiéndolo a través de las revolucionarias calles de Grecia (que en realidad son nuestras Islas Canarias), Berlín, Londres y Las Vegas, donde se producen espectaculares persecuciones que, además de resultar escandalosamente entretenidas, sirven también para identificar un ligero cambio en el estilo de la franquicia, apostando esta vez por una cierta deformación fastuosa del realismo al que nos tenían acostumbrados, aunque siga sin abandonar el desarrollo tecnológico actual y la evolución social acerca de los mismos como aprovechamiento narrativo para criticar medidas políticas coartantes e ilícitas de fondo.

En definitiva, Jason Bourne ha vuelto con una remodelación simplista de sus esquemas argumentales; un acabado visual agitado que armoniza en todo momento con el exigente ritmo que marca desde sus primeras secuencias; y un ligero acercamiento hacia el cine de acción más vistoso y práctico, para borrar temporalmente de nuestra memoria la palabra aburrimiento.
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Jesus Gonzalez
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5
28 de julio de 2016
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Tarzán, el rey de los monos, ahoga su inconfundible grito de guerra en finas tazas de té que sujeta con sus gigantescas manos, mientras se presenta en sociedad como el Lord Greystoke que siempre fue, un burgués llamado John Clayton III, que decidió cambiar las lianas de la jungla congoleña por sedosas cortinas anglosajonas y vivir con su amada Jane lejos de los interminables peligros de la naturaleza, dejando atrás todo rastro de familia y origen.

David Yates sitúa esta inédita historia sobre el hombre mono tras los hechos acontecidos en Greystoke, la leyenda de Tarzán (1984), con la intención de adoptar un nuevo enfoque sobre el personaje de Edgar Rice Burroughs, pero sin llegar a abandonar sus más arraigadas características. Tarzán (Alexander Skarsgård) se verá obligado a volver a su verdadera tierra natal, acompañado de su esposa Jane (Margot Robbie) y de George Washington Williams (Samuel L. Jackson) para investigar los oscuros planes del capitán belga Leon Rom (Christoph Waltz).

La narrativa de Yates, algo indecisa en su apuesta por lo novedoso, descansa sobre flashbacks que rememoran acontecimientos pasados de la vida de Tarzán, lastrando el ritmo de un primer tercio algo irregular y pausado. Progresivamente, la película toma carrerilla gracias a la espectacular recreación de la selva y su fauna, aunque ciertas escenas no eviten caer en un misterioso “déjà vu”, más teniendo aún reciente el visionado del remake de El Libro de la Selva (2016), con el que la cinta guarda ciertos paralelismos, tanto en el apartado estético, como en el tratamiento, a ratos, naturalista del mensaje.

Si observamos más allá del complejo entramado argumental que, actualmente, caracteriza a este tipo de Blockbusters modernos, observamos cierto renqueo en el desarrollo de sus subtramas e incluso en la resolución de algunas acciones; poco desarrollo de personajes que a priori resultaban interesantes; y, a veces, cambios bruscos de tono que devienen en usos algo forzados del humor, como si la película intentase crear un producto siguiendo una serie de instrucciones que no terminan de encajar con las ideas de partida, conformando piezas a medio camino entre lo clásico y lo moderno, pero sin llegar a pertenecer a ninguno de estos ámbitos por completo.

Algo así debió pasarle a Tarzán, un hombre con raíces humanas arraigadas en un territorio hostil e indomable que acabó convirtiéndose en el único hogar posible, en la única patria aceptable, pero que siempre se mantuvo reacio y dubitativo sobre su pertenencia real a cualquiera de los mundos que llegó a habitar, hasta que, finalmente, desde la pasión y la paz que despierta la vuelta al hogar, pudo encontrar en su propia familia la clave que da sentido a toda una leyenda.
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