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España España · Madrid
Críticas de Servadac
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Críticas 359
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
6
2 de enero de 2007
52 de 70 usuarios han encontrado esta crítica útil
Esta película le sienta como un guante avant la lettre a nuestra sociedad de mundos rosáceos, bazofia mediática y personajillos detestables a granel. El planteamiento es cristalino: desde el primer fotograma se nos invita a presenciar un espectáculo circense. En él, se exhibe a la famosa de turno, que vende su dignidad a cambio de treinta denarios de plata.

Lola Montes no baila, no canta, no se ha doctorado en astrofísica por la universidad de Harvard, pero es hermosa y atractiva y no le hace ascos a airear sus intimidades por un plato de caviar –ay, si al menos fuera de lentejas. Su hábitat es el escándalo escabroso. Sus armas, el encanto, la capacidad de seducción y ese aura de femme fatal, tan cotizado en el mercado de la carne y los pastiches del corazón, ¡puaj! A pesar de todo, Ophüls y Martine Carol consiguen hábilmente que sintamos compasión por el personaje retratado (salud precaria, peligrosas adicciones, infancia desgraciada y ojos tristes). Y es que Lola destila una infelicidad auténtica y profunda.

Peter Ustinov encarna al jefe de pista; un típico presentador de late night que sabe cómo darle carnaza a la audiencia. Es éste un actor al que se tiende a ensalzar con desmesura; el papel que representa es aseado, no genial –tampoco el personaje daba para mucho lucimiento. Se trata, sin más, de un hombre del show business que conoce su trabajo.

En lo puramente cinematográfico, la cinta es algo insulsa; uno tiende a fijarse en los detalles técnicos (movimientos de cámara, colorido, puesta en escena) para distraerse de una historia que resulta, seamos sinceros, un tanto plomiza. La factura es notable; la idea, espléndida. Pero… ¡no sólo de culebrones vive el hombre!

Una última consideración: si Lola es un producto de consumo, tan vistoso como digno de lástima, ¿a quién deberíamos despreciar? A su público, evidentemente. Ruin y soberano.
Servadac
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8
28 de diciembre de 2006
269 de 322 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hace mucho, mucho tiempo, un niño llamado Tim, escribió la carta que así reza:

Queridos Reyes Burton:

Como me he portado razonablemente bien, me gustaría que me trajerais una historia navideña diferente. Quiero que sea un musical de Broadway, un cuento gótico ambientado en la ciudad de Halloween, un romance entre el rey de las calabazas y una costurera llena de costuras, esclavizada, la pobre, por el doctor Frankestein –que estará inválido y será desagradable–. Quiero que el malo sea un saco de gusanos ludópata y tramposo –pero con mucho ritmo– y que sus compinches preferidos sean los tres niños más gamberros del colegio; además, quiero que maltraten un poquito a Santa Claus. Por último, quiero que el político de turno sea un inútil con dos caras y alcaldía y, sobre todo, me encantaría que me fabricarais un mundo animado y verdadero.

Posdata: El rey de las calabazas se llamará Jack y tendrá:
- La elegancia de Max von Sydow.
- El encanto de Cary Grant.
- La agilidad de Fred Astaire.
- La voz de Frank Sinatra.
- La extrema delgadez de una modelo.

Aquel año, el pobrecito Tim tan sólo recibió muñecos de trapo exánimes y tiesos juguetes de madera, pero, en la Navidad de 1993, su carta se hizo realidad.
Servadac
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7
28 de diciembre de 2006
194 de 276 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hay, en el panorama fílmico actual, un director austriaco al que le fascina la violencia y sus oscuros laberintos. Un director amante de los planos fijos, casi eternos, y que alterna con sabiduría los silencios y el sonido. Un director que trata de llevar la tensión emocional al límite de lo soportable para el espectador. Pero, curiosamente, en esta cinta no termina de salirse con la suya. La película es, en lo técnico, más que notable; cuenta con actuaciones solventes -no brillantes- y se apoya en un guión sencillo y bien urdido. Un mecanismo de relojería que debiera acongojar y, sin embargo, se observa desde la distancia infranqueable que proporciona la butaca de un cine o el sofá de la sala de estar de nuestras casas.

Es éste un Haneke voluntariamente provocador que juega con una pareja de psicópatas-bufones (el payaso serio y el payaso patoso) dedicados al irritante entretenimiento de destrozar las vidas apacibles de sus semejantes (y digo semejantes porque desde el inicio queda claro que todos los personajes de la cinta pertenecen a la clase acomodada).

No me disgustan los guiños de Arno Frisch al espectador, subrayando el carácter irrenunciable de la manipulación a la que el director nos quiere someter. Todo es previsible, incluso el azar más escalofriante. Lo que tiene que suceder, va a suceder. Y sucede, vaya si sucede. Aunque deban vulnerarse las leyes de la propia ficción o de la supuesta realidad.

Un acierto no demasiado original: sacar de cuadro la violencia.

Un acierto pleno: el paso abrupto de la música de Handel a la estridencia del heavy metal. Con eso queda dicho del modo más directo y efectivo todo lo que va a acontecer.

Cuando se le pregunta por la violencia de su filmografía, Haneke pretende llevarnos al huerto (ese huerto macabro y un punto sanguinolento, tan suyo) declarando que su propósito es sensibilizarnos y hacernos reflexionar. Intuyo que, en realidad, ese mundo le apasiona más allá de lo, digamos, saludable. De ninguna manera quisiera residir en el cerebro de este austriaco.
Servadac
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8
26 de diciembre de 2006
74 de 95 usuarios han encontrado esta crítica útil
Érase una vez dos niños que perdieron a su padre (ejecutado por tratar de asegurar el porvenir de su progenie, en tiempos de miseria y depresión, con un dinero manchado de sangre, un dinero maldito) y a su madre (devorada por el ogro predicante, el hermoso y falsísimo profeta). Dos niños que se enfrentan a una fuga lineal e inexorable y se encuentran, al fin, con un hada buena y candorosa, armada hasta los dientes y con trazas de abuelita universal.

Robert Mitchum nos regala una estampa memorable, una voz espléndida y una actuación en cierto modo sobrevalorada. El resto del reparto nos sirve para aderezar una narración que no es cine de actores, sino de encuadres y sueños infantiles (los animales, la torpeza temible del monstruo perseguidor, su proximidad amenazante, la sensación de huida sin descanso y el miedo a las tinieblas: ¿no viene acaso el ogro por la noche?).

La iluminación resulta en ocasiones bastante incoherente (¿a qué buscarle coherencia a lo soñado por un crío?); los personajes podrían ser fantasmas sin sustancia, deformados y excesivos en su irrealidad de monigotes. ¿Y qué importa?

Como diría Borges, no hay secuencia que no depare alguna felicidad (la madre en el río, con el cabello ondulante; la magia en los encuadres sorprendentes; el duelo de melodías entre el ogro y la abuelita, y un interminable etcétera que animo a degustar viendo la película de cabo a rabo, con el alma avizor y libre de prejuicios materiales).

¿La presencia del bien y del mal? ¿De una cierta moralina? ¿De un código ético más allá de toda discusión…? ¿No es ése el hábitat del niño que se inicia en los meandros de la vida social y colectiva?

¿No son las pesadillas puro miedo entre las sombras y verdades afiladas como navajazos?

La historia no es redonda. Es imperfecta, incoherente, desmañada, absurda, inexplicable. Lo mismo que la infancia.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Servadac
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9
23 de diciembre de 2006
57 de 84 usuarios han encontrado esta crítica útil
Amanecer. Un mecanismo mudo de tragedia en plena noche, majestuosamente presidido por la luna. Con un amplio interludio de comedia, solar y luminoso, entre las dos aterradoras pesadillas. La gracia delicada de la Gaynor. La violencia del monstruo, George O'Brien; su ternura. Me cuenta un buen amigo guionista, que el genio de Murnau no acaba nunca de explicarse. La cámara en sus manos es mito y geometría. La cinta es arte inmenso y claroscuro; temblores y temor. Hay que verla, sufrirla y disfrutarla. Nunca anduve tan cerca de ser asesinado.
Servadac
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