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Críticas de Jark Prongo
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Críticas 231
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
7
10 de febrero de 2024
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Al final de El Más Alla, aquella obra maestra suprema de uno de los talentos mayores que haya habido en cuanto a filmar y entender el terror como algo que se presta ajeno a toda racionalidad y que funciona a arreones imprevisibles y febriles, Don Lucio Fulci, los personajes se quedaban atrapados en el paisaje que les mostraba un cuadro al principio de la película, una especie de limbo ni cielo ni infierno en el que les tocaría vérselas eternamente con una serie de horrores cósmicos que ni Lovecraft con una subcontrata de IAs a su servicio. A mí esa idea, esa tramoya inversa de pasar de humano a ente atrapado en una representación pictórica eterna, me perturba muchísimo sin saber el motivo y me parece el mejor final del cine de terror de la historia junto con el de La Matanza De Tezas, Martyrs y aquel epílogo de 8 Apellidos Vascos de donde se infería que esa película tendría una continuación.

Pues bien, Inmotep es esa idea trasladada a las tecnologías, costumbres y repositorios del ahora, un thriller de desapariciones donde las imágenes y sus catálogos de almacenamiento atrapan a las personas. Una pequeña joya que tiene una hora carente de todo diálogo hablado y con una fotografía sobre expuesta que permite emane luz de fondos, cosas y personas que le dan un aire en sintonía con lo que haría Fulci con Eastman Color caducada o, sin ir más lejos, algún paisano suyo esteta del terror psicológico (Luigi Bazzoni y su Huellas de Pisadas en la Luna, por ejemplo más notorio).

Una película que haría un triplete ideal con El Elegido de Fernando Huertas y Undo Infinito de Alex Mendíbil para demostrar que en España se han hecho y se hacen thrillers espectaculares que parten de ideas nada trilladas, high concepts en sí mismos.
Jark Prongo
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10
29 de enero de 2024
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Teniendo de nuevo su antecedente en la radio, Morris decide adaptar en el año 2000 aquel Blue Jam radiofónico a los parámetros televisivos. Pero no a unos parámetros conocidos en el medio: a la hora de concebir Jam exige al Channel 4 que le permitan emitir el programa sin bloques publicitarios para no romper la ambientación y que le busquen primero un hueco en la parrilla nocturna para la emisión normal y un segundo hueco de madrugada para dar cabida a la versión remezclada, Jaaaam. Este programa es una suerte de sucesión de sketches cuyas premisas suelen partir de temáticas difíciles (locura, incesto, violaciones, muertes infantiles) y el desarrollo de las situaciones aproximan lo que nace como deconstrucción de chistes y humor negro con cierto poso popular (sin ir más lejos, el clásico chiste de una persona que en vez de suicidarse desde un piso cuarenta se lanza muchísimas veces desde un primer piso) a territorios anclados directamente en el terror o el horror, consiguiendo no pocas veces llegar a una especie de limbos rarísimos que transmiten una extraña paz o alivio. Para pulsar estas nuevas emociones hasta ahora desconocidas en el humor lo que hace es servirse de técnicas audiovisuales nunca antes usadas en la televisión en el campo de hacer reír a la gente, especialmente a través del diseño de sonido (la banda sonora abarca gran parte del catálogo del sello de electrónica vanguardista WARP Records, sello en el que en su día se publicase un cuádruple CD recopilando On The Hour y se terminase editando también una selección de los mejores momentos de Blue Jam) y los desenfoques y usos de cámaras de seguridad u otras tomas no englobadas en los estándares de la producción de corte humorístico, todavía dependientes del formato sitcom tan en boga de aquellas. A título personal considero Jam la emisión televisiva más arriesgada de lo que llevamos de siglo, y además de tener piezas como la del coma asintomático, la de la madre iracunda peleando en el juego de las sillas contra niños de cinco años para vengar a su hija, la de los padres cuya hija ha sido raptada y sorprenden en rueda de prensa con una canción a casiotone para pedir se la devuelvan o la del doctor tocón a cámara lenta con el An Ending de Brian Eno sonando (piezas excepcionales todas y cada una de ellas aisladas del todo que es Jam) es imposible negar que la cadena AdultSwim y sus principales triunfos en los infocomerciales de madrugada, esas piezas que son vanguardia audiovisual pura a cargo de Alan Resnick (Unedited Footage Of A Bear, This House Has People In It), Casper Kelly (Too Many Cooks, Final Deployment 4) o Tim & Eric (de quienes muchos sketches con inicio en el humor para desembocar en el horror puro de su Tim & Eric Awesome Show es innegable que sin Jam jamás habrían existido, como aquel mítico Not Jackie Chan totalmente pesadillesco), beben sin excepción de una u otra manera de todo lo logrado por Chris Morris al momento de concebir Jam y exigir se programase en televisión de la forma que se terminó emitiendo.
