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Críticas de Marty Maher
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Críticas 68
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
1
5 de diciembre de 2016
64 de 84 usuarios han encontrado esta crítica útil
La única palabra que se me viene a la cabeza cuando pienso en Villaviciosa de al lado es perjudicial. Sí, perjudicial para la cada vez más mermada imagen del cine comercial español, y, especialmente, para la salud del espectador. No sabría decir si al salir de la proyección de prensa los asistentes perdimos algunos años de vida (además de 90 valiosos minutos), pero lo que tengo muy claro es que a la ideología de la nueva película de Nacho G. Velilla le falta una cocción de unos 30-40 años. Y también un poco de chispa, ingenio u oportunismo, pues con solo una de esas cualidades, por muy fugaz que sea su presencia, queda cumplido el objetivo de este tipo de producciones, nefastas como largometraje e insípidas como piloto de serie televisiva.

Después de haber encandilado al público con series como 7 vidas y Aída, el director cuenta con el suficiente crédito para estamparnos su retrógrada mentalidad en las narices película tras película. Lo peor de todo, cómo no, es que muchos seguirán riéndole las gracias y pagando por sumarse a circos de este calibre, tan dañinos en su supuesta representación de la realidad española, más grotesca que irreverente, como en sus nulas y arbitrarias prestaciones cinematográficas. Al final, el éxito de algunos productos es lo que termina definiéndonos como sociedad, sobra decir que muy negativamente. Pero bueno, este señor seguramente se sienta muy español y mucho español (y muy hombre, muy hetero y muy orgulloso de su color de piel), así que esta película no tendrá la suerte de sufrir las consecuencias (o la absurda publicidad, para bien o para mal) de ningún tipo de boicot.

El invento de lo políticamente incorrecto se nos ha ido de las manos, pues no tiene otra función que justificar lo injustificable. Hacer los chistes de siempre, en su mayoría de muy mal gusto, tiene un pase si se hace con gracia y sin sobrepasar esa delgada línea entre lo burlesco y lo ofensivo; sin embargo, cuando el esqueleto de la narración son gags sobre minorías (incluyamos aquí a los integrantes del mundo rural, más ridiculizado que homenajeado en la cinta) y una subtrama amorosa denigrante hasta para los más torpes escritores de tramas cómicas, el resultado no puede ser otro que la vergüenza ajena. Tal es la desfachatez de sus formas, desastrosas en lo narrativo y faltas de sutileza y decencia en lo ético, que las bromas relacionadas con la Iglesia y la religión resultan irritantes hasta para un ateo. Es por eso que se necesita un mínimo de talento para hablar con cierto sentido y respeto de nuestra sociedad, por mucho que el discurso sea expresado a través de la comedia.

En algún momento del metraje se me pasó por la cabeza concederle a la película la virtud de ofrecernos un planteamiento, aunque mal desarrollado y peor concluido, mínimamente interesante y divertido. Por si no lo saben, Villaviciosa de al lado es la historia de una serie de habitantes de la población (alcalde conservador, opositor con coleta, sacerdote negro, el conocido por todos como “tonto del pueblo”…) que da nombre al film, que, cuando se dan cuenta de que les ha tocado la el Gordo, no ven el momento de ir a cobrarlo, pues el premio ha caído en un club de prostitutas que todos frecuentan. Desde ese momento, tienen tres meses para cobrar el premio sin que se enteren sus mujeres. No seré yo quien niegue las posibilidades de una premisa que, no obstante, está inspirada en los hechos reales ocurridos en un pequeño pueblo de alguna parte de España, por lo que no merece que le sea concedido ni un mínimo de originalidad. Y en lo más trascendente de la cuestión, en ese tratamiento de los problemas de pareja que motivan esa búsqueda de sexo fuera del seno conyugal, el guion de G. Velilla se queda en la superficie y jamás logra trascender el machismo que puebla esta guerra de sexos en la ficción. Por poner un ejemplo, uno de los chistes más elaborados de la cinta consiste en establecer una analogía entre las mujeres y las motos, que, para sorpresa de todos, tiene una funcionalidad narrativa tan inesperada como repugnante. Si analizáramos cada secuencia de manera independiente (mejor ni hablemos de la de apertura), en todas ellas encontraríamos detalles para lapidarla a todos los niveles.

