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España España · O Carballiño
Críticas de odaesu
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Críticas 66
Críticas ordenadas por utilidad
8
20 de diciembre de 2006
30 de 39 usuarios han encontrado esta crítica útil
Es la mejor película de Ken Loach. Con esta frase podríamos dar por finiquitada esta crítica, sin embargo se dá la casualidad de que el que escribe es un ser humano: por lo tanto patético, lleno de "complejidad", irresponsable ... Y de pronto ha decidido alargarla un poco, solo un poco más.
Loach nos hipnotiza con un filme político que huele por los cuatro costados a clásico de cine negro, la dirección y el guión son fabulosos, las interpretaciones de Frances McDormand y Brian Cox relucen cual oro entre piedras pobres, y la película es absoluta y radicalmente inconformista: no se limita al conflicto del Ulster, si no que le dá un puñetazo en la boca a la derecha europea, a la clase media del "mundo desenvolvido" y la conciencia de cualquier espectador que se acerque a verla. Debería ser proyectada en todos los institutos de Europa: tanto en las clases de historia del mundo actual como en historia de la filosofía
odaesu
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8
21 de marzo de 2014
27 de 33 usuarios han encontrado esta crítica útil
El cine de Wes Anderson es en cierta forma una celebración de lo melancólico, del descubrimiento, de la aventura, de la infancia como tierra fértil para cultivar lo más asombroso. Y la infancia la articula Anderson en pasado, vista desde el presente adulto, gris. La niñez es una explosión de colores, de saltos, carreras, escondites. Por eso sus películas son como un juego infantil, consisten en correr hacia la victoria, siempre escapando de algo o de alguien. En The Grand Budapest Hotel el lujoso hotel no es más que la “casa” de los juegos infantiles, ese punto en el comienza y termina el juego y dónde todos los jugadores pueden estar seguros. Ese gran tronco de árbol en el que cuentas hasta 10 antes de abrir los ojos. Lejos de quedarse en el hotel, la cámara de Anderson persigue la simetría constante y el ritmo frenético a través de esa Europa imaginaria de la época de la Gran Guerra. Irreal, peligrosa, misteriosa y jodidamente hermosa.

Mientras otros autores han ido vendiendo trozos de su mundo, sí, estoy hablando de gente como Tim Burton, Wes Anderson se ha dedicado a protegerlo contra viento y marea. A protegerlo y aumentarlo. The Grand Budapest Hotel es una orgía visual más desenfrenada, una obsesión por la composición más enfermiza, un diseño de producción más grandilocuente y pomposo, una música aún más atrevida en su belleza (si la partitura de Desplat para Mr. Fox era una maravilla, esta para Budapest no se queda atrás, bendita creatividad), un reparto aún más grande (ha encontrado en Ralph Fiennes al actor perfecto para su cine, puro carisma), una aventura con aún más escenarios. Más. Lejos de recular, Anderson está en plena expansión. Quiere más, quiere llevar su poesía sobre la melancolía a nuevos niveles, jugar en nuevas ligas. The Grand Budapest Hotel no llega a la sensibilidad de Moonrise Kingdom, ni a la diversión de Fantastic Mr. Fox, pero es en cambio más completa, porque se luce en ambos terrenos. También es más accesible que sus primeras películas (Life aquatic era demasiado freak, pensada demasiado hacia adentro) y está dotada de un mayor sentido del espectáculo.