Jark Prongo
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6
29 de enero de 2024
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Tras Jam y el especial de Brass Eye denominado Paedoggedon Morris se unió a Charlie Brooker para concebir una mini serie llamada Nathan Barley. Brooker años después se haría inmensamente popular gracias a esa especie de vuelta de tuerca a The Twilight Zone que es Black Mirror. De hecho, uno de sus episodios, el infravaloradísimo El Momento Waldo, procede de una idea descartada para Nathan Barley, la de la política como meme y la representación parlamentaria digital: no llegaron a incorporarlo en su momento, pero en su concepción original la cosa iba a ser un poco especulación política respecto a qué pasaría si se creaba un partido político bajo los planteamientos de la banda Gorillaz, es decir, reemplazar a las personas por dibujos o gifs para facilitar a los asesores y equipos de comunicación aquello de no siempre rendir un ser humano acorde a lo que se espera sea su rendimiento. En su momento la serie se consideró un fracaso y ahora, casi dos décadas después de su emisión original, no queda más que asistir impresionados a la manera en la que Morris y Brooker clavaron mientras sucedía todo lo asociado el mundo hipster y de las tendencias: Nathan Barley es una especie de Idiocracia a lo bestia y en tiempo presente, nada de involucionar la raza humana a nivel cognitivo durante cientos de años para un nuevo amanecer mongolo. Los paralelismos con Idiocracia no acaban ahí, puesto que el principal dilema del protagonista es semejante al que ocupa al de la película de Mike Judge en cuanto a si realmente es mejor que todos aquellos que considera disminuídos mentales y estéticos y qué grado de culpa tiene él en que la gente use chanclas como pendientes, se gaste dinerales en gadgets tales que dos platos de vinilo tamaño llavero para pinchar mp3s o en los albores de la burbuja de los medios digitales, aquello que luego vino en llamarse “contenido”, fuesen registros en vez de cosas de interés más bien de testimonios de lesiones cerebrales irreversibles. Igual el problema en su consideración fue que Morris y Brooker tuvieron el arrojo de lanzar Nathan Barley justo mientras estaba sucediendo todo lo que criticaban y siendo la audiencia a priori más interesada en un nuevo proyecto de Morris precisamente toda aquella gente a la que ponía de vuelta y media sin dorarles la píldora. Aquí en España, estas cosas ya vemos cómo se hacen: una persona involucrada en calidad de generador de contenido de una web como de las que se ríen Brooker y Morris, Carlo Padial, primero se pasa unos añitos facturando tan ricamente a cuenta de subir sus mierdas a Playground y años después de quebrada la web y pinchada la burbuja de los medios de tendencias digitales pues llega el tío y saca un libro quejándose de todo aquello y fingiendo sorpresa post facto ante toda la locura que le rodeaba. Es decir, coge y hace una crítica extemporánea para volver a facturar varios años después. Pues un poco de toda esa gentuza sin la más mínima vergüenza es de quien se reían Morris y Brooker.