Quien escribe estas líneas puede hacer el esfuerzo de comprender que no todos los seres humanos tenemos por qué reírnos con las mismas cosas, pero no se le pasa por la cabeza que alguien sea capaz de reírse con esta película sin sentir un poco de asco hacia su propia persona. Para mi consuelo, en el pase de prensa la gran mayoría de las risas (que, afortunadamente, fueron muchas menos de las habituales) llegaron con los chistes más cuñados y menos ofensivos, generalmente relativos a la situación político-económica del país. Es cierto que su gracia es la misma que la de aquellos más desfasados, pero al menos no faltan al respeto de quien espera que le sea ofrecido algo medianamente pasable. Si se ofende, lo mínimo es hacerlo con un poco de chispa.
Marty Maher
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3
5 de diciembre de 2016
5 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
Se puede contemplar 1898. Los últimos de Filipinas como un ejercicio de contradicciones, tanto en el marco ideológico de la película, como en las prestaciones del debutante Salvador Calvo, experimentado en el terreno televisivo. Esta cinta narra el episodio histórico conocido como el sitio de Baler, donde 57 soldados españoles defendieron la plaza de la iglesia de un pueblo durante prácticamente un año, siendo muchos menos que los nativos y subsistiendo como bien se las pudieron arreglar. Lo más chocante del asunto es que la gran mayoría de batallas se libraron cuando España ya le había vendido la isla a los estadounidenses por 20 millones de dólares, y los filipinos trataron de convencer a los tenientes y sargentos del ejército, que daban por hecho que los periódicos que les entregaban estaban falsificados.

Volviendo al tema de las contradicciones, sería conveniente hablar, en primer lugar, del aroma antibelicista que desprenden las imágenes del film en prácticamente sus dos horas de metraje. La cámara se sitúa siempre, si no junto a ellos, sí a favor de los jóvenes inexpertos que se jugaron la vida sin saber en muchos casos por qué. En cuanto a los tres autoridades de la misión, su retrato tan cercano como brutal genera cualquier sentimiento excepto simpatía. El espectador no tiene dudas respecto a la disyuntiva que se plantea, pero la propia película se muestra insegura e incongruente a la hora de concluir, lanzando un mensaje heroico que pone en tela de juicio las intenciones reales de la superproducción.

Por otra parte, y en esta ocasión con más pros que contras, Calvo demuestra dominar a la perfección el lenguaje cinematográfico para elaborar la puesta en escena de su ópera prima. Seguro que el excelente trabajo fotográfico de Álex Catalán tiene mucho que ver en esto, pero no le resta méritos a un director que sabe dónde colocar la cámara, cuándo realizar movimientos e incluso cómo hacerlo. Sin embargo, la falta de dejes televisivos en la dirección contrasta con el carácter episódico del guion, que impide que la cinta brille por su irregularidad. Las motivaciones de los personajes, la justificación de sus actos y sus arcos dramáticos adquieren importancia y la pierden de forma abrupta y conveniente, como si dentro de la propia película empezarán y concluyeran varios capítulos. Es evidente que no nos encontramos ante una historia de matices, cualidad de la que solo puede presumir el personaje interpretado por Álvaro Cervantes, eje antibelicista de la narración.

A la estupenda fotografía de Catalán (genial el trabajo en la oscuridad y con la lluvia, elementos que predominan en la cinta) hay que sumarle la notable composición de Roque Baños, que llenan de interés hasta el plano más insustancial. En cuanto al reparto, en el que conviven y se retroalimentan dos generaciones de actores masculinos, impera la corrección. Mientras Eduard Fernández y Luis Tosar cumplen sin despeinarse, utilizando registros que prácticamente les son propios, Emilio Palacios y Álvaro Cervantes sorprenden con su carismática presencia. Sin embargo, también hay lugar para las sombras: si Javier Gutiérrez está sobreactuado en su histrionismo, como ya le pasara en El olivo, Miguel Herrán no ofrece un solo matiz que no presentara en A cambio de nada, donde se hizo con el merecido Goya al mejor actor revelación.