Lo maravilloso del mundo fílmico de Wes Anderson es que toda la pompa y el colorido instagramero, están al servicio de las ideas que lo sustentan, no es un envoltorio vacío, lo que hay tras todas las capas estilísticas es un muy sano afán de emocionar y maravillar al espectador. Las películas de Anderson me hacen sentir vivo, recordar una infancia de playmobils y legos, de cuentos y películas de dibujos. De aventuras que solo tenían lugar en mi cabeza mientras estaba sentado en el suelo moviendo muñecos. Una apología de la imaginación como uno de los mayores dones que tiene el ser humano a su disposición. Las infinitas posibilidades que ofrece la imaginación. El juego entre pasado-juventud-auge del hotel y presente(narrativo)-vejez-caída del hotel, hace que nos preguntemos ¿y si al hacernos viejos también nos volvemos grises? ¿nuestras ideas caen como las hojas de los árboles al llegar el otoño? Y así volvemos a la melancolía, pero lejos del dramatismo, en el cine de Wes Anderson la melancolía se plantea desde el optimismo, si sentimos melancolía es porque tenemos preciosos recuerdos de momentos valiosos, para añorar es necesario haber vivido antes. Quizás la melancolía no sea algo malo, simplemente la constatación del fluir vital del ser humano. Celebrémosla manteniendo intactas las ansias de aventura.
odaesu
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9
3 de marzo de 2015
22 de 23 usuarios han encontrado esta crítica útil
En 1966, Fred Zinnemann dirigió A man for all seasons, traducida al castellano como Un hombre para la eternidad, una mirada compleja al reinado del político Henry VIII desde la perspectiva de Thomas More. Cogiendo el testigo de aquel excelente film (que ganó 6 Oscar, incluido el de Película), el director Peter Kosminsky y el guionista Peter Straughan, vuelven a lanzar una incisiva mirada hacia los Tudor en la miniserie de BBC, Wolf Hall, aproximándose a ellos otra vez a través de un subalterno, en esta ocasión Thomas Cromwell. La ficción narra el tramo temporal entre el divorcio de Henry VIII (Damien Lewis, fabuloso) de Catalina de Aragón y la condena a morir en el patíbulo de Anne Boleyn (Claire Foy, a la vez dura y delicada). Todo ello abordado desde la perspectiva de Cromwell, que pasa de ser mano derecha del caído en desgracia cardenal Wosley (Jonathan Pryce, siempre un placer) a brazo ejecutor del propio Henry VIII, mientras tiene que lidiar primero con los opositores al divorcio real, liderado por More (Anton Lesser, entre cínico y sincero) y con el propio clan Boleyn, que ocupa las principales estancias de poder mientras Anne es reina consorte.

Volviendo a la comparación con A man for all seasons, uno de los discursos más interesantes que hila la miniserie, viene a ser una enmienda a la totalidad a la beatificación que la historia ha hecho de Thomas More. No es que el More de Wolf Hall no sea un hombre brillante de rígidas convicciones como aquel “hombre para la eternidad”. Si no que su retrato se vuelve mucho más complejo, con más aristas, situándolo debidamente en un panorama de intrigas y luchas de poder encarnizadas. More tiene una agenda, lleva a cabo una estrategia política, no es ningún santo, es otro actor más inmerso en las catacumbas del poder. Si hasta ahora nos habían dicho que Thomas More era bueno y Thomas Cromwell malo, esta miniserie, que adapta un libro homónimo, sostiene que ambos eran hombres sumidos en la espiral enfermiza del poder, que intentaban conciliar sus intereses (su propia supervivencia) con sus creencias y sus valores. Con esto no estoy diciendo que el enfoque de Wolf Hall sea el adecuado, de hecho ha despertado controversia en UK, porque muchos historiadores denuncian que efectivamente Cromwell era un monstruo. Pero desde luego, esta aproximación histórica es refrescante.

Podríamos, a partir de este conflicto entre More y Cromwell, decir que la serie, narrada siempre desde los ojos entre cansados y escépticos del segundo, se mueve en función de las interrelaciones del mismo. Entre el cardenal Wosley, Anne Boleyn (y todo su clan), Thomas More y Henry VIII van construyendo la personalidad de un hombre convertido en enigma histórico. Jhomas Cromwell era eso que en nuestras democracias representativas actuales se llama “hombre de Estado”, un titiritero en las sombras del poder. Astuto, inteligente, complejo y práctico. Buscaba conciliar lo que él consideraba que eran los intereses de Inglaterra con su propio progreso personal, primero, y su propia supervivencia, después.

Al respecto del poder, Wolf Hall nos dibuja un mundo en el que cuanto más alto subes más probable es que te vengas a bajo y que más dura sea la caída. Decía Wenceslao Galán en El fuego en la voz que “poder es poder matar, por eso la amenaza es siempre amenaza de muerte”. Cuanto más poder amasa Cromwell, más cerca está su final, más enemigos tiene y es más posible que el rey al que sirve le dé la espalda por miedo a dicha acumulación de poder. Por eso el Cromwell de Wolf Hall es un personaje condenado de antemano. Si retrocede lo devoran, si avanza, terminará por precipitarse hacia el vacío.