Jark Prongo
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8
29 de enero de 2024
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La primera producción televisiva de Morris fue The Day Today, una translación de la radio al medio televisivo del programa de noticias falsas On The Hour. El formato en sí no era nada nuevo: Weekly World News, el archiconocido diario que diera a conocer al Niño Murciélago (homenajeado en Men In Black), existía desde finales de los 70, y The Onion, quizá el mejor y más famoso periódico dedicado a informar de la actualidad rigurosamente inventada (plagiado aquí tardísimo y mal por El Mundo Today), surgió a finales de los 80. Empero, sí que era novedoso llevar el formato a un medio como la televisión, donde igual sólo existían precedentes claros en las películas de Peter Watkins emulando las técnicas informativas en cuestiones ajenas y anacrónicas a dicho formato o en los bloques de noticias concebidos por Paul Verhoeven y Edgar Neumeier para exacerbar el Detroit ultraneoliberal de Robocop y posteriormente un marco ideológico y económico similar en Starship Troopers. Para acometer el salto de la radio a la tele Morris contó con otra leyenda viva de la TV británica (Armando Ianucci, luego creador de The Thick Of It, Alan Partridge, Veep y películas tales que In The Loop o La Muerte De Stalin) y un habitual a su vera en las tareas de escritura del que nadie se suele acordar y es esencial en la sátira moderna, Peter Baynham (que además luego sería el principal ideólogo y reponsable de Borat y su continuación). El resultado fue un absoluto triunfo por el que, desde los códigos, dejes y manierismos televisivos de la época, desfilaban noticias (con sus pertinentes secuencias de archivo o en directo) acerca de los peligrosos perros bomba del IRA, el Príncipe Carlos recluyéndose en la cárcel de forma voluntaria a modo de ejemplo para un programa de concienciación social, una pena de muerte ejecutada a través del sacramento del matrimonio o un reportaje de investigación que indagaba en si era verdad aquello de que la policía británica se estaba comiendo a los presos. Y encima con pequeños bloques donde parodiaba a la MTV de la época (con una genial imitación de Jarvis Cocker y Pulp en un tema digno de su discografía) o a los segmentos deportivos de los noticiarios. En esto último fue donde se pudo ver por primera vez a Steve Coogan interpretando a Alan Partridge.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Jark Prongo
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10
13 de enero de 2024
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
¿Alguna vez te ha cogido un desconocido del brazo, te ha susurrado al oído “tienes que ver El Prisionero” y acto seguido se ha marchado por donde vino, tropezándose antes de desaparecer por completo de tu vista? Si tu respuesta es afirmativa, mi más sincero pésame: me conoces. Esa persona era yo. A falta de algo mejor que hacer -y sin un grupo de amigos con furgoneta y carnet de conducir que me permita formar el equivalente español al Equipo A- dedico un par de horas diarias a aparecerme a la gente para transmitirles de forma siniestra un mensaje trascendental en forma de extraño consejo. Obviamente, por lo general, tan pronto enuncio mi mensaje ahí muere, no tiene mayor recorrido: la gente piensa que soy un perturbado y a otra cosa. Sin embargo me gusta pensar que quienes se toman la molestia de memorizar el nombre de la serie y ya luego buscarla en casa se sonríen, satisfechos de haber accedido a un saber arcano bajo la forma de diecisiete episodios que ya en su fecha original de emisión, 1968, se intuían a sí mismos capaces de seguir resonando en la actualidad y muy posiblemente a futuros. Así de autoconsciente y poco humilde era la ficción de la que te hablo.