En el cómputo global, no puede decirse que 1898. Los últimos de Filipinas sea una mala película. Salvador Calvo demuestra oficio y logra mantener el interés incluso en las batallas, que están rodadas como si los enemigos fueran la inteligencia artificial de un videojuego en el nivel más sencillo. Pero en el restos de aspectos predomina la torpeza, impidiendo que el buen hacer sobrepase el plano más superficial de cuantos existen. Tampoco ayuda su conclusión reaccionaria, que trastoca la mirada que habíamos proyectado sobre ella hasta entonces. Al final, puede que el director pertenezca al primer tipo de soldados, entre los que se encuentran aquellos que prefieren buscar medallas antes que regresar a casa.
Marty Maher
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4
5 de diciembre de 2016
8 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
A veces importa más bien poco el resultado de una película, especialmente si se trata de una ópera prima. No me malentendáis, lo que quiero decir es que el primer paso para ser competitivo y hacer buenas obras cinematográficas es saltar al vacío, demostrar ambición. Y eso es algo que a Aloys, la ópera prima del suizo Tobias Nölle, no se le puede echar en cara. Si bien presenta una serie de problemas, palpables especialmente en lo que podríamos llamar el núcleo argumental o temático, sus primeros minutos dan a entender que este cineasta quiere comerse el mundo plano a plano, con una estructura formal a caballo entre Salvaje, de Nicolette Krebitz, y las secuencias oníricas de la excelente El amor es más fuerte que las bombas, de Joachim Trier.

Las primeras secuencias de la película logran, sin ninguna duda, su objetivo primordial: embelesar al espectador gracias al magnetismo de sus imágenes, a la pulcritud de la puesta en escena y al soberbio diseño de sonido. Así nos es presentado Adorn Aloys, un hombre de 40 años que se ve obligado a llevar en solitario la agencia familiar de detectives privados tras la muerte de su padre. Su vida está caracterizada por el voyeurismo más absoluto; su existencia se resume en lo que capta el objetivo de su videocámara, unas veces las infidelidades que por trabajo está obligado a filmar, otras, simplemente aquello que encuentra y graba a lo largo de su rutina. Su soledad, mayúscula de por sí, se ve acrecentada con la pérdida de su padre y compañero de equipo, y perfectamente registrada por la hierática interpretación de Georg Friedrich, seguramente influenciada por la no-actuación bressoniana.

En Aloys surge una intriga momentánea, como una autorreferencia a la profesión de su protagonista, cuando una misteriosa mujer le roba la cámara y todas sus cintas, alterando su apacible y monótona existencia con las subsiguientes llamadas para la posible recuperación de su material de trabajo (y de vida cuando no existe línea que separe el trabajo del ocio). Tras un fatídico desenlace, la voz en off de Vera se convertirá en la obsesión de Adorn, materializada en hipnóticas secuencias oníricas, en lo que es un juego narrativo cada vez más alucinado y por tanto menos restrictivo. Y cuando la libertad se apodera de la cinta, llega la reiteración formal y narrativa, lo que lastra por completo el resultado de esta imaginativa representación de la soledad, del proceso que consiste en encontrarse a uno mismo.