Soy consciente de que hasta este momento no he mentado al actor que interpreta a Thomas Cromwell. Creía que se merecía algo más que dos palabras. Mark Rylance, uno de los hombres más importantes del teatro británico de las últimas tres décadas, es el encargado de dar (una lacónica) vida a Cromwell. Firma una de las interpretaciones más perturbadora y estremecedoramente contenidas que haya visto jamás. Un ejercicio interpretativo abrumador. Sin levantar la voz. Sin hacer aspavientos. Arrastrándose por la escena hasta impregnarlo todo con su mirada y su gesto desconfiado, descreído. Mark Rylance es el pilar central que sostiene esta mayúscula obra audiovisual. Pero no menos brillantes son una puesta en escena cuidadísima (hay primeros planos de Rylance que son narrativamente brutales, la secuencia del patíbulo desprende una frío insano acojonante); y una brillante y precisa labor de escritura, plagada de diálogos finísimos y crudos. Wolf Hall, dibuja una época, reflexiona sobre el poder y se constituye en un entretenimiento de primera que cuece las intrigas a fuego lento y capta lo peligroso que era vivir en la corte de un rey que un día parecía un niño (febril, enloquecido, embobado) y al siguiente un monstruo (colérico, dictatorial, paranoico). Dado que la historia de Cromwell queda sin terminar (no hemos visto su caída), ojalá BBC decida (en un movimiento 100% marca de la casa) darle una segunda temporada que cierre el relato sobre un hombre al que la historia ha pretendido negar la eternidad.
odaesu
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8
11 de enero de 2007
29 de 38 usuarios han encontrado esta crítica útil
Sofía Coppola solo ha dirigido tres películas, pero sin embargo estamos ante una de las AUTORAS más personales, elegantes, precisas y brillantes de la historia del cine. Los movimientos de cámara de esta película son exquisitos, preciosos, y en cuanto a la Dunst no hay palabras para definir su interpretación. La película resultó muy polémica, sobre todo en Cannes, pero eso no debe ser malo, sino bueno, ya que habla de un estilo propio. Me parece injusto que se la tache de imperdurable, porque me parece imposible olvidar los últimos 20 minutos de este film, con un final que evidencia la decadencia y el fin de una era. En cuanto a que Sofía Coppola mustra un excesivo cariño por María Antonieta, no es del todo cierto, ya que Coppola muestra tanto el lado irracional de la joven reina como su lado más cuerdo y coherente. Nada cabe objetar a esta obra, o por lo menos nada excesivamente. Este film es poesía visual, sonora y narrativa.
odaesu
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8
7 de enero de 2010
28 de 36 usuarios han encontrado esta crítica útil
Up in the air es genéricamente hablando una comedia dramática como Lost in translation o Sideways, aunque al contrario que estas está mucho más inclinada al dolor que a la risa. Es una película seria que te saca las carcajadas con una especie de sacacorchos psicológico, pero sobre todo es un film dulce, que sin estridencias ni grandes golpes de efecto te seduce lentamente, y aunque su efecto no se note al instante, deja tras de si una complicadísima resaca emocional, cuyos límites son intrínsicos al individuo que la padezca.

Esta tercera película de Jason Reitman posiblemente sea la más madura y la más serena, la más tranquila y la más meditada, y no por ello la menos viva. Tiene diálogos mucho menos ingeniosos que los escritos por Diablo Cody en Juno pero sin embargo tiene unos personajes más complejos. El Ryan Bingham en el que se transforma George Clooney (capaz de moverse entre Spencer Tracy y Cary Grant siendo más que nunca él mismo) es lo mejor que le ha pasado a la comedia dramática USA desde aquel actor fracasado perdido en si mismo que personificaba Bill Murray en Lost in translation. Como él, Ryan Bingham es un paria, que reniega de su hogar y huye de su familia, que se encierra en sí mismo mientras se rodea de extraños en hoteles y barras de bar. Pero como a este, alguien resquebraja su coraza, alguien con nombre de mujer: Alex Goran (Vera Farmiga, hermosa, cálida, brillante) y Natalie Keener (Anna Kendrick, la reencarnación de las penas que arrastra toda su generación, mi generación). Y a partir de aquí asistimos al derrumbamiento de un hombre derrotado, de un looser sentimental disfrazado de capitán de equipo de fútbol americano. Y podríamos decir que resulta desolador, pero estaríamos mintiendo, porque es justamente de esto de lo que habla la película de Reitman: de la destrucción como única salida viable ante el encierro, del cuestionamiento vital como arma con la que afrontar el miedo a lo desconocido, a los sentimientos aplastados por lo artificioso de la vida moderna y sus exigencias profesionales.

En el fondo, Up in the air cuestiona el mundo en el que vivimos, las relaciones humanas que establecemos y los horizontes erróneos que construimos por culpa de nuestra incapacidad para buscar la felicidad acompañados de otras personas que se escapan a nuestro control y a nuestros procedimientos analíticos. Up in the air nos pregunta ¿qué tipo de vida tenemos? y ¿cual queremos tener?.
odaesu
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