El Prisionero, aunque tú creas que no, la conoces. ¿De qué? Pues de aquel episodio de Los Simpson en el que Homer crea una web para primero primero difundir cotilleos y escándalos veraces y después pasar a inventarse infundios y conspiraciones, el episodio en el que le terminan encerrando en una isla junto a un ex espía que atiende al nombre de Número Seis. Aquel capítulo era el homenaje de las dos personas que más han hecho porque Los Simpson sean el tótem cultural del mundo occidental que son desde hace décadas: el director Mark Kirkland y el guionista John Swartzwelder, quien curiosamente tiene una biografía con no pocos singulares paralelismos con la de Patrick McGoohan en cuanto a su inaccesibilidad, tendencia a la reclusión, idealismo conservador y mala hostia legendaria. Pero a lo que iba: si viviste el fenómenos Perdidos, que sepas que también tenía mucho, muchísimo que ver con El Prisionero. Y el final de Twin Peaks, el final de antes de esa extensión a la serie que hizo David Lynch hace poco, es un plagio descarado de Fall Out, el último episodio de El Prisionero. Con lo que, al final, resulta que tenemos auténticos fenómenos culturales y sociales de los noventa y los dos miles homenajeando y fusilando una serie de dos, tres y hasta casi cuatro décadas antes. Lo único que lo de Lindelof queriendo la gente matarle después del último episodio de Perdidos fue de forma accidental: cuando Patrick McGoohan hizo lo mismo con el último episodio de El Prisionero él lo hizo adrede, en un ejercicio de integridad artística para con el significado último de su obra que le supuso tener que exiliarse años so pena de vivir con el morro caliente. Y es que a ningún espectador le agrada lo que enuncia de forma alegórica al final de Fall Out: que en última instancia el carcelero de cada cual, quien encierra y oprime a un tercero, no es una figura de autoridad al uso ni un sistema penitenciario siquiera, sino uno mismo.

Para llegar a ese final hay que recorrer antes dieciséis episodios. Dieciséis episodios donde no existe un orden concreto para verlos, ojo a esa genialidad: en El Prisionero, siguiendo el orden oficial de emisión, de un episodio al siguiente Número Seis pasa de persona a la que le da urticaria la permanencia contraria a su voluntad en la isla (Portmeirion, una maravilla arquitectónica de poblado esencial para conferir a la serie ese diseño de producción a medio camino del arte pop de los 60 y una pesadilla psicodélica) a paisano del lugar más cómodo e integrado en él que la propia Plaza Mayor. Y en el siguiente vuelta a ese perder el culo por marcharse de allí. Esto no es un error de continuidad ni nada similar, voluntariamente establecieron que fuese el espectador quien dictaminase la secuencia correcta en base a cuán hostil o conforme se mostrase Número Seis respecto a su reclusión a la fuerza. Por supuesto, los enemigos principales son peones en esa jerarquía de la que la mayor incógnita es quién es ese misterioso Número Uno: sólo conoceremos a los sucesivos Números Dos, en apariencia parte esencial de la cúpula de poder pero en realidad meros peones, casi simples tecnócratas, en la medida que se les depone y reemplaza capítulo tras capítulo por no ser nunca capaces de doblegar a Número Seis para obtener el fin más preciado que se le requiere: información. Posiblemente estemos ante la primera ficción audiovisual (películas y series de espionaje al márgen, cuya aproximación era bajo otro prisma más de folletín si se quiere) que predice el valor que terminaría teniendo la información en la sociedad. O mejor dicho: el valor que le atribuyen los ingenieros e ideólogos sociales a la información, sea esta de carácter banal o íntimo. Porque aquí a Número Seis por lo que se le pregunta una vez tras otra es por sus motivos para dimitir, información cuya renuencia a dar es igual de firme que la insistencia e invenciones que ponen en extraérsela. Y en esos métodos es donde la serie se luce tocando ideas tangenciales a la psicología, el control de masas, el eterno tira y afloja (muy Tocqueville) de seguridad VS libertad, la filosofía, qué constituye en última instancia eso que denominamos “identidad” y toda la conspiranoia bilateral de un bloque respecto del otro en el período de Guerra Fría. Donde, además, es capaz de lanzar otra predicción (predicción de aquellas, ahora, a toro pasado, sería mera constatación) imposible de refutar: que un bloque se estaba haciendo indistinguible del otro, y viceversa. Que se retroalimentaban de una forma perversa.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Jark Prongo
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