El Premio FIPRESCI a la mejor película de la sección Panorama en la pasada Berlinale quizá le quede demasiado grande, pero los méritos de tan arriesgada propuesta no desentonan con la línea a premiar en según qué circunstancias. Si bien como ópera prima los errores no pesan demasiado, como título a estrenarse en salas hay que criticar o al menos avistar de su reiteración, un estancamiento narrativo y temático casi tan doloroso como el del propio protagonista. La idea no se trasciende jamás y cada secuencia orbita alrededor de ella, en ocasiones con brillantez y otras, simplemente, transmitiendo tedio e indiferencia.
Marty Maher
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6
5 de diciembre de 2016
8 de 14 usuarios han encontrado esta crítica útil
Si no conociéramos medianamente bien a Jim Jarmusch, sin duda la figura más relevante del cine independiente estadounidense desde John Cassavetes, pensaríamos que Paterson surge como respuesta a las críticas recibidas por Solo los amantes sobreviven, que en muchos casos fue calificada de pretenciosa, pedante y elitista. Paterson, el conductor de autobuses que en su tiempo libre escribe poesía pero no quiere publicar el material que almacena en su pequeño cuaderno de notas, es el protagonista absoluto del film al que da nombre (o al que da nombre la ciudad que le da nombre a él, qué más da); su personalidad, humilde y reservada, sirve de contrapunto a la de los vampiros de su anterior película, en la que unos cuantos extrapolaron la naturaleza de los personajes al discurso de la obra y a la persona del propio Jarmusch. Sin embargo, todo es tan natural en su nuevo trabajo, tan rico y repleto de matices en su pretendida -y por ello extraordinaria- apariencia de simplicidad, que nadie se creería jamás que ha nacido como respuesta a cualquier cosa. Esta pequeña maravilla surge, por encima de todo, como una búsqueda de poesía, vida y cine entre las pequeñas cosas, entre lo mundano y aparentemente banal, intrascendente e inocuo.

Jarmusch elige una estructura cíclica para narrar, o más bien plasmar en imágenes (como si el universo fuera real y no diegético), la rutinaria aunque idílica existencia de la persona más entrañable del mundo, que forma, junto con su mujer Laura -llamada así en honor a Petrarca-, una de las parejas más perfectas de todas las ficciones. Todas las mañanas durante los siete días de una semana cualquiera, el director filma a través de un plano cenital el despertar de Paterson, que, abrazado a su musa, le da un beso de buenos días y se levanta de la cama para afrontar una nueva jornada laboral. Una vez concluido el primer día de la semana, asistiremos a la repetición con muy pocas variaciones de unos momentos en los que, aunque similares o idénticos a otros vividos con anterioridad, nuestro conductor poeta consigue encontrar la belleza de lo efímero. Paterson, uno de los pocos supervivientes de la era Whatsapp, va de su casa al trabajo, del trabajo a casa y de ésta a pasear a su perro Marvin cuando llega la noche, momento en el que aprovecha para tomarse una cerveza en el mismo bar de siempre. La repetición se presenta como un ingrediente fundamental de la narración, estando representada, además de por la propia linealidad secuencial, por los gemelos que se le aparecen al protagonista durante toda la película, como un trasunto de sus miedos que, afortunadamente (y gracias a su manera de disfrutar de la vida), deviene en elemento cómico.

La falta de rima en los versos de la niña poeta que le recita uno de sus poemas a Paterson en un momento de la película, apela a la rima visual que se establece a través de la repetición, de las salidas oníricas que son representadas mediante bellísimos planos sobreexpuestos en los que convive la influencia de William Carlos Williams con los versos de Ron Padgett. El lirismo que desprende la conjunción de poemas, imágenes y música, tan mágico como arrebatador, convierte a la obra en una película-poema, un canto a la búsqueda de la trascendencia de nuestra propia cotidianidad, alcanzable con una improbable sencillez: únicamente se necesita aprender a mirar de otra manera, a convertir una caja de cerillas (o cualquiera otro objeto en apariencia insignificante) en un vehículo de evasión e inspiración. Aunque lo fácil y previsible era caer en el retrato del hastío existencial del ciudadano medio americano, Jarmusch subvierte el modo de entender esas mismas circunstancias, echando abajo cualquier expectativa y haciendo de ésta una película decididamente única. La poesía, presente en toda la filmografía del cineasta en mayor o menor medida, se adueña de una de las obras más bellas y trascendentes del nuevo siglo.

PD: La crítica continúa en spoiler sin spoilers
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Marty Maher
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3
29 de noviembre de 2016
25 de 39 usuarios han encontrado esta crítica útil
Han pasado ya doce años desde que Park Chan-Wook se diera a conocer internacionalmente con Oldboy, la película más aclamada de su filmografía, ganadora del Gran Premio del Jurado en el Festival de Cannes. Ahora llega a nuestros cines La doncella (The Handmaiden), una nueva historia de venganza que también tuvo su presentación en la Sección Oficial del festival de la costa azul francesa. Si hay algo en lo que coinciden los aficionados y detractores de su cine, es en que nos encontramos ante un provocador nato, un amante de la manipulación visual y narrativa con un estilo único e irremplazable.

La doncella supone la definitiva depuración estética, que no ética, de su cine. Tomando como punto de partida la novela Falsa identidad de Sarah Waters, el coreano desarrolla un ejercicio de estilo en torno al ámbito candente y erótico de temas como la dominación y la sumisión. El contexto victoriano de la obra de Waters pasa a ser la Corea de los años 30 en la película, en plena ocupación japonesa del país natal del cineasta. La joven Sooke es contratada como criada de Hideko, una dama aristocrática que vive bajo el yugo de un tirano sexualmente perverso en una gran mansión. Sin embargo, nada es lo que aparenta ser, y las imágenes se contagian del engaño al que se/nos someten unos personajes que buscan la supervivencia y el beneficio propio a cualquier precio.

La película respeta los tres actos de la obra literaria, y las sorpresas se suceden sin control desde que el primero de ellos (y sin lugar a dudas el mejor) llega a su fin. Lo que prometía ser un estudio con mayor o menor profundidad sobre la lucha de clases, los efectos de la colonización y el sometimiento de los personajes femeninos ante las despiadadas e hipócritas figuras masculinas, no logra trascender el simple, grotesco y estrafalario juego de manipulación que propone Chan-Wook desde las primeras escenas. Este juego de manipulación es entendido a nivel narrativo como un sinfín de piruetas virtuosas que, paradójicamente, consiguen cualquier cosa menos narrar. Entre continuos y mareantes movimientos de cámara (presten especial atención a unos horribles zooms de retroceso), las posibilidades de disfrutar con esta locura sin pies ni cabeza, superficial y sin más pretensiones que epatar al espectador con la falsa belleza de sus sobrecargadas imágenes (pese a todo, bellas en interiores e incomprensiblemente cutres y artificiales en exteriores), desaparecen de inmediato.

Como decíamos, la funcionalidad narrativa del virtuosismo en la dirección es cuando menos discutible, siendo clarividente al respecto la necesidad de que una engañosa voz en off marque en todo el momento el camino, incluso cuando son repetidos los acontecimientos que ya hemos visto desde una nueva perspectiva. Por lo tanto, la supuesta y pretendida belleza de las imágenes es un fin en sí mismo. La acumulación de planos detalle es inoportuna y no hace sino subrayar el destino de los personajes y los subsiguientes giros de guion, que tienden con mayor frecuencia al ridículo que a la sorpresa.

En la cinta se esconde un fútil e insignificante trasfondo feminista, en cuanto a la subversión de los roles de dominación/sumisión y a la pasión que subyace a la relación ama-sirvienta. Aunque son pocas las imágenes que arrojan algún tipo de significado que logre trascender el esteticismo de la propuesta, hay una que lo hace con contundencia: cuando la segunda parte de la película nos ofrece un nuevo punto de vista de una situación ya visionada y que creíamos controlada, es definitorio respecto a las intenciones del director que el único plano repetido sea el más vulgar y gratuito de todo el metraje. Así pues, el suave y mal entendido discurso a favor de la liberación de la mujer, tanto en el ámbito social como en el sexual, deja de ser tal en el momento en que la forma de filmar determinadas escenas responde a las fantasías sexuales de un cineasta que se siente realmente cómodo ofreciendo una mirada hipermasculinizada de la homosexualidad femenina; mientras lo erótico roza lo pornográfico, lo bello se vuelve vulgar.

La doncella ofrece un juego de ambigüedades y alianzas cuyas formas lo echan todo a perder, destapando así las carencias de un guion tan estúpido como superficial. Entre los pocos aspectos rescatables de la cinta, hay que destacar el conveniente uso de la ecléctica banda sonora de Cho Young-wuk, influido por los sonidos de Phillip Glass y por algunos trabajos de Hans Zimmer. Por otra parte, el trabajo de montaje consigue transmitir la fluidez buscada por el coreano, que con un poco de autoconsciencia podría haber creado un divertimento de calidad. No obstante, lo que queda es un ejercicio de estilo fallido y grotesco a partes iguales.
Marty Maher